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Changó con conocimiento

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Música cubana. Los últimos cincuenta años tiene una virtud cardinal de acuerdo a sus propósitos: la amenidad. Y amenidad significa no sólo lenguaje potable y capacidad narrativa; significa también, en este caso, que uno encuentra las causas y los efectos, los antecedentes y las consecuencias, en suma, la dramaturgia de la historia. Equivale a sabia combinación de la anécdota biográfica, los pormenores de la intrahistoria y los grandes acontecimientos que, por fuerza, afectan también a los músicos y a su obra, algo especialmente válido en el caso de la Cuba del último medio siglo, donde la Historia ha determinado millones de historias personales y cotidianas. Y ahí es donde queda, a mi juicio, la única arista de este libro que atenta contra su minuciosa factura y ofrece un costado vulnerable: la sobrepolitización de la historia musical cubana. Son excesivas las alusiones a los perversos efectos del castrismo sobre las vidas y obras de nuestros músicos. Y no es que el autor falte a la verdad o exagere los hechos, que posiblemente hayan sido más terribles. Lo que a mi juicio no está a la altura del resto del texto es la frecuencia de esos paréntesis y su carácter adjetivo más que objetivo, sin que su invocación aporte datos sustanciales, en la mayor parte de los casos, a la trama de la historia musical cubana.

 

Música cubana. Los últimos cincuenta años nos descubre lo que podría llamar los vasos comunicantes de nuestra música, pero tiene también otras virtudes: al estar escrito para un público español, es didáctico sin ser pedagógico, y añade una serie de viñetas utilísimas sobre los mejores entre nuestros músicos, y sobre los instrumentos, dado que no siempre el lector no cubano conoce el significado de la palabra bongó o que las claves no son sólo los números que se interponen entre la tarjeta de crédito y el dinero. Y por si algo faltara, el libro incluye un CD con una cuidadosa selección de piezas, una excelente bibliografía con indicaciones sobre dónde conseguirla, y un exhaustivo índice onomástico al final. Aunque les aconsejo que vayan subrayando a lo largo de la lectura los discos que Tony recomienda. Santa palabra, como decía Celina.

 

Más allá de su virtud como síntesis de un fenómeno tan complejo y dinámico, tan universal como la música cubana, éste es un libro desmitificador. Gracias a él quedan derogados ciertos equívocos, no en el especialista, desde luego, pero sí en el lector común, destinatario preferencial de este libro.

 

Se descarta que lo netamente cubano es, exclusivamente, el son y familia, es decir, sus antecedentes directos, variantes y evoluciones. Me explico: desde la zarabanda y la chacona hasta el rap, múltiples fórmulas musicales (autóctonas tras cursar las fraguas del sincretismo, o importadas y reelaboradas) han engrosado el corpus de la música cubana con idénticos derechos.

 

Y que la música cubana se nutre, exclusivamente, de las melodías españolas y los ritmos africanos. El libro complejiza mucho más la narración de las fuentes, donde hay ingredientes tan diversos como la canción italiana, spirituals, sonidos norteafricanos y del Cercano Oriente pasados (o no) por Andalucía, el aporte de los 200.000 coolíes chinos acarreados a la Isla, influencias de ida y vuelta entre los diferentes reductos musicales de América, por no mencionar a los músicos cubanos participando en los albores de jazz en Nueva Orleans a inicios del siglo XIX, o la evolución de la habanera fuera de las fronteras insulares y los cantos de ida y vuelta: un sistema de vasos comunicantes muchísimo más intrincado de lo que suele pensarse.

 

El libro revela que no sólo el jazz latino tiene que ver con la música cubana. El jazz sin apellidos también tiene que ver, desde sus orígenes; así como todas las fórmulas musicales de la cuenca del Caribe, el tropicalismo brasileño, una zona nada desdeñable del rock y la salsa neoyorquina, posiblemente los más conocidos. Pero también hay una suerte de influencia de retorno en las músicas que se están fraguando ahora mismo en la costa occidental africana, en el flamenco y un largo etcétera.

 

Se aclara que no sólo los cubanos hacemos música cubana. Ni que los cubanos sólo hacemos música cubana, cuando las invasiones mutuas en el hervidero musical del Caribe (y más allá) son frenéticas.

 

Este libro, por último, se encarga de abolir, en un único corpus demostrativo, las fronteras entre géneros, entre el afuera y el adentro (con todos sus determinismos políticos), entre el antes y el ahora, estableciendo las líneas de continuidad entre generaciones, que saltan todo tipo de barreras (de edades, geográficas, genéricas); así como los tradicionales muros que intentan aislar lo “culto” de la contaminación “popular”, demostrando la improcedencia de esos términos en el entramado de la música cubana, dado que en el caso de la “popular”, su virtuosismo alcanza en muchos casos cotas sinfónicas.

