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La política y los símbolos

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José Blanco, el número dos del gobernante Partido Socialista Obrero Español (PSOE), efectuó entre el 6 y el 7 de noviembre una visita oficial a Cuba con un mensaje "de apertura" para sus anfitriones del Partido Comunista (PCC), “de mirar al futuro, de dar pasos, de ir avanzando". A su regreso, declaró que tras “un diálogo abierto y franco, hablar sin tapujos de todos los temas” y encontrar “comprensión y receptividad", se lleva “una lectura moderadamente positiva” de su visita. El PSOE asegura que nadie de la oposición solicitó a Blanco una reunión. Sólo el portavoz del Partido Arco Progresista, Manuel Cuesta Morúa, a solicitud propia, pudo hablar por teléfono con el señor Blanco antes de su regreso a España.

Una semana más tarde, la secretaria de Estado para Iberoamérica, Trinidad Jiménez, dijo que se mantiene un "diálogo inalterable" con la oposición cubana, y el ministro español de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, se mostró a favor de la renegociación de la deuda de Cuba a través de la concesión de créditos.

La nueva política hacia Cuba propuesta a la Unión Europea por el ministro Moratinos en nombre del gobierno español es “acercamiento y diálogo”, "confianza, apertura y voluntad de trabajar con las autoridades cubanas”, en contraste con la anterior, de “dudosa utilidad práctica”. Se trata de “recuperar un nivel adecuado de interlocución con las autoridades cubanas”, aunque también una “relación más provechosa con la disidencia y con toda la sociedad cubana”. Con todos y para el bien de todos, diríase.

Entre las políticas que fueron implementadas en 2003 —y que según un editorial de El País “no han servido para nada o incluso han producido resultados indeseados”— estuvo invitar a los disidentes a los actos en las embajadas europeas, para subrayar el deseo de un diálogo multipolar con el pueblo cubano, no aceptar como único interlocutor al Gobierno. Aunque las embajadas cubanas suelen invitar, sin represalias de los gobiernos locales, a activistas y organizaciones anti sistema, la respuesta de La Habana fue prohibir a sus funcionarios asistir a actos donde algún virus disidente pudiera contaminarlos.

Europa también recortó la cooperación cultural —grave error, al hacer más claustrofóbica la vida a una población para la cual cada intercambio, cada ventana, es una pequeña bocanada de libertad—. Y derivó la cooperación hacia instituciones no gubernamentales, minando el monopolio de legitimidad del Gobierno cubano.

Fidel Castro, como de costumbre, subió la parada: bloqueó las líneas de comunicación con los diplomáticos comunitarios, tildó a Europa de neocolonia norteamericana, insultó a sus mandatarios y rechazó toda cooperación, con la garantía de que ello sólo afectaría a la población cubana, que aplaudiría frenética el derroche de dignidad de su máximo líder.

Desde el advenimiento a España de la democracia, las diferentes presidencias han intentado favorecer una transición democrática en Cuba y paliar en lo posible su estado de penuria crónica. La actual no es la excepción. Partiendo de esa premisa, ¿qué pueden hacer España y Europa para promover la democratización cubana?

Ante todo, reconocer que no está en sus manos (ni los cubanos deseamos que esté en sus manos, sino en las nuestras) cambiar el status quo en Cuba. Tener clara entonces la noción de sus propias limitaciones y de que las políticas adecuadas comienzan por comprender que están lidiando con una de las dictaduras más absolutas y unipersonales de que se tienen noticias, dispuesta desde hace 50 años (y los que queden) a cualquier sacrificio (del pueblo cubano)por conservar el poder. De esa adicción son rehenes los habitantes de la Isla, cuyo destino está siempre sujeto a modificaciones sin previo aviso.

De modo que quien diseñe la política europea deberá hacerlo no hacia esa entelequia que es Cuba —existe como Nación, sin dudas, y sus fronteras rebasan la geografía de la Isla, pero el “gobierno de Cuba “es apenas un seudónimo—, sino hacia Fidel Castro, quien dicta políticas desde sus “Reflexiones”, algo en que podría serle más útil a Europa la asesoría de siquiatras que de politólogos, y considerar que él no retrocederá ante presiones que afecten a su pueblo, castrado de voz y voto. Aunque sí se interesa por la opinión pública mundial y por su papel en la política planetaria —protagonismo desmedido, megalomanía y una vanidad digna de estudio—. De ahí su recurrente discurso juvenil, libertario y redentor de los pobres, de denuncia sin soluciones, evidente en un larguísimo mandato que ha multiplicado la pobreza y podado las libertades.

