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Habanerías

Aniversario de una derrota

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El uno de enero de 1959, en el Parque Céspedes de Santiago de Cuba, el doctor Fidel Castro Ruz pronunció el primero de los miles de discursos con que abrumaría a la audiencia durante el próximo medio siglo. Anunció que se devolverían al pueblo “las garantías, y la absoluta libertad de prensa y todos los derechos individuales”, que “la economía del país se restablecerá inmediatamente”. Se impondría el “respeto al derecho y a los pensamientos de los demás”. “No es el poder en sí lo que a nosotros nos interesa, sino que la Revolución cumpla su destino”.

 

Si nos atenemos a sus palabras el 16 de octubre de 1953, durante su alegato en el juicio por el asalto al cuartel Moncada, ese destino sería recuperar “un país libre que nos legaron nuestros padres”, una República que “tenía su constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El Gobierno no satisfacía al pueblo pero el pueblo podía cambiarlo (…) Existía una opinión pública respetada y acatada (…) partidos políticos”. De modo que la primera ley de la nueva Revolución proclamaría “la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado”. Además, “junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política” (no a costa de ellas) la Revolución se proponía resolver los problemas de la tenencia de la tierra, de la vivienda, la educación y la salud del pueblo, eliminar el desempleo e industrializar el país.

 

Medio siglo después, en Cuba existe un solo partido, propietario de todos los medios de comunicación y de la única ideología. Cualquier oposición pacífica o discurso alternativo está penado por la ley con sentencias abrumadoras —1.450 años de prisión fueron repartidos entre 75 disidentes y periodistas en la primavera de 2003—. En 1953, Fidel Castro fue condenado a quince años de prisión, de los cuales cumplió 22 meses, uno por cada soldado muerto en el asalto al cuartel Moncada. Cuba, con 487 presos por 100 mil habitantes, ocupa hoy el primer puesto en Latinoamérica y el sexto del mundo. La Cuba que iba a desterrar de la república el odio “como una sombra maldita”, dispone, proporcionalmente, de uno de los mayores ejércitos del mundo y ha construido sobre el “odio al imperialismo yanqui” y a los “traidores y enemigos de la patria”, es decir, a todo el que disienta, una política de subversión armada en América Latina, guerras africanas y represión interna. Satanizó al exilio y cortó los lazos de sangre con padres, hijos y hermanos. El saldo: decenas de miles de cubanos muertos en cárceles, ejecuciones, conflictos fratricidas, huidas desesperadas y guerras distantes.

 

Durante este medio siglo los problemas de educación y salud han sido, en lo esencial, resueltos. El sistema de salud se extiende por el país y presta asistencia a toda la población, independientemente de sus ingresos. Aunque hoy el estado de las instalaciones médicas es deplorable, y es crónica la falta de medicamentos y de profesionales capacitados, que son masivamente exportados a cumplir misiones por cuenta del Estado.

 

La educación es universal, masiva y obligatoria hasta noveno grado, gracias a lo cual Cuba tiene un nivel educacional promedio de doce grados, y más del 18 % de la población económicamente activa, unos 800.000, son profesionales —más de la mitad, mujeres, gracias a su incorporación a la vida social y laboral—. Cifra que disminuye por el éxodo, la migración de profesionales hacia áreas laborales con acceso al dólar y por un marcado descenso en el ingreso a las universidades. De acuerdo con la promesa de Fidel Castro a los maestros en 1953, hoy tendrían que recibir cada mes lo que se les paga en un año. Por esa razón existe una carencia dramática de profesores y maestros: 8.576 sólo en La Habana.

 

Gracias a la ley de Reforma Agraria, miles de campesinos recibieron las tierras que trabajaban y el Estado se apropió de las restantes para convertirse en el mayor terrateniente de la historia. En 1953, Castro estimaba que “Cuba podría albergar espléndidamente una población tres veces mayor (…) Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar”. Hoy, Cuba mantiene sin cultivar la mitad de sus tierras útiles y gasta 2.500 millones de dólares (2008) en importar, principalmente de Estados Unidos, más del 80% de los alimentos que consume.

 

A inicios de 2008, tras 49 años de monopolio estatal inmobiliario y del sector constructivo, el déficit era de 500.000 viviendas, duplicado tras el paso de los recientes huracanes. La cuarta parte de los cubanos habita en viviendas precarias o albergues temporales.

 

La dependencia de la Unión Soviética acentuó el carácter del país como monoproductor de azúcar y níquel. Hoy, el 80% de la industria azucarera ha sido desmantelado, las tecnologías soviéticas son obsoletas y energéticamente ineficaces; a los decenios de atraso tecnológico —el acceso a Internet es menor que en Nicaragua, Bolivia y Haití— se suma el déficit en infraestructuras (la única carretera que recorre todo el país data de 1933). Se ha perdido el tejido productivo de pequeñas y medianas industrias que surtían al mercado nacional y la deuda externa asciende a 40.000 millones de dólares.

 

El gobierno cubano suele culpar de ello al embargo norteamericano que, según sus datos, ha costado al país 90.000 millones de dólares. La subvención soviética a cambio de alineación política ascendió a 198.000 millones de dólares en treinta años, más 20.000 millones de deuda impagada. Es obvio que el diferendo con Norteamérica fue un suculento negocio y, de paso, sustentó la mitología de David frente a Goliat, que aún perdura en la izquierda nostálgica.