 

Debemos agradecer a Tony Évora Música cubana. Los últimos cincuenta años, la crónica para todos los públicos de una historia entrañable, que es de cierta manera la historia de todos los cubanos, dictada por algún orisha propiciatorio que, a juzgar por las mitologías que ruedan por la Isla, de música deben saber un trecho largo.

 

 

“Changó con conocimiento”, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 34/35, otoño/invierno, 2004-2005, pp. 316-317. (Évora, Tony; Música cubana. Los últimos cincuenta años; Alianza Editorial. Madrid, 2003, 439 pp. ISBN: 84-206-2024-6).

 

“Changó con conocimiento”; en: Cubaencuentro, Madrid, 27 de diciembre, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/elcriticon/20041227/d8f09f672fa2ba3c9d44c15b8ab7db54.html



Guillermo Vidal: oro de ley

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Fue en febrero de 1982 cuando me presentaron, durante una lectura en la Sala de Cultura de Victoria de las Tunas, a un hombre extremadamente delgado, de tez aceitunada y curtida por los soles feroces de la Isla. Su rostro era afilado como una navaja, con ojos hablaban antes que su dueño abriera la boca, y su sonrisa era capaz de desarmar las peores intenciones. Antes y después de aquel día he conocido a personas que tras una apariencia de ogros eran apenas ogros de caramelo, y a otros que despertaban una espontánea simpatía. Al cabo del tiempo uno descubría los devastadores efectos de una sonrisa-trampa, de un regalo envenenado. También he conocido a buenas personas que lo parecían, pero a ninguna como aquel hombre al que uno sabía incapaz de una mala obra desde la primera sonrisa.

 

Volví a encontrarlo al año siguiente, durante la premiación del concurso Cuentos de Amor, que convocaba Las Tunas. Y desde entonces nos vimos ocasionalmente en distintos espacios y circunstancias, sin que jamás me abandonara aquella sensación primera. Y lo más importante: sin que jamás tuviera ni un solo motivo para que me abandonara.

 

Hoy me entero que aquel ingenioso hidalgo, el escritor Guillermo Vidal Ortiz, falleció en la noche del pasado sábado 15 de mayo, a los 52 años de edad, en Victoria de las Tunas, su ciudad natal. Según algunos medios, fue un tumor cerebral; según otros, problemas respiratorios que ya lo habían obligado a varias hospitalizaciones. En cualquier caso, es injusto, irreparable.

 

Lo miro en la foto: igual de flaco, pero con una barba patriarcal plagada de canas, una mirada tan vivaz y joven como recuerdo, y una sonrisa que no llega a aflorar y apenas se insinúa en una mínima contracción de los ojos.

 

En 1986, el mismo año en que Guillermo Vidal ganó el premio David con su libro Se permuta esta casa—ya antes había obtenido el premio 13 de Marzo con Los iniciados—, apareció una especie de libro iniciático de una generación de narradores cubanos, la antología Hacer el amor, preparada y editada por Alex Fleites. En la contraportada aparece la tropa de los autores incluidos posando para el daguerrotipo. Siempre he pensado que en esa foto hay dos ausentes: Abilio Estévez y Guillermo Vidal.

 

Contando a esos dos ausentes, me percato de que en aquella foto de familia sólo tres habíamos nacido en La Habana, sólo dos vivimos hoy fuera de la Isla, y sólo uno permaneció en la provincia del interior donde había nacido: Guillermo Vidal. Resistió el “llamado de La Habana” durante los 70 y los 80, y resistió “el llamado de ultramar” tras la crisis de los 90. En una entrevista concedida hace un año (Literaturacubana.com, junio, 2003), respondía que se había quedado en Las Tunas “sólo por razones sentimentales. Tengo la mayor parte de mi familia aquí, pero también tengo una hija, un yerno y dos nietos en España, a mi madre de crianza en Estados Unidos y no he dicho en ninguna parte que estoy comprometido a quedarme. Me va bien, porque vivir lejos del mundanal ruido permite que no me jodan. (…) Los viajes me deprimen un poco, pero a veces asisto a ferias en otros países, no a tantas, y me siento como un bicho raro y apenas hablo con la gente y sueño con volver a casa para no estar en salones y protocolos que me apocan, que me hacen decirme qué hago aquí, por qué no me quedé en casita, sin tanto barullo. Es que soy muy tímido. Aún así, imparto conferencias y doy entrevistas y salgo por la tele y nadie se da cuenta de que me cuesta mucho trabajo. Prefiero las conversaciones privadas, la gente sencilla, y detesto las frivolidades que llegan a asquearme”. Una timidez, una ausencia de vedetismo que algunos fabricantes de aureolas, prestigios literarios y otros artículos de segunda mano suelen confundir con un síntoma de obra menor, quizás porque les resulta inconcebible que, incluso entre los escritores, a veces, la modestia exista.

