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EEUU, Elecciones, Trump

Trump y Bernie: la roca y la pared

El populismo carece de color político. Tanto Donald Trump como Bernie Sanders son populistas, según el autor de este artículo

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“Escila vivía en los acantilados y Caribdis era un peligroso remolino.
Ninguno de los destinos era más atractivo (que el otro) ya que ambos
eran difíciles de superar”

Escueta descripción de Wikipedia en español acerca del ilustre
antecesor de las frases “estar entre la espada y la pared” o, para este
caso, “between a rock and a hard place

Trump

Donald Trump ha devenido el campeón de un grupo que prefiere pensar que los males de Estados Unidos vienen de afuera.

Según ellos, la maldición para los estadounidenses llega entonces con la inmigración, con los ilegales, arriba propiciada por la vecindad con México, o por la competencia china. Los trumpistas son también un grupo de ciudadanos para los cuales los otros males, los internos, comienzan con, y solo con, el Presidente Obama.

Trump, hombre de soluciones sencillas, ha propuesto dos remedios simples a todos esos males: construir un muro —eso sí, con costos bajos y gran eficiencia— en la frontera con México, a la vez que se deporte masivamente a los ilegales, y que lo elijan presidente de Estados Unidos; que confíen en él, dice; que si él logra hacer buenos negocios, también puede dirigir el país y lidiar con el resto del mundo, afirma. Eso es, en esencia, lo que propone Donald Trump para presidente.

El resto de su inexistente programa de gobierno pues es bravata, hipercriticismo y boca floja. O sea, populismo. Y a bajo costo, por supuesto.

La clientela del populismo de Trump es entonces muy específica. Es ese sector de la población irritado por el mestizaje galopante de la sociedad americana; son los que se sienten inseguros por la impunidad con que entran inmigrantes ilegales y permanecen en territorio americano; son los que probablemente creen a pies juntillas que sin México al lado no habría la bestial demanda por drogas de todo tipo que existe en Estados Unidos. Son los que, además de vitorear a Donald Trump, leen a Ann Coulter.

Son también los que sin embargo no se atreven —como tampoco se atreve Trump— a hablar de la marginalidad y violencia extendida entre los negros norteamericanos, y de sus causas; no miran un mapa de la distribución racial en Estados Unidos para preguntarse porque el melting pot ya no funciona, y se horrorizan del monstruo que la codicia y rapacidad capitalista han creado en China —el abastecedor de todas las baratijas— adonde esos mismos capitalistas que asienten cuando Trump tuerce la boca, enseña los dientes de abajo y parlotea, se han llevado los puestos de trabajo que Estados Unidos necesita.

Donald Trump y sus asesores saben bien lo que hacen al hurgar en las llagas de los ultraconservadores; conocen de lo efectivo que resulta agitarle espantajos en el rostro a gente ya de por sí asustada por un país que cada vez es más diverso y que, de manera inobjetable, ya no tiene la hegemonía e influencia global de otros tiempos.

Tal es la eficacia de esa arenga que ni siquiera les importa a los seguidores de Donald Trump que el reciente debate presidencial republicano haya puesto en evidencia la incapacidad de ese señor para opinar, de manera coherente, creíble y adecuada a un aspirante a la presidencia del país más poderoso del mundo, acerca de una solución a conflictos, digamos, como el de Siria. Con Trump todo se reduce a muros, deportaciones, y vagas promesas de que todo, de alguna manera, será mejor.

El alegato populista se nutre de eso. Existe una necesidad de amplios sectores de la población de cualquier nación de tener una voz que los represente y desbarre en su nombre, que diga lo que ellos quieren escuchar, aunque sea una idiotez, ya sea “Everything is going to be better!” —sin siquiera decir cómo lo va a hacer— o “Patria o Muerte”, esas míseras opciones del tirano miserable.

De la misma manera que, ante la tibieza y grisura del resto de los políticos republicanos, el discurso encendido y alarmista de Donald Trump resulta irresistible para sus seguidores, Bernie Sanders, el senador cuasi-socialista, hace algo parecido con otra parte del electorado, esos a los que el expresidente mexicano Vicente Fox, otro populista mediocre, llamó en su momento “los jodidos”.

Bernie

Y es difícil no estar de acuerdo con lo que dice el senador Bernie Sanders.

A diferencia de Donald Trump, el senador Bernie Sanders parece tener un extenso y elaborado plan; ha listado los problemas, sus causas, dice que las va a combatir, y hasta esboza una estrategia de ataque. En su sitio web, bajo el título “Issues”, el senador Sanders describe entonces lo que considera que está mal en Estados Unidos. Apila cifras, gráficas sencillas y contundentes pero, sobre todo, hace algo tan irresistible como el chocolate: bajo el subtítulo “Como presidente, el senador Sanders reducirá la desigualdad en los ingresos y la riqueza haciendo lo siguiente:”, Bernie Sanders se va entonces con todo contra el enemigo favorito de los pobres de la tierra: el sistema, el capital, los poderosos, el 1%.