En la Isla, él es Cuba y viceversa. Y la disidencia es, por definición, anticubana al ser anticastrista y, por carácter transitivo, pro yanqui. La UE deberá tener presente que él jamás aceptará la existencia de una oposición respetable, jamás concederá el rango de adversario político a un conciudadano, condenado al estatus de súbdito. Un disidente es definido como mero instrumento del único enemigo que él ha elegido, porque su estatura confirma la propia: Estados Unidos de Norteamérica.

Quien diseñe la política exterior española, no importa de qué partido sea, si verdaderamente desea favorecer la floración de la Cuba próspera y democrática de mañana, deberá considerar que Fidel Castro y su sucursal, Raúl, no son sus aliados en ese empeño, sino el obstáculo a superar. Pero hay dos terrenos en los cuales sí puede hacer mucho la UE por los cubanos: la representatividad y la legitimidad. Dado que hoy el líder monopoliza toda la legitimidad y la representatividad que correspondería a los trece millones de cubanos, la UE deberá continuar haciendo patente que Cuba, aunque esté condenada a no serlo, es un país normal donde existen múltiples interlocutores representativos y legítimos: el Gobierno, la oposición, la sociedad civil, las iglesias, etc. De ese modo, no sólo se mina el monopolio simbólico del poder, sino que se otorga visibilidad a esos actores, lo cual, en cierta y muy precaria medida, los preserva de la represión. Derogar esos monopolios de representatividad y legitimidad, reconocer la horizontalidad de la sociedad cubana, ha sido uno de los mayores logros de la posición común. Un logro, claro está, que tiene un costo político y económico, dada la discrecionalidad insular en el tratamiento a los inversionistas.

Si España desea modificar la política europea, por ser de “dudosa utilidad práctica”, en favor de una más efectiva, antes debería recordar que ni el embargo ni las concesiones conseguirán que el gobierno ceda un ápice de su poder a la democratización de la Isla, y que frente a una dictadura que cuenta como rehén a un pueblo entero, toda política es de “dudosa utilidad práctica”. Si el propósito es comprar con “suavidad” la liberación de los presos políticos, vale recordar que en Cuba hay unos 300, ninguno de los cuales ejecutó una acción violenta, y que los pocos que han abandonado las prisiones han recibido “licencias extrapenales”, un espléndido eufemismo: excarcelaciones reversibles que pueden ser derogadas si el disidente “licenciado” incurre de nuevo en la ira del Señor. Las “licencias extrapenales” no son materia del código penal, sino de la voluntad divina.

Por eso las únicas políticas efectivas son las simbólicas: distribuir equitativamente legitimidad y representatividad, antídoto contra el monopolio simbólico del poder.

No puede decirse hoy que los Castro gobiernen por consenso, como sucedió durante los primeros años, ni contra una mayoría abiertamente opositora, sino sobre una multitudinaria resignación, sobre un compás de espera en equilibrio inestable, pero especialmente sobre un caudal simbólico que opera como reafirmación de poder, rompeolas contra la subversión e incluso instrumento de legitimación desde la óptica machista y caudillera. El caudillo ganó el poder a tiros —si quieren tumbarlo, que tengan cojones de sacarlo a tiros, solían afirmar sin sonrojarse los fidelistas recalcitrantes—; culminó la insurrección “milagrosamente” intocado por las balas; ha (hemos) resistido las presiones de Estados Unidos; sobrevivió al Oso Misha, dueño de los cohetes; exportó tropas victoriosas a los cuatro vientos (las derrotas han sido pudorosamente ocultadas); sobrevivió a cientos de atentados fraguados por la CIA; ha dejado a su paso una recua de hijos; el caudillo no duerme, dirige despierto sus propias intervenciones quirúrgicas; todo lo ve y lo sabe; la humanidad lo ama; Cuba era una Isla desdeñable hasta su advenimiento. En fin. De modo que cualquier erosión de ese universo simbólico, de ese monopolio de la legitimidad, es un adoquín del camino hacia una legitimidad equitativamente distribuida entre todos los cubanos.

Ese caudal simbólico no es mero adorno para su vanidad. Es una póliza de seguro del poder, gracias a su efecto disuasorio sobre cualquier idea subversiva, condenada al fracaso por el ojo omnividente. En contraste con esa publicidad unívoca, sus oponentes externos juegan en desventaja. Están sujetos a la opinión pública, a la oposición, a los electores y a una prensa diversa y respondona.