 

Su larga barba, su coleta, su perfil aguileño, su inteligencia y su proverbial bondad, eran ya parte inseparable del paisaje urbano de Victoria de las Tunas, la ciudad donde nació el 10 de febrero de 1952, y que se negó a abandonar aunque en los 80 fue expulsado de su cátedra en el Instituto Superior Pedagógico por razones “ideológicas”, y aunque su nombre constaba en la lista de los intelectuales que los medios no debían entrevistar en directo por miedo a que dijera alguna “inconveniencia”. A pesar de todo, como dijo Guillermo, “un hombre es capaz de sentirse libre en condiciones muy duras”. Y añadía: “ni se imagina lo negras que me las he visto, he tenido que asistir a un juicio y luego me he tenido que ir como un apestado de mi trabajo como profesor universitario, he perdonado a esa gente, he vivido situaciones límites y he mantenido mi dignidad”. Cuando ganó el premio Alejo Carpentier, los desconocidos lo felicitaban y hasta lo abrazaban por la calle. Posiblemente, ese fuera su mejor premio. No la estatua que quizás le construyan mañana los mismos que lo expulsaron de su cátedra o los que lo inscribieron en la lista negra de los condenados al diferido. Y con más razón que las cadenas televisivas norteamericanas tras el affaire de Janet Jackson. Guillermo Vidal no habría mostrado, desde luego, una teta rellena de silicona; sino una verdad sin relleno, lo cual es siempre más peligroso.

 

Autor polémico e irreverente, más que un estilista fue un explorador minucioso de la condición humana en obras como Los cuervos, El amo de las tumbas, Confabulación de la araña, Las manzanas del paraíso, Ella es tan sucia como sus ojos, Matarile, posiblemente su más polémica novela, El quinto sol y La saga del perseguido (Premio Alejo Carpentier, 2003). Además de éste, obtuvo los premios Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC (1990), Hermanos Loynaz (1996), Casa de Teatro (República Dominicana, 1998) y Dulce María Loynaz (2002). No obstante, siguió hasta el último día buscando la novela ideal: “una que el lector no pudiera dejar de principio a fin y que hablara de lo poco sabios que hemos sido hasta ahora, que la gente envejece y muere y seguimos casi como en la comunidad primitiva, si quitamos unos cuantos artefactos y comodidades (…) sigo esperando esa novela que me hará feliz y si esto ocurre es que me voy a morir”. Guillermo Vidal ha muerto con la certeza de que su gran novela será la próxima, pero con la certeza también de que cada página memorable que nos dejó era una página de esa novela nonata. La literatura, Guillermo, es como ir a cumplirle a Santiago Apóstol: más vale el sudor del camino que tocar el santo. Sobre todo cuando hay tanto santo trucado, desechable.

 

Eludió el autobombo y el marketing, despreció la vida de salón y tertulia, no cultivó las amistades convenientes, le pisó los callos a personas poderosas y con los pies sensibles, y dedicó más tiempo a los buenos sustantivos que a las buenas influencias. En fin, no era “un hombre de éxito” ni “una gran figura de nuestras letras”. Él mismo lo contaba:

 

“Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente, me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan, siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar”.

 

Y uno se percata de que este hombre no estaba dotado para el glamour. Era un escritor que dedicaba su tiempo a escribir.

 

Su prosa afilada y por momentos ácida suscitó con frecuencia la ira de los guardianes de la ideología, sin que por ello Guillermo Vidal, el hombre, quebrara su cordialidad y su sencillez. Se ocupó de los marginales, de los presos y de los homosexuales condenados a exclusión social o condenados, a secas; de las familias en descomposición, de lo que se oculta bajo la cáscara de la realidad y, sobre todo, del miedo que paraliza y corrompe. Hasta el último minuto, como él mismo afirmó, escribió “con las tripas”, jugándose el alma, porque “si se es deshonesto como escritor uno está perdido o comienza a perderse”.

 

El escritor Guillermo Vidal nunca perteneció a nadie. Me temo que su cadáver ya pertenece al gobierno. Cuando se pudran en el olvido sus zonas incómodas, lo exhumarán corregido y revisado, para engrosar el panteón donde mantienen disecados a Lezama y a Virgilio. Claro que el gordo y el flaco deben estarse riendo como locos de sus momias. Guillermo apenas echará una sonrisa socarrona cuando lo encaramen al podio de las glorias patrias. Por suerte, hay cadáveres rebencúos, escritores inmunes a la taxidermia. Después que los forenses de la cultura certifican la hora de compilar sus obras completas, muerden.

 

Guillermo era un católico ferviente. Quizás Dios lo necesitara con urgencia a su lado. Yo me confieso ateo y su muerte corrobora mi incredulidad: ningún Dios tan omnisciente como un narrador clásico del siglo XIX nos arrebataría con veinte años de antelación a un escritor de ley, sabiendo lo que cuesta restañar la cicatriz que nos deja en el planeta la ausencia de un hombre bueno.

