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Travesías de la memoria

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Las tres novelas publicadas por Carlos Victoria[1], Puente en la oscuridad, La travesía secreta y La ruta del mago, tienen nombres viales: puente, travesía, ruta. Mientras, sus tres libros de cuentos[2], Las sombras en la playa, El resbaloso y otros cuentos y El salón del ciego, invocan instantes capturados con sus nombres de instantánea, de lienzo, de daguerrotipo. Y no se trata de meras casualidades. Con instantáneas y caminos el autor ha fabricado un mundo —cercano, doloroso, tan verosímil que cuesta vencer la tentación de buscar a César y a Adela en las calles, de abandonar unas flores sobre las tumbas de Enrique, de William, de Ricardo; de consolar a Abel, inquietarnos por el destino de Natán Velázquez, o alcanzarle a Marcos Manuel Velazco un par de analgésicos que le alivien la resaca existencial, o la otra.

 

Aunque obtuvo en 1965 el premio de cuento de El Caimán Barbudo, Carlos Victoria podría ser catalogado como “un escritor del exilio” (si eso existe, porque una definición de tal calibre sería tan engañosa como las nóminas culturales de La Habana). Según él confiesa[3], su obra publicada ha sido completamente creada (o, al menos, redactada, cosa diferente) fuera de la Isla. De lo escrito en Cuba sólo pudo recuperar tres libros de poesía y un par de cuentos. La Seguridad del Estado incautó el resto de sus manuscritos. Más tarde, lo escrito desde la salida de prisión, en julio de 1978, hasta mayo de 1980, lo quemó él mismo el día antes de abandonar la Isla: dos novelas inconclusas desaparecieron en minutos.

 

 

Trayectos

 

Sus tres novelas son verdaderos Bildungsromanen, especialmente, La travesía secreta y La ruta del mago, dado que Puente en la oscuridad es una suerte de búsqueda inversa, de retorno a la infancia en el intento de localizar a ese hermano elusivo que no sólo mantiene en tensión al lector, sino que desdibuja la frontera entre realidad, nostalgia y mitología. Independientemente de que Abel (La ruta del mago, 1997), Marcos Manuel Velazco (La travesía secreta, 1994) y Natán Velázquez (Puente en la oscuridad, 1993) tengan diferentes nombres, los tres podrían perfectamente componer un mismo Aprendizaje de Wilhelm Meister, desde la infancia de Abel hasta la torturada edad adulta de Natán, pasando por la juventud llena de preguntas, de caminos que se bifurcan, de tanteos sexuales, culturales y políticos, de Marcos Manuel. En contraste con las novelas de becados, de participantes, de personajes insertos en la maquinaria sociopolítica cubana, el adolescente Abel, que sufre una suerte de extrañamiento ante el paisaje de la flamante Revolución, el que ve pasar la manifestación y las consignas sin sumarse, da paso al Marcos Manuel que intenta encontrar respuestas personales, un espacio de libertad y un encaje auténtico en la sociedad, eludiendo por igual la marginalidad y el oportunismo, con lo que consigue la expulsión de la universidad, el desmoronamiento de una red de amigos cuando cada hilo se marcha a pescar por su cuenta, la cárcel y esa suerte de destierro que es el regreso a los orígenes. De ahí que encontremos a Natán ya en el exilio, donde ha obtenido otros grados de libertad, aunque tampoco encaje, aunque esté condenado a la búsqueda de un hermano que es la búsqueda de sí mismo. Novelas de aprendizaje que culminan en una novela de misterio que, a su vez, rebusca en los orígenes como si le fuera dado reeditar la historia. A lo largo de las tres, presenciamos los intentos de exorcizar a los mismos fantasmas: la soledad, el desarraigo y el difícil ajuste en dos sociedades que exigen su tributo, cada una en su propia moneda.

 

 

Temas insulares, jardines muy visibles

 

En la obra narrativa de Carlos Victoria, tanto en sus cuentos como en sus novelas, el autor explora las trastiendas de la realidad visible, los sótanos, los desagües donde la sociedad intenta ocultar/arrojar sus desechos. Recorrer su obra es asistir a una galería de personajes que, en el menos dramático de los casos, se mueven en los márgenes de la corriente, cuando no se trata de seres marginados y marginales, sumergidos en la bruma del alcohol o las drogas, o intentando bracear desesperadamente para escapar de ella. Seres que intentan ser ellos mismos y huir de la maquinaria estandarizadora que pretende cortarlos y editarlos de acuerdo al patrón de una presunta “normalidad”.

 

Tres son sus temas recurrentes, enlazados entre sí, son la intolerancia, la inadaptación y la huida. Sobre todo, la huida. En su obra todos huyen de algo. El exilio es apenas una de las expresiones de esa huida. Tres temas que no son cotos privados de nuestra insularidad transida de política.

 

En “El alumno de Lezama”, el viejo escritor ha sido marginado por su tibieza política mientras sus jóvenes amigos necesitan un sitio para ser ellos mismos, lo que presupone un espacio social donde ello les está vedado. En “El baile de San Vito”, la presión de la intolerancia social transita toda la historia, un punto de partida de la desgracia nacional traducido en asuntos de familia. Un personaje intenta una y otra vez huir del país, otros han decidido quedarse y aspiran, apenas, a sobrevivir o medrar, el hombre huye de la camisa de fuerza en que se ha convertido el hogar, y la mujer pretende apuntalar la estructura doméstica ante la inminencia del derrumbe. La censura presente en “Dos actores” y la intolerancia, traducida en prisión, ante la “conducta impropia” de un recluta homosexual, en “Liberación”. En “Ana vuelve a Concordia”, a primera vista nos parece descubrir cierto rechazo social del cubano residente en la Isla al que viene “de afuera”. Página tras página, se nos revela que el presunto rechazo es la cáscara engañosa de la propia frustración. El hijo pródigo que regresa es el recordatorio de que nosotros también pudimos hacerlo, de que también podríamos estar regresando. Tanto en “El Armagedón”, con su mirada a la cárcel, como en “El resbaloso”, “El novelista” y “La estrella fugaz”, está presente, directa o indirectamente, esa fuerza oscura que obliga a huir a los personajes. Y, en los dos últimos, se evidencia que esa intolerancia, capaz de actuar como desencadenante, no es exclusiva del totalitarismo insular, sino que se extiende a esa sociedad adonde han ido a parar muchos personajes acarreados por la resaca. Tanto en una como en otra, “varios se encuentran doblemente marginados”[4].

 

Puede que la persistente vocación literaria de Carlos Victoria, los accidentes y obstáculos que ha salvado para construir su narrativa —desde las acusaciones de “diversionismo ideológico”, la prisión y el secuestro de manuscritos, en Cuba, hasta la falta de apoyos institucionales, en el exilio, que lo ha condenado a trabajos alimenticios y a la lenta edificación de su obra (sin descontar el efecto bienhechor de este tempo de factura)—, todo parece propio de sus personajes. De alguna manera, Carlos Victoria es el primer personaje de Carlos Victoria, y no necesita siquiera disfrazarse, como en el cuento “Halloween”.

 

Si la intolerancia es la causa, el tema que está en el origen de su narrativa, el efecto más visible en su obra es la inadaptación, el desarraigo. Liliane Hasson[5] afirma que

 

(…) la inconformidad caracteriza a la mayoría de los personajes, tan inaptos [sic] como inadaptados para vivir en la sociedad que les ha tocado en suerte, sea en la Cuba revolucionaria, sea en Miami (...) Ciertos personajes son impotentes, unos luchan por mantenerse a flote, algunos se refugian en la bebida o en otras drogas, en el sexo, en la locura, hasta en el suicidio. Otros más buscan el apoyo de la religión, del misticismo, de la especulación filosófica, de la cultura…

 

Reinaldo García Ramos[6] señala con qué frecuencia los personajes son ex alcohólicos, muchas veces como protagonistas o narradores. Y Carlos Espinosa[7] habla de "páginas de marcada impronta generacional (…) de vidas tronchadas [que] tiene mucho de exorcismo”.

 

La angustia del desarraigo y la marginalidad es el medio natural donde se mueven Marcos Manuel Velazco, en Cuba, y Natán Velázquez, en Miami. Desarraigo en tanto que personajes excéntricos (descentrados) de una norma vital que les impone un “comportamiento”, una moralidad. La misma angustia del desajuste, de la incapacidad del “amoldamiento” transita toda la cuentística de Carlos Victoria. Un desarraigo que asola por igual a los personajes de la Isla y del exilio. Evasión, droga y alcohol, con su correspondiente ricorsi: curas de desintoxicación, seres al borde de la recaída.

 

Reinaldo García Ramos[8] también menciona entre los temas recurrentes de Carlos Victoria “el desamor, tanto genital como filial, y el carácter amorfo y ambiguo, fluctuante y frágil, de la amistad entre hombres jóvenes”. Más que desamor, yo hablaría de amor interruptus, imposible, amor siempre reintentado pero que no consigue fraguar por muchas razones —la locura, el alcohol, la distancia, el desconocimiento, la incapacidad de renunciar a una parte del propio yo, la duda.

