Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Nicaragua

Un golpe mortal a la democracia

Si le importaran los nicaragüenses de a pie, el gobierno de Daniel Ortega promovería la democracia y crearía empleo.

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Nicaragua se acerca al precipicio. En 2006, Daniel Ortega se vistió de oveja para llevar a cabo su campaña, pero sacó su lobo interior una vez que llegó el poder. Se sumó al ALBA, la alianza de autócratas fundada por Venezuela, viajó a Irán, Cuba, Libia, y trató al entonces embajador de Estados Unidos como a un punching bag. La maquinaria sandinista de clientelismo, corrupción y tácticas represivas resucitó con toda su fuerza.

Ciertamente, Nicaragua sigue perteneciendo al Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana y firmó la Iniciativa de Mérida, un esfuerzo conjunto de Estados Unidos, México y Centroamérica para combatir el crimen organizado. La Policía Nacional Nicaragüense y la DEA poseen una historia de cooperación responsable que ha crecido con los sandinistas en el poder.

Sin embargo, se está gestando una crisis política. A pesar de la prohibición constitucional sobre períodos de gobierno consecutivos, Ortega se empeña en permanecer en el poder más allá de 2011. En octubre, la Corte Constitucional dio luz verde a la reelección de Ortega, algo que suena muy legítimo, pero no lo es. Sólo la Asamblea Nacional –donde los sandinistas carecen de votos suficientes– puede dictaminar sobre este asunto. Pero gracias al pacto, Ortega se da el lujo de practicar una política de autoservicio, seleccionando las instituciones que le permiten salirse con la suya.

En 2000, Ortega y el caudillo liberal Arnoldo Alemán forjaron un pacto para repartirse las instituciones nacionales, lo que incluyó el establecimiento de un límite de votos inferior para conseguir la victoria en la primera ronda. Los sandinistas, sin duda alguna, no resucitaron de las cenizas de un sistema político que había reventado desde adentro. Ortega ganó con un porcentaje de votos menor del que había obtenido cuando perdió las tres elecciones anteriores.

La democracia nicaragüense ha venido sufriendo una muerte lenta y dolorosa. Las libertades civiles —respetadas durante los gobiernos de Violeta Chamorro, Enrique Bolaños e incluso el de Alemán— ya no constituyen un tema legal, sino de conveniencia política, como lo evidencia el hecho de que el periodista Carlos Fernando Chamorro y el disidente liberal Eduardo Montealegre han sido objeto de acusaciones sospechosas.

El Consejo Electoral Supremo prohibió al Movimiento Sandinista Reformista y al Partido Conservador participar en las elecciones municipales de 2008. El gobierno —que descaradamente había prohibido la asistencia de observadores no ya internacionales, sino también nacionales— cometió grandes fraudes. Prefirieron perder millones de ayuda internacional proveniente de Estados Unidos y de la Unión Europea si, a cambio, garantizaban su victoria en las urnas.

El lema de la campaña sandinista bien podría haber sido “¡Maldito el pueblo nicaragüense!”. Tras una década de crecimiento, la economía se contraerá un 2% este año. Y si bien la crisis internacional probablemente sea la causa del aumento del desempleo y de la caída de las remesas, también los sandinistas son culpables por su fraude electoral, que le ha costado muy caro a la economía. En cualquier caso, Venezuela y Rusia, ninguno de los cuales son ejemplo de transparencia y democracia, son mejores socios para Ortega y sus objetivos.

La única fuerza que mueve a los sandinistas es la obtención de todo el poder. Si les importaran los nicaragüenses de a pie, el gobierno de Ortega estaría promoviendo la democracia y creando empleo. En su lugar, ha producido una amplia red de corrupción y sinecuras para beneficiar a los partidarios del régimen tanto al más alto nivel como en la base. ¿Para qué molestarse en gobernar a todos los nicaragüenses si pueden obtener el control y la riqueza con sólo el 38%? En estos momentos, el 80% se opone a la reelección de Ortega y el 60% está contra él. Con gran arrogancia, los sandinistas han desaprovechado la buena voluntad del 67% que, en diciembre de 2006, pensaba que su regreso al poder podría traerles la prosperidad y la reconciliación.

En noviembre, Managua fue testigo de dos manifestaciones: cerca de 40.000 personas a favor de la oposición y 100.000 a favor del gobierno. En este caso, el tamaño sí importa, pero no en el sentido más obvio. Desde el punto de vista político, 40.000 opositores significan más que 100.000 orteguistas. Los sandinistas cuentan con una maquinaria bien engranada para movilizar a los miembros de la base, pero la oposición no. Los sandinistas hacen gala de una amplia retórica que carece de idealismo, mientras la oposición intenta mirar más allá del pacto y hacia la democracia.

Es probable que los disidentes liberales, los sandinistas reformistas y los independientes no consigan impedir la usurpación del poder. Pero podría darse una unión liberal que presente a un candidato por la unidad en 2010. Si Alemán fuera ese candidato, la tasa de abstención sería alta, lo que beneficiaría únicamente a Ortega. Si fuera otro liberal, entonces el país tendría una oportunidad.

En cualquier escenario, los sandinistas harán lo que tengan que hacer para mantenerse en el poder. Así como la crisis de Honduras parece reducirse, una nueva se está gestando en Nicaragua. Y no se tratará de un golpe de Estado, pero sí de un golpe mortal a la democracia, mientras el mundo sigue su rumbo.


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