De acuerdo a esa lógica perversa, una derogación, una dulcificación o un retroceso en la posición común de la UE, además de todo lo que puede significar en términos de tácita aceptación del actual status quo, será interpretado por él, de cara a su público, como falta de consistencia y confirmación, no de que la política anterior era inútil, sino de que era injusta. Ahora que los europeos han entrado por el aro, dirá con énfasis de perdonavidas, los recompensaré haciendo más dulce para sus empresarios el clima del Caribe, seré más simpático con sus diplomáticos y no los escupiré en mis “Reflexiones”.

Los intocables de la disidencia vuelven a ser atendidos de lunes a viernes, en horario de oficina, por la trastienda.

Es muy posible que esa “rectificación” europea impulsada por España consiga la libertad de un manojo de prisioneros —quedarán muchos en las cárceles y muchísimos más por apresar, moneda para futuras transacciones, en esa gigantesca cantera de humanos sin derechos—; complacerá al empresariado que, en contubernio con un Estado que trafica sin pudor con la mercancía “cubanos”, recluta mano de obra cautiva mediante contratos de trabajo que en Europa serían constitutivos de delito; entusiasmará a los sobrevivientes de una izquierda cretácica que defiende para los nativos de la Isla, con un fervor colonial, una dictadura que se cuidan mucho de pedir para los europeos en sus mítines electorales, y, desde luego, suavizará el intercambio de Europa con La Habana.

Mientras, la sociedad civil, esa Cuba embrionaria del día después, sin dudas la única Cuba con futuro —algo que deberán tener en cuenta los políticos europeos de hoy y, sobre todo, los de mañana—, sabrá que se encuentra, de momento, más sola.

“La política y los símbolos”; en: El tono de la voz, 25 de noviembre, 2008. http://www.cubaencuentro.com/jorge-ferrer/blogs/el-tono-de-la-voz/espana-y-cuba-politica-y-simbolos



Chiquita

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Desde el antiguo Egipto hasta las mitologías nórdicas, desde Velázquez a Picasso y de las cortes europeas al circo, los enanos han ocupado un sitio especial en el imaginario colectivo y en el arte. Amos del mundo subterráneo, artífices inteligentes e industriosos, los enanos nórdicos crearon para Thor el martillo Mjolnir. Fueron escuderos, acompañantes y mensajeros de los caballeros medievales, como el enano Ardián, compañero de Amadís de Gaula. Si en Los enanos de Mantua, de Gianni Rodari, un duque perverso obligaba a pelear a sus enanos para divertirse, en El Enano, de Pär Fabien Lagerkvist, el protagonista, un bufón de la Italia renacentista, es la encarnación del mal. Y, desde luego, inmediatamente acude a nuestra memoria Oscar Matzerath, el enano por excelencia de la literatura contemporánea, quien nos ofrece una visión personal de la Alemania nazi redoblando su tambor de hojalata.

 

A esta saga se une ahora la novela Chiquita, premio Alfaguara 2008, que cuenta la historia de Espiridiona Cenda (Matanzas, 1869- Far Rockaway, Estados Unidos, 1945), conocida como Chiquita, una liliputiense perfectamente proporcionada de 66 centímetros, que disfrutó de un gran éxito en espectáculos de vaudeville y circenses de Estados Unidos y Europa entre 1897 y los años 20. Una novela de aventuras, una biografía imaginaria de un personaje real, según Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1956), quien afirma que “episodios que parecen inverosímiles son reales y están documentados en libros y periódicos de la época", y que usó la vida de Chiquita para reinventarla a la medida de sus necesidades como escritor, una fórmula cercana a la memoria novelada.

 

En palabras del jurado del premio, se trata de “una novela a la vez elegante y llena de vida", "con una notable gracia narrativa y una imaginación sin descanso que despliega como una inmensa partitura de ejecución precisa, la época y la vida de un personaje extraordinario”. Adjetivos aparte, fue extraordinaria la vida de la protagonista, nacida en la apacible ciudad de Matanzas, cien kilómetros al este de La Habana. Una familia de clase media la cuidó y la mimó, preparándola para una vida dependiente, dada su estatura y —pensaban—su incapacidad para ser independiente en un mundo diseñado para seres que triplicaban, o casi, su estatura.