 

El último tema en esa cadena de relaciones causa-efecto, y que se constituye, a su vez, en un generador adicional de desarraigo, extrañamiento, desajuste respecto a una nueva realidad “normalizada”, es el exilio. El momento preciso de la ruptura, cuando el protagonista decide, como Marcos Manuel, ser un espectador de la realidad insular, pero desde esa platea alta que es el exilio, es recurrente en sus cuentos. Un exilio que no es sólo ese espacio físico de la diáspora, esa patria de repuesto, especialmente Miami. El exilio puede ser La Habana; puede ser todo tiempo presente, en contraste con esa patria vívida que es la juventud y la infancia; puede ser el alcohol, como en “Pólvora”, cuando la evasión hacia el territorio prohibido permite que la mujer vuelva a ser hermosa, y el hombre, guerrero, y que los jóvenes tengan fe en ellos mismos, los callejones sean avenidas y las casas apuntaladas se yergan. El exilio puede ser la muerte; como puede ser una forma del exilio la noche o la literatura; excepto el propio cuerpo, ese refugio último.

 

Carlos Espinosa[9] anota que la realidad de la cual se nutre Victoria es la cubana, la de la Isla y la de Miami, la del exilio interior y la del exilio físico. Habría que subrayar que los avatares de la “exterioridad”, tienen en él un valor desencadenante. Los verdaderos exilios son esas huidas interiores a las que parecen propensos muchos de sus personajes, una suerte de respuesta transgresora a las presiones de la realidad exterior. Reinaldo García Ramos[10] califica a toda su obra como “la crónica del exilio en los años posteriores a Mariel”. Pero Carlos Victoria es el cronista de su intimidad. Los acontecimientos, las noticias, la sociedad, el entorno, son los toques a la puerta. El autor está tratando de saber qué ocurre dentro de la habitación cerrada. Marcos Manuel Velazco transita 477 páginas intentando delimitar las coordenadas de su propia geografía.

 

La complejidad de sus personajes se traduce con frecuencia en ambigüedad o ambivalencia. La “perdonabilidad” del delito en “El abrigo” y “En el aserradero”, donde robar es apenas un acto “inconveniente”. El sinuoso curso de una vida en “Un pequeño hotel de Miami Beach”. La escabrosa relación con una prostituta ladrona en “La franja azul”. La ambigüedad sexual en “El atleta”, en La travesía secreta, en La ruta del mago, y, desde luego, la ambigüedad por excelencia que campea en “El resbaloso”, uno de sus cuentos más inquietantes. Ese resbaloso que deambula por la ciudad, posible alter ego del escritor, inasible, intocable, fisgoneando la vida ajena sin un propósito definido. Perseguido por la policía y por los vecinos. Nadie sabe exactamente por qué. Nada ha robado. A nadie viola o agrede. Es, al mismo tiempo, el señor de los apagones, la subversión que se oculta en la sombra, inatrapable para guardas, policías, cederistas, porteros de hoteles. Es el espíritu de la noche en la ciudad que se deshace, la ciudad que evoluciona con cada derrumbe hacia un recuerdo de la ciudad. La ciudad que se conjuga en pasado en una suerte de viaje a la semilla. La ciudad cuyo espíritu es, posiblemente, esa mujer ciega y sorda que al final, en el momento del cataclismo, dice “abur”. Una ambigüedad que, en sus novelas, se traduce en búsqueda de las claves de futuro (La travesía secreta y La ruta del mago) o de las claves del pasado (Puente en la oscuridad), aunque las conjugaciones son engañosas. Las encarnaciones de Carlos Victoria en sus personajes, en especial, en sus novelas, una verdadera trilogía con un solo protagonista heterónimo, son incapaces de sumarse, de desaparecer disueltas en una marcha del pueblo combatiente o en la marea humana de un centro comercial; de modo que su pregunta es siempre la misma: quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy. La ambigüedad es la materialización de la duda.

 

Historias inquietantes donde el juego de transgresiones es continuo: “El novio de la noche”, “Pornografía” —en ese ambiente sórdido donde resulta casi natural que el protagonista prefiera masturbarse con la foto de la mujer, a acostarse con ella—. “La ronda”, una historia irreal que anuda bajo un flamboyán la noche, el sexo y la muerte, y que se aloja en nuestra memoria con la persistencia de aquella alimaña a la que se refería Cortázar y de la cual resultaba imposible librarse. Quizás por esa fascinación que todos sentimos por lo oscuro, lo sórdido, lo distinto. O esa multivalencia en la vida de “El novelista”, acerca del cual Benigno Dou[11] invoca esa “dimensión extraterritorial donde el creador tiene patente de corso para saquear los restos de los naufragios humanos”.

 

Aunque es cierto que “los protagonistas son volubles”[12] y sus modales son (a veces) contradictorios, no coincido con Liliane Hasson en “que aparentemente rayan en la incoherencia”. Por el contrario, hay en sus acciones una lógica conductual perversa, excéntrica, desplazada de una presunta “norma social”, pero lógica al fin, compelida por experiencias vitales cargadas de frustraciones, desajustes, extrañamientos. Los personajes de Carlos Victoria, como su travesti o sus invitados a la fiesta de Halloween, tienen muchos rostros, muchos maquillajes, varias facetas no siempre bien avenidas. Son poliédricos, humanos. Desde luego que, como señala la ensayista francesa, “son varios los Marcos, las Sofías, los Elías, desparramados en las obras; el mismo Abel, protagonista de La ruta…, ya aparecía en el cuento “El repartidor”[13], subrayando así la ambigüedad como clave necesaria en su universo narrativo, lo cual, desde luego, no nos permite concluir que “un escritor que recalca la ambigüedad y evoca las dudas que le asaltan no puede ser polémico ni político”[14].

 

Si habláramos de la presencia de claves políticas, los textos de Carlos Victoria me recuerdan la famosa respuesta de Augusto Monterroso: “...todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios”[15]. Y, desde luego, si dependen de la absorción de un mensaje explícito, los lectores de Carlos Victoria pueden volverse lo que les venga en gana. Es cierto que en su obra no hay “resentimiento ni énfasis en la denuncia política”[16] y que “aun en aquellos relatos y novelas donde los personajes se mueven con desgarramiento, Victoria deja que su voz sosegada los contamine”[17]. Y aunque, efectivamente, ”dista mucho de ser comprometida”[18], al menos en la más común acepción del término, estamos frente a una literatura políticamente incorrecta. Incorrecta para casi todos los bandos y facciones de la política: virtud añadida.

 

El desmoronamiento de un mundo y la aparición de otro donde cruzan turbas de extras coreando consignas, y donde basta ponerse un recién planchado uniforme de miliciano para ponerse una recién planchada moral; doblez, engaño, juego de apariencias, derogación de viejos códigos e implantación de un marxismo reducido a cómic (La ruta del mago). El grado, la profundidad de la miseria cubana devenida modo de vida, tragedia permanente, que traspasa un cuento como “El abrigo”. Esa existencia trágica, epigonal, marginada por el poder y apenas aceptada por las nuevas generaciones sólo por conveniencia en “El alumno de Lezama”. “El baile de San Vito”, que resume en asuntos de una familia la desgracia nacional. La historia de Julio, con su nombre de mes cálido y cuajado de mártires que, en “Liberación” terminó en la cárcel por enamorarse de otro hombre. La presencia densa de la censura en “Dos actores”. La cárcel por razones de fe en “El Armagedón”, el robo, “En el aserradero”. La tragedia, en La travesía secreta, de un adolescente incapaz de tragar con resignación bovina el pasto seco de la ideología precocinada que se le sirve como único menú posible. Todas son historias que fotografían a contraluz la erosión causada en la condición humana por el proceso político cubano, una denuncia más a fondo, más a la raíz, que cualquier diatriba coyuntural y suculenta en adjetivos disparados contra las ramas.

 

Y, por otro lado, esa vida que se desmorona en “Un pequeño hotel de Miami Beach”; la mujer que se refugia en sí misma en “Ana vuelve a Concordia”; la inadaptación de escritores doble o triplemente exiliados en “La estrella fugaz”; la dura vida cotidiana en “El repartidor”; la desolación que transita “Las sombras de la playa”, y la marginalidad en “La franja azul”, “El novio de la noche”, “Pornografía”, y, sobre todo, el buceo en las cloacas de la sociedad miamense que es “El novelista”; la incapacidad adaptativa de Natán Velázquez a una sociedad (de y para el) consumo, sucedáneo hedonista de la ideología, su búsqueda de claves, de asideros en el pasado, el desfile de vidas fracturadas, solitarias. Todos ellos son un muestrario de la otra cara de ese exilio próspero frente a la crisis perpetua de la Isla. Una vivisección de la otra Cuba. La narrativa de Carlos Victoria sólo es política en la medida en que ello es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos”, como reza el diccionario de la Real Academia.