 

“Oro de ley”; en: Cubaencuentro, Madrid, 19 de mayo, 2004. http://arch1.cubaencuentro.com/cultura/20040519/9b47da58aae3f104e51a2dae9fcadc6f/1.html.



La reinvención del mito

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Cuando un escritor se pone a la tarea de contar una historia, no son pocos los retos: la novedad del tema o del tratamiento, la profundidad, los desafíos del lenguaje, el perfecto encaje entre la materia narrativa y el punto de vista, la carpintería del oficio. Basta que falle alguno de estos mecanismos para que la estructura íntegra se desmorone.

 

Asomarse a la propuesta de Juana de Arco. El corazón del verdugo, de María Elena Cruz Varela, es una experiencia inquietante. Ante todo, descubrimos que la autora nos entrega una historia mil veces contada, tanto que ha devenido mito en la cultura occidental: la adolescente-mártir inmolada en nombre de su fe y de su patria. Ello entraña un reto adicional: revelarle al lector que lo supuestamente sabido no lo es tanto, y conducirlo, de sorpresa en sorpresa y sin que decaiga la atención, hasta el final.

 

En segundo lugar, María Elena, a quien conocemos por el depurado pero muy contemporáneo lenguaje de su poesía, pretende transmitirnos con autenticidad —la autenticidad del lenguaje, desde luego—unos personajes que vivieron en la Francia del siglo XV, una nación en proceso de fraguarse y de fraguar su lengua, a partir del maridaje entre decenas de dialectos locales.

 

Y, por último, ya dentro de la estructura de la novela, la autora insiste en mostrarnos que el texto es, ni más ni menos, una novela, y que está siendo escrita en este instante; pretendiendo además que al devolvernos a la historia nos sumerjamos en ella y la hagamos nuestra con la autenticidad de lo vivido.

 

De modo que comenzamos la lectura con las precauciones de quien se adentra en terreno minado, sin saber si saldremos indemnes por la última página.

 

La historia, tal como nos la cuenta María Elena Cruz Varela, evade toda pretensión de linealidad que tanto se repite en la literatura que inunda los anaqueles de los supermercados. Cuatro narradores no sólo conjugan sus voces, sino que nos hablan desde cuatro tiempos diferentes. En la primera parte, bajo el nombre genérico de “Visitaciones”, en doce capítulos escuchamos el padre Henri de Voulland, elegido guardián de un secreto sobre la muerte de la doncella en la hoguera, veinte años atrás. Alternándose con estos, “El cuaderno de notas de Anna Magdalena” (del uno al diez) nos remite al conflicto de alguien que identificamos como la autora, quien está escribiendo la historia de Juana de Arco, mientras su relación de pareja se ve abocada al naufragio. Un making off de la novela explicita así que el resto es historia contada, pura ficción literaria. Pequeñas zonas de estos capítulos nos arrojan a otro tiempo a su vez: la relación entre Anna Magdalena y Johann Sebastián Bach, imaginada por la autora. Ya en la segunda parte, hay un claro cambio de tercio: desaparece la autora y su historia inmediata, que sólo regresa justo antes del final. Y es en esta parte cuando el tema central de la novela cobra un tempo allegro, gracias a la rápida alternancia de siete capítulos denominados “La ruta del deshacimiento”, y otros siete bajo el títuloEl corazón del verdugo”. En los primeros, a través de una tercera persona semiomnisciente, tradicional en las novelas del género, podemos seguir las aventuras del padre Henri de Voulland, que concluirán en la revelación de la trama urdida para propiciar la muerte de Juana. En los segundos, nos habla en primera persona el manuscrito del padre Jean Le Maistre, viceinquisidor en el juicio de Juana y testigo de la conspiración tramada veinte años atrás. La novela concluye con un epílogo, una coda y el último “cuaderno personal” de la autora. Y no hay nada casual en esta estructura.

 

Durante la primera parte, las “Visitaciones” despiertan en el lector un creciente interés, en la medida que el secreto confiado al padre Henri de Voulland otorga al argumento un ritmo de thriller. Paralelamente, los “Cuadernos”ralentizan la lectura, sumergiéndonos en un tempo tenso pero pausado, adagio, el de una relación en quiebra cuyo interés dependerá de la empatía de cada lector con los patrones comunes de todo naufragio, pero no del argumento en sí. Sin embargo estas zonas tienen, dentro de la estructura, dos cualidades que vale la pena señalar: sirven de estímulo y de prueba. Lo primero, porque el lector ha cerrado la última “Visitación” en un momento álgido de la trama, de modo que la lectura demorada del siguiente “Cuaderno” no hace más que redoblar su ansiedad para continuar las aventuras del padre Henri. Una técnica que los novelistas radiales han sabido aprovechar con enorme eficacia. Y lo segundo, porque tras revelarnos que esta historia del siglo XV está siendo escrita justo en este momento, la autora (y los lectores) tienen la oportunidad de comprobar hasta qué punto la escritura, la ficción, ha alcanzado ese grado de veracidad que permite al lector vivir la historia, no leerla. En ambos casos, el propósito se cumple.

