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La prometida

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Aquella temporada los israelitas estaban en Egipto. Pero la cosa había comenzado años atrás. José era a la sazón el hijo dilecto de Jacob, y sus hermanos, celosos del explícito favoritismo del patriarca, restablecieron el equilibrio familiar de un modo contundente: vendieron a José, y a muy buen precio tomando en cuenta la inflación, a los tratantes egipcios.

Aunque tuvo que hacerse a sí mismo, sin influencias ni intermediarios, a José no le fue nada mal en el Egipto; algo inusual en aquella época, cuando ser extranjero no reportaba beneficio alguno. Pero su buena estrella declinó, precisamente por no inclinarse hasta el ángulo que con insistencia le solicitaban.

Tras negarse a yacer con la esposa de Putifar ─oficial de la corte y su amo, para más detalle─, bastante Putifar ella misma, José fue injustamente acusado por la donna, que no aceptaba el principio de voluntariedad, y terminó encarcelado.

Pero José tuvo su happy end: aclarado el Puti affaire, llegó a primer ministro. No es que tuviera dotes excepcionales, pero una de las condiciones para ocupar la plaza era no haber yacido con la Putifara[1]. Salvo José y los muy menores de edad, no hallaron a nadie que la cumpliera.

Habiendo tomado el poder, aprovechó José para invitar a toda su familia. Y sin muchas dilaciones, vinieron en manada desde el Oriente, tradicionalmente menos desarrollado, los israelitas. El Egipto no aguanta más, tarareaban los enfardeladores.

Con el tiempo las cosas se complicaron, y un faraón llegó a ordenar la matanza de todos los hijos varones de los judíos que habían inmigrado. Y no eran pocos. Fue entonces cuando una mujer colocó a su recién nacido en una cesta y lo confió al río. Recogido por la hija del rey, se salvó el niño de la matanza y fue bautizado como Moisés (salvado de las aguas).

Hasta los cuarenta años, Moisés no hizo nada notable. Es decir, hizo lo que hace casi todo el mundo hasta los cuarenta años, y la mayoría, hasta mucho después. El primer acto que lo conduciría a las páginas del Antiguo Testamento fue matar a un egipcio que maltrataba a un hebreo y poner el desierto de por medio entre la policía faraónica y su pellejo. Allí se le apareció Jehová en forma de zarza ardiendo ─estuvo a punto de no reconocerlo, porque le pareció una zarza ardiendo─ y le ordenó que sacara a su pueblo de Egipto, donde la cosa ya no podía ponerse mala, porque estaba peor, y lo trasladara a Palestina. Si tienen un mapa a mano, se darán cuenta que dado el transporte público de la época, aquello era más aventurado que huir de Haití hacia Miami en una chalupa remendada. Pero Jehová daba las órdenes y no aceptaba justificaciones.

─No me importa cómo lo harán. Inventen y resuelvan ─le dijo a Moisés en un chisporroteo final y categórico.

Cuentan que el faraón, enemigo de aquel exilio masivo que podía crearle una situación embarazosa frente a la opinión pública mundial, les negó el permiso de salida, aunque recaudaría 150 kedets por judío.

Jehová envió entonces ─«Para que me respeten, carajo»─ las diez plagas de Egipto: las aguas del Nilo se convirtieron en sangre (AB positiva); ranas, moscas y mosquitos cubrieron todo el país; la peste diezmó el ganado (ya de por sí bastante apestoso) y los hombres se cubrieron de úlceras cancerosas (el napalm de Dios); el granizo y las langostas devastaron las cosechas; las tinieblas se enseñorearon por tres días del país (el mayor apagón de que se tienen noticias) y un ángel muy selectivo exterminó a todos los primogénitos de los egipcios, para regocijo de los secungénitos, que ascendieron en el escalafón.

Por fin, el faraón (puede que Amenofis II, de la dinastía XVIII, o Menefta, de la dinastía XIX), para quitarse de arriba toda aquella desgracia, autorizó la salida. Y los israelitas partieron. A su paso por las calles, los egipcios enardecidos, más contra Jehová que contra aquellos infelices ─bastante tenían con lo que les esperaba─, los apedrearon con jeroglíficos obscenos[2].