 

 

El ecosistema Carlos Victoria

 

Tiene razón Carlos Espinosa cuando declara que Victoria ejerce el “desplazamiento Cuba-Miami, a veces poético, a veces real”[19], corroborando al autor, quien ha declarado: “Yo nací y viví treinta años en Cuba, y eso es parte vital, para bien o para mal, de lo que soy. Pero al final lo que queda es la obra, que si es valiosa opaca la nacionalidad e incluso la vida del autor, aunque éstas estén implícitas de alguna forma en cada página”[20]. Si nos pidieran delimitar geográficamente el coto de caza literario al que acude Carlos Victoria, tendríamos que dibujar una parcela que va de Camagüey a La Habana y que termina en los suburbios septentrionales de Miami. Pero esa sola parcela es insuficiente. Carlos Victoria hace también

 

(…) una literatura de la transmutación y hasta de la transmigración. Tocados por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo no estamos en ninguno. “Un pequeño hotel en Miami Beach” puede estar situado en un extraño paraje donde el personaje al doblar Collins Avenue entra en las calles Galiano y San Rafael, en La Habana[21].

 

La geografía de Carlos Victoria es incierta, dubitativa, los personajes transitan de un paisaje a otro sin pausas. Pero es aun más sutil: viven en Miami con el mismo gesto de habitar La Habana. A ello contribuyen los tránsitos dictados por el autor, y donde unos pocos recursos de la literatura fantástica, estratégica y discretamente dispuestos, consiguen de soslayo que, sin forzar el tono, el lector sienta la “naturalidad” de esas transmigraciones. Pero no es, de cualquier modo, una literatura acotada por la geografía. Sin dejar de ser cubanos, sus personajes y sus entornos, los conflictos que aquejan a los habitantes de sus ficciones resultan familiares a cualquier hombre, especialmente a aquellos que han padecido dictaduras y destierros, es decir, a la tercera parte de la humanidad. Y, seguramente, son más exactas para ubicar el hecho literario estas coordenadas de la sensibilidad y la imaginación, que meros paralelos y meridianos acotando la página.

 

Desde luego que no se puede hablar de un ecosistema Carlos Victoria sin referirnos al estilo y al idioma. Lejos del “repentino extrañamiento”[22] del cuento breve, al que se refería Cortázar como un objeto literario que “no tiene estructura de prosa”[23], los de Carlos Victoria —que tuvo a Cortázar como uno de sus primeros “amores literarios”­— se acercan a aquel “relato demorado y caudaloso de Henry James, ‘La lección del maestro’ [donde] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en los hechos que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”[24]. Quizás porque “el autor no se ciñe a una anécdota clásica, sino que deja la acción en esa especie de interregno en tono menor en que ocurren las historias de Pavese, de cierto Hemingway”[25]. En este territorio encaja perfectamente la trivialidad de algunos de sus argumentos: el abrigo del cuento homónimo, la vida insulsa de “La australiana”, el televisor de “La franja azul”, el trago que se prepara en “Pólvora”, los argumentos alrededor de los cuales se articulan “Las sombras de la playa” y “La estrella fugaz”. Meras excusas argumentales bajo las cuales se construye la verdadera historia. Un procedimiento que explica el tempo de los cuentos, así como su carácter protonovelístico, porque, ciertamente, en ellos ”hay voces que claman por espacios más amplios. Victoria, sin duda, es un cuentista que trabaja con los planos de un novelista”[26], “cuentos que se integran en un continuum como piezas de un rompecabezas”[27]. Es como si Carlos Victoria quisiera corroborar con su obra que “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”[28]. Algo que fragua en sus tres novelas, especialmente en La travesía secreta, la más ambiciosa, donde las aproximaciones de sus cuentos se enlazan creando una corriente narrativa que fluye a la manera de esos ríos de llanura, superada ya la adolescencia de los barrancos, depuradas sus aguas por el largo tráfico entre las piedras.

 

“Recios y perfectos” llamó a sus cuentos Reinaldo Arenas en la contraportada de Las sombras de la playa, y “precisos mecanismos de relojería”[29], apostilló Benigno Dou, para aclarar a continuación: “Esta economía de recursos (...) puede confundir a más de un lector en busca de una gratificación literaria inmediata. Nada más fácil que confundir la falta de adorno con la desnudez, la mesura con la timidez, la ambigüedad calculada con la falta de audacia literaria”. La concisión, incluso la escueta narración de los hechos, sin demasiados sobresaltos formales —”Las sombras de la playa” es, posiblemente, una de las pocas, aunque feliz excepción— responden a una intención explícita del autor, quien ha admitido: “estoy dispuesto a experimentar siempre que eso responda a una necesidad de la narración”[30]. Ni más ni menos. Sí pueden detectarse incursiones de la dramaturgia en su narrativa: “el ritmo de los numerosos diálogos, los desplazamientos de los personajes, los escasos lugares o, mejor dicho, decorados donde se desarrollan las escenas claves”[31], así como la presencia del cine, tanto en su técnica (la sucesión de planos a lo largo de los cuales se desarrolla “El novelista”) como las referencias al cine en tanto que locación de escenas eróticas, llegando a ocupar el centro del espacio narrativo (“Pornografía”). La ausencia de lo fantástico o la mesura experimental podrían conferir a la narrativa de Victoria una textura excesivamente lineal, peligro conjurado en Puente en la oscuridad y La travesía secreta por oportunas irrupciones de lo onírico, los delirios del alcohol y la droga, la locura y lo sobrenatural, más que lo religioso cuya presencia queda apenas en los desvaídos recuerdos de infancia y en el plano filosófico.

 

El ecosistema Carlos Victoria termina de fraguar en el idioma. Lejos por igual del barroco, sobre todo de Lezama o Sarduy, y de la prosa majestuosa, por momentos hierática, de Carpentier, de la oralidad desbordante de Cabrera Infante y del atropellado discurso narrativo de Arenas, la contención de Victoria es, justamente, la búsqueda de una prosa al servicio de la historia. Una prosa contenida, equidistante, que rehúye tanto el desaliño como la pirotecnia. Una concisión, una desnudez que ya constituyen un estilo propio, una sobriedad que bien podría proceder, como bien dice Emilio de Armas[32], de “la sencillez expresiva de la [literatura] norteamericana”.

 

No hay en esta narrativa la procacidad explícita que algunos pretenden traficar como lo genuinamente cubano. Por el contrario, la justa dosificación, la negativa a la experimentación gratuita, y, posiblemente, el que su “idioma cubano” creciera en el tránsito Camagüey-La Habana-Miami, con el añadido de todos los castellanos adventicios que pueblan la oralidad de su ciudad adoptiva, han conformado una norma lingüística ajena a los localismos, aunque, con un finísimo sentido de la pertenencia y transitada por oportunos cubanismos: un goteo que, sin abrumar, establece coordenadas idiomáticas difíciles de pasar por alto. Si, como decía Borges, no cabe la menor duda acerca de la naturaleza árabe del Corán, dada la ausencia de camellos en sus páginas, la ausencia de aseres y jevas es prueba suficiente de cubanía (si es que eso constituyera un valor añadido) en Carlos Victoria.

 

Subrayo la intencionalidad del autor en conseguir esa prosa subalterna a la sustancia narrativa, pero como lector echo de menos, por momentos, ciertos sobresaltos de la palabra que suelen otorgar relieve. Aunque posiblemente sea una deformación profesional, síntoma de nuestra desmesura.

 

 

La verdad sospechosa

 

Ya en abril de 1987, en una conferencia dictada en La Sorbona, Reinaldo Arenas calificaba las primeras obras de Carlos Victoria, entonces inéditas, como “una especie de lucidez desolada”, y subrayaba lo que tenían en común, a pesar de sus diferencias, los escritores cubanos del exilio[33]. En 1999, Jesús Díaz alababa a Guillermo Rosales y a Carlos Victoria por haber inventado “un Miami littéraire[34], y Olga Connor[35] cita al segundo como ejemplo de una literatura del exilio, al contrario que autores surgidos en Cuba o que, aun exiliados, “sólo escriben sobre Cuba”. Es comprensible la necesidad que tiene un exilio sangrante de verse reflejado en un corpus artístico o literario que le pertenezca (cierto orden de manipulación política de la cultura no se detiene ante la palabra “pertenencia”). Pero se trata de esa misma manía patentada por el totalitarismo de escoger el arroz de la cultura, apartando los granos malos y las piedras (los otros) del arroz limpio (los nuestros). Los propios escritores de Mariel, aun cuando blasonaran de cierto espíritu generacional, gregario, mantuvieron su no pertenencia en tanto que escritores sin propietario. El propio Victoria afirma: “A la larga ‘las literaturas’ no importan, lo que queda es la obra individual de los buenos escritores, que más que pertenecer a una literatura, tienen un nombre y un apellido”[36].

 

En cuanto a su estilo, Victoria explica[37]: “busco una distancia y a la vez un acercamiento. El acercamiento viene de que sólo escribo cosas que para mí resulten significativas, en un sentido vital, afectivo o emocional. La distancia viene de que al escribir freno la emoción y el afecto. Me interesa ese contraste”. Quizás el autor esté revistiendo de intencionalidad lo que es una necesidad vital, una emanación de su personalidad, cuando “la capacidad de escribir se convierte en una especie de escudo, una manera de esconderse, una manera de transformar el dolor en miel demasiado instantánea”[38].

