Tras el triunfo de Santos, Colombia se enfrenta a su historia y a su futuro
De alguna manera, y salvando muchas diferencias, esta elección evoca a la sostenida en mayo de 2002 en Francia
Al concluir el rapidísimo recuento de votos, poco más de una hora desde el cierre de las mesas electorales, el candidato Óscar Iván Zuluaga se dirigió a los suyos para reconocer su derrota y felicitar a Juan Manuel Santos, el claro ganador de la segunda vuelta. En un gesto que lo honra aceptó gallardamente los resultados y agradeció a Álvaro Uribe su total apoyo durante los meses pasados, señalando que “Él y su familia no ahorraron esfuerzo físico para acompañarme en esta lucha. Lo hizo como si fuera su propia campaña”.
Estas palabras desnudan las grandes fortalezas y debilidades de su apuesta electoral frente a unos comicios que han decidido el futuro de Colombia para los próximos cuatro años, y que tendrán un recorrido aún mayor si las negociaciones de paz que se desarrollan en La Habana arriban a buen puerto. En efecto, el apoyo del expresidente fue capital para que Zuluaga llegara adonde llegó, ya que de otra manera es difícil que hubiera podido lograr un resultado como éste.
Sin embargo, y al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que una de las claves que explica el resultado final de la contienda, aunque no la única, ha sido el hecho de que el sentimiento anti Uribe de una parte de la población terminara imponiéndose al rechazo que genera Santos en otros segmentos no menos considerables de la sociedad colombiana. A la hora de tener que elegir entre Santos y Zuluaga muchos ciudadanos, que no eran partidarios de ninguno de los dos, debieron sopesar los pros y los contras exhibidos por ambos, como las posiciones frente al proceso de paz con las FARC, para terminar decidiendo en conciencia.
De alguna manera, y salvando muchas diferencias, esta elección evoca a la sostenida en mayo de 2002 en Francia. En la segunda vuelta presidencial francesa Jacques Chirac enfrentaba a Jean Marie Le Pen con el apoyo de la izquierda y de buena parte de la opinión pública que buscaba cerrar el paso al proyecto de extrema derecha encarnado por el líder de Frente Nacional. Por su parte, en la colombiana salió a relucir el espíritu guerrerista de Uribe, en lo que algunos analistas han considerado una de las campañas más sucias de los últimos tiempos.
En esta oportunidad Juan Manuel Santos apelando a la disyuntiva entre “el fin de la guerra o una guerra sin fin” logró sumar a buena parte de los votos de la izquierda colombiana. Y si bien de momento esa misma izquierda carece de la fortaleza suficiente como para ganar elecciones, su apoyo ha sido decisivo para conseguir el triunfo del actual presidente, pese al rechazo que genera el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, uno de los respaldos de Santos. Estos compromisos, sumados al carácter más disputado de la segunda vuelta (algunas encuestas una semana antes de la elección hablaban de un empate técnico), terminó provocando que aumentara la participación en casi ocho puntos porcentuales (la abstención bajó del 60 % al 52 %) y que también descendiera el número de votos en blanco del 6 % al 4 %.
Pese al resultado de la primera vuelta, Zuluaga era el mejor candidato al que podía enfrentarse Santos en un segundo turno. Las políticas de alianzas promovidas por los candidatos y los apoyos a conquistar, entre ellos los de los grandes empresarios colombianos, terminaron favoreciendo a Santos. De este modo, la diferencia entre el presidente y Zuluaga pasó de casi menos 460.000 votos a más de 900.000 entre la primera y la segunda vuelta. En su discurso de reconocimiento de la derrota, Zuluaga también señaló que había sido difícil enfrentarse a la “maquinaria estatal”, pese a haberla derrotado el pasado 25 de mayo.
Los temores de muchos se vieron confirmados en este mismo acto, cuando Álvaro Uribe hizo uso de la palabra. El expresidente dijo que Colombia necesita “un sistema electoral diferente”, que evite “abusos como los cometidos por el gobierno Santos” y garantice la transparencia. Pero Uribe fue más allá en su desafío al Presidente, ya que no sólo no reconoció el triunfo electoral de Santos, al que no felicitó, sino que también “impulsó la mayor corrupción de la historia caracterizada por abuso de poder, compra de votos, oferta de dineros”.
En este punto encontramos los dos mayores interrogantes sobre el futuro inmediato de la política colombiana. Por un lado la actitud de Uribe frente al nuevo gobierno y hasta dónde estará dispuesto a llegar en su política de confrontación con Santos. Por el otro, y más allá del voluntarismo del presidente colombiano, que durante su discurso de victoria prometió una paz sin impunidad, cuál será el destino final de las conversaciones de La Habana, cuyo desenlace depende en gran medida de un actor tan atrabiliario e impredecible como las FARC.
Como suele suceder la victoria tiene múltiples padres y a partir de ahora cada uno de ellos querrá ejercer lo que considera su legítimo derecho para influir en la agenda. Pero los colombianos, con su voto, han dado su veredicto. Ahora hace falta que la mayor parte de los participantes en la vida política nacional sepan estar a la altura y actúen en consecuencia.
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