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En busca de palancas

Política hacia Cuba: La diferencia entre McCain y Obama no es la interacción de EE UU con la Isla, sino los términos más convenientes para promover una transición.

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En enero de 2009, casi al mismo tiempo que el nuevo presidente de Estados Unidos tome posesión, el régimen comunista cubano cumplirá cincuenta años.

Cuando Fidel Castro tomó el poder, luego de visitar Miami y otras ciudades norteamericanas en 1956, Estados Unidos era un país donde la segregación racial predominaba en todos los estados del sur. La prueba de la longevidad del régimen cubano es que, en términos de historia norteamericana, presenció como Estados Unidos progresó desde la época de "¿Adivina quién viene a comer?", con el gran Sidney Pottier, al momento en que un afronorteamericano puede alzarse con la presidencia del país.

El candidato

Desde sus múltiples identidades —negro, creció en Hawai con madre blanca de Kansas, padre de Kenya y hermana mitad indonesia—, Obama personifica el triunfo de una nueva generación que respeta las luchas del pasado, pero no está interesada en reeditarlas. Es difícil pensar que otro político norteamericano con una experiencia tan limitada (activista comunitario, senador estatal por menos de seis años y senador federal por menos de tres años en 2007), tuviera la audacia de lanzarse a la primaria demócrata e incluso alcanzar la candidatura del partido para la presidencia.

Pero Obama lo ha logrado, con sonrisa ecuánime, transformando los ataques de sus oponentes en fortalezas propias. Cuando dijeron que no era suficientemente negro, se fue a Kenya y se hizo una prueba de VIH. Cuando le enrostraron el enojo del pastor Jeremiah Wright, Obama lo comparó con su abuela blanca desde el Salón de la Constitución, en Filadelfia, donde repitió el credo progresista de una sociedad de oportunidades, a la que propone curar sus divisiones.

Más allá de las diferencias sobre cómo manejar uno u otro problema específico, Obama es sustancialmente diferente de Bush o McCain, porque encarna una nueva visión. Mientras Bush y McCain critican la disposición de Obama para sentarse con Raúl Castro, Chávez o Ahmadinejad, desde la analogía de Munich en 1938, el candidato demócrata les responde que el mundo de hoy, con CNN, actores no gubernamentales poderosos, globalización, calentamiento global y terrorismo trasnacional, es esencialmente diferente.

Fareed Zakaria ha descrito a Obama como realista en política exterior, porque entiende el mundo no cómo era, sino cómo es. Según Zakaria, Obama evita los discursos moralistas y las divisiones binarias de bueno y malo, entendiendo que las relaciones internacionales se explican más por intereses que por ideología. Aunque la preocupación por su falta de experiencia en política exterior es legítima, Obama aventaja a McCain al entender que el sucesor de Bush enfrentará un mundo en el que Estados Unidos tendrá que negociar con otros polos de poder. Y que actuar multilateralmente es "casi siempre" —escribe en La audacia de la esperanza— en el interés de Estados Unidos.

La política hacia La Habana

Muchas cosas han cambiado en EE UU durante la presidencia de George Bush, cosas que la concentración en la política cubana de Miami obnubila. Con la llegada de otros actores poderosos, como los grupos petroleros o agricultores al debate sobre Cuba en el Congreso, la balanza de poder ha cambiado a favor de eliminar el embargo.

La diferencia central entre McCain y Obama sobre Cuba no es si EE UU interactúa con la Isla o no, sino cuáles términos serían más convenientes para promover una transición democrática. Obama quiere cambiar la política, porque siendo EE UU el quinto socio comercial de la Isla y recibiendo legalmente 20.000 cubanos cada año, insistir en aislar a Cuba es una panacea propia del Doctor Pangloss.

Las medidas de 2004, que limitan el envío de remesas y los viajes de cubanoamericanos a Cuba, abrieron una cuña en el exilio que el Partido Demócrata ha sabido utilizar. Tratar de que cubanos como el que escribe sacrifiquen los lazos que lo atan a la Isla y su familia, por uno, dos o tres años, en función de cualquier estrategia política, es simplemente desconocer que a Cuba se puede viajar indirectamente por México o Nassau, sin que te estampen el pasaporte.

Más aún, Obama cree que los contactos pueblo a pueblo aumentan la seguridad norteamericana. En Berlín, este año, hablando para los europeos pero con la campaña electoral norteamericana en mente, definió "la erección de nuevos muros que nos dividan" como "el más grande de todos los peligros".