 

La autenticidad no es un valor literario en sí misma. La autenticidad en su lectura lineal, de fidelidad a una circunstancia, de reflejo exacto, tiene valor para las calidades del azogue, de la historiografía o del testimonio, pero la naturaleza de la literatura es más elusiva. En ese sentido, cualquier “autenticidad” constatable puede falsear la veracidad literaria, algo de lo que se cuida Carlos Victoria facturando una narrativa atenta a las exigencias de los personajes, permitiendo que crezcan a su manera, prestando oído a la historia que se va construyendo, aunque contradigan el guión, las premeditaciones argumentales. Liliane Hasson[39] nos cuenta que, en 1993, evocando los días que precedieron a su salida por el puerto de Mariel, el propio escritor aclaraba que la literatura, para él, “significa sobre todas las cosas autenticidad. Y mi gran interrogante en abril de 1980 era si fuera de mi patria lo que yo escribiera podía seguir siendo auténtico”. Algo que, sin dudas, ha conseguido, si entendemos la autenticidad como veracidad literaria, desgarramiento. Y el lector atento detecta de inmediato cuándo la obra ha sido tasada en balanzas trucadas, cuándo el escritor ha puesto, como decía D.H. Lawrence en Morality and the novel, “el pulgar en el platillo para hacer bajar la balanza de acuerdo a sus propios gustos” y cuándo ha respetado lo que para él era “la moral en la novela”: “la temblorosa inestabilidad de la balanza”.

 

 

Travesías de la memoria”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; Carlos Victoria en persona, n.° 44, primavera, 2007, pp. 34-43.


 

[1]Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993); Instituto de Estudios Ibéricos, Centro Norte-Sur, Universidad de Miami, Coral Gables, EE. UU., 1994. La travesía secreta; Ediciones Universal, Miami, 1994. La ruta del mago; Ediciones Universal, Miami, 1997.

 

[2]Las Sombras en la playa; Ediciones Universal, Miami, 1992. El resbaloso y otros cuentos; Ediciones Universal, Miami, 1997. El salón del ciego; Ediciones Universal, Miami, 2004. Reunidos en Cuentos, 1992-2004; Ed. Aduana Vieja, Cádiz, 2004.

 

[3] Armengol, Alejandro; “Carlos Victoria: oficio de tercos”; en Linden Lane Magazine; enero, 1995.

 

[4]Hasson, Liliane; Carlos Victoria, un escritor cubano atípico, en Reinstädler, Janett y Ette, Ottmar (coordinadores); Todas las islas la isla: nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba, Iberoamericana, Madrid, 2000, pp. 153-162.

 

[5] Ob. cit.

 

[6] García Ramos, Reinaldo; “La playa se ilumina”; en Stet, n.º 6, 1993.

 

[7] Espinosa, Carlos; El peregrino en comarca ajena; Society of Spanish and Spanish-American Studies, University of Colorado, Boulder, Colorado, 2001.

 

[8] Ob. cit.

 

[9] Ob. cit.

 

[10] Ob. cit.

 

[11] “Como precisos mecanismos de relojería”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre de 1997, p. 3E.

 

[12] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[13] Íd.

 

[14] Íd.

 

[15] Bianchi Ross, Ciro; Voces de America Latina; Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1988, pp. 234‑35.

 

[16] Espinosa, Carlos; Ob. cit.

 

[17] Gladis Sigarret citada por Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

 

[18] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[19] Ob. cit.

 

[20] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[21] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[22] Cortázar, Julio; Del cuento breve y sus alrededores; Ed. Monte Ávila Latinoamericana, Caracas, 1993.

 

[23] Íd.

 

[24] Cortázar, Julio; “Algunos aspectos del cuento”; en Selección de lecturas de investigación crítico literaria; Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, La Habana, 1983, p. 153.

 

[25] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

 

[26] Rubén Ríos Ávila citado por Cardona, Eliseo; ob. cit.

 

[27] García Ramos, Reinaldo ; ob. cit.

 

[28] Cortázar, Julio; Algunos aspectos del cuento; en ob. cit, pp. 147‑148.

 

[29] Dou, Benigno; ob. cit.

 

[30] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[31] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[32] De Armas, Emilio; Reseña sobre Las sombras de la playa; septiembre, 1992.

 

[33] Hasson, Liliane; ob. cit.

 

[34] Íd.

 

[35] “Victoria en lo interior”; en El Nuevo Herald, 20 de septiembre,1992.

 

[36] Cardona, Eliseo; “Narrativa centrada en dos geografías”; en El Nuevo Herald, 16 de noviembre, 1997, p. 3E.

 

[37] Armengol, Alejandro; ob. cit.

 

[38] Updike, John; en The Paris Review:Conversaciones con los escritores; Madrid, 1974. p. 334.

 

[39] Ob. cit.



El engañoso reflejo de las cosas

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¿Cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo?, se preguntaba Albert Einstein, y ¿cuántas posibilidades de construir su universo tiene un escritor? Si consideramos el puñado de temas a los que se puede reducir toda literatura, y el surtido de herramientas narrativas disponibles, nada desdeñable después del tránsito por las vanguardias, pero tampoco ilimitado, las posibilidades resultan mucho menores que las de Dios, quien tenía en su mano inventar, incluso, la Teoría de Probabilidades. Pero si introducimos en la ecuación la reserva de circunstancias y a ello añadimos las percepciones posibles de un mismo texto, entonces el escritor se acerca a las posibilidades de Dios.

 

Es arriesgada la búsqueda del espacio común donde pueden tocarse dos autores, dos modos de reformular la realidad, dos libros, esos hechos tan singulares. Y, efectivamente, si algo aflora de inmediato son las disensiones. Partiendo incluso de sus propias obras precedentes y de las expectativas que convocan, cabe esperar más diferencias que aproximaciones de perspectiva entre Fábulas sin (contra) sentido, de Jorge Domingo Cuadriello, y Todo por un dólar, de Eduardo del Llano. Dos libros breves, brevísimos, compactos, cuyas piezas se precipitan en ambos casos hacia el final, con aquella urgencia por quitarnos de encima una alimaña de la que hablaba Cortázar.

 

Eduardo del Llano (Moscú, 1962) es narrador, guionista y profesor de Escritura de guiones. Su calidad de humorista data de los que ya parecen prehistóricos tiempos de Nos y Otros. Ha publicado los volúmenes de cuento El beso y el plan (1997), Cabeza de ratón (1998) y Los viajes de Nicanor (2000), entre otros, y reside en La Habana. Las historias que componen este libro —“Sweat Dreams”, “Senectud rebelde”, “Regina”, “Nicanor y los peces”, “La fruta prohibida”, “El subversivo”, “lovestorio” y “Monte Rouge”— remiten al universo donde despierta un día Gregorio Samsa: subtitulado de sueños; viejos atrincherados, la revolución en un asilo; el estatus de estandarte vitalicio que puede adquirir un culo; la relación entre los sucesivos alumbramientos de una guppy y el advenimiento de un segundo Mesías; manzanas antigravitatorias; un extraño subversivo que hace de madrugada pintadas a favor, no en contra; el amor entre el más que centenario y la muchacha o la resurrección de la virilidad a los 110, y de cómo unos respetuosos policías solicitan la ayuda del vigilado para colocarle los micrófonos. Todas en clave de humor y transitadas por una fina ironía. Historias veloces, cinematográficas (de hecho, el corto de ficción Monte Rouge ya ha provocado un notable revuelo), donde las escuetas descripciones aparecen como acotaciones a los diálogos, sobre los que descansa la trama. Un lenguaje sin sobresaltos, preciso, imprescindible, va empujando al lector hacia el final. Los escasos meandros juegan con los equívocos, estallan en algún gag o aprovechan los sobreentendidos para “engrosar” la textura narrativa sin conceder al lector un remanso.

 

Jorge Domingo Cuadriello (La Habana, 1954) es, desde hace dieciocho años, investigador literario en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, donde se ha ocupado de los españoles en las letras cubanas, especialmente durante el siglo XX, aunque también ha publicado un Diccionario cubano de seudónimos (2000) y los volúmenes de cuentos La sombra en el muro (1993) y Diacromía y otros sucesos (1996). Estas Fábulas sin (contra)sentido —la “Fábula del poeta inédito”, la del náufrago, la del desdichado señor Pérez, la de hombres y herraduras, la del hombre ordenado, la “Fábula por una pierna feliz”, y la del misántropo tímido— asumen un realismo excéntrico, tangencial, traspasado por un humor cuyo timbre varía desde el humor corrosivo, casi vitriólico, que ilumina la historia del misántropo tímido que “es” malvado, pero obtiene un sitio en la devoción de sus conciudadanos por puro enroque de las circunstancias, o la del hombre ordenado hasta post-mortem, llegando a la intensa humanidad, diríase ternura, que atraviesa historias como la de la pierna y la del desdichado señor Pérez. En el centro, quedan la fábula del náufrago, una verdadera elipsis de la soledad, o la interesante progresión de amores truncos en la “Fábula de hombres y herraduras”. Por el contrario que los cuentos de Del Llano, Cuadriello construye sus historias en una lengua continuamente matizada, donde las descripciones del narrador en tercera cobran un protagonismo que en las anteriores asumían directamente los hablantes a través de sus diálogos. En algunas fábulas, como la del náufrago, la equívoca atmósfera construida con las descripciones “es” la historia. En otras, los personajes no tienen derecho a expresarse per se. Basta la manipulación de que son objeto. Pero siempre, en mayor o menor grado, hay una suerte de piedad del autor hacia sus criaturas, muy evidente en las fábulas de hombres y herraduras, del desdichado señor Pérez y de la pierna feliz. Mientras Del Llano los libraba a su suerte “sin garantías”, Cuadriello habla por ellos a cambio de concederles un “aterrizaje blando” en las inclemencias de la realidad.