Y a alguien como yo, que ya ha visto la película, le parece estar escuchando de nuevo a aquel tipo en la Plaza de la Revolución, guajiro apocalíptico, blandiendo su antorcha redentora y descojonando un país.

El señor Sanders, entonces, no deja cabos sueltos. Raza, pobreza, igualdad de género, Irán, inmigración, clima global, y una versión en español de su programa político. Tiene (casi) todo cubierto.

Cita al Papa. Incluye reivindicaciones para las mujeres, para los discapacitados y para Joe Six Pack; se declara amigo de los sindicatos, quiere incrementar el salario mínimo al doble, revisar los impuestos de las grandes corporaciones, promete luchar por mejores condiciones para los retirados, incrementar las oportunidades para los jóvenes, y se decanta por universidades públicas gratis.

Aboga además por un sistema de salud social, a la europea; para los proletarios, dos semanas de vacaciones, doce semanas de licencia médica o familiar y siete días de licencia médica con sueldo. Defiende también la idea de educación universal de pre-K y kindergarten disponible para todos los niños; quiere además revisar los tratados que, entre otros, han hecho que la competencia china deprima la economía estadounidense, y propone desmembrar las grandes corporaciones para evitar su inmunidad ante las crisis financieras. Bernie quiere en serio reformar política, economía y sociedad.

Yo votaría por Bernie. Vamos, ¿quién no quisiera una sociedad exitosa, reforzada con todas esas mejoras de todo tipo? Hay que ser o muy rico o muy tonto para no desear algo así. Además, se evidencia que donde Trump es alarido vacío, Bernie es un hombre con un extenso plan de acción, bien fundamentado.

Solo me gustaría saber cómo el presidente Bernie Sanders piensa lograr todo eso sin desarticular a la economía más pujante del planeta, sin disminuir la creatividad de la industria privada, sin deprimir a la industria farmacéutica, sin detener el tremendo motor económico que es el sistema industrial militar, sin que se pierda la noción primordial de que the business of America is business.

Yo, y muchos más, votaríamos por Bernie para presidente, si no fuera porque la idea de un presidente que parece estar más cercano al socialismo que al capitalismo, que es lo que ha hecho grande a este país es, cuando menos, inquietante.

La piedra y la pared

El populismo carece de color político. Es, en todo caso, rojo incandescente a la hora de encender los ánimos; o rosado como las mejillas de un infante, en el momento de describir el nuevo amanecer, ese futuro luminoso que nosotros, los que aplaudimos, eternos consumidores de promesas, creemos tener en el orador oportunista que nos echa arena en los ojos para obtener un voto —de confianza o electoral— y poder seguir adelante con su carrera de mesiánico, político o mentiroso.

Tanto Donald Trump como Bernie Sanders son populistas; ambos saben qué cuerdas tocar para lograr enardecer a su audiencia. Ambos se nutren de la oportunidad que representa el descontento. Ambos dicen lo que muchos quieren escuchar. Ambos son vendedores hábiles de un producto popular.

Trump tiene una proyección conservadora, nacionalista, que juguetea con la xenofobia, la supremacía, e insiste con la equívoca idea de que tener mucho dinero es tener mucho éxito; se presenta a sí mismo con harta seguridad y estudiada soberbia, sin que tenga la menor idea de cómo ser presidente.

Bernie, por su parte, tiene una plataforma que va más allá de lo que en Estados Unidos de América se entiende por liberal, y se mete de lleno en una socialdemocracia rayana con el socialismo. Sus intenciones parecen buenas, sus ideas numerosas, interesantes y justas; pero al senador Sanders le falta mucho en su discurso para poder convencer de que él no es el anecdótico elefante furioso suelto en una cristalería.

Ambos candidatos representan los dos extremos de las opciones posibles para 2016. Acotan, con sus posturas radicales, al resto de la masa presidenciable, y quizás su mayor aporte a la incipiente campaña es hacer que destaque la gris homogeneidad de los otros candidatos de uno u otro partido. Pero no por ello constituyen necesariamente una opción viable. Votar por la roca o la pared es una apuesta de alto riesgo para quienes deseamos un país sólido —si bien imperfecto— con un gobierno aceptablemente confiable.

Para mantener el liderazgo y el status quo de una nación que aun con todos sus problemas por resolver sigue siendo la mejor del planeta, la masa gris votará gris.

Lejos de la roca y de la pared.


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