 

Una vez en la segunda parte, la propia autora parece arrastrada por el argumento e incapaz de interrumpirlo, de modo que se agiliza la alternancia entre “La ruta del deshacimiento” y el carácter confesional de “El corazón del verdugo”, hasta alcanzar al final un ritmo trepidante. Hay otra dosis de sabiduría narrativa en estas elecciones, porque si la tercera persona le permite narrar perfectamente todos los planos y escenarios en “La ruta del deshacimiento”, el empleo de la primera persona y, en especial, de la primera persona escrita, enEl corazón del verdugo”, los toques sutiles de diario, de bitácora, confieren a esta zona la autenticidad imprescindible como elemento que mueve toda la trama, y aportan verosimilitud a la desazón de este hombre atormentado al recordar el corazón incombustible de Juana de Arco, por mucho alquitrán que se le aplicara.

 

Es obligado un paralelo entre el personaje central y su autora. Entre Juana de Arco, agredida sexualmente, forzada a vestirse con ropas de hombre y, al fin, asesinada por un poder que no pudo silenciarla, y María Elena Cruz Varela, condenada a dos años de prisión en Cuba por la Carta de los diez, redactada por el grupo Criterio Alternativo que ella presidía. María Elena también se enfrentó a poderes absolutos cuya respuesta fue la condena. Pero en ningún momento este paralelo se trasluce como metáfora o parábola. Sólo un elemento podría servirnos de pista para el enroque sutil de papeles que (quizás inconscientemente) propone la autora: en una novela sobre Juana de Arco, la protagonista nunca aparece, como sí aparece, apenas maquillada, la autora. Aunque jamás esta presunta suplantación funciona como alegoría.

 

María Elena ha conseguido fraguar una historia que se rige por sus propias leyes y que interesa, para decirlo en términos cortazarianos, al reducido círculo de sus personajes. Razón por la cual interesa también al lector. A ello contribuye, sobre todo en los papeles del padre Jean Le Maistre, un lenguaje “añejado” por recurrentes giros y algunos vocablos estratégicamente colocados, sin propósitos facsimilares, que crean en el lector, eso sí, cierto “sabor medieval” de la palabra.

 

Podrán hacerse de esta obra lecturas feministas, políticas, historicistas y, sin dudas, habrá críticos más enterados que yo para tales menesteres, pero ninguna de esas lecturas sería pertinente si ante todo no fuera una novela que convoca con eficacia la sensibilidad y el interés de los lectores.

 

Y en eso hay un factor que escapa a la mera carpintería del oficio. No es casual que en entrevista concedida a raíz de obtener por esta obra el premio Alfonso X El Sabio, María Elena declarara que "Juana de Arco me utilizó para contar su historia", añadiendo más tarde que "convivió conmigo durante un año, en el que traté de ver su figura desde mí misma, con infinita ternura, sin ajustes de cuentas". Y eso también explica la ausencia de Juana como personaje. La autora no ha intentado suplantarla, sino reivindicar el mito, rehacerla en los cauces de la memoria. Y permitir al mismo tiempo que en cada uno de nosotros siga existiendo la Juana de Arco que hemos imaginado.

 

 

La reinvención del mito, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra, n.° 30-31, otoño/ invierno, 2003-2004, pp. 279-280. (Cruz Varela, María Elena; Juana de Arco. El corazón del verdugo; Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2003. 291 pp.).



Firmas

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En un país donde no estar de acuerdo es ilegal e incluso punible, y donde un solo partido y un solo líder deciden hasta el último detalle en la vida de cada ciudadano, firmar una solicitud de referendo como el Proyecto Varela es un acto de valentía, una temeridad a la que muchos no están dispuestos, aunque coincidan punto por punto con el documento. Cada firmante sabía que su soberanía podía acarrearle la pérdida del empleo, de sus estudios universitarios e incluso de su libertad, que desde entonces sería hostigado y marginado. Sólo por ello, no es arriesgado afirmar que cada una de esas firmas equivale a miles de firmas. Si consideramos, además, que los promotores del proyecto no dispusieron de ningún medio de difusión, y que antes que el ex presidente norteamericano Carter lo mencionara públicamente la frase "Proyecto Varela" no significaba nada para la inmensa mayoría de los cubanos, cabría preguntarse cuántos millones de firmantes potenciales no existirán en la Isla.