 

Entonces, ¿qué nos permite unir en una sola reseña libros dispares? ¿Qué puentes transitan entre ellos?

 

Es cierto que los cuentos de Cuadriello son elusivos, son Turguéniev y un poco Chéjov, mientras los de Del Llano son también un poco Chéjov, pero muy Kafka (pasado por el gran Dino Risi de Los monstruos). Pero, curiosamente, ambos están en la saga del Italo Calvino que construyó “ciudades invisibles” y “barones rampantes”. Ambos trazan tal cartografía de la realidad que, para acceder a sus puertos, al decir del italiano nacido en Cuba, “no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada”. Ciertamente, en ambos, siguiendo con Calvino, “no hay lenguaje sin engaño”. Ambos trucan las coordenadas, juegan en las excéntricas, eluden más que aluden, solicitando continuamente la complicidad del lector. El policía de “Monte Rouge” es tan equívoco como el náufrago de Cuadriello. Las alusiones de ambos apelan a un lector entendido sin excluir al que no rebasará un primer o segundo círculo de la complicidad.

 

Pero el elemento que permite transitar de uno a otro sin accidentes es que ambos construyen una realidad “paralela”, “perisférica”, espejo y caricatura de la anterior, una realidad donde son libres de practicar ciertas operaciones de riesgo con sus personajes. Desembozadamente, en el caso de Del Llano; subrepticiamente, en el caso de Cuadriello. Más allá de las diferencias, ambos saben, como Italo Calvino, que “la falsedad no está nunca en las palabras, está en las cosas”.

 

 

El engañoso reflejo de las cosas, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 43, invierno, 2006/2007, pp. 283-284. (Domingo Cuadriello, Jorge; Fábulas sin (contra) sentido; Ediciones Vitral, Obispado de Pinar del Río, Pinar del Río, Cuba, 2005, 50 pp. / Llano, Eduardo del; Todo por un dólar; Miniletras H. Kliczkowski,, Madrid, 2006, 63 pp. ISBN: 84-96-592-04-9.).



El Caso del Caso Sandra

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Acabo de recibir por correo, desde una remota ciudad de Arizona, un ejemplar del número 93-94 de la revista Somos Jóvenes, publicada en La Habana en septiembre de 1987. Me la envía un, hasta hoy, desconocido compatriota que al marcharse al exilio le hizo un hueco en su maleta a ese ejemplar.

 

Su carta me devolvió a la historia de aquella historia, es decir, al Caso de “El Caso Sandra”, testimonio de una época que años más tarde sería evocada con nostalgia, aunque por entonces ni lo sospecháramos.

 

Erase una vez un artículo que se llamó “El caso Sandra”... podría comenzar. Narraba las aventuras y desventuras de una jinetera (antes que fueran personajes del folklore patrio). Por entonces, ellas sólo habitaban como personajes literarios en los atestados policiales. Su fe de bautismo data de mucho después, cuando Él en persona blasonó de que en Cuba disponíamos de las putas más cultas del mundo, geishas en tiempo de guaguancó. La que yo interrogué durante largas horas, acompañé en sus cacerías por La Habana, la que invité a comer en casa (para sobresalto de mi mujer y mengua de la libreta de racionamiento) era, posiblemente, la excepción de la regla. Un accidente del sistema educacional.

 

Por entonces, la puta más reciente de la escritura nacional era la mítica Rachel y su bolero, pero el autor, con la prudencia a que nos tenía acostumbrados, hundía su mirada en la noche de los tiempos. A diferencia de mi Sandra, tan contemporánea que, según su propia confesión, se enteró de la publicación de sus aventuras entre un turista sueco y un mexicano de corto alcance.

 

Si en 1959 las putas fueron “reeducadas” a taxistas —los autos llevaban las siglas TP, Taxis Populares, que el vulgo leía como Todas Putas—, la revelación de que treinta años más tarde refloraban como voluptuoso marabú tomó por sorpresa a algunos (seguramente no andaban La Habana en horas de la noche), y otros, menos desinformados, optaron por hacerse los sorprendidos.

 

Ante la publicación de “El Caso Sandra” hubo reacciones encontradas: entusiasmo e irritación. Se comentó que yo estaba preso, que la revista había sido clausurada y que el director fue removido de su cargo. En el extremo opuesto, se dijo que el artículo había sido expresamente encomendado por la dirección del Partido, y una agencia extranjera afirmó que Él en persona lo había aprobado. A la revista llegaron cientos de cartas y llamadas telefónicas, y el número correspondiente (200.000 ejemplares vendidos) recibió inesperadas cotizaciones en el mercado negro.

 

¿Cuáles fueron las causas de esta repercusión? Antes habría que preguntarse ¿qué periodismo consumía (consume) el lector cubano? Un periodismo chato y monocorde, sobrepasado por la Agencia Vox Populi. Salvo excepciones, es común que “la noticia del día” corra de boca en boca, eludida elegantemente por la palabra escrita, desmedida en la alabanza y tímida en la crítica (o viceversa, de acuerdo al objeto de estudio). Una prensa donde el descubrimiento y revelación de problemas no es emanación precursora sino reflejo. Prudente, la prensa aguarda obediente a que el conflicto sea tocado por el discurso político. Ni siquiera se arriesga a una visión alternativa (no necesariamente contestataria). No es raro, por tanto, que a mediados de los 80 el propio Fidel Castro haya alabado la “disciplina” de la prensa, que es como elogiar la prudencia al volante de un piloto de fórmula uno.

 

En lo coyuntural, había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado por la prensa. Para nuestro asombro, Él nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Ítaca, que todo lo hecho en los últimos 15 años era un desastre, y que “ahora sí vamos a construir el socialismo”. (Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia). Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión” (¿cuál que es no lo es?), del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta hoy el discurso periodístico no ha ni siquiera igualado al discurso político en profundidad de análisis y novedad informativa. Y es mucho decir. Una especie de culminación de ese período fue el V congreso de la UJC.

 

En ese contexto aparece “El caso Sandra”. El artículo cumplía una premisa noticiosa habitual en cualquier periodismo del mundo: tocaba un tema que no había sido manoseado institucionalmente. Lo trataba sin la timidez tradicional, que necesita disculparse por cualquier verdad incómoda. Desde el reportaje de Homero sobre la batalla de Troya, tampoco esto ha sido excepcional en el periodismo. Narraba los accidentes de una vida real, dolorosa, no hilvanaba un esquema más o menos moralista y maniqueo. Sin pretensiones sensacionalistas —como lo demuestra su lenguaje conciso y la discreción con que traté ciertas aristas—, lo era de algún modo, aunque sólo fuera porque desvelaba un submundo apenas intuido o totalmente desconocido para una buena parte de la población, sobre todo fuera de La Habana. Acto de revelación en que me jugué mucho menos el pellejo que Ryszard Kapuściński en África.

 

Como parte de su “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”, el Periodista en Jefe afirmaba: “Antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre” (II Pleno del CC del PCC; en Cuba Socialista, La Habana, septiembre‑octubre, 1986). Y que era un error no hacerlo “por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (...) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (...) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas”. Más tarde comprenderíamos que esa frase era apenas un puñado de palabras unidas por las leyes de la sintaxis, y que sólo se refería a los trapos previamente señalados por el pret à porter del poder.

 

En abril de 1987, durante el V Congreso de la UJC, muchos delegados se expresaron sin eufemismos. Fue una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces su primer secretario, recorrió la Isla expresando atrevidas críticas, incitando a los jóvenes. Con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino y, ya de paso, dejaron escapar alguna que otra crítica imprevista de su propia cosecha. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual terminó, en el imaginario público, como el héroe de la película. De más está decir que, a su regreso, los delegados “disfrutaron” en sus provincias las bondades del sistema nacional de salud: les fueron aplicadas las más modernas técnicas para sanar su incontinencia verbal y, en la mayoría de los casos, conjuraron futuras recaídas.

 

En esas circunstancias, la revista Somos Jóvenes se propuso una nueva política editorial que arrancó con una entrevista al primer secretario de la UJC, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz.

 

En la nueva política editorial, las propuestas de los trabajos centrales eran discutidas por toda la redacción, y los textos terminados se leían y analizaban en un ambiente de compromiso (complicidad) que reinó durante aquellos meses. Transitamos en un par de números desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, lo que nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red, y a un rigor milimétrico en la búsqueda de información y en la selección de las fuentes. Cualquier ornitólogo sabe que la verdad tiene alas. Y en la prensa cubana ya era tradición cojear de un ala (con el beneplácito de las autoridades) y estaba completamente contraindicado cojear de la otra: pasarse por defecto era siempre un “acto de buena fe”. Pasarse por exceso te podía costar un auto de fe. Por esa razón, si queríamos que nuestro vuelo fuera mínimamente duradero, el equilibrio entre ambas alas debería ser impecable.