 

Una de las primeras industrias del país, el turismo, aportó 1.982,2 millones brutos en 2007, mientras las remesas del exilio ascendieron a 1.000 millones netos —la exportación de carne humana es el único sector próspero de la economía castrista—. El país de inmigrantes (un millón y medio en la primera mitad del siglo XX), emitió dos millones de emigrantes en la segunda mitad. Tres veces más que aquellos “seiscientos mil cubanos”, a los que se refería Fidel Castro en 1953, “que están deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento”. Otras 900.000 personas aspiran al exilio, en su mayoría mujeres y hombres blancos de entre 25 y 35 años, el 12% titulados superiores. Sin contar las 150.000 solicitudes de ciudadanía española que se prevén tras la aplicación de la Ley de Memoria histórica, gracias a la cual medio millón de cubanos podría mudarse a España. Y esto provoca un curioso “daño colateral”. Al ser mayoritariamente blanca la emigración, también lo son los receptores de las remesas en la Isla: US$81 anuales por cubano blanco, en contraste con los US$31 que recibe un negro.

 

La Revolución de 1959 anuló por decreto la discriminación racial pero la presencia de los negros es minoritaria en las universidades y abrumadora en cárceles y barrios marginales. Mientras Estados Unidos (con 12,1% de población afroamericana) estrena presidente negro, en las altas instancias del Gobierno cubano (país con 62% de negros y mestizos) la presencia negra es ornamental (4 de los 21 miembros del Buró Político; 2 de los 39 miembros del Consejo de Ministros).

 

Gracias al éxodo de jóvenes, los 77 años de esperanza de vida al nacer, la tasa anual de crecimiento, -0,2 (que en 2020 bajará a -0,3), y los 50 abortos por cada 100 partos, el país presenta un acusado envejecimiento, pero sin la inmigración compensatoria que en el primer mundo garantiza el sistema de pensiones.

 

La Cuba del día después heredará un país devastado cuya economía pasó en medio siglo de la cabeza a la cola de América Latina, del superávit al déficit, de acreedor a deudor, de conceder ayuda humanitaria, a recibirla. Un país donde la retribución no es medida del esfuerzo, las prostitutas multiplican el salario de los médicos, y los ingenieros sueñan ser camareros para agenciarse unos dólares; un país condenado a la picaresca de la supervivencia o a la huida. Heredará, también, junto a la conciencia de los derechos sociales, la escasa conciencia de los derechos individuales y de su papel como ciudadanos, de modo que la sociedad civil tendrá que reinventarse. Tres generaciones de cubanos han alcanzado la edad adulta amaestrados por una sociedad donde la subsistencia es el pago a la obediencia.

 

Pero también heredará una población instruida y capaz, laboriosa, emprendedora, como lo demuestran dos millones de exiliados que han universalizado su identidad, fraguando una especie de nacionalismo pos nacional: un exilio de escritores, artistas, profesionales y empresarios que el día de mañana pueden ser un apoyo y una fuente de capital. Los esfuerzos del castrismo para satanizar a ese exilio han sido inútiles. Al cabo, la sangre ha triunfado sobre el discurso. Y a ello no es ajena la permanente renovación del exilio. Un puente tejido con millones de nudos familiares puede prefigurar los puentes de mañana.

 

Aquel primero de enero, en Santiago de Cuba, Castro denunció que el dictador Fulgencio Batista había “arruinado al país” con su “repugnante politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse en el poder”. Y que los niños “habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción”. Hoy, tras oír “diez millones de discursos”, la inmensa mayoría de la población cifra sus esperanzas en una transición tras la muerte de Castro, quien también aseguró entonces que él era “inmune a las ambiciones y a la vanidad” y que “el poder no me interesa, ni pienso ocuparlo”.

 

Hoy celebramos sus 50 años en el poder. Y como él afirmara ese mismo día que “nunca se podrá llamar triunfo a lo que se obtenga con doblez y engaño”, no celebramos medio siglo del triunfo de la Revolución, sino de su derrota.

 

“Sueño roto” / “Somni Trencat”; en: Dominical, n.º 328, Madrid, Barcelona, 28 de diciembre, 2008, pp. 43-47.



La política y los símbolos

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José Blanco, el número dos del gobernante Partido Socialista Obrero Español (PSOE), efectuó entre el 6 y el 7 de noviembre una visita oficial a Cuba con un mensaje "de apertura" para sus anfitriones del Partido Comunista (PCC), “de mirar al futuro, de dar pasos, de ir avanzando". A su regreso, declaró que tras “un diálogo abierto y franco, hablar sin tapujos de todos los temas” y encontrar “comprensión y receptividad", se lleva “una lectura moderadamente positiva” de su visita. El PSOE asegura que nadie de la oposición solicitó a Blanco una reunión. Sólo el portavoz del Partido Arco Progresista, Manuel Cuesta Morúa, a solicitud propia, pudo hablar por teléfono con el señor Blanco antes de su regreso a España.

Una semana más tarde, la secretaria de Estado para Iberoamérica, Trinidad Jiménez, dijo que se mantiene un "diálogo inalterable" con la oposición cubana, y el ministro español de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, se mostró a favor de la renegociación de la deuda de Cuba a través de la concesión de créditos.

La nueva política hacia Cuba propuesta a la Unión Europea por el ministro Moratinos en nombre del gobierno español es “acercamiento y diálogo”, "confianza, apertura y voluntad de trabajar con las autoridades cubanas”, en contraste con la anterior, de “dudosa utilidad práctica”. Se trata de “recuperar un nivel adecuado de interlocución con las autoridades cubanas”, aunque también una “relación más provechosa con la disidencia y con toda la sociedad cubana”. Con todos y para el bien de todos, diríase.