 

Chiquita recibió una esmerada educación —dominaba siete idiomas, disponía de conocimientos de literatura, música, y tomó clases de canto y baile—. Gracias a ello, al morir sus padres, y encontrándose en dificultades económicas, zarpa hacia Nueva York, y comienza su vida artística como The Baby Doll. Era el 30 de junio de 1896, a un año de empezada la segunda guerra de independencia cubana, y a 149 páginas del inicio de la novela. Tras su debut, disfrutó una larga temporada de éxitos en un espectáculo con todos los estereotipos posibles a propósito de Cuba, su guerra con España y la irrupción providencial del Tío Sam en el conflicto. Posteriormente, tras su encuentro con Bostock, empresario y domador, la gira de variedades en circos, exposiciones mundiales (la de Omaha) y panamericanas (de Búfalo, en 1901, donde encontró a Gonzalo de Quesada y a Leonard Wood) confirman la popularidad de Chiquita. En París, descubre el mundo de las cocottes y las orgías lésbicas, coincide con la exposición mundial, y frecuenta los más altos estratos de una sociedad decadente, escindida por el caso Dreyfus. Realiza dos giras por Europa y, en 1905, hace una temporada en Londres. De regreso a Estados Unidos, continúa actuando en todo tipo de espectáculos, hasta que, en 1914, se recluye en Far Rockaway, decidida a abandonar los escenarios, pero una visita inesperada la devuelve al mundo del espectáculo hasta los años 20, cuando se retira definitivamente hasta su muerte en 1945.

 

Antonio Orlando Rodríguez es autor de numerosos libros para niños, y de narrativa para adultos —Strip tease,cuentos, y Aprendices de brujo, novela— y de una obra de teatro, El león y la domadora. Confiesa que escribir para niños le dejó “la necesidad de atrapar el interés del lector y mantenerlo durante toda la obra. Mi objetivo pasa por seducir al lector y arrastrarlo a mi historia". Y, ciertamente, Chiquita es un libro ameno, lleno de peripecias y sembrado de oportunos misterios que van conduciendo la atención del lector. Escrito con una prosa ágil, sobria, al servicio del argumento, la ausencia de pirotecnia verbal conquistará a los que demandan a una novela, ante todo, contar una buena historia.

 

Como un pastel de hojaldre, la estructura narrativa consta de varias capas superpuestas: lo que Chiquita contó a Cándido Olazábal, un antiguo corrector de la revista Bohemia, quien durante varios años tomó al dictado los recuerdos de la protagonistas con el propósito de escribir la historia de su vida; lo que Olazábal contó al autor y, finalmente, lo que nos cuenta el autor tras verificar en la documentación disponible la veracidad de sus testimoniantes. Olazábal recogió el testimonio de Chiquita, selectiva y fantasiosa en el relato de su vida, y narró al autor su propia versión, transformada y filtrada por su memoria, y bacheada por los olvidos inevitables a sus 80 años. Este doble narrador interpuesto, más la pérdida de numerosos documentos tras el paso del huracán Fox en 1952, y la activa labor de las polillas, conceden al autor espacios de silencio que pueden ser completados por la ficción sin perder el sabor documental, y añade a la novela una subtrama adicional: la búsqueda de la verdad ocurrida que se esconde bajo la verdad contada. Además, las carencias e imprecisiones de lo narrado por Chiquita y Olazábal, son indicios adicionales para acercarnos a la personalidad de ambos.

 

El autor, que actúa en nombre propio, como advierte desde el principio, asegura haber renunciado a su papel para asumir el de mero redactor, con el propósito de subrayar en el lector la ilusión de estar asistiendo a la realidad, no a su versión ficcionada. Claro que esa declaración de propósitos es también ficción. El autor crea un testimoniante ficticio que nos narra una vida real sazonada de ficción, para que sea elaborada y comentada por un autor también ficticio que es obra del autor real.

 

La veracidad histórica de lo narrado es subrayada por una minuciosa ambientación: la atmósfera de las ferias y cabarets del Nueva York de finales del XIX, la visión de una ciudad multiétnica, configurada por sucesivas riadas de inmigrantes, que ya se perfila como la capital del planeta. Una ciudad donde se estrena el cinematógrafo, corren los primeros automóviles y se prefigura el siglo XX. A eso se añade el dibujo convincente de la fauna local: periodistas y empresarios, políticos, militares, putas de lujo, cantantes líricos, escritores, magnates de la industria y de la prensa, artistas de variedades, sin olvidar a la Junta Revolucionaria Cubana, presidida por Tomás Estrada Palma, quien sería el primer presidente de Cuba, y las disputas, dimes y diretes entre los miembros de la comunidad de artistas liliputienses. Por las páginas de la novela discurren personajes históricos como Sarah Bernhardt, la Bella Otero, Hearst y Pulitzer, Liliukolani, la depuesta reina de Hawai, el escritor Walter de la Mare, y buena parte de la alta sociedad francesa, especialmente el conde de Montesquieu y su amigo Gabriel Yturri, en el momento que se inaugura la Exposición Internacional de París. Chiquita traba amistad en Madrid con Emilia Pardo Bazán, y visita la Casa Blanca, invitada por el presidente McKinley.

