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El mundanal ruido

Españoles

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Una información de Europa Press da cuenta de que el 64,4% de los votantes del PNV y la mitad de los votantes de CiU aseguran sentirse poco o nada orgullosos de ser españoles, en contraste con el 95,8% de los votantes del PP, el 92,7% de los votantes del PSOE y el 80% de los de IU, orgullosos de su españolidad.

 

En algunos confines del planeta, nacionalidad y país son conceptos coincidentes; en otros, no. Y España no es una excepción. Si la nación surgió como bastión para la defensa de una cultura y una identidad frente a culturas e identidades vecinas; el país es una institución geopolítica en cuyos orígenes hay, con gran asiduidad, violencia de sobra. Por no hablar del colonialismo que parceló África y América en latifundios de propiedad europea, engendrando al cabo países que poca o ninguna relación tienen con las naciones originales, porque para el conquistador todos los nativos eran iguales.

 

Hoy resurgen los nacionalismos, con secuelas a veces nefastas, como demuestran los Balcanes o África. Frente al capital sin fronteras, la comunicación global, la red informática que cubre el globo y la movilidad sin precedentes de los seres humanos; se levantan nuevas trincheras para defender el microespacio. Y tienen su derecho. Pero, como dijera hace un siglo José Martí, "trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra". Es natural que frente a la internacionalización financiera y cultural algunos decidan guarecerse en sus naciones. El hombre tardó siglos en atreverse a perder de vista la costa y conquistar los mares abiertos, y ante barruntos de tormenta siempre busca puerto seguro, tierra conocida. Que se rescate un folklore, una cultura, incluso una lengua, puede ser enriquecedor para todos los hombres. Pero, como demuestran desde hace siete siglos los suizos, escindidos en tres naciones y cuatro idiomas en un territorio menor que Andalucía, identidad no equivale a enemistad, y nacionalidad puede ser complemento de convivencia. De modo que cualquier suizo dirá ante todo que es suizo, unidad que engloba y concilia la diversidad, antes que tichinés o suizo alemán. Pueden sentirse orgullosos de su patria chica, pero más aún de la patria grande que es un resultado de la convivencia, la tolerancia y la aceptación de los fueros ajenos.

 

Y no equiparo, porque la historia de cada país es diferente. Pero sería conveniente que cada uno de esos vascos o catalares reflexionara por exclusión: Si de pronto dejara de ser español y se convirtiera en cuidadano de una Cataluña independiente o de una República Euskadi, ¿le faltaría algo? ¿Podría reescribir su identidad y su cultura, su historia y su economía prescindiendo de esa España de la que no se siente orgulloso? ¿Lograría extraer de sus tradiciones, de su folklore y sus costumbres todo lo que no fuera estrictamente catalán o vasco, sin mutilarlos en esencia? Aunque no soy un experto en el tema, sospecho que no.

 

Pero pudiéramos ir más allá, hacia la esencia de la pregunta que hacen los encuestadores y cuya validez discuto. ¿Puede uno sentirse orgulloso, en bloque, de ser español, o chino o senegalés? ¿Tendría que sentirme orgulloso por igual de Hernán Cortés y del Padre de las Casas, de Franco y de la Pasionaria, de Cervantes y de Mario Conde, de la defensa de Cádiz y de la ocupación de Flandes, de la colonización del Nuevo Mundo y de la transición democrática? De hecho, un español tiene sobradas razones para sentirse orgulloso de su cultura y su idiosincrasia, de sus monumentos y sus tradiciones; pero sobre todo deberá sentirse orgulloso de su condición humana, esa que nos iguala no importa cual sea el color de la piel, la geografía del cráneo o el tipo sanguíneo.

 

“Españoles”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de febrero, 1997, p. 28.



Metástasis del poder

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La ciencia española está de fiesta.

 

Como demuestra el artículo publicado recientemente en la revista Nature, los equipos dirigidos por los españoles Piero Crespo Baraja y Xosé Bustelo, en el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos y en la Universidad de Stony Brook respectivamente, han descubierto el mecanismo molecular que emplea el oncogen vav para transmitir instrucciones cancerígenas a las células sanas. De modo que si se lograra bloquear esa información, las células sanas seguirían a su aire, sin hacer el menor caso al perverso vav.

 

La noticia nos alegra a todos, especialmente a los que hacemos una vida insana y nicotínica. Desde hoy encenderemos el próximo ducado con un pelín más de esperanza de llegar a viejos.

 

Lo que parece más difícil de descubrir, y aunque se descubra sería aún más difícil de erradicar, es el mecanismo mediante el cual el oncogen del poder transmite información cancerígena a un político sano y altruista ─que creía en su misión de cambiar (para mejor) el mundo─, alentándolo a un crecimiento desmedido de su ambición, a una necesidad multiplicada de poder que (quizás se diga a si mismo) mañana le permitirá transformar (para mejor y más rápido, dado que posee más medios con qué hacerlo) el mundo; sin importar las componendas, trapacerías y corruptelas que sean necesarias; porque el oncogen del poder tiene la rara propiedad de deprimir prejuicios morales y barreras éticas. Hasta que la naturaleza social obra lo suyo (aunque no siempre), y el político, al fin, hace metástasis.

 

“Metástasis del poder”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 30 de enero, 1997, p. 25.



Las trampas del azar

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La palabra "juego" equivale a una maldición para muchas familias españolas. Las estadísticas, forzosamente incompletas dado que la mayoría de los ludópatas no se consideran tales, son, aun así, pavorosas. Familias destruidas, honestos trabajadores que un día decidieron echarle un pulso al destino y a la teoría de las probabilidades invirtiendo en ello lo que tenían y lo que no tenían; honrados que metieron mano a lo ajeno con la convicción de devolverlo "mañana", que sería el día de su fortuna súbita; padres amantísimos que han llegado a jugarse la merienda de sus hijos. Todo ello explica que las asociaciones contra la ludopatía aborrezcan hasta el parchís, e incluso consideren indiscriminadamente los ciberjuegos infantiles un prólogo a la ludopatía crónica. Y no niego que pueda ser así en muchos casos, pero habría que observar la otra cara del juego, actividad que no es privativa del ser humano.

 

Cualquier zoólogo, y hasta los dueños de perros y gatos, confirmarán que los animales juegan. Esencialmente los animales superiores, dado que el juego requiere una alta dosis de inteligencia. Y ya se sabe que en la naturaleza nada es gratuito. El juego es un sistema de aprendizaje. Jugando aprenden a cazar los leones. Jugando aprenden los niños las normas de convivencia, las primeras letras, sus nociones iniciales de geometría y álgebra. Los ejercicios de física, química y matemática que resolvemos en la escuela no son más que juegos didácticos; e incluso muchos pedagogos contemporáneos tienden a subrayar el carácter lúdico del aprendizaje, en contra de la noción memorística y pesada que primó en el pasado. Aprender es un juego de la inteligencia, no una extenuante albañilería de la memoria. E incluso más allá de su aspecto ontológico, de los códigos mediante los cuales pretende interpretar el mundo, ¿qué es el arte sino un juego de la sensibilidad y la belleza? Si hurgamos en nuestras actividades cotidianas, hallaremos indicios lúdicos en muchas, sobre todo en aquellas que nos proporcionan placer, de modo que descalificar en bloque el juego por nocivo resulta tan contraproducente como negar en bloque la civilización a partir, exclusivamente, de sus efectos ecológicos.

 

El problema no radica en el juego en sí, sino en sus fines. El niño que se enfrasca ante la máquina, que intenta sortear el laberinto sin que se lo coman los bicharracos cibernéticos, adquiere habilidades manuales, reflejos, sentido del espacio y del tiempo, además de adiestrarse en el uso del ordenador, su futura herramienta de trabajo. Malo cuando no puede prencindir de la pantallita. Como es malo el monocultivo, aunque no por ello sea nocivo el aceite de oliva. Y peor en el caso del adulto que invierte en su presunta buena suerte lo que no ha sido capaz de invertir en su actividad profesional y personal. Si sus relaciones humanas son una especie de yugo social, si su trabajo es un penoso y mero ganarse el pan carente de placeres y alegrías intrínsecas, es casi lógico que le tienten las emociones del juego, carente como está de otras emociones.

 

Por eso son raros los ludópatas entre quienes se han entregado a su profesión o sus afectos. Quizás algún día cada hombre pueda encontrar el espacio profesional y personal para el cual está diseñado, sin que la necesidad o las convenciones ejerzan un papel dictatorial, quizás un día las estadísticas de Naciones Unidas computen los índices de felicidad y no sólo la renta per cápita o el PNB. Quizás un día vivir sea para cada uno el juego por excelencia, no un simple huir de la miseria o dar caza a la riqueza. Hasta entonces, no desactivaremos por completo las trampas del azar.

 

“Las trampas del azar”; en: Diario de Jaén. Jaén, España, 20 de enero, 1997, p. 16.



Rapiña de difuntos

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Las leyes del comercio son inexorables y despiadadas, es algo que todos sabemos, aunque de vez en cuando nos hagamos pasar por compradores y no por billeteras con ojos que el comerciante intenta ordeñar.

 

Pero cualquiera diferenciará la compra de un coche, de un electrodoméstico, una medicina o un ataúd. Cada comercio tiene sus propias leyes y su ética, más o menos consolidadas en países donde la economía de mercado ha ido puliendo las reglas del juego.

 

Pero los países que acaban de acceder con entusiasmo al mercado distan mucho de ejercer el "todo vale" pero "hasta cierto punto". Se han quedado en el primer axioma.

 

Y en la República Checa, el asunto ya toma tintes de broma macabra. Aunque la Cámara Profesional del gremio funerario tilda de "poco éticas y abusivas" ciertas prácticas, la ganancia impone su propia ética, que no figura en los tratados de Moral y Cívica ni en los diccionarios, sino en los cursos de Contabilidad. Hasta tal punto ha llegado la rebatiña de difuntos entre las diferentes empresas de pompas fúnebres, que en los hospitales pululan agentes enemigos listos para disputarse la carroña, se pagan comisiones a los médicos, enfermeras y policías que dan parte de un nuevo cliente, e incluso recomiendan tal firma de ataúdes a los parientes, con la soltura de quien comunica por experiencia las bondades de una lavadora.

 

Alguien afirmó que cada ser humano se acerca al aspecto o las costumbres de cierto animal. Cuánta razón tenía.

 

“Rapiña de difuntos”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 20 de diciembre, 1996, p. 29.



Referéndum ¿innecesario?

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Cuando leí que los malagueños de Borge decidieron hacer un referéndum para elegir entre humanidad y neoliberalismo, recordé de inmediato el caso absolutamente opuesto, pero idiomáticamente colindante; el del escritor argentino Jorge Luis Borges, quien al recibir una distinción en Chile de manos de los militares de Pinochet, hizo referencia a "la clara espada" (la de los golpistas chilenos) en contra de "la furtiva dinamita" (la de los supuestos terroristas). Hoy sabemos cuántos inocentes fueron víctimas dela "clara espada", que desmembró una sociedad entera y dispersó sus fragmentos por medio mundo.

 

Pero los de Borge apuestan por la humanidad, apuestan por un mundo que gaste más en medios para curar que en medios para matar, en alimentos que en cañones. Un mundo donde la ley de la oferta y la demanda, el implacable orden del mercado, la ley suprema de la ganancia al menor costo posible, no sea precisamente lo que nos distinga de nuestros parientes del reino animal; sino nuestra condición humana: la misma que ha creado el arte y las guerras, pero también la que nos concede dos derechos incompatibles con la ley de la selva: la bondad y la solidaridad.

 

Muchos podrían pensar que se trata de un simple gesto sin mayores consecuencias, un referéndum innecesario que no cambiará un ápice la diametral injusticia del orden internacional. Cierto. Pero también es cierto que el Hombre deberá plantearse el siglo XXI en otros términos, que no son precisamente edificar la opulencia sobre las espaldas de 800 millones de hambrientos, o parcelar el mundo en cotos de riqueza y cotos de caza. O vender armas sin que conste en acta al mejor postor, para después acudir en misiones humanitarias, con despliegue de medios televisivos, con el fin de rescatar a los supervivientes. No es, ni lejanamente, un gesto inútil el de los ciudadanos de Borge. Si no empezamos a hablar ahora de unas nuevas reglas del juego que rescaten la condición del hombre, estaremos ayudando con nuestra dosis de silencio a convertir este planeta en la mayor bomba de tiempo de la historia.

 

“Referéndum”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de diciembre, 1996, p. 51.