Entre las políticas que fueron implementadas en 2003 —y que según un editorial de El País “no han servido para nada o incluso han producido resultados indeseados”— estuvo invitar a los disidentes a los actos en las embajadas europeas, para subrayar el deseo de un diálogo multipolar con el pueblo cubano, no aceptar como único interlocutor al Gobierno. Aunque las embajadas cubanas suelen invitar, sin represalias de los gobiernos locales, a activistas y organizaciones anti sistema, la respuesta de La Habana fue prohibir a sus funcionarios asistir a actos donde algún virus disidente pudiera contaminarlos.

Europa también recortó la cooperación cultural —grave error, al hacer más claustrofóbica la vida a una población para la cual cada intercambio, cada ventana, es una pequeña bocanada de libertad—. Y derivó la cooperación hacia instituciones no gubernamentales, minando el monopolio de legitimidad del Gobierno cubano.

Fidel Castro, como de costumbre, subió la parada: bloqueó las líneas de comunicación con los diplomáticos comunitarios, tildó a Europa de neocolonia norteamericana, insultó a sus mandatarios y rechazó toda cooperación, con la garantía de que ello sólo afectaría a la población cubana, que aplaudiría frenética el derroche de dignidad de su máximo líder.

Desde el advenimiento a España de la democracia, las diferentes presidencias han intentado favorecer una transición democrática en Cuba y paliar en lo posible su estado de penuria crónica. La actual no es la excepción. Partiendo de esa premisa, ¿qué pueden hacer España y Europa para promover la democratización cubana?

Ante todo, reconocer que no está en sus manos (ni los cubanos deseamos que esté en sus manos, sino en las nuestras) cambiar el status quo en Cuba. Tener clara entonces la noción de sus propias limitaciones y de que las políticas adecuadas comienzan por comprender que están lidiando con una de las dictaduras más absolutas y unipersonales de que se tienen noticias, dispuesta desde hace 50 años (y los que queden) a cualquier sacrificio (del pueblo cubano)por conservar el poder. De esa adicción son rehenes los habitantes de la Isla, cuyo destino está siempre sujeto a modificaciones sin previo aviso.

De modo que quien diseñe la política europea deberá hacerlo no hacia esa entelequia que es Cuba —existe como Nación, sin dudas, y sus fronteras rebasan la geografía de la Isla, pero el “gobierno de Cuba “es apenas un seudónimo—, sino hacia Fidel Castro, quien dicta políticas desde sus “Reflexiones”, algo en que podría serle más útil a Europa la asesoría de siquiatras que de politólogos, y considerar que él no retrocederá ante presiones que afecten a su pueblo, castrado de voz y voto. Aunque sí se interesa por la opinión pública mundial y por su papel en la política planetaria —protagonismo desmedido, megalomanía y una vanidad digna de estudio—. De ahí su recurrente discurso juvenil, libertario y redentor de los pobres, de denuncia sin soluciones, evidente en un larguísimo mandato que ha multiplicado la pobreza y podado las libertades.

En la Isla, él es Cuba y viceversa. Y la disidencia es, por definición, anticubana al ser anticastrista y, por carácter transitivo, pro yanqui. La UE deberá tener presente que él jamás aceptará la existencia de una oposición respetable, jamás concederá el rango de adversario político a un conciudadano, condenado al estatus de súbdito. Un disidente es definido como mero instrumento del único enemigo que él ha elegido, porque su estatura confirma la propia: Estados Unidos de Norteamérica.

Quien diseñe la política exterior española, no importa de qué partido sea, si verdaderamente desea favorecer la floración de la Cuba próspera y democrática de mañana, deberá considerar que Fidel Castro y su sucursal, Raúl, no son sus aliados en ese empeño, sino el obstáculo a superar. Pero hay dos terrenos en los cuales sí puede hacer mucho la UE por los cubanos: la representatividad y la legitimidad. Dado que hoy el líder monopoliza toda la legitimidad y la representatividad que correspondería a los trece millones de cubanos, la UE deberá continuar haciendo patente que Cuba, aunque esté condenada a no serlo, es un país normal donde existen múltiples interlocutores representativos y legítimos: el Gobierno, la oposición, la sociedad civil, las iglesias, etc. De ese modo, no sólo se mina el monopolio simbólico del poder, sino que se otorga visibilidad a esos actores, lo cual, en cierta y muy precaria medida, los preserva de la represión. Derogar esos monopolios de representatividad y legitimidad, reconocer la horizontalidad de la sociedad cubana, ha sido uno de los mayores logros de la posición común. Un logro, claro está, que tiene un costo político y económico, dada la discrecionalidad insular en el tratamiento a los inversionistas.

Si España desea modificar la política europea, por ser de “dudosa utilidad práctica”, en favor de una más efectiva, antes debería recordar que ni el embargo ni las concesiones conseguirán que el gobierno ceda un ápice de su poder a la democratización de la Isla, y que frente a una dictadura que cuenta como rehén a un pueblo entero, toda política es de “dudosa utilidad práctica”. Si el propósito es comprar con “suavidad” la liberación de los presos políticos, vale recordar que en Cuba hay unos 300, ninguno de los cuales ejecutó una acción violenta, y que los pocos que han abandonado las prisiones han recibido “licencias extrapenales”, un espléndido eufemismo: excarcelaciones reversibles que pueden ser derogadas si el disidente “licenciado” incurre de nuevo en la ira del Señor. Las “licencias extrapenales” no son materia del código penal, sino de la voluntad divina.

Por eso las únicas políticas efectivas son las simbólicas: distribuir equitativamente legitimidad y representatividad, antídoto contra el monopolio simbólico del poder.