 

Aunque los acontecimientos políticos nunca llegan a imbricarse íntimamente con la historia personal de Chiquita, no falta su dibujo como parte del decorado de época: la anexión de Hawai;el feminismo; el movimiento anarquista y sus sacerdotisas, Lucy Parsons y Emma Goldman; la guerra en Cuba; la reconcentración decretada por Valeriano Weyler; el caso de Evangelina Cisneros; la explosión del Maine; la entrada de Estados Unidos en la guerra, y el agradecimiento de Chiquita a los norteamericanos por su “curso acelerado de democracia” durante la intervención militar. Filtrado por alguna carta de Juvenal, su hermano que se encuentra en la manigua, el conflicto cubano transcurre como en sordina. Incluso el encuentro de Chiquita con la Junta Revolucionaria tiene algo de teatral, que le resta autenticidad; aunque, por otra parte, es un guiño a la contemporaneidad y a los miles de “juntas” de exiliados, y reitera el hecho de que casi todos los que rodean a Chiquita pretenden utilizarla para sus propios fines.

 

A esta convincente construcción de una realidad literaria contribuye el dibujo explícito, pero nunca grosero, de la tumultuosa vida sexual de Chiquita. Y no sólo con caballeros de su estatura, como el Signor Pompeo, en Nueva York, o Deniso Bearnáis, en Berlín. La liliputiense hizo desfilar por su alcoba a un anarquista, a un presunto piel roja, a un mago chino, a un carterista, y hasta se casó con Tony Woeckener (Toby Woecker en la novela), un adolescente de 17 años cuya foto puede encontrarse en http://sabineofgermany.typepad.com. Y su mayor romance, con el reportero irlandés Patrick Crinigan, quien confiesa que con ella satisface su secreta fantasía de poseer a una niña.¿Sería Chiquita la niña-adulta perfecta para amantes pedófilos?

 

Tampoco elude el autor los amores homosexuales, desde la iniciación en Matanzas de Mundo, primo y pianista de Chiquita, y su mudada a un pueblo lleno de vaqueros gay —¿un guiño a Ang Lee?—, hasta la tormentosa experiencia lésbica de Chiquita en París de la mano de Liane de Pougy.

 

Reconstrucción convincente y bien documentada —virtud infrecuente— donde los errores y erratas son la excepción, como cuando el tigre Rajah de la página 474, se nos convierte en león en la 488. Sólo en ocasiones el lector sospecha una sonrisa burlona del autor que pone a prueba su credulidad —el manjuarí salvavidas en el Sena o el estrafalario rapto de Chiquita por un jeque bereber—. Pero esta ilusión de veracidad —literaria, no histórica— se quiebra cuando irrumpen en el relato, sin un encaje convincente en el argumento, elementos de literatura fantástica. Que en las primeras páginas aparezca el perro de Doña Ramonita, criatura del Averno, puede leerse como folclor local. También funcionan perfectamente las sesiones de espiritismo, muy de moda por entonces, con bajada de muertos cubanos incluida; las cartas astrales, lectura de manos y de orejas. La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, línea argumental con librería esotérica, policías y detectives neoyorquinos, sectas y contrasectas, podría conciliarse con el argumento principal. Pero cuando el autor intenta encajar gallinas de los huevos de oro, bilocaciones y un talismán que funciona como una suerte de faro personal que barrunta el futuro, el lector sospecha una impostura. Piezas recortadas a medida para que encajen en el puzzle al que no corresponden. Y ni siquiera se permite un margen de duda. El autor insiste en subrayar su veracidad mediante el testimonio, presuntamente irrebatible, de Olazábal. Antonio Orlando ha declarado “A mí me encanta lo sobrenatural, lo mágico, lo fantasioso. Me gusta como lector y por eso lo metí en el libro”. Gusto absolutamente respetable, y que el autor ha ejercido con acierto en obras anteriores, pero las novelas son objetos muy delicados. No resisten que se les “meta” nada por puro gusto, ni reaccionan como la ostra a los objetos extraños.

 

El Oscar Matzerath de Günter Grass decidió estacionar su crecimiento a los tres años, cuando le regalaron el tambor de hojalata, su grito hacía saltar los cristales, recordaba sucesos que oyó en el vientre materno y, al nacer, carecía de inocencia y su formación intelectual estaba ya terminada. Todo ello, como el súbito despertar de Gragorio Samsa convertido en un escarabajo pelotero, está en la base del convenio literario concertado entre el autor y sus lectores, responde a la lógica del relato y, por tanto, goza de una total veracidad literaria. Las irrupciones fantásticas en Chiquita, en cambio, no son componentes orgánicos de la historia, sino incrustaciones que tampoco tienen una clara finalidad narrativa, no aportan soluciones dramáticas y, por el contrario, crean en el lector un extrañamiento y me temo que no brechtiano.

 

En Memorias de un enano gnóstico, David Madsen deshilvana con crudeza y sin ahorrar episodios de extrema violencia, las memorias de Peppe, un enano involucrado en una “secta” gnóstica que se ve envuelto en una madeja de intrigas como chambelán y confidente de León X, “el Papa de los Médici”, en la Florencia del siglo XVI. Salvando distancias, desde luego, podría ser un buen antecedente literario de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia, perfilar su encaje más eficaz como subtrama en el argumento principal de la novela.

 

Los egipcios tenían a Bes, un dios acondroplásico, y la representación de enanos es muy frecuente en los vasos griegos. Aristóteles afirmó de ellos que "el peso de su cuerpo incapacita el funcionamiento de la memoria", y fue el primero en dividirlos en proporcionados y desproporcionados. Por entonces, la demanda era tal, que algunos padres colocaban a su hijo varón en el interior de cajas llamadas gloottokoma, para limitar su crecimiento y vender el joven bonsái a un domicilio aristocrático. Más tarde, en los salones de las grandes damas romanas, era frecuente ver enanos corriendo desnudos para divertir a sus amas; o, en tiempos del emperador Domiciano, vestidos de gladiadores y enzarzados en duelos. Durante siglos, y hasta hace relativamente poco, era de buen gusto tener una colección de enanos en las cortes europeas y en las residencias de alcurnia para solaz del señor. Si era enano el fabulista griego Esopo, también lo eran muchos bufones, los disfrazados de militares sin batallas en las "galerías palaciegas de los monstruos", y confidentes —como Monarca, confidente de Isabel I de Inglaterra— a quienes se les permitían licencias extraordinarias que jamás se habrían tolerado a otros ciudadanos. Siempre como objetos de diversión y burla, como fenómenos de feria. Basta observar la honda tristeza en la mirada de Don Sebatián de Morra, el enano acondroplásico de Felipe IV pintado por Diego Velázquez en 1643, una suerte de realismo compasivo que transmite toda la angustia de un ser condenado. Pero no es esa, en lo absoluto, la mirada de Antonio Orlando Rodríguez sobre Chiquita. Como Picasso en su cuadro Familia de saltimbanquis (1905), que nos transmite no una visión compasiva, sino una identificación humana con el enano, una dignificación del personaje, lejos de esa visión casi zoológica de la que fuera objeto tradicionalmente, lejos de la sórdida visión de los poemas de Apollinaire, Antonio Orlando rescata y dignifica al personaje que, ciertamente, hace uso de su físico para abrirse paso, pero como una herramienta personal del éxito, no como una tara a disposición del público para la burla y el escarnio. Como Rosa Montero —Te trataré como a una reina (1983), Bella y oscura (1993), La loca de la casa (2003)—, quien ha declarado que se siente atraída por los enanos, que la conmueven, le gustan y los aprecia, en la novela de Antonio Orlando no hay un ápice de lástima por su personaje. Por el contrario, desde el momento en que la protagonista se adueña de su destino, la sentimos crecer. Al concluir el libro, resulta difícil espantar la sensación de haber asistido a una vida completa, en toda su estatura.

 

“Chiquita”; en: PRLonline, vol. 1 n.º 6, Nueva York, octubre-noviembre, 2008. (Rodríguez, Antonio Orlando; Chiquita; Editorial Alfaguara, Madrid, 2008, 518 pp.)



Chago y las poéticas del cuerpo

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El título de una antología es siempre un reto a la imaginación. Si atiende al contenido, suele derrochar el encanto de una guía telefónica. Si se atreve a veleidades poéticas, requiere prótesis de subtítulos para que no confundamos una selección de poetas paraguayos con un catálogo de piezas para la industria siderúrgica. Pero la antología personal ¿Entonces, qué? ha conseguido sortear el peligro desde el título. Un título provocador que es toda una declaración de intenciones: Hay más preguntas que respuestas, más dudas que certezas en esta poesía arriesgada, inquietante, que se va construyendo, como el cuerpo de los seres vivos, con los materiales disponibles en un entorno por momentos caótico. Materiales puros e impuros, contaminados y prístinos.

 

Según Ricardo Alberto Pérez, en la primera poesía de Chago “los puntos han perdido su capacidad de absoluto. Cuando se dice negro se miente, se debe entender lugar de camuflaje, zona confusa que propicia una numerosa actividad microscópica. (…) Por el paso inferior está el camino más recto hacia los vertederos y las cloacas; se goza de haber aprendido el motivo de ser cínico, legitimación de un nuevo carnaval, júbilo y artificio de la descomposición. (…) Chago gusta a intervalos, de ser cronista de la fractura, la pérdida, de lo que siempre va a impedir que el organismo logre restaurarse nuevamente”.

 

Y Jorge Luis Arcos nos habla de “un barroquismo de lo visceral”, la “marginalia de la realidad”, de una poesía “auténtica, rota, inacabada, con un ritmo interior antiguo, casi salvaje”.

 

Lo cierto es que desde “Punto negro” hasta “Efory Atocha”, pasando por “Flashback”, se podría trazar una ruta que va de lo visceral, reconcentrado, lo íntimo intentando quebrar las fronteras, hasta un desparrame de la sensibilidad, que fluye hacia nuevos confines (geográficos, existenciales, pero, sobre todo, nuevos confines de la percepción). Si en sus primeros poemas hay una apelación más frecuente a lo metatextual, a la referencia literaria, y a suplir con lecturas una dotación de vivencias insuficiente o íntima que no se puede (o no se quiere) convertir en sustancia poética, a medida que cursamos el libro hacia el presente, los textos denotan que “hay que coger la realidad, manosearla, como si fuera una mezcla de todos los sentidos: los alimentos terrestres”, según afirma Jorge Luis Arcos. En suma, hay una carnalización de sus poéticas (y hablo de poéticas, porque no percibo una poética en jefe, sino una sinuosa hibridación de poéticas mestizas, atentas a los reclamos de cada discurso), una “desintelectualización”, para apelar a la experiencia directa, inmediata, a la metáfora de la carne y de la sangre.

 

En “Punto negro” se percibe una angustia, una ira contenida (o no, o a veces) que deja paso en los siguientes libros a un juego mucho más complejo y rico de sensaciones: asombro, júbilo, dolor, tristeza, rebeldía, incluso una percepción renovada del paisaje, como de quien observa con ojos nuevos el árbol, la casa, el pájaro, la sombra. Hay una suerte de depuración de la ira en la mirada, desde ese enfoque asombrado, que no sabe bien a dónde mirar, hasta un enfoque más preciso, una mejor definición del objeto poético emergiendo de aquella niebla fantasmal. Quizás por eso tenemos que llegar a “Flashback” para encontrar un poema a mi juicio antológico de lo que se podría definir como “desarraigo eufórico”, un desarraigo que no viene en tiempo de bolero y nostalgia, sino con playback de músicas mestizas y alborotadas. En “Poética martiana” dice Chago:

 

He partido de todo

 

/ ahora sólo queda hacerse un hueco /

 

/ no hay un lugar para echar raíces…

 

no basta una Casa /

 

Estos que te mojan son mis mares

 

He partido de todo para llegar a ellos

 

estoy a salvo de una Patria

 

Es cuando el poeta descubre que “vivir sin la patria es vivir”. Y no porque (aunque también), como decía Henry George, “¿Cómo se puede decir a un hombre que tiene una patria cuando no tiene derecho a una pulgada de su suelo?”. Pero, más allá de lo meramente territorial, el poeta se libera de la patria como deber, obligación, yugo, cadena, no de la patria como vocación o registro de la memoria, como amante. Ciertamente, como decía Ricardo Alberto Pérez, “una isla es la antinomia de una úlcera, una protuberancia (…) Aquí aparecen en una situación de transgresión (…) la úlcera de Chago y la Isla en peso de Piñera pretendiendo copular”.

 

Pero ¿está, realmente, Chago, a salvo de una Patria? ¿O lo acosa en la memoria y no puede (o no quiere) librarse, como en “Poema de familia”, “Flashback” y “Flor de isla”? A esa pregunta, Chago me respondió que “Posiblemente no llegue a estar fuera de un sentimiento patético-patriótico (…) Pero no se trata de intentar olvidar, excluir nada. Todo lo contrario. La patria tiene que dejar de ser un peso. (…) Soy cubano por los cuatro costados. (…) se nota, incluso, aunque no me lo proponga. Ahora bien, yo elijo la patria”.

 

Chago no es “el Hombre Viejo”, que traía el pecado original, ni mucho menos el cacareado “Hombre Nuevo”, sino, como dice Jorge Luis Arcos, “el pre o el pos, la víspera o la postrimería, de ese Hombre Nuevo”. Es decir, el hombre posnacional de un exilio devenido diáspora, de una nación transterritorial, ciudadano de una patria portátil y electiva. Michael Dear, en “Ciudad y ciudadanos del siglo XXI”, ya habló de ciudades de frontera portátil, «dónde la frontera como tal, tanto a nivel de ciudad como de país, ha dejado de tener sentido». Es allí donde habita Chago, esbozo de ciudadano de esa sociedad que nos revela Jürgen Habermas. Y en ese ciudadano posnacional percibo un intento de negar ciertas emboscadas de la nostalgia, negarlas sin desconocerlas

 

paseando la dejadez a golpe de salitre y lejanía

 

a leves toques de recuerdo

 

Aunque, al mismo tiempo, asiste apesadumbrado (¿resignado? ¿expectante?) a una nueva dimensión de sí mismo, cuando

 

Definitivamente me hago a las buenas costumbres

 

Costumbre antigua

 

Vergonzosa.

 

¿Entonces, qué? ¿Se prefigura un nuevo giro en su poesía de hoy, de mañana? ¿Anuncio de nuevos asombros? De momento, este libro nos sirve de bitácora para navegantes. Estaremos atentos a los nuevos rumbos.

 

Presentación del libro ¿Entonces, qué? Casa de América, Madrid, 2008.



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Dos amigos habían sido invitados a un convite. Ambos eran notables en sus oficios, quizás los más notables de la ciudad, a pesar de que sus oficios en sí pertenecían la categoría tercera, la de los hacedores. La categoría de quienes levantan los palacios, tienden los caminos, preparan los manjares y componen el mundo. La segunda era la categoría de los decidores, quienes narraban con lujo de detalles y de palabras las peripecias de los hombres y dioses. Y, de paso, alababan con lujo de adjetivos a la primera categoría, los decididores. Estos últimos, es decir, estosd primeros, mantenían un comercio singular con las dos categorías postreras: a cambio de manjares, castillos y palabras entregaban órdenes y orientaciones.

En aquella ocasión, los dos hacedores se encaminaban a casa de un decididor muy principal que era quien organizaba el convite. Ambos tenían una idea bastante clara de su propia valía, con la diferencia de que uno prefería demostrarla y el otro, mostrarla.

En llegando al banquete, el que mostraba continuamente su valía ocupó en la mesa un puesto de primera A (casi palco presidencial), mientras el otro prefirió el asiento que más abajo halló.

Llegando el jefe de protocolo, procedió a ciertos enroques: el hacedor que se había situado casi en la cabecera de la mesa fue desterrado hacia el último asiento, aunque no fuera, por cierto, el último de los allí presentes; mientras que el segundo hacedor, sentado más abajo de lo que le correspondía, fue ascendido hasta las proximidades de los decididores, codo a codo con los decidores más renombrados, en cuya compañía contrajo el gusto por paladear faisanes y discursos.



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Tenía plantada el labrador desde hacía muchos años una higuera en su viña. De paso por allí, un caminante se acercó al árbol. Hurgó entre las hojas, escrutó las ramas palmo a palmo hasta no hallar ni el higo más distrófico y patiseco. Comprobada la infecundidad de la higuera, se dirigió al dueño de la viña:

─He aquí tres años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo. Córtala, ¿por qué ocuparía aún la tierra?

El labrador, sentado al pie del árbol, continuó abanicándose con su sombrero mientras replicaba:

─Señor, déjala aún este año, hasta que la excave y estercole. Y si hiciere fruto, bien, y si no, la cortaré después ─porque era muy educado, hasta con los ladrones de higos.

El hombre se marchó sin comprender la estupidez de aquel labriego que gastaba sus tierras en una higuera estéril, frígida e impotente (casi todas las plantas son hermafroditas).

El labrador esperó a que el caminante se perdiera de vista y continuó podando las raíces del árbol, lo suficiente para que se mantuviera infecunda y no tanto como para que se secara. Así podría seguir disfrutando de su sombra, mucho más dulce que cualquier fruta durante el estío de aquellos parajes sedientos.

De todos modos, él siempre había detestado los higos.

Antes de marcharse, dio una palmada cariñosa al tronco de la higuera, como agradeciéndole su función de espantapájaros, y se adentró en la riqueza frutal de sus campos, disimulada al transeúnte por la apariencia inhóspita de aquellos árboles fronterizos.