En el tema de conversar con los adversarios, las analogías fuera de contexto no sustituyen el análisis. Primero: el error de Chamberlain en Munich, en 1938, no fue que conversó con Hitler, sino que le creyó sus promesas y accedió a sus demandas. Conversar con Raúl Castro no es acceder a comportamientos inaceptables o renunciar a tener una relación independiente con el pueblo cubano.

Segundo, ni Raúl Castro es Hitler, ni Cuba comunista es la Alemania hitleriana. Los riesgos de perder al negociar son mínimos, porque ni Raúl pretende, ni Obama va a consentir, la ocupación cubana de Checoslovaquia. Tercero, Estados Unidos puede promover los derechos humanos en Cuba con más efectividad si coopera, en lugar de bloquear su tránsito a una economía de mercado e integración al sistema capitalista mundial.

Estrategia obamista

Si el objetivo es producir una apertura en Cuba, una política negociadora implicaría: 1) usar las conversaciones para resolver problemas de la convivencia vecinal entre los dos países, pero también para fortalecer posiciones reformistas entre la élite cubana; 2) abrir líneas independientes de intercambio informativo con la sociedad cubana, para explorar e influir mejor los procesos políticos en la Isla; 3) en caso de que La Habana rechace reformas que la acerquen a las realidades del mundo globalizado y las normas internacionales de derechos humanos, ponerla a la defensiva ante la opinión pública y los Estados de la comunidad internacional.

Para lograr tales fines, Barack Obama ha propuesto las siguientes variaciones a la política vigente:

-Eliminar inmediatamente las medidas de 2004, que regulan las visitas de los exiliados a una cada tres años, aplican un arbitrario criterio en determinar quiénes son considerados familiares y limitan el envío de remesas a cien dólares cada tres meses.

-Restablecer los niveles de intercambio humanitario, cultural y académico alcanzados en los dos últimos años de la era Clinton, tras la visita del Papa a Cuba, en enero de 1998.

-Abrir una negociación presidencial con Raúl Castro sobre las diferencias entre los dos países, sin condiciones, pero a partir de un trabajo preparatorio a niveles diplomáticos más bajos.

Una presidencia de Obama también cambiaría el proceso de toma de decisiones. Es predecible que actores cercanos al Partido Demócrata, desde los grupos de solidaridad en la extrema izquierda hasta los sectores en el exilio que proponen usar el embargo como carta de negociación, pasando por los grupos afroamericanos y el clan Kennedy, tengan las puertas abiertas en la Casa Blanca para proponer cursos de acción. En contraste, el Consejo para la Libertad de Cuba no podrá cruzar la reja.

La elección de Obama removerá la amenaza del veto presidencial sobre las legislaciones en el Congreso que relajen el embargo. Lincoln Díaz Balart estuvo en lo cierto cuando en julio de 2001 defendió al presidente Bush como "la barrera más vigorosa e indispensable entre el lobby antiembargo creado por Clinton y el fin de esa política".

En ese sentido, un presidente Obama, unido a la certeza de un Congreso demócrata, trasmitiría a La Habana, sin excusas, una disposición para reciprocar cambios en la Isla que el presidente Clinton nunca tuvo.

¿Y las negociaciones gobierno a gobierno?

Negociar es un medio, no un fin. Una política de negociación funciona si dispone de las palancas necesarias (zanahorias y palos) para mover a la otra parte a las posiciones deseadas. ¿Pueden las negociaciones con La Habana generar aperturas en Cuba?

Si después de las elecciones, Obama pide un estimado de las palancas que tiene para negociar con Raúl Castro una transición a la democracia representativa, un analista objetivo le traerá malas noticias. Cuba no está en 1993, con apagones de dieciséis horas, sin más transporte que las bicicletas chinas y con una rampante neuritis comiéndose las conquistas de la revolución en salud.

En el plano interno, aunque existe descontento con la falta de reformas, la sucesión de Fidel a Raúl Castro ocurrió sin sobresaltos. En el externo, Cuba tiene significativa influencia regional, disfruta de una relación económica privilegiada con Venezuela, que resuelve sus problemas energéticos, y está desarrollando vínculos crecientes con Rusia, India y China. Tras firmar los dos convenios centrales de derechos humanos, Raúl Castro está dialogando con la Unión Europea para ampliar la cooperación y el comercio.