 

Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, “El Caso Sandra”. Mientras para algunos aquello era un acto aplaudible de audacia loca, para otros era un artículo contrarrevolucionario que sacaba a relucir, con alevosía y ensañamiento, los trapos sucios (los otros trapos, no aquellos predestinados a la lavadora), ofreciendo armas al enemigo para… etc. etc. Ni unos ni otros tenían razón. No fue un acto temerario, sino parte de una política editorial. Tampoco iba contra la Revolución, sino a favor de la Revolución que debió ser.

 

Yo no fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), del Comité Central del Partido, a la que fuimos convocados una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría, todos los trabajadores de la revista, con excepción de Guillermo Cabrera, el director que diseñara el número de la discordia. Dirigía la reunión el entonces todopoderoso Carlos Aldana, director del DOR, quien nos preguntó a todos, uno por uno, nuestra opinión sobre el artículo, con el propósito de separar las papas arrepentidas de las papas podridas y sin remedio. Y uno por uno todos, salvo dos, coincidimos en que, de vernos abocados a la decisión de publicar nuevamente el artículo, volveríamos a hacerlo. Más allá de que haya sido yo el autor material, quince de diecisiete asumimos una responsabilidad que catorce podían haber delegado. Fuenteovejuna, señor. Al cabo de tantos años, no sé si alguno se habrá arrepentido.

 

Como supimos más tarde, Carlos Aldana era el agente transmisor de la ira de Fidel Castro, quien montó en cólera tras leer aquellos trapos no planificados.

 

Ante la prepotencia de Aldana, sentí aquella noche un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró otro invitado a la reunión: un Roberto Robaina tembloroso que, con un hilo de voz, se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, y que acordó en su momento con Guillermo Cabrera, el director de Somos Jóvenes, un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto pero, una vez publicado, nos apoyaría y protegería de cualquier represalia con todo el peso de la UJC. De modo que en aquella reunión todos, salvo Aldana, sabíamos que él sabía, sabíamos que mentía cuando alegaba sorpresa y desconocimiento, pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro. No por él, sino por nuestra propia integridad moral.

 

El autor intelectual de aquella reunión, cuyo fantasma deambulaba por los pasillos impecables del Comité Central, llamaba por entonces a la prensa a una batalla contra los errores, porque “hace falta más presión sobre los cuadros, sobre los organismos, sobre los ministros, los cuadros políticos, sindicales, administrativos (…) Si existiera más presión yo creo que existirían menos errores”. Aunque ello generara “amargura”, “injusticia”, “incomprensiones”, “interpretaciones erróneas”, porque “si nosotros mismos [los dirigentes de la Revolución] nos hemos equivocado. ¿Qué podemos esperar, que no se equivoquen los periodistas?” (II Pleno del CC del PCC, 1986). Tardamos en comprender que esas palabras no invitaban a la libertad y la responsabilidad, sino a otra forma de obediencia. Él no necesitaba periodistas sino amanuenses, secretarios de actas que llevaran a la página impresa sus nuevos “descubrimientos” políticos —hospitales infectos, escuelas en ruinas, fábricas que no fabricaban, empresas dirigidas por Alí Babá.

 

Y recordé a un escritor amigo que publica sólo mucho después de escribir. Mientras, añeja los papeles en una gaveta. Después, extrae las hojas amarillentas y pasa en limpio el texto, como si fuera ajeno. Fidel Castro estaba pasando el país en limpio quince años más tarde.

 

Y tardamos algo más en comprender que tales “descubrimientos” tenían el don de la oportunidad: coartadas para un desmoche del palmar político: ajuste de cuentas a supuestos tecnócratas que en su día suplantaron con el recetario del Tío Stiopa el inspirado método de la economía espontánea —Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Triángulo Lechero, Brigada Invasora Ernesto Che Guevara, Zafra de los Diez Millones—. El ajuste de cuentas a aquellos sacerdotes del Gosplan, paladines de la economía socialista planificada, devolvería a Fidel Castro el control absoluto de la finquita nacional, que desde entonces administra con una solvencia económica indecisa entre Pyongyang y Las Vegas.

 

Años más tarde, “descubrirían” oportunamente que nuestro fiscal, Carlos Aldana, era propietario de unas tarjetas de crédito, lo suficiente para ganar un ascenso hasta 1.500 metros de altura, donde administró durante muchos años el Sanatorio de Topes de Collantes. Un modo sutil de recordarle que todo el mundo tiene su tope.

 

A Roberto Robaina no lo salvó su miedo, ni hablar por boca de otros. Robaina fue acusado de incurrir en prácticas deshonestas como ministro de Relaciones Exteriores (1993-1999) y de mantener una “estrecha amistad” con Mario Villanueva Madrid, ex gobernador de Quintana Roo, encausado por sus vínculos con el narcotráfico. Se le expulsó “deshonrosamente” del Partido, fue inhabilitado como diputado y vetado para ocupar cargos de dirección. Ahora, como nos cuenta Raúl Rivero, “pinta muchachas desnudas, tersas y sensuales; altos gallos de lidia con sus espuelas de carey; caballos al galope en las llanuras, entre palmas reales y misteriosas figuras del reino negro de Oloffi y Babalú Ayé”.

 

Tras aquellos sucesos, comprendimos que la prensa que intentamos durante algunos meses podría ser deseable para el sistema imaginado por Karl Marx en sus tardes de la British Library, o para el socialismo libertario, democrático, que merecían los cubanos. Pero la hacienda nacional no podía permitir a unos entrometidos enjuiciar a capataces, mayorales, jefes de lote y, menos aún, al hacendado. Una finquita sólo necesita un instrumento de propaganda, un amplificador de ideas pre empacadas que cumpliera una función meramente pedagógica. O, cuando más, echarle unas piltrafas a los hambrientos chicos de la prensa: pizzerías, baches, taxistas y guagüeros. “Hemos hecho muchas cosas que no han dado resultado”—dijo Él por entonces, en una imprecisa acusación sin culpables—. Comprendimos que en el escalafón divino, Dios está sujeto exclusivamente a la autocrítica.

 

A la salida de aquella reunión con el hoy montañero Carlos Aldana, sabíamos que desde el día siguiente “se acabaría la diversión”, y siempre era el mismo el que mandaba a parar.

 

La primera medida fue nombrar directora a la única redactora que en la reunión de marras se libró de toda culpa por el método de “allí fumé”. La directora Yonofui conservaría el (merecido) puesto durante muchos muchos años. El siguiente número de la revista —200.000 ejemplares recién salidos de la imprenta y empacados para su distribución— hizo su viaje a la semilla: fue convertido en pulpa y se sustituyó por un número armado a parches con trabajos de la reserva. Debidamente esterilizado en el autoclave de la UJC, se imprimió con una agilidad que presagiaba a la poligrafía cubana un futuro luminoso. El propósito de nuestros pícaros funcionarios era que los lectores no notaran el cambiazo. Para su mal, un paquete de revistas se salvó de la hoguera y fue distribuido por algunos trabajadores de la imprenta. Hoy es una pieza de colección. Tiene idéntica fecha y número que el distribuido, pero su interior es más perverso (incluía, entre otros, un artículo mío sobre la nueva clase privilegiada, la aristocracia verde olivo, corroborada por entrevistas a 135 jóvenes estudiantes, trabajadores y militares. Sus lectores entusiastas fueron los tipógrafos).

 

Desde ese momento, la línea editorial y decenas de trabajos en curso fueron postergados, “endulzados” (la industria azucarera era aún la primera del país) o confinados en la misma gaveta donde se añejan los cuentos de mi amigo. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.

 

A mí me condenaron a escribir sobre planetas distantes, curiosidades e historia antigua. Cualquier acontecimiento posterior al Renacimiento era de candente actualidad y no confiaban en que yo podría abordarlo con la prudencia recomendable. La revista recuperó un público adicto a las misceláneas que había cultivado con esmero durante años. Perdió un público distinto que había conquistado en apenas unos meses.

 

Tres años después, en una reunión con todos los periodistas de la Editora Abril, el nuevo secretario de la UJC diría de uno de aquellos artículos proscritos:

 

—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.

 

Claro que en su momento él, en persona, se ocupó de vetarlo. Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.

 

Otro de mis reportajes, sobre la homosexualidad en Cuba y fechado en 1987, apareció en la misma revista en 1994, tras enterarnos por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos. Mis entrevistados estaban ya en fase de prejubilación. Otros artículos, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados, permanecerán en sus gavetas per secula seculorum. En mi caso, 140 páginas, 4.200 líneas de silencio.