 

El simulacro de referendo para congelar ad infinitum el status quo, ha sido la más ridícula pataleta de Fidel Castro en medio siglo, al momificar su propia Carta Magna en un acto francamente inconstitucional y absolutamente contrario a la dialéctica que dice profesar. Cada firmante debía consignar su número de carné de identidad, con lo que, por el simple expediente de la resta, el Gobierno podía obtener la "lista negra" de los no firmantes. No es raro entonces que firmaran incluso los que esperaban el permiso para emigrar, por no hablar de millones de opositores silenciosos. ¿Cuántos habrían firmado de forma libre y voluntaria? Nunca lo sabremos, precisamente porque al Gobierno no le interesa cuantificar sus partidarios, sino lapidar con su estadística trucada a 11.000 insumisos. Incluso, hecho inédito, abrió sus consulados para que los exiliados firmaran el "sí, quiero", aunque Cuba les niega sus derechos civiles una vez traspasada la frontera. De modo que estos ocho millones de firmas no tienen otro valor probatorio que el de constatar la capacidad intimidatoria del régimen cubano.

 

La represión desatada en Cuba, aprovechando que el mundo miraba hacia Irak, pretendió capitalizar la ola de antiamericanismo, pero resultó un catastrófico error de cálculo, que ha dejado al régimen más solo que nunca. Escritores y artistas que hasta ayer se abstenían, cuando menos, de condenar al Gobierno, han repetido con Saramago la frase cubana "hasta aquí llegó mi amor". Nadie los obligó, disponen de todos los medios de información, muchos han visitado Cuba en múltiples ocasiones y sus posiciones no están dictadas por la conveniencia, sino por la ética.

 

En cuanto al Mensaje desde La Habana…, hay que subrayar, ante todo, que se trata de intelectuales y artistas cuya obra, en la inmensa mayoría de los casos, prestigia a la cultura cubana. Apunto esto porque para mí está muy clara la distinción entre el autor y su obra. Entre ellas, hay firmas que no sorprenden, dado que se trata de intelectuales que son, al mismo tiempo, funcionarios del régimen. En esos casos funciona, sin dudas, la disciplina de partido. Otras firmas no dudo que hayan sido actos de honrada adhesión al texto. Si algo soñamos los cubanos es una patria donde todos tengan el derecho a expresar libremente sus ideas, y que nadie sea encarcelado por hacer públicas las suyas, algo que, contradictoriamente, aceptan de forma tácita los firmantes del "mensaje" cubano. En el resto de las firmas puede que haya una gradación que va desde la histeria bélica inducida hasta el cinismo. Si alguien lee hoy la prensa cubana, y sólo la prensa cubana, única a la que tienen acceso los ciudadanos de la Isla, la impresión es que los portaaviones norteamericanos están fondeados a la vista del Morro, y que la invasión es inminente. Puede que eso compulse a algunos a adherirse a una (i)lógica de plaza sitiada, ignorantes de que Bush y Rumsfeld han descartado categóricamente una acción militar contra Cuba, y que las denostadas organizaciones del exilio se han manifestado, mayoritariamente, contra cualquier iniciativa bélica. En otros casos funciona, simplemente, la conveniencia. Negarse a firmar en Cuba un "mensaje" de esta naturaleza, si eres compulsado a ello, entraña riesgos para las carreras profesionales que muchos escritores y artistas no están dispuestos a correr. El más obvio es que de repente todos tus permisos de salida (un cubano necesita la autorización del Gobierno para viajar) se traspapelen, se demoren o nunca lleguen, haciendo que el artista pierda conciertos, conferencias, exposiciones, que constituyen sus medios de vida; quedando degradado, de hecho, a cubano de a pie, a merced del racionamiento. No es nada nueva esa actitud. Ya es casi "normal", en la lógica de la doble moral, que ese intelectual presuntamente "orgánico" reconozca en petit comité que firmó tal manifiesto o hizo tal declaración porque "no le quedaba más remedio", aunque aquí, entre nosotros, reconozca todo lo contrario. Ni es raro que en privado te abrace en Madrid quien horas más tarde te negará el saludo en público.

 

Aún así, se constatan en el "mensaje" ausencias notables, de donde se deduce que creadores de primera línea que hasta hace no mucho se adherían irrestrictamente a los pronunciamientos del régimen, han asumido el "hasta aquí hemos llegado" de Saramago, aunque no dispongan de la libertad necesaria para hacerlo explícito. Hace quince años se habrían contabilizado doscientas firmas al pie de esta carta. Hoy no llegan a la treintena.

 

He leído recientemente textos indignados ante estas rúbricas que apoyan con su prestigio la barbarie represiva del Gobierno, y que exigen un "compromiso" a los firmantes. Hago constar mi desacuerdo con esta actitud conminatoria por una sencilla razón: la heroicidad no se exige, y menos desde el exilio, a buen recaudo de la represión. Aplaudo la estatura moral de quienes en la Isla ejercen su libertad de disentir, asumiendo todas sus consecuencias. Comprendo con tristeza el silencio de quienes ejercen el miedo cotidiano como un expediente de supervivencia. Lamento la crédula inocencia, o el fanatismo ciego, de quienes continúan creyendo a pie juntillas el cuento del lobo feroz y la angelical caperucita roja. Y siento una infinita lástima por aquellos intelectuales que han adquirido cierta dosis de tranquilidad y algunas prebendas al precio de alquilar sus nombres para causas en las que no creen. A ellos también se refiere el diccionario de la Real Academia, cuando habla de "firmar un cheque en blanco", algo muy peligroso cuando es otro quien consignará el precio de tu dignidad. Decía Roberto Fernández Retamar en los albores de la Revolución: "Nosotros, los sobrevivientes, / ¿A quiénes debemos la sobrevida?", y esa será la pregunta que algún día deberán responder a sus propias conciencias.

 

“Firmas”; en: Cubaencuentro, Madrid, 28 de abril, 2003. http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20030428/89ef8853f25043b7724dd75b515bad41/1.html.



Se ruega aplaudir en silencio

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Cuando todas las miradas del planeta se dirigen hacia Oriente Próximo, el señor Fidel Castro reclama su parcela de protagonismo y decreta una redada masiva contra la disidencia interna en Cuba.

 

Setenta y cinco ciudadanos, culpables de ejercer el periodismo independiente, de abogar por los derechos humanos y de proponer otras opciones de gobierno, han sido encarcelados sin las menores garantías. Sus casas han sido saqueadas, y sobre ellos pesa la Ley 88 de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba, más conocida como “Ley Mordaza”.

 

Según los términos de esa ley, aprobada en 1999, se sancionarán hechos dirigidos a “colaborar con los objetivos de la Ley “Helms-Burton”, (…) quebrantar el orden interno, desestabilizar el país”, etc. Su interpretación discrecional convierte esa ley en el instrumento ideal para reprimir cualquier acto de disidencia. Así, entre los “delitos” que sanciona hasta con 20 años de prisión se encuentran suministrar información a países o entidades extranjeras, colaborar en medios de prensa ajenos a la prensa oficial cubana, aceptar retribución por ello, o recibir cualquier tipo de donación no autorizada por el gobierno; tener o distribuir “material subversivo”; perturbar el orden público mediante cualquier manifestación disidente; todos agravados si se ejecutan entre dos o más personas.

 

En la nota oficial del día 18 de marzo, se anunció la limitación de movimientos en el territorio cubano del Sr. James Cason, jefe de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba, acusado de injerencismo; por reunirse con miembros de la oposición interna. La misma nota acusa a la disidencia interna de “apoyar la criminal política [de Estados Unidos] contra nuestra Patria, calumniar, justificar el embargo, la asfixia económica y el aislamiento de nuestro pueblo”, lo cual equivale a “traición al servicio de una potencia extranjera”. Una burda patraña de cara al público doméstico, es decir, una coartada, dado que el gobierno cubano conoce perfectamente las reiteradas críticas al embargo por parte de la disidencia.

 

¿Por qué esta repentina escalada en la represión? ¿Por qué ahora, al inicio de una guerra, en vísperas de la posible sanción a Cuba en Ginebra por violación de los derechos humanos, y a una semana de abierta en La Habana la oficina de la Unión Europea para las negociaciones sobre el acuerdo de Cotonou? Y ¿por qué vincularla a la Oficina de Intereses norteamericana?

 

Precedente imprescindible de cualquier análisis es recordar que FC, en su soberbia, sólo reconoce un enemigo digno de él mismo: Estados Unidos de Norteamérica. Cualquier ejercicio de disidencia por parte de personas, instituciones e incluso gobiernos, tiene, por definición, que estar instigado y financiado por ese enemigo. En su profundo desprecio hacia los ciudadanos cubanos, incapaces de cualquier idea propia que contradiga las del líder, les otorga una sola prerrogativa: aplaudir. Dado que se postula la fórmula Fidel Castro = Socialismo = Patria, por carácter transitivo, disentir de FC es traicionar a la patria.

 

Que 11.000 cubanos perdieran el miedo y firmaran, hecho sin precedentes, el Proyecto Varela, una iniciativa de la disidencia para llevar a referendo popular cambios en la constitución cubana, fue un duro golpe para una dictadura monolítica. Desaparecía la noción de que la disidencia era cosa de grupúsculos insignificantes. Poco después, la gira de Oswaldo Payá por Europa y América, tras serle otorgado el premio Sajárov, abrió una nueva era en el reconocimiento internacional de la emergente sociedad civil cubana. Ante esa escalada de descrédito por contraste que significa el crédito a la oposición, se hacía necesario un escarmiento, una advertencia severa al pueblo cubano: Se ruega aplaudir en silencio.

 

La intimidación ha sido cuidadosamente orquestada. Antes de pasar a líderes importantes, como Marta Beatriz Roque o Elizardo Sánchez, y a figuras intelectuales de relieve, como Raúl Rivero, susceptibles de provocar movimientos internacionales de repulsa, empezaron por encarcelar a disidentes de base o de nivel intermedio, pretendiendo con ello disuadir a la población de ingresar en cualquier movimiento contestatario, y minar los cimientos de la sociedad civil. Un procedimiento que les ha servido también para ir catando las reacciones de la comunidad internacional.

 

Pero, ¿por qué ahora? La primera razón es que todas las miradas están fijas en Irak, y una redada de otro dictador no ocupará demasiado espacio en la prensa. Por añadidura, en medio de los movimientos universales de protesta, una operación que tenga como excusa el “injerencismo” norteamericano puede merecer la condescendencia de personas y grupos que, en otras circunstancias, elevarían su protesta.

 

En cuanto a sus efectos negativos sobre la posible sanción en Ginebra, FC sabe que en la Comisión de Derechos Humanos cuentan, más que los mismos derechos humanos, el cabildeo y los votos y, dada la correlación de fuerzas de la comisión actual, confía en salir indemne, haga lo que haga. El antinorteamericanismo que flota en el aire también puede soplar a su favor.

 

En el caso del acuerdo de Cotonou, si bien Cuba es “elegible”, su escasa voluntad de respetar los derechos humanos puede alejar los subsidios por tiempo indefinido. Y ha sido norma del señor Fidel Castro poner siempre las necesidades del pueblo cubano al servicio de su permanencia en el poder, amenazada ahora por la masificación de la disidencia. El sindicato Solidaridad en Polonia es una lección que él no olvida.

 

Según algunos analistas, el acercamiento del señor Cason a la disidencia cubana forma parte de un plan manipulado desde Washington con el propósito de crear un incidente diplomático, y así torpedear los intentos de flexibilizar el embargo por parte del Congreso. Si así fuera, no sería por ingenuidad que el mandatario cubano “ha caído en la trampa”. Se trataría de un acuerdo tácito entre Bush y Fidel Castro. Basta repasar todos los intentos de distensión, desde Kennedy hasta Clinton, pasando por Carter, para percatarse de que, invariablemente, la respuesta cubana ha sido provocar conflictos que restablezcan el estado de beligerancia perpetua. Así se mantiene vivo el mito de David frente a Goliat, que suscita la solidaridad internacional, y se delega en el imperio la culpabilidad por la desastrosa situación de la Isla.

 

Lo más curioso es que en la nota oficial donde se anuncian los arrestos no sólo se acusa al señor Cason de injerencia, sino que se clama por el destino de los cinco espías cubanos condenados en Estados Unidos como parte de la “Red Avispa”, que actuaba en el sur de La Florida —y es silenciado el caso de Ana Belén Montes, la espía a sueldo de Cuba instalada en el Pentágono—. Denuncia la nota el “cruel y despiadado trato a que están siendo sometidos”.

 

La amnesia selectiva del gobierno cubano es, por momentos, asombrosa. ¿No recuerda ya su extendido injerencismo en América Latina, cuando promovió, armó, entrenó y financió la lucha armada? ¿O las guerras de África que costaron la vida a miles de cubanos? ¿Ha olvidado que cada una de sus sedes diplomática es, hoy, un organismo de propaganda encargado de penetrar sindicatos, universidades y grupos políticos, así como crear y organizar grupos pro Cuba que, por lo general, ejercen una oposición activa a sus respectivos gobiernos? ¿Ha olvidado que esas prácticas se han materializado incluso en pogromos de corte fascista, como el que orquestaron en la Feria del Libro de Guadalajara contra la revista Letras Libres?

 

¿De qué “cruel y despiadado trato” se habla al referirse a quienes tuvieron todas las garantías procesales y los mejores abogados pagados por La Habana? ¿Qué garantías procesales disfrutarán los opositores detenidos ahora? Pueden esperar durante meses o años por la instrucción de cargos. Sus defensores a sueldo de la fiscalía estarán autorizados, apenas, para pedir clemencia. El gobierno de Cuba jamás admitiría que un país extranjero pagara su defensa, ni que la asumieran con total libertad abogados independientes. Estarán sometidos al arbitrio de sus carceleros en las durísimas condiciones de las prisiones cubanas. Y, por último, cumplirán íntegramente sus penas por delitos que, en cualquier lugar del mundo, son derechos.

 

Una vez más, el gobierno cubano se suscribe a la doble moral: exige libertad para sus espías en el exterior, mientras encarcela opositores pacíficos en casa. Exige garantías procesales en Estados Unidos que niega a sus condenados. Y llama injerencia a prácticas que, de ser ejercidas por funcionarios cubanos en el exterior, suele llamar “amistad con los pueblos”, u otro eufemismo.

 

Confiemos en que la opinión pública sea capaz de la visión estereoscópica: capaz de condenar al mismo tiempo los desmanes de Saddam y la guerra precipitada de Bush; el embargo norteamericano a Cuba, y el bloqueo interior a que están sometidos los cubanos.

 

 

“Se ruega aplaudir en silencio”; en: Cubaencuentro, Madrid, 24 de marzo, 2003. http://arch1.cubaencuentro.com/sociedad/represionencuba/20030324/ 194ef900c4800a45e911627b6ef48eee/1.html.