Bush no hizo nada para dejarle una posición ventajosa. Cometió el terrible error de subestimar la capacidad de sobrevivencia de un régimen que se crece en la confrontación nacionalista con EE UU, mientras sufre cuando es medido por su desempeño en resolver los problemas de vivienda, transporte y comida del pueblo. Bush, contrario a lo que pedía la disidencia interna, hizo todo lo posible por darle a La Habana su escenario favorito: el David nacionalista contra el arrogante Goliat.

Raúl no hará concesiones que amenacen su poder a corto plazo. La élite cubana sabe que el embargo no es una fortaleza, sino —como ha dicho Stephen Wilkinson, del Instituto Internacional de Estudios de Cuba en Londres— un barco que se hunde. Una reforma económica cubana movilizaría intereses suficientes en Estados Unidos para abrirle un boquete bajo la línea de flotación. La Habana hará concesiones sólo si los acuerdos que obtenga son mejores que los cambios que puede obtener sin negociar.

Nada de lo anterior significa que Estados Unidos no tenga palancas efectivas si trabaja a largo plazo y escuchando a sus aliados. El comunismo en Cuba, como en el resto del mundo, ha fracasado. Estados Unidos permanece, y seguirá siendo en las próximas décadas el país más poderoso y el principal mercado del mundo. Al margen de arrogancias, la mayoría de los gobiernos, incluyendo Brasil, Rusia, China e India, invierten ingentes esfuerzos en construir una relación privilegiada con Washington.

Buscando palancas

Raúl Castro ha llamado a abrir negociaciones con Washington no porque quiera visitar Monticello, sino porque las élites postrevolucionarias tienen intereses que serían avanzados en las mismas. Los nacionalistas —que no son pocos, a diferencia de los comunistas, que cada vez son menos— quisieran alcanzar la meta histórica de entrar en la base "usurpada ilegalmente por más de un siglo".

En términos de seguridad, los militares saben que sólo un período de estabilidad, crecimiento económico y aumento del nivel de vida de la población puede sacarlos del actual estado de precariedad. Los príncipes y princesas del sistema quieren —"como los chinos", repiten— hacer negocios con compañías norteamericanas, usar sus contactos e influencias como fuente de acumulación, mandar a sus delfines a estudiar en el extranjero. Para ellos —parafraseando otra vez a Calvin Coolidge—, "the business of revolution is business".

Obama debe distinguir las áreas donde tiene palancas para negociar, de aquellas en que debe construirlas primero para negociar después. El gobierno raulista necesita reformas económicas de mercado, pues mejorar el nivel de vida es condición indispensable para generar la aquiescencia de las nuevas generaciones sin Fidel Castro, sin embargo, y en un mundo globalizado.

Obama puede lograr mucho si apoya la transición a una economía de mercado en la Isla, la relajación de intercambios de información —como acceso a internet y becas— y una liberalización de los derechos de viaje que permitan mayor movimiento entre los dos países.

Tales avances no serían óbice para que Estados Unidos exprese su solidaridad con las victimas de la represión en Cuba o defienda sus valores democráticos, que están más en consonancia con las convenciones internacionales de derechos humanos que la ideología comunista. Por el contrario, debe decir abiertamente que, respetuoso de la soberanía cubana, espera que el avance del capitalismo en las condiciones de la Isla, genere derechos económicos y presiones de los propios cubanos para una mayor liberalización.

Como en otros regímenes no democráticos, el avance de los derechos de viaje y religión actúan como multiplicadores, creando efectos cascadas para otros derechos, como el de libre asociación e información.

Desde el inicio

Cincuenta años de una política desastrosa no se pueden reparar en un día. La medida del éxito de Obama será si, al pasar cuatro u ocho años, deja una Cuba más integrada a EE UU, en la que el mercado juegue un papel más importante, la propiedad privada para los cubanos sea más aceptada y la población, incluyendo los dirigentes y militantes, esté más expuesta a los valores democráticos, que son los que al final cambiarán los corazones y las mentes de los ciudadanos forzando aperturas en el gobierno y la sociedad.

Cuba y Estados Unidos deberían volver, cuanto antes, al momento antes de la larga noche de Bush. El último presidente demócrata de Estados Unidos, Bill Clinton, contó en sus memorias cómo en la Cumbre del Milenio, en Nueva York, intercambió saludos con Fidel Castro, quien afirmó que "no quería causarle problemas, sino expresar sus respetos antes que dejara la presidencia". Clinton contestó que esperaba que "un día nuestras naciones se reconcilien".

Una administración Obama haría bien en proyectarse —no al final, sino desde el inicio— con la dignidad de una potencia democrática, sin miedo de promover los derechos humanos, pero respetuosa de la soberanía cubana.


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