 

En catorce años fuera de Cuba, he conversado con muchos que en su día creyeron en la posibilidad de un mundo más justo a nuestro alcance, en la pureza de los fines a pesar de la precariedad de los medios (¿miedos?). Hasta que comprendieron y se desencantaron. Precoz o tardíamente, no importa. Mi credulidad fue un error, piensan algunos. Yo insisto en lo contrario. El día que triunfó la Revolución, yo cumplí cinco años. El día que salí de Cuba había cumplido 40. Cuando me quité la pañoleta de pionero, dejé de creer en los Tres Reyes Magos, en la cigüeña y en la infalibilidad de los hombres. Pero me empeciné en que bastaría una dosis colectiva de cerebro, corazón y cojones para evitar que unos pocos vampirizaran el sueño de muchos. Sobreestimé la anatomía. Tuve que presenciar lobotomías, sacrificios rituales y compatriotas capados a mandarria. Jamás impuse a nadie mi sueño a punta de pistola ideológica (o de la otra). Y quizás por eso no me arrepiento de haber soñado. Más vale caerse de la mata que nunca haber trepado. Y duele menos cuando no te caes de golpe. Durante muchos años, fui un comemierda ornamental sentado entre las ramas. Mientras, recostados al tronco, ellos se comían, uno por uno, todos los mangos maduros. Este artículo es, en parte, la historia de ese descenso.

 

Quienes se asombraron alguna vez ante las aventuras de una prostituta, vieron luego prostituirse a generales y altos oficiales, narcotraficantes por encargo —quien conozca la pirámide del poder cubano sabe que no eran una empresita privada, que traficaban por cuenta ajena—. Los que se escandalizaron con una Sandra de barrio, presenciaron más tarde la degradación de un Héroe de la República; asistieron a la primera huelga de putas, cuando les negaron la entrada a la (Pu)Tasca, a menos que fueran acompañadas por su Pepe; asistieron a la insurrección de Cojímar, al hundimiento del buque Trece de Marzo, a las reyertas tumultuarias en el Maleconazo, convertido después en astillero espontáneo por quienes se echarían a la mar sobre cuatro tablas y una esperanza. Verían incluso a José Martí abochornado, agachando la mirada en los billetes de a peso, ante la socarrona sonrisa de George Washington.

 

Del barullo original sólo recuerdo hoy con nitidez el rostro de una muchacha al mismo tiempo procaz e intimidada por la grabadora, mientras los dedos de sus manos improvisaban un repiqueteo, casi guaguancó, en los brazos del butacón. Y también recuerdo aquella fría noche de noviembre cuando salimos del Comité Central a la Plaza de la Revolución desierta (o a la Plaza desierta de la Revolución, como quieran). Ni antes ni después he sentido, como aquel día, el privilegio de pertenecer a un equipo. La palabra “compañeros”, maltratada y manoseada a su pesar, recuperó esa noche su auténtico calibre.

 

2007 (Inédito)



La libertad peligrosa

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Cuando es raptado de la Isla de Cuba por los piratas y se adentra en una vorágine de asaltos, abordajes, asesinatos, riñas, derroche y hambrunas, temeridad y cobardía, generosidad y vileza, en un mundo en proceso de gestación y definición, de fronteras líquidas, alianzas y fidelidades mudables, el esclavo Félix trueca un destino aciago por otro no menos arriesgado pero, en el mejor de los casos, incierto.

 

Desde la Isla Tortuga, capital de la piratería, hasta la primera República Cosmopolita de Hombres Libres, las Indias son una promesa casi nunca cumplida, una amenaza, esa sí, implacable. En la novelaCanto de gemido, de Eliseo Altunaga, el sabio Closelier afirma que “las islas de América han sido imaginadas antes de ser vistas. Europa las ha formado en su imaginación y ahora quiere que su imagen responda a sus sueños”. Pero las islas se resisten y empiezan a configurar su propia imagen: un reflejo distorsionado de esa esquirla de Europa que cada forastero trae en la memoria. Un proceso que es posible rastrear, documentar, en esta novela de desventuras, más que de aventuras, pero también de amistad y de amor a la libertad, aunque sea una libertad tapizada de sangre y mutilaciones.

 

Ésta es una novela impecablemente escrita (el lenguaje se atiene con rigor a las necesidades del argumento, sin pirotecnias ornamentales) donde, en el mundo de piratas y filibusteros, de rescatadores y comerciantes que fraguaban el destino de América, se entrecruzan y fermentan la imaginación del antiguo esclavo Félix, pirata ahora bajo las órdenes de André de la Côte, las mitologías africanas, los dioses mayas, las deidades laicas de la Ilustración y la libertad, en el mundo cruel y conmovedor de la Isla Tortuga. Asesinos y estudiosos, cartógrafos y navegantes, ladrones e iluminados cruzan estas páginas de las que se desprende una verosimilitud documental. Nombres históricos, como el cirujano Exquemeling, cuyas memorias el autor ha visitado con atención; Henry Morgan y El Olonés, conviven en la novela con personajes cuya existencia histórica queda confirmada por su cuidadosa factura literaria que los dota de verismo y relieve: Michel Terror del Miedo, Lola, Closelier, Polifemo El Triste, André de la Côte, el propio Félix. Una autenticidad a veces inalcanzada por los personajes que poblaron la vida real, dada su almidonada existencia documental.

 

Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), hombre de cine, escritor, guionista y profesor, ha conseguido, también, un manejo del idioma mesurado y exacto que, gracias a oportunos arcaísmos y a una precisa dosificación del vocabulario, consigue convencer al lector sin condenarlo a una jerga críptica. Y, desde luego, también ha tramado una dramaturgia de la historia que es, con mucho, deudora de su sentido de la progresión cinematográfica.

 

No es ésta una novela de piratas al uso. No se trata de seducir con la imantada presencia del mal —ya se sabe que desde El Olonés o Calígula, hasta Hitler, Pol Pot y Stalin, esos personajes que condensan a su alrededor el Mal en estado puro son extraordinariamente atractivos para los lectores, una suerte de Síndrome Literario del Ángel Caído—; tampoco se trata de alimentar ninguna Leyenda Negra. Además de ser un Bildungsroman desde el negrito Félix, arrebatado de su condición esclava, hasta Félix de la Côte, marino y hombre libre de la mar, dos son los ámbitos donde esta obra se mueve con acierto y rebasa lo meramente argumental; dos ámbitos donde la historia se trasvasa en espacio y tiempo.

 

El primero es la acertada presentación del Nuevo Mundo, y especialmente del Caribe, donde todas las naciones de Europa se dan cita y pugnan por un espacio, como laboratorio sociológico, religioso, ideológico, e incluso político de Europa. Un sitio donde se configuran destinos y nacionalidades nuevas a una velocidad impensable en la bien estructurada casa matriz del proceso colonizador. En este Nuevo Mundo confluyen todos los registros de la escala social. El sabio, el geógrafo, el botánico y el cartógrafo se codean con el cura prófugo, el aventurero, el asesino, el huido de galeras, el noble sin heredad y la ramera. El utopista con el comerciante, el evangelizador con el matarife. Un proceso que no sólo prefigurará las naciones en proceso de cocción, sino que, como el oro y la plata de Potosí, regresan a Europa para añadir un sedimento nuevo a un proceso histórico que despierta en ese momento de su letargo y se abalanza hacia un capitalismo universal.

 

Y universal es el segundo ámbito que esta novela resuelve, y que deja en el lector la noción de haber presenciado un suceso irrepetible hasta tres siglos y medio después: la primera globalización, al menos del universo occidental. Por primera vez, a una escala casi planetaria, la economía, el tráfico de bienes y servicios, el sistema monetario y financiero, rebasan las fronteras y sus resonancias atraviesan el océano: un accidente en Potosí puede perturbar las arcas de los banqueros alemanes; un choque armado en el Canal Viejo de Bahamas pone en pie de guerra a los tercios de Flandes. Desde aquella globalización que fue el Imperio Romano, el mundo no era tan pequeño. Flamencos, yorubas, castellanos, mayas, portugueses, carabalíes, escoceses y bávaros no se habrían encontrado jamás un siglo antes. El Nuevo Mundo les abrió la posibilidad de poner en trueque sus sangres, sus palabras y sus sueños, aunque el proceso fuera, tal como revela Altunaga, de una crueldad extrema. “Aquí podrás ver el espejo gangrenoso de un torbellino devorador, escuchado por ti en los deformados relatos de marinos y engangés; de soñadores al escape de la realidad; de fanáticos en busca de un dios en la tierra; de aristócratas aplastados por las nuevas ideas; de ambiciosos; criminales; prostitutas y locos. Pretenden cobijar un paraíso y sólo habitan la otra cara del infierno”, como leemos en la descripción de Port Royal por Closelier.

 

Esta confluencia fue también una asamblea de dioses: por primera vez, Chaac-Mol se sentó a la mesa, posiblemente de alguna taberna, con Jehová y Changó, y de esa confluencia surgió otro modo, más confianzudo, menos hierático, de dirigirse a los dioses y de convocarlos a la vida cotidiana, más que a los escasos templos. Allí donde se mataba por oro y por comida, por preeminencia matoneril y hasta por placer, se mató menos por asuntos de fe; la Inquisición fue más laxa y quizás ello prefigurara la América que acogió prófugos de distintas creencias y legisló precozmente el respeto a la libertad religiosa como obligación ciudadana.