No puede decirse hoy que los Castro gobiernen por consenso, como sucedió durante los primeros años, ni contra una mayoría abiertamente opositora, sino sobre una multitudinaria resignación, sobre un compás de espera en equilibrio inestable, pero especialmente sobre un caudal simbólico que opera como reafirmación de poder, rompeolas contra la subversión e incluso instrumento de legitimación desde la óptica machista y caudillera. El caudillo ganó el poder a tiros —si quieren tumbarlo, que tengan cojones de sacarlo a tiros, solían afirmar sin sonrojarse los fidelistas recalcitrantes—; culminó la insurrección “milagrosamente” intocado por las balas; ha (hemos) resistido las presiones de Estados Unidos; sobrevivió al Oso Misha, dueño de los cohetes; exportó tropas victoriosas a los cuatro vientos (las derrotas han sido pudorosamente ocultadas); sobrevivió a cientos de atentados fraguados por la CIA; ha dejado a su paso una recua de hijos; el caudillo no duerme, dirige despierto sus propias intervenciones quirúrgicas; todo lo ve y lo sabe; la humanidad lo ama; Cuba era una Isla desdeñable hasta su advenimiento. En fin. De modo que cualquier erosión de ese universo simbólico, de ese monopolio de la legitimidad, es un adoquín del camino hacia una legitimidad equitativamente distribuida entre todos los cubanos.

Ese caudal simbólico no es mero adorno para su vanidad. Es una póliza de seguro del poder, gracias a su efecto disuasorio sobre cualquier idea subversiva, condenada al fracaso por el ojo omnividente. En contraste con esa publicidad unívoca, sus oponentes externos juegan en desventaja. Están sujetos a la opinión pública, a la oposición, a los electores y a una prensa diversa y respondona.

De acuerdo a esa lógica perversa, una derogación, una dulcificación o un retroceso en la posición común de la UE, además de todo lo que puede significar en términos de tácita aceptación del actual status quo, será interpretado por él, de cara a su público, como falta de consistencia y confirmación, no de que la política anterior era inútil, sino de que era injusta. Ahora que los europeos han entrado por el aro, dirá con énfasis de perdonavidas, los recompensaré haciendo más dulce para sus empresarios el clima del Caribe, seré más simpático con sus diplomáticos y no los escupiré en mis “Reflexiones”.

Los intocables de la disidencia vuelven a ser atendidos de lunes a viernes, en horario de oficina, por la trastienda.

Es muy posible que esa “rectificación” europea impulsada por España consiga la libertad de un manojo de prisioneros —quedarán muchos en las cárceles y muchísimos más por apresar, moneda para futuras transacciones, en esa gigantesca cantera de humanos sin derechos—; complacerá al empresariado que, en contubernio con un Estado que trafica sin pudor con la mercancía “cubanos”, recluta mano de obra cautiva mediante contratos de trabajo que en Europa serían constitutivos de delito; entusiasmará a los sobrevivientes de una izquierda cretácica que defiende para los nativos de la Isla, con un fervor colonial, una dictadura que se cuidan mucho de pedir para los europeos en sus mítines electorales, y, desde luego, suavizará el intercambio de Europa con La Habana.

Mientras, la sociedad civil, esa Cuba embrionaria del día después, sin dudas la única Cuba con futuro —algo que deberán tener en cuenta los políticos europeos de hoy y, sobre todo, los de mañana—, sabrá que se encuentra, de momento, más sola.

“La política y los símbolos”; en: El tono de la voz, 25 de noviembre, 2008. http://www.cubaencuentro.com/jorge-ferrer/blogs/el-tono-de-la-voz/espana-y-cuba-politica-y-simbolos



El ego como arquitectura

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Si usted pasea por las avenidas de esa Génova que en plena euforia industrializadora levantó Mussolini —enormes cajas de zapatos atestadas de gente—, si cierra los ojos y los abre en los distritos residenciales del Moscú años 50, apenas notará la diferencia. Una arquitectura pesada, sombría, destinada a una masa cuyas individualidades debían confinarse en la intimidad de los hogares. De puertas afuera, el valor del individuo era apenas estadístico: pólipo del arrecife, cifra en la abusiva contabilidad del cardumen. Mutilar los signos exteriores de la individualidad contribuía a diseñar colmenas de súbditos cuya libertad quedaba limitada al aplauso.

 

Una arquitectura que tiene su reflejo, salvando las distancias, en los mamotretos de hormigón que rodean la antigua Plaza Cívica de La Habana, luego Plaza de la Revolución, especialmente los que alojan al Comité Central del Partido Comunista. Construidos por el dictador Fulgencio Batista y Zaldívar, su sucesor prefirió instalarse allí, rebautizándolo como Palacio de la Revolución, y evitar el Capitolio y el Palacio Presidencial, que invocaban una tradición republicana difícil de conciliar con el proyecto de Estado que Fidel Castro tenía en mente.

 

Al reflexionar sobre la relación entre el poder y la cultura, George Orwell afirmaba que bajo un régimen totalitario el poeta podía existir, el prosista debería elegir entre el silencio y la muerte, mientras el arquitecto podría salir beneficiado. Y el autor de 1984 sabía de qué hablaba.

 

Quienes repasen La arquitectura del poder, de Deyan Sudjic, comprobarán cómo los grandes monumentos arquitectónicos han sido secreciones del poder. Con las excusas del arte o la historia, la patria, el pueblo y la memoria, el poder siempre se ha homenajeado a sí mismo en piedra, acero, mármol y cristal. Los dictadores desconfían de la palabra. Un poema épico o una biografía, la novela y el ensayo servil están siempre a merced de la relectura, la nota al pie, la edición crítica, la revisión in memorian, hasta la reedición cero y la extinción, aunque algún ejemplar sobreviva en la zona museable de las bibliotecas. La piedra, en cambio, invoca una eternidad que, de momento, la biología proscribe. La piedra es unívoca, piensan, no está sujeta a reinterpretaciones.