Después que Moisés permaneció cuarenta días en el Sinaí haciendo algunas gestiones personales, los hebreos emprendieron el cruce del desierto. Jehová se ocupó del apoyo logístico, enviándoles maná, una especie de rocío alimenticio[3], vitamínico y saborizado, e hizo salir agua de la peña de Horeb para rellenar las desérticas cantimploras. También les escribió los diez mandamientos, de su puño y letra, en las tablas de la ley. Pero la caligrafía de Dios era como la mía. Por eso andamos como andamos. Y cruzaron el Mar Rojo caminando sobre las aguas, lo que demuestra la flotabilidad del pueblo judío.

Después de mucho desierto y conatos de revuelta, y protestas en el comedor, porque

─Otra vez maná. caballeros, ni un pancito con mantequilla. Qué barbaridad.

Jehová, para castigar sus continuas murmuraciones y crímenes, los condenó a vagar durante cuarenta años en busca de la tierra prometida. «Y si siguen de protestantes, más».

A pesar de su infinita paciencia, llegó un momento en que Moisés puso en duda la palabra del Señor, siendo condenado, según el Código Penal de Jehová, a no penetrar jamás en la dichosa tierra prometida.

A la edad de 120 años (la receta del maná se ha perdido) murió Moisés en el monte Nebo, a la vista de la tierra que había perseguido durante ochenta años. Su pueblo lo lloró treinta días, durante los cuales hubo cielo despejado, es decir, que a Jehová no le resbaló ni una lagrimita de conmiseración por la mejilla.


[1]Tenía cundida a la corte de un mal cuyo nombre desconocemos. Los escribas se negaban a mancillar con los jeroglíficos correspondientes (un trazo en espiral, una araña peluda y dos o tres estafilococos), hasta el papiro más rústico, un reciclado que se vendía en piezas de a ocho y medio por trece.

[2]Grabados en cuarcitas de dureza 8.

[3]Recientemente, algunos investigadores han afirmado que se trataba de un concentrado proteico a base de algas. Se apoyan en un estudio muy pormenorizado del desarrollo que ya por entonces había alcanzado la tecnología celestial.



Job, El Paciente

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Cierto día en que conversaban animadamente, Satanás pidió permiso a Jehová para infringir a Job los más rudos sufrimientos y probar así su paciencia. El señor, que se aburría por entonces, firmó un decreto de autorización para ver en qué terminaba aquello[1].

Job era por entonces un patriarca célebre por su piedad y su paciencia, por sus siete hijos y sus tres hijas, sus siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientos jumentos.

Primero, Satán logró que una tribu árabe le robara los bueyes y los jumentos. Después, el fuego del cielo azotó sus rebaños. Los caldeos le arrebataron los tres mil camellos. Y por último, un huracán se llevó a bolina los pilares de su casa, que al derrumbarse lo dejó huérfano de hijos.

Job montó en cólera, pero se llamó a reflexión y discurrió que alguien por allá arriba ─al más alto nivel, dadas las proporciones de los desastres─ le estaba haciendo una trastada. Abandonó sus primeros impulsos y cortándose al rape los cabellos, se rasgó los vestidos antes de postrarse en tierra y adorar al Señor diciendo:

─Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo regresaré a la tierra. El Señor me lo dio todo. El Señor me lo ha quitado. Se ha hecho lo que es de su agrado. Bendito sea el nombre del Señor.

Por último, Job comenzó a padecer la úlcera más vasta de la literatura médica: se extendía desde la planta del pie hasta la coronilla. Mientras se raía la podredumbre con un trozo de teja, sentado en un estercolero ─ni siquiera la ambientación fue confiada al azar─, su mujer le reprochaba tan cretina simplicidad, a lo que respondió:

─Has hablado como una mujer sin seso. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibir también sus males?

Para recompensar aquella paciencia admirable ─tanto, que hasta resultaba sospechosa, discurrió el Señor─, Jehová curó sus llagas, duplicó sus bienes y, para no tener que resucitar a los hijos anteriores, a la sazón en muy mal estado, lo dotó de la virilidad necesaria para hacerse de una nueva familia.

Job agradeció al Señor aquel inesperado plan reposición, pero en su fuero interno ─tan interno que ni Jehová, el omnisciente, pudo enterarse─ siguió pensando que si para ganar una apuesta Dios era capaz de arrasarle la vida, tendría que ser «un muy grande hideputa».

[1] La leyenda no aclara por qué Satán, estando en la oposición, pediría permiso a Jehová. ¿O mantendrán algún pacto de gobierno?



Del amor y el perdón

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Habiendo llegado Jesús a una casa, encontró a dos mujeres. Una le dio los buenos días y continuó barriendo sin hacerle demasiado caso. La otra se embelesó en su contemplación, enjuagó los pies de Jesús con sus lágrimas y los limpió con sus cabellos.

Mientras la una continuaba barriendo, la otra, enternecida, le besaba las ampollas y ungía dedo a dedo sus pies con ungüentos olorosos. Le raspó los callos, le cortó las uñas, y cuando hubo concluido la sesión de podología, el Maestro se levantó y habló a Simón de esta manera:

─Si un acreedor tiene dos deudores: el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta; si no han tenido ellos con qué pagar y el acreedor perdonó la deuda a ambos, di pues, ¿cuál de los dos le amará más?

A lo que Simón respondió:

─Pienso que aquel al cual perdonó más.

─Rectamente has juzgado.

Y volviéndose a la que había continuado con sus tareas:

─¿Ves a esta mujer? ─ viendo que la señalaban, la de la escoba detuvo su tarea.

Acto seguido la interpeló:

─Entré en tu casa y no diste agua para mis pies ─la amonestó el Maestro─; mas ésta los ha regado con lágrimas y los ha limpiado con sus cabellos. No me diste ni un beso; mas ésta ─que lo miraba arrobada desde el suelo─ no ha cesado de besar mis pies apenas me adentré en el aposento. No ungiste mi cabeza con óleo, mas ésta ha ungido con ungüento mis pies; por lo cual te digo que sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; mas al que se perdona poco, poco ama.

Y haciendo ademán de levantar a la que tenía los ojos brillantes y los cabellos llenos de tierra, le dijo:

─Los pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado. Ve en paz.

La barredora los vio alejarse pensativa y concluyó que la justicia no existe: «Trabajar como una bestia dieciséis horas al día y arriba de eso tener que acostarme con el borracho de mi marido, y arriba de eso, soportarlo todo con paciencia durante tantos años». Pensó que no debía tener muchos pecados que perdonarse (le había escaseado el tiempo para cometerlos). Y que le viniera otro manganzón con aquel discurso. «Todavía esta cuñada mía, que se descoca por cuanto caminante viene a pedir un vaso de agua... Dime tú: Si ahora le perdonaron todos sus pecados, va y vuelve a empezar por el principio». Y continuó barriendo.



El ego como arquitectura

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Si usted pasea por las avenidas de esa Génova que en plena euforia industrializadora levantó Mussolini —enormes cajas de zapatos atestadas de gente—, si cierra los ojos y los abre en los distritos residenciales del Moscú años 50, apenas notará la diferencia. Una arquitectura pesada, sombría, destinada a una masa cuyas individualidades debían confinarse en la intimidad de los hogares. De puertas afuera, el valor del individuo era apenas estadístico: pólipo del arrecife, cifra en la abusiva contabilidad del cardumen. Mutilar los signos exteriores de la individualidad contribuía a diseñar colmenas de súbditos cuya libertad quedaba limitada al aplauso.

 

Una arquitectura que tiene su reflejo, salvando las distancias, en los mamotretos de hormigón que rodean la antigua Plaza Cívica de La Habana, luego Plaza de la Revolución, especialmente los que alojan al Comité Central del Partido Comunista. Construidos por el dictador Fulgencio Batista y Zaldívar, su sucesor prefirió instalarse allí, rebautizándolo como Palacio de la Revolución, y evitar el Capitolio y el Palacio Presidencial, que invocaban una tradición republicana difícil de conciliar con el proyecto de Estado que Fidel Castro tenía en mente.

 

Al reflexionar sobre la relación entre el poder y la cultura, George Orwell afirmaba que bajo un régimen totalitario el poeta podía existir, el prosista debería elegir entre el silencio y la muerte, mientras el arquitecto podría salir beneficiado. Y el autor de 1984 sabía de qué hablaba.

 

Quienes repasen La arquitectura del poder, de Deyan Sudjic, comprobarán cómo los grandes monumentos arquitectónicos han sido secreciones del poder. Con las excusas del arte o la historia, la patria, el pueblo y la memoria, el poder siempre se ha homenajeado a sí mismo en piedra, acero, mármol y cristal. Los dictadores desconfían de la palabra. Un poema épico o una biografía, la novela y el ensayo servil están siempre a merced de la relectura, la nota al pie, la edición crítica, la revisión in memorian, hasta la reedición cero y la extinción, aunque algún ejemplar sobreviva en la zona museable de las bibliotecas. La piedra, en cambio, invoca una eternidad que, de momento, la biología proscribe. La piedra es unívoca, piensan, no está sujeta a reinterpretaciones.

 

Keops se construyó la tumba más alta, y Darío El Grande, una ciudad, Persépolis. Siglos más tarde, lo imitarían Pedro el Grande en San Petersburgo y el presidente Juscelino Kubitschek en Brasilia (aunque las democracias son menos pródigas arquitectónicamente que los regímenes totalitarios). El monarca absoluto y el dictador disponen sin cortapisas de los recursos y pueden satisfacer su ego a costa del interés general. Los planes que Hitler encomendó a su arquitecto Albert Speer para hacer de Berlín la capital imperial de Europa continuaron durante toda la guerra. Y el Moscú hambreado de la posguerra vio levantarse siete rascacielos, apodados por los rusos “los cojones de Stalin” dado el material empleado en las obras.

 

El París de Haussmann, el Valle de los Caídos de Franco, la catedral ordenada a Karl Vitberg por Alejandro I y destruida por Stalin para levantar un paquidérmico palacio de los trabajadores que no pasó del estado larval. La Gran Mezquita de Saddam Hussein, donde 30.000 fieles invocarían a Alá, y el dictador invocaría a sus mentores: Nabucodonosor y Stalin. La Exposición Universal Romana y el Palacio de la Civilización Italiana, de Mussolini. El paso desde la dinastía Ming y su Ciudad Prohibida, hasta la explanada maoísta, casi llanura, de Tiananmen, y, abonado por los amos del capitalismo de Estado, el bosque de rascacielos que asalta hoy el sky line de Shanghái y Beijing. Del poder horizontal al vertical, del sagrado emperador, divinidad heredada por el secretario del Partido, al dinero como religión.

 

Intentos no sólo de celebrar, sino de perpetuar en piedra una visualidad del poder. Estar presente, encajarse en la memoria colectiva, ser, como las estatuas de la Isla de Pascua, un testigo del pasado para conjurar el olvido, y un vigilante del futuro. Y para ello son más útiles los edificios que las estatuas. Los cambios de régimen suelen reprimir a las estatuas derrocadas: las de Stalin o Lenin cayendo en Europa del Este, las de Saddam en Iraq o las de los mandatarios republicanos en La Habana, arrancadas una por una en la Avenida de los Presidentes. Sólo quedan, sobre su pedestal, los zapatos de bronce de don Tomás Estrada Palma, primer presidente cubano.

 

Los edificios suelen reciclarse, trátese del Kremlin, del Capitolio habanero, del EL-DE Hause, cuartel general de la Gestapo en Colonia, o de la Lubianka en Moscú (este último no es, posiblemente, un ejemplo feliz, dado que no lo ha necesitado). Pero, aun transformados en museos o bloques de oficinas, los edificios memorian su pasado imperial, republicano, comunista o meramente siniestro.

 

Fidel Castro es un dictador que comparte rasgos con muchos de sus homólogos: es histriónico como Mussolini, a quien recuerda en su oratoria enfática, repetitiva y didáctica; tiene una noción mesiánica equivalente a la de Hitler; carece de escrúpulos como Stalin, y está dispuesto a cualquier desmán para conservar el poder; es tan hábil en el arte de la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao, y, además, ejerce de líder planetario, síndrome que raras veces ataca a los caciques de naciones pequeñas.

 

Sin embargo, a pesar de que durante medio siglo ha dispuesto a su albedrío del presupuesto de la Nación y de las ayudas internacionales, cuantiosas durante la mitad de su reinado, más que como un constructor, Fidel Castro se ha comportado como una brigada de demoliciones encargada de derribar las ciudades, especialmente La Habana, con la perseverancia de un Pol Pot en tempo de bolero.

 

En medio siglo no se ha levantado en Cuba ni un solo edificio emblemático que funcione como reforzador de identidad, como logotipo del país o la ciudad, o que, simplemente, con la excusa de atraer al turismo, festeje al caudillo. No hay Torres Petronas, ni Guggenheim de Bilbao, ni Arco Gateway de Saint Louis, ni Ópera de Sídney, por mencionar iconos recientes. Lo más cercano a una arquitectura icónica serían las Escuelas de Arte, pero la obra fue detenida y en parte abandonada a la maleza.

 

Curiosamente, el mayor edificio levantado en La Habana desde 1959, y que no sea continuación o cierre de alguna obra precedente, es la embajada de la Unión Soviética: una mole de concreto con apariencia de menhir, coronada por una extraña apófisis, como si al edificio le hubieran encajado por la azotea un bolígrafo alienígena del que asoma apenas el casquillo. Durante su construcción, los habaneros comentaban con sorna que tras concluir aquel castillo de hormigón, los rusos declararían la guerra a Cuba. Para más desgracia, el bolódromo —en Cuba se conocía a los rusos como “bolos”— está situado en Miramar, zona arbolada con elegantes mansiones y edificios de tres o cuatro alturas, de modo que las suaves colinas mueren en el mar casi sin tropiezos. El bolódromo es como la osamenta de un tiranosaurio en una pastelería.

 

Ni siquiera, como su amigo Saddam, Fidel Castro levantó sus propios palacios. Prefirió okupar y remodelar las mansiones abandonadas por la burguesía en fuga. Es cierto que se han edificado insultos urbanísticos, al estilo de Alamar, en casi todas las provincias, y que muchos podrían defender con sobradas razones su carácter emblemático del último medio siglo, pero yo soy más piadoso y prefiero pasarlos por alto. Por otra parte, la restauración selectiva de La Habana Vieja es apenas la (presunta) recuperación de una memoria arquitectónica seudocolonial, no sólo ajena, sino en franco contraste con la (presunta) ideología revolucionaria. Los Chevrolets y Cadillacs de los 50 que ruedan por esas calles redondean una escenografía al servicio de los turistas, quienes se sumergen en un espacio virtual donde la Revolución no ha llegado ni, invocando a Carlos Puebla, el “Comandante mandó a parar” y donde, por tanto, no “se acabó la diversión”. El espejismo no prueba la existencia del oasis. Ningún turista, desde luego, aceptaría un tour por los centrales azucareros desmantelados, por la arquitectura de las escuelas en el campo, como barcos clónicos encallados en los naranjales, o la visita a los restos fósiles de la central atómica de Juraguá, que nunca procesó (para nuestro alivio) un gramo de uranio. La Revolución que en su día vendió sobre planos la arquitectura del porvenir, ofrece ahora al contado un pasado de diseño.

 

Durante medio siglo, el gobierno cubano ha dilapidado enormes sumas en costear una agenda política de gran potencia —promover la insurgencia, comprar conciencias y perpetrar invasiones en tres continentes—. Lo que quedaba, se destinó a una industrialización dependiente y obsoleta de nacimiento, y a desarbolar el país para convertirlo en un mega latifundio agrícola que, a pesar de las inversiones en maquinaria y productos químicos, nunca satisfizo la demanda. La universalización de la enseñanza, la atención médica y la hipertrofia militar son los grandes rubros del país. Pero el esmirriado cuerpo de la nación es incapaz de sostener una cabeza hidrocefálica y unos puños como mandarrias de cinco kilos. Mientras, las ciudades, carentes de mantenimiento y renovación, han ido involucionando hasta las ruinas superpobladas que, con toda precisión, muestra Antonio José Ponte en La fiesta vigilada. Pero la indigencia arquitectónica no se debe a la falta de medios. El líder cubano dispone de una contabilidad paralela. La llamada “cuenta personal del Comandante en Jefe” sufraga todas sus iniciativas y caprichos: batallas de ideas, rescate de Elianes, campañas internacionales, e incluso, a fines de los 80, construir todo un polo científico con varios centros de investigación sin, como se dijo, “afectar el presupuesto nacional” —las arcas del Comandante se nutren de la divina providencia—. Si hubiera en él alguna voluntad constructiva, la cuenta mágica proveería los fondos.

 

¿Es acaso voluntad de Fidel Castro, político narcisista, prendado de su propia imagen, legar a la posteridad un paisaje de ruinas? La respuesta, como los buenos cócteles, puede tener varios ingredientes.

 

El primero, y posiblemente el menos importante, es su extracción rural, sus modales campesinos cuando llega a estudiar a la capital y es objeto de burla o desprecio por parte de una alta sociedad que nunca lo aceptó como a un igual. Una sociedad que desapareció rumbo al Norte y abandonó la ciudad a su merced cuando él bajó triunfante de la Sierra Maestra. Y Fidel Castro no perdona. Ni a un antiguo camarada que decidió abandonar el séquito de incondicionales —Huber Matos, Mario Chanes de Armas—; ni al que demuestre la incompetencia del líder —Arnaldo Ochoa, estratega que ganó la guerra de Angola desoyendo las instrucciones de Castro; el ministro del Azúcar Orlando Borrego, tras vaticinar en 1970 el fracaso de la Zafra de los Diez Millones—; ni al carismático que robe cámara y protagonismo a la prima donna —Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara—; ni a un jefe de Estado que no le conceda la jerarquía que él mismo se atribuye —Eisenhower, Kruschov—; ni siquiera a un médico, un escritor o un deportista que “deserte” del cuartelillo nacional. No es raro que no perdonara a una Habana pecadora y frívola, pero donde los combatientes clandestinos, y no los guerrilleros de la Sierra, donaron la mayor cuota de mártires. Fidel Castro pretendió, incluso, arrebatarle la capitalidad del país.

 

El segundo ingrediente es su condición de no-estadista. Hitler soñaba con mil años de Tercer Reich, aun sin su presencia, y Albert Speer diseñó la capital del imperio. Fidel Castro desmanteló el Estado republicano y, como nunca estuvo dispuesto a someter su poder personal al imperio de instituciones que lo limitarían, se ha resistido a crear una estructura institucional, ni siquiera para que perpetúe su régimen. Es, eso sí, un político atento a la conservación del poder absoluto a costa de la felicidad y el bienestar de los cubanos; a costa de abolir y luego trucar la democracia. Optó por el voluntarismo y la improvisación como leyes supremas de la República, con periódicos cambios de rumbo: obras a medias, proyectos inconclusos, imposible planificación a largo plazo, recursos al servicio de la política o de la “iluminación” de turno. Él ha disfrutado del poder más absoluto. Hoy, ahora. No construye porvenir, porque lo sabe un territorio ingobernable.

 

El último componente del cóctel es la inflación de su ego. Desde muy temprano, Cuba no ha sido su objetivo, sino su plataforma de despegue internacional. La tribuna desde donde proyectar sus ambiciones, primero, continentales, y luego, universales. Cuba es, también, la alcancía —fondos propios o depositados por los “países hermanos”, desde la Unión Soviética hasta Venezuela— para costear su agenda de gran potencia: un servicio de inteligencia y de relaciones internacionales hipertrofiados; la adquisición de intelectuales, sindicalistas, políticos e incluso gobiernos dóciles; la promoción de la insurgencia; la implementación de campañas internacionales, y, llegado el caso, las invasiones —armadas y desarmadas— para crear o consolidar zonas de influencia.

 

Fidel Castro comenzó a edificar el monumento a sí mismo en la mente de los cubanos pero, en la medida que se fueron desencantando —hasta el punto de aguardar su muerte como quien espera a que escampe la Historia, venga la inclemencia que venga—, exportó la obra a la mente de una extensa y difuminada red de admiradores que rentabiliza su discurso reivindicativo sin padecer su práctica totalitaria. Ha construido un poder que rebasa con mucho los límites de la Isla, y una imagen, una mitología, cuidadas hasta el detalle. Ese ha sido, con diferencia, el mayor éxito de su mandato.

 

Google arroja 2.800.000 entradas para “Fidel Castro”; siete veces más que las de “Gorbachov” y un millón más que las de “Mao Zedong”. Todavía es superado con creces por las 15.700.000 entradas de “Stalin”.

 

El Comandante no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional de un país, ni un ideario o un Manual de Instrucciones para los fidelistas del porvenir —no hay Libro Rojo, ni Idea Juche, ni ¿Qué hacer? leninista, ni Mein Kampf—. Sus infinitos discursos se han acompasado con demasiada agilidad a los vaivenes de la coyuntura política.

 

Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro es la única obra perdurable de Fidel Castro.

 

“El ego como arquitectura”; en: Letras Libres, Madrid, octubre, 2007. http://www.letraslibres.com/index.php?art=12445



De Leo Martín a Sam Spade

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Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

 

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

 

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

 

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración, fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

 

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión.

 

En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado.

 

Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte.

 

El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, que se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

 

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable.

 

Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

 

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

 

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

 

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

 

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

 

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

 

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” (El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

 

De Leo Martín a Sam Spade, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 45/46, verano/otoño, 2007, pp. 295-297. (Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Zoela Ediciones, Granada, 2003, 124 pp. ISBN: 84-95756-04-8 / Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2005, 192 pp. ISBN: 1-56328-292-5).