 

Una globalización que moduló las lenguas, trufadas desde entonces con palabras y giros prestados, desarrolló una nueva noción del espacio, quebró las talanqueras verticales de la sociedad y abrió ante el paria la posibilidad de conquistar su sitio entre los afortunados. Ese es el tipo de personaje universal que puebla Canto de gemido, título desafortunado para una novela donde, efectivamente, el canto, el canto de Paolo de Milans, vihuela y coro, alcanza uno de los hitos de la historia cuando araña, en el peor de los escenarios posibles, el alma común de aquellos hombres brutales que blasfeman y trasiegan pintas de ron en todas las jergas. Porque es la música, posiblemente, el sitio donde más rápido confluyen el amo y el esclavo, el nativo y el forastero, el conquistador y el conquistado, desde aquellas “endiabladas zarabandas de Indias” que mencionaba Cervantes. No es casual que sea precisamente aquí, en América, en las islas, donde algunos utopistas conciban la posibilidad de una República Cosmopolita de Hombres Libres. La forma en que concluye esta Nueva Atlántida en la otra ribera del Atlántico, prefigura el destino de los siguientes Mundos Felices tramados por locos, tahúres e iluminados. Muchas utopías y antiutopías nos faltaba por padecer.

 

La libertad peligrosa, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 302-304. (Altunaga, Eliseo; Canto de gemido; Mono Azul Editora, Colección Cazadores en la nieve, Sevilla, 2005, 226 pp. ISBN: 84-934276-0-8).



Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen

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Consuelo Castañeda (La Habana, 1958) pertenece a esa generación, hoy legendaria, surgida a fines de los 70 y desarrollada plenamente durante los 80, que legó términos inscritos ya en la historia del arte cubano: Volumen I, Artecalle, el Grupo Puré, el Castillo de la Fuerza. El arte generaba, por primera vez dentro de Cuba, un discurso estético que retaba directamente al poder y creaba y difundía su propio aparato simbólico, hasta entonces coto privado del líder. Años más tarde, en una entrevista, Lázaro Saavedra recordaría una conferencia sobre arte y sexo realizada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde la intervención de Consuelo Castañeda y Humberto Castro consistió en entrar cubiertos con un disfraz fálico y “eyacular” hacia el público chorritos de agua.

 

Por entonces, Consuelo era profesora en el Instituto Superior de Arte, donde ejerció una inestimable labor, no sólo en la mera instrucción técnica, sino en la educación artística de quienes renovarían la plástica cubana.

 

En Una historia en setenta páginas, libro publicado en 1989, la artista presentó todas las variaciones sobre una imagen particular: el cuerpo desnudo de su madre al cumplir los 70 años. Eran imágenes no posadas, en las que no se añadían al cuerpo otros significantes gestuales o escenográficos, de modo que podía leerse a través de esas fotos el decursar de una vida gracias a sus huellas: cicatrices, arrugas. Esas fotos, que subvertían el concepto de idealización del cuerpo desde la tradición helenística hasta el hedonismo contemporáneo, no buscaban una estetización sino una revelación: la vida son sus huellas, sus estragos, sus pequeños naufragios.

 

Como la mayor parte de los integrantes de su generación, a los que el Ministerio de Cultura ofreció “puentes de plata” para convertirlos en “enemigos que huyen”, Consuelo Castañeda salió de Cuba en 1991 hacia México, D.F. Allí expuso su obra en Ninart Centro de Cultura, y tres años más tarde se trasladó a Miami.

 

En el ensayo “Profetas por conocer” (Encuentro en la Red, 22 de septiembre de 2005), Ileana Fuentes nos recuerda que desde 1982, con la inauguración de la sede permanente en Miami del Museo Cubano de Arte y Cultura, se produjo un progresivo lanzamiento internacional de los artistas plásticos exiliados. Más de 200 de estos artistas vivían ya fuera de la Isla, y muchos de ellos participaron en la primera gran retrospectiva, Outside Cuba /Fuera de Cuba, en el Museo Zimmerli de Nueva Jersey (1987). Dentro de ese nuevo impulso divulgador, en Arte Cubana (1993), una de las exposiciones colectivas más importantes organizadas por el Museo Cubano, coordinada por Cristina Nosti, apareció Consuelo Castañeda, entre las doce artistas invitadas, con obras que no han perdido su inquietante capacidad de releer la realidad desde diferentes ángulos: sus naturalezas muertas “Poison”, “Ocio” y “Manhattan”.

 

Ya en septiembre de 2001, en Hit and Miss at MAM, expuesta en el Miami Art Exchange, su instalación Cybernetic Information Center se adentraba en las nuevas tecnologías abriendo una pantalla donde la navegación por la Internet se incorporaba a la acción plástica. El calendario alrededor de la habitación, con imágenes alusivas, o elusivas, a los meses del año, cerraba un círculo, esta vez de tiempo. Un tiempo poblado de colágeno y liftings, logos publicitarios que ya son símbolos, como el de Calvin Klein, asesinatos e imágenes irreconocibles, creando polos de misterio o de ininteligibilidad. Era, de nuevo, una relectura singular de la realidad, esta vez con una intención totalizadora.

 

En la exposición To be bilingual, montada en la Frederic Snitzer Gallery, de Coral Gables, la artista exploró la experiencia del inmigrante y la indefinición de su identidad cultural, a través de trabajos minimalistas, relecturas de la tradición y referencias a la historia del arte americano. De esta manera, daba muestras de sus inquietudes ante actitudes xenófobas, así como de una resistencia a la asimilación cultural, otorgándole protagonismo a la palabra como vehículo de (in)comunicación. Especialmente, a la palabra fuck, que aparecía bajo la forma de entradas de diccionarios, definiciones y variaciones sobre su significado. En suma, la imagen plástica de la palabra suplantando el significado de la palabra misma. Dentro de esa serie de trabajos con la tipografía, Consuelo Castañeda ejecutó idénticas operaciones sobre palabras como dream, died, get… Palabras que no sólo asumían conceptos en su función habitual, cuyo protagonismo emanaba no sólo de su significado, sino también de su significado visual. La artista jugaba incluso con palabras capaces de contraer, por contexto, una semántica dual: la función visual las dotaba de ambigüedad cuando se referían a desplazamientos personales o sociales hacia la periferia: left, right, front, behind, border.

 

Después de participar en las muestras Arte Cubana y Ante América: Cambio de foco, esta última en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, Consuelo Castañeda dio a conocer su serie City en la exposición colectiva Nowhere, montada en Alonso Art (noviembre, 2005 a enero, 2006). La muestra, donde expusieron también Alexandre Arrechea, Juan Pablo Ballester y José Iraola, estuvo encabezada por una sugerente cita de Jean Baudrillard que hablaba de la “metástasis generalizada”, la “clonación del mundo”, de “nuestro universo mental”, y de cómo devenimos “espectadores pasivos, extras interactivos” en este inmenso reality show que es la contemporaneidad. Conceptos todos que definían de una manera muy precisa las piezas de la serie City, con imágenes procesadas de Las Vegas, Nueva York y Miami, y donde el acrílico no sólo constituía un soporte, sino también un ingrediente conceptual de esa nueva visión de la ciudad.

 

Acerca de las fotos de esta serie, dejó dicho la propia autora: “Cuando las tiré, pensaba en [James] Rosenquist y en el pop americano. Esos anuncios fueron diseñados en función de la industria del espectáculo y han terminado siendo palimpsestos de información. Es lo que dice Baudrillard cuando habla del espectador pasivo”. Y José Antonio Évora (El Nuevo Herald, 11 de diciembre, 2005), añadió que “para Castañeda las estrategias de representación de la fotografía vienen de la pintura, de modo que cuando se asoma al visor de su cámara empieza a operar mentalmente las mismas nociones de composición bidimensional que cuando pinta. Las diferencias son obvias: al entregarse a la labor artesanal de pintar, el artista se recrea en las texturas, por ejemplo, algo que falta en la práctica del fotógrafo, aunque no necesariamente en el resultado, como demuestran las imágenes de su serie City”.

 

Consuelo Castañeda, quien reside entre Miami y Nueva York, persiste en ofrecernos desde el hiperrealismo, el kitsch, la tipografía, el cómic, y los símbolos del consumo o la religión, una visión otra de la realidad aparente, lectura que dota siempre a las imágenes de un sustrato conceptual. Actualmente, la autora desarrolla una serie de fotografías digitales, de las cuales Amy Rosenblum, curator del Miami Art Museum (MAM), junto a Lorie Merles, ha dicho que “constituyen formas sublimes para contabilizar el pasado del tiempo”.

 

Tal como afirmara Carolina Ponce de León, “la obra de Consuelo Castañeda ha girado en torno a la manipulación y apropiación de lenguajes e imágenes de la historia del arte. Con una incisiva óptica conceptual, resemantiza elementos iconográficos extraídos de esa fuente para problematizar la percepción y la función del arte en las relaciones entre la periferia y la hegemonía occidental”.

 

 

“Consuelo Castañeda: la relectura de la imagen”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.° 41/42, verano/otoño, 2006, pp. 247-248.