 

Keops se construyó la tumba más alta, y Darío El Grande, una ciudad, Persépolis. Siglos más tarde, lo imitarían Pedro el Grande en San Petersburgo y el presidente Juscelino Kubitschek en Brasilia (aunque las democracias son menos pródigas arquitectónicamente que los regímenes totalitarios). El monarca absoluto y el dictador disponen sin cortapisas de los recursos y pueden satisfacer su ego a costa del interés general. Los planes que Hitler encomendó a su arquitecto Albert Speer para hacer de Berlín la capital imperial de Europa continuaron durante toda la guerra. Y el Moscú hambreado de la posguerra vio levantarse siete rascacielos, apodados por los rusos “los cojones de Stalin” dado el material empleado en las obras.

 

El París de Haussmann, el Valle de los Caídos de Franco, la catedral ordenada a Karl Vitberg por Alejandro I y destruida por Stalin para levantar un paquidérmico palacio de los trabajadores que no pasó del estado larval. La Gran Mezquita de Saddam Hussein, donde 30.000 fieles invocarían a Alá, y el dictador invocaría a sus mentores: Nabucodonosor y Stalin. La Exposición Universal Romana y el Palacio de la Civilización Italiana, de Mussolini. El paso desde la dinastía Ming y su Ciudad Prohibida, hasta la explanada maoísta, casi llanura, de Tiananmen, y, abonado por los amos del capitalismo de Estado, el bosque de rascacielos que asalta hoy el sky line de Shanghái y Beijing. Del poder horizontal al vertical, del sagrado emperador, divinidad heredada por el secretario del Partido, al dinero como religión.

 

Intentos no sólo de celebrar, sino de perpetuar en piedra una visualidad del poder. Estar presente, encajarse en la memoria colectiva, ser, como las estatuas de la Isla de Pascua, un testigo del pasado para conjurar el olvido, y un vigilante del futuro. Y para ello son más útiles los edificios que las estatuas. Los cambios de régimen suelen reprimir a las estatuas derrocadas: las de Stalin o Lenin cayendo en Europa del Este, las de Saddam en Iraq o las de los mandatarios republicanos en La Habana, arrancadas una por una en la Avenida de los Presidentes. Sólo quedan, sobre su pedestal, los zapatos de bronce de don Tomás Estrada Palma, primer presidente cubano.

 

Los edificios suelen reciclarse, trátese del Kremlin, del Capitolio habanero, del EL-DE Hause, cuartel general de la Gestapo en Colonia, o de la Lubianka en Moscú (este último no es, posiblemente, un ejemplo feliz, dado que no lo ha necesitado). Pero, aun transformados en museos o bloques de oficinas, los edificios memorian su pasado imperial, republicano, comunista o meramente siniestro.

 

Fidel Castro es un dictador que comparte rasgos con muchos de sus homólogos: es histriónico como Mussolini, a quien recuerda en su oratoria enfática, repetitiva y didáctica; tiene una noción mesiánica equivalente a la de Hitler; carece de escrúpulos como Stalin, y está dispuesto a cualquier desmán para conservar el poder; es tan hábil en el arte de la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao, y, además, ejerce de líder planetario, síndrome que raras veces ataca a los caciques de naciones pequeñas.

 

Sin embargo, a pesar de que durante medio siglo ha dispuesto a su albedrío del presupuesto de la Nación y de las ayudas internacionales, cuantiosas durante la mitad de su reinado, más que como un constructor, Fidel Castro se ha comportado como una brigada de demoliciones encargada de derribar las ciudades, especialmente La Habana, con la perseverancia de un Pol Pot en tempo de bolero.

 

En medio siglo no se ha levantado en Cuba ni un solo edificio emblemático que funcione como reforzador de identidad, como logotipo del país o la ciudad, o que, simplemente, con la excusa de atraer al turismo, festeje al caudillo. No hay Torres Petronas, ni Guggenheim de Bilbao, ni Arco Gateway de Saint Louis, ni Ópera de Sídney, por mencionar iconos recientes. Lo más cercano a una arquitectura icónica serían las Escuelas de Arte, pero la obra fue detenida y en parte abandonada a la maleza.

 

Curiosamente, el mayor edificio levantado en La Habana desde 1959, y que no sea continuación o cierre de alguna obra precedente, es la embajada de la Unión Soviética: una mole de concreto con apariencia de menhir, coronada por una extraña apófisis, como si al edificio le hubieran encajado por la azotea un bolígrafo alienígena del que asoma apenas el casquillo. Durante su construcción, los habaneros comentaban con sorna que tras concluir aquel castillo de hormigón, los rusos declararían la guerra a Cuba. Para más desgracia, el bolódromo —en Cuba se conocía a los rusos como “bolos”— está situado en Miramar, zona arbolada con elegantes mansiones y edificios de tres o cuatro alturas, de modo que las suaves colinas mueren en el mar casi sin tropiezos. El bolódromo es como la osamenta de un tiranosaurio en una pastelería.

 

Ni siquiera, como su amigo Saddam, Fidel Castro levantó sus propios palacios. Prefirió okupar y remodelar las mansiones abandonadas por la burguesía en fuga. Es cierto que se han edificado insultos urbanísticos, al estilo de Alamar, en casi todas las provincias, y que muchos podrían defender con sobradas razones su carácter emblemático del último medio siglo, pero yo soy más piadoso y prefiero pasarlos por alto. Por otra parte, la restauración selectiva de La Habana Vieja es apenas la (presunta) recuperación de una memoria arquitectónica seudocolonial, no sólo ajena, sino en franco contraste con la (presunta) ideología revolucionaria. Los Chevrolets y Cadillacs de los 50 que ruedan por esas calles redondean una escenografía al servicio de los turistas, quienes se sumergen en un espacio virtual donde la Revolución no ha llegado ni, invocando a Carlos Puebla, el “Comandante mandó a parar” y donde, por tanto, no “se acabó la diversión”. El espejismo no prueba la existencia del oasis. Ningún turista, desde luego, aceptaría un tour por los centrales azucareros desmantelados, por la arquitectura de las escuelas en el campo, como barcos clónicos encallados en los naranjales, o la visita a los restos fósiles de la central atómica de Juraguá, que nunca procesó (para nuestro alivio) un gramo de uranio. La Revolución que en su día vendió sobre planos la arquitectura del porvenir, ofrece ahora al contado un pasado de diseño.

 

Durante medio siglo, el gobierno cubano ha dilapidado enormes sumas en costear una agenda política de gran potencia —promover la insurgencia, comprar conciencias y perpetrar invasiones en tres continentes—. Lo que quedaba, se destinó a una industrialización dependiente y obsoleta de nacimiento, y a desarbolar el país para convertirlo en un mega latifundio agrícola que, a pesar de las inversiones en maquinaria y productos químicos, nunca satisfizo la demanda. La universalización de la enseñanza, la atención médica y la hipertrofia militar son los grandes rubros del país. Pero el esmirriado cuerpo de la nación es incapaz de sostener una cabeza hidrocefálica y unos puños como mandarrias de cinco kilos. Mientras, las ciudades, carentes de mantenimiento y renovación, han ido involucionando hasta las ruinas superpobladas que, con toda precisión, muestra Antonio José Ponte en La fiesta vigilada. Pero la indigencia arquitectónica no se debe a la falta de medios. El líder cubano dispone de una contabilidad paralela. La llamada “cuenta personal del Comandante en Jefe” sufraga todas sus iniciativas y caprichos: batallas de ideas, rescate de Elianes, campañas internacionales, e incluso, a fines de los 80, construir todo un polo científico con varios centros de investigación sin, como se dijo, “afectar el presupuesto nacional” —las arcas del Comandante se nutren de la divina providencia—. Si hubiera en él alguna voluntad constructiva, la cuenta mágica proveería los fondos.

 

¿Es acaso voluntad de Fidel Castro, político narcisista, prendado de su propia imagen, legar a la posteridad un paisaje de ruinas? La respuesta, como los buenos cócteles, puede tener varios ingredientes.

 

El primero, y posiblemente el menos importante, es su extracción rural, sus modales campesinos cuando llega a estudiar a la capital y es objeto de burla o desprecio por parte de una alta sociedad que nunca lo aceptó como a un igual. Una sociedad que desapareció rumbo al Norte y abandonó la ciudad a su merced cuando él bajó triunfante de la Sierra Maestra. Y Fidel Castro no perdona. Ni a un antiguo camarada que decidió abandonar el séquito de incondicionales —Huber Matos, Mario Chanes de Armas—; ni al que demuestre la incompetencia del líder —Arnaldo Ochoa, estratega que ganó la guerra de Angola desoyendo las instrucciones de Castro; el ministro del Azúcar Orlando Borrego, tras vaticinar en 1970 el fracaso de la Zafra de los Diez Millones—; ni al carismático que robe cámara y protagonismo a la prima donna —Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara—; ni a un jefe de Estado que no le conceda la jerarquía que él mismo se atribuye —Eisenhower, Kruschov—; ni siquiera a un médico, un escritor o un deportista que “deserte” del cuartelillo nacional. No es raro que no perdonara a una Habana pecadora y frívola, pero donde los combatientes clandestinos, y no los guerrilleros de la Sierra, donaron la mayor cuota de mártires. Fidel Castro pretendió, incluso, arrebatarle la capitalidad del país.

 

El segundo ingrediente es su condición de no-estadista. Hitler soñaba con mil años de Tercer Reich, aun sin su presencia, y Albert Speer diseñó la capital del imperio. Fidel Castro desmanteló el Estado republicano y, como nunca estuvo dispuesto a someter su poder personal al imperio de instituciones que lo limitarían, se ha resistido a crear una estructura institucional, ni siquiera para que perpetúe su régimen. Es, eso sí, un político atento a la conservación del poder absoluto a costa de la felicidad y el bienestar de los cubanos; a costa de abolir y luego trucar la democracia. Optó por el voluntarismo y la improvisación como leyes supremas de la República, con periódicos cambios de rumbo: obras a medias, proyectos inconclusos, imposible planificación a largo plazo, recursos al servicio de la política o de la “iluminación” de turno. Él ha disfrutado del poder más absoluto. Hoy, ahora. No construye porvenir, porque lo sabe un territorio ingobernable.

 

El último componente del cóctel es la inflación de su ego. Desde muy temprano, Cuba no ha sido su objetivo, sino su plataforma de despegue internacional. La tribuna desde donde proyectar sus ambiciones, primero, continentales, y luego, universales. Cuba es, también, la alcancía —fondos propios o depositados por los “países hermanos”, desde la Unión Soviética hasta Venezuela— para costear su agenda de gran potencia: un servicio de inteligencia y de relaciones internacionales hipertrofiados; la adquisición de intelectuales, sindicalistas, políticos e incluso gobiernos dóciles; la promoción de la insurgencia; la implementación de campañas internacionales, y, llegado el caso, las invasiones —armadas y desarmadas— para crear o consolidar zonas de influencia.

 

Fidel Castro comenzó a edificar el monumento a sí mismo en la mente de los cubanos pero, en la medida que se fueron desencantando —hasta el punto de aguardar su muerte como quien espera a que escampe la Historia, venga la inclemencia que venga—, exportó la obra a la mente de una extensa y difuminada red de admiradores que rentabiliza su discurso reivindicativo sin padecer su práctica totalitaria. Ha construido un poder que rebasa con mucho los límites de la Isla, y una imagen, una mitología, cuidadas hasta el detalle. Ese ha sido, con diferencia, el mayor éxito de su mandato.

 

Google arroja 2.800.000 entradas para “Fidel Castro”; siete veces más que las de “Gorbachov” y un millón más que las de “Mao Zedong”. Todavía es superado con creces por las 15.700.000 entradas de “Stalin”.

 

El Comandante no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional de un país, ni un ideario o un Manual de Instrucciones para los fidelistas del porvenir —no hay Libro Rojo, ni Idea Juche, ni ¿Qué hacer? leninista, ni Mein Kampf—. Sus infinitos discursos se han acompasado con demasiada agilidad a los vaivenes de la coyuntura política.

 

Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro es la única obra perdurable de Fidel Castro.

 

“El ego como arquitectura”; en: Letras Libres, Madrid, octubre, 2007. http://www.letraslibres.com/index.php?art=12445



El Caso del Caso Sandra

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Acabo de recibir por correo, desde una remota ciudad de Arizona, un ejemplar del número 93-94 de la revista Somos Jóvenes, publicada en La Habana en septiembre de 1987. Me la envía un, hasta hoy, desconocido compatriota que al marcharse al exilio le hizo un hueco en su maleta a ese ejemplar.

 

Su carta me devolvió a la historia de aquella historia, es decir, al Caso de “El Caso Sandra”, testimonio de una época que años más tarde sería evocada con nostalgia, aunque por entonces ni lo sospecháramos.

 

Erase una vez un artículo que se llamó “El caso Sandra”... podría comenzar. Narraba las aventuras y desventuras de una jinetera (antes que fueran personajes del folklore patrio). Por entonces, ellas sólo habitaban como personajes literarios en los atestados policiales. Su fe de bautismo data de mucho después, cuando Él en persona blasonó de que en Cuba disponíamos de las putas más cultas del mundo, geishas en tiempo de guaguancó. La que yo interrogué durante largas horas, acompañé en sus cacerías por La Habana, la que invité a comer en casa (para sobresalto de mi mujer y mengua de la libreta de racionamiento) era, posiblemente, la excepción de la regla. Un accidente del sistema educacional.

 

Por entonces, la puta más reciente de la escritura nacional era la mítica Rachel y su bolero, pero el autor, con la prudencia a que nos tenía acostumbrados, hundía su mirada en la noche de los tiempos. A diferencia de mi Sandra, tan contemporánea que, según su propia confesión, se enteró de la publicación de sus aventuras entre un turista sueco y un mexicano de corto alcance.

 

Si en 1959 las putas fueron “reeducadas” a taxistas —los autos llevaban las siglas TP, Taxis Populares, que el vulgo leía como Todas Putas—, la revelación de que treinta años más tarde refloraban como voluptuoso marabú tomó por sorpresa a algunos (seguramente no andaban La Habana en horas de la noche), y otros, menos desinformados, optaron por hacerse los sorprendidos.

 

Ante la publicación de “El Caso Sandra” hubo reacciones encontradas: entusiasmo e irritación. Se comentó que yo estaba preso, que la revista había sido clausurada y que el director fue removido de su cargo. En el extremo opuesto, se dijo que el artículo había sido expresamente encomendado por la dirección del Partido, y una agencia extranjera afirmó que Él en persona lo había aprobado. A la revista llegaron cientos de cartas y llamadas telefónicas, y el número correspondiente (200.000 ejemplares vendidos) recibió inesperadas cotizaciones en el mercado negro.

 

¿Cuáles fueron las causas de esta repercusión? Antes habría que preguntarse ¿qué periodismo consumía (consume) el lector cubano? Un periodismo chato y monocorde, sobrepasado por la Agencia Vox Populi. Salvo excepciones, es común que “la noticia del día” corra de boca en boca, eludida elegantemente por la palabra escrita, desmedida en la alabanza y tímida en la crítica (o viceversa, de acuerdo al objeto de estudio). Una prensa donde el descubrimiento y revelación de problemas no es emanación precursora sino reflejo. Prudente, la prensa aguarda obediente a que el conflicto sea tocado por el discurso político. Ni siquiera se arriesga a una visión alternativa (no necesariamente contestataria). No es raro, por tanto, que a mediados de los 80 el propio Fidel Castro haya alabado la “disciplina” de la prensa, que es como elogiar la prudencia al volante de un piloto de fórmula uno.

 

En lo coyuntural, había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado por la prensa. Para nuestro asombro, Él nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Ítaca, que todo lo hecho en los últimos 15 años era un desastre, y que “ahora sí vamos a construir el socialismo”. (Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia). Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión” (¿cuál que es no lo es?), del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta hoy el discurso periodístico no ha ni siquiera igualado al discurso político en profundidad de análisis y novedad informativa. Y es mucho decir. Una especie de culminación de ese período fue el V congreso de la UJC.

 

En ese contexto aparece “El caso Sandra”. El artículo cumplía una premisa noticiosa habitual en cualquier periodismo del mundo: tocaba un tema que no había sido manoseado institucionalmente. Lo trataba sin la timidez tradicional, que necesita disculparse por cualquier verdad incómoda. Desde el reportaje de Homero sobre la batalla de Troya, tampoco esto ha sido excepcional en el periodismo. Narraba los accidentes de una vida real, dolorosa, no hilvanaba un esquema más o menos moralista y maniqueo. Sin pretensiones sensacionalistas —como lo demuestra su lenguaje conciso y la discreción con que traté ciertas aristas—, lo era de algún modo, aunque sólo fuera porque desvelaba un submundo apenas intuido o totalmente desconocido para una buena parte de la población, sobre todo fuera de La Habana. Acto de revelación en que me jugué mucho menos el pellejo que Ryszard Kapuściński en África.

 

Como parte de su “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”, el Periodista en Jefe afirmaba: “Antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre” (II Pleno del CC del PCC; en Cuba Socialista, La Habana, septiembre‑octubre, 1986). Y que era un error no hacerlo “por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (...) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (...) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas”. Más tarde comprenderíamos que esa frase era apenas un puñado de palabras unidas por las leyes de la sintaxis, y que sólo se refería a los trapos previamente señalados por el pret à porter del poder.

 

En abril de 1987, durante el V Congreso de la UJC, muchos delegados se expresaron sin eufemismos. Fue una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces su primer secretario, recorrió la Isla expresando atrevidas críticas, incitando a los jóvenes. Con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino y, ya de paso, dejaron escapar alguna que otra crítica imprevista de su propia cosecha. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual terminó, en el imaginario público, como el héroe de la película. De más está decir que, a su regreso, los delegados “disfrutaron” en sus provincias las bondades del sistema nacional de salud: les fueron aplicadas las más modernas técnicas para sanar su incontinencia verbal y, en la mayoría de los casos, conjuraron futuras recaídas.

 

En esas circunstancias, la revista Somos Jóvenes se propuso una nueva política editorial que arrancó con una entrevista al primer secretario de la UJC, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz.

 

En la nueva política editorial, las propuestas de los trabajos centrales eran discutidas por toda la redacción, y los textos terminados se leían y analizaban en un ambiente de compromiso (complicidad) que reinó durante aquellos meses. Transitamos en un par de números desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, lo que nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red, y a un rigor milimétrico en la búsqueda de información y en la selección de las fuentes. Cualquier ornitólogo sabe que la verdad tiene alas. Y en la prensa cubana ya era tradición cojear de un ala (con el beneplácito de las autoridades) y estaba completamente contraindicado cojear de la otra: pasarse por defecto era siempre un “acto de buena fe”. Pasarse por exceso te podía costar un auto de fe. Por esa razón, si queríamos que nuestro vuelo fuera mínimamente duradero, el equilibrio entre ambas alas debería ser impecable.

 

Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, “El Caso Sandra”. Mientras para algunos aquello era un acto aplaudible de audacia loca, para otros era un artículo contrarrevolucionario que sacaba a relucir, con alevosía y ensañamiento, los trapos sucios (los otros trapos, no aquellos predestinados a la lavadora), ofreciendo armas al enemigo para… etc. etc. Ni unos ni otros tenían razón. No fue un acto temerario, sino parte de una política editorial. Tampoco iba contra la Revolución, sino a favor de la Revolución que debió ser.

 

Yo no fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), del Comité Central del Partido, a la que fuimos convocados una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría, todos los trabajadores de la revista, con excepción de Guillermo Cabrera, el director que diseñara el número de la discordia. Dirigía la reunión el entonces todopoderoso Carlos Aldana, director del DOR, quien nos preguntó a todos, uno por uno, nuestra opinión sobre el artículo, con el propósito de separar las papas arrepentidas de las papas podridas y sin remedio. Y uno por uno todos, salvo dos, coincidimos en que, de vernos abocados a la decisión de publicar nuevamente el artículo, volveríamos a hacerlo. Más allá de que haya sido yo el autor material, quince de diecisiete asumimos una responsabilidad que catorce podían haber delegado. Fuenteovejuna, señor. Al cabo de tantos años, no sé si alguno se habrá arrepentido.

 

Como supimos más tarde, Carlos Aldana era el agente transmisor de la ira de Fidel Castro, quien montó en cólera tras leer aquellos trapos no planificados.

 

Ante la prepotencia de Aldana, sentí aquella noche un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró otro invitado a la reunión: un Roberto Robaina tembloroso que, con un hilo de voz, se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, y que acordó en su momento con Guillermo Cabrera, el director de Somos Jóvenes, un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto pero, una vez publicado, nos apoyaría y protegería de cualquier represalia con todo el peso de la UJC. De modo que en aquella reunión todos, salvo Aldana, sabíamos que él sabía, sabíamos que mentía cuando alegaba sorpresa y desconocimiento, pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro. No por él, sino por nuestra propia integridad moral.

 

El autor intelectual de aquella reunión, cuyo fantasma deambulaba por los pasillos impecables del Comité Central, llamaba por entonces a la prensa a una batalla contra los errores, porque “hace falta más presión sobre los cuadros, sobre los organismos, sobre los ministros, los cuadros políticos, sindicales, administrativos (…) Si existiera más presión yo creo que existirían menos errores”. Aunque ello generara “amargura”, “injusticia”, “incomprensiones”, “interpretaciones erróneas”, porque “si nosotros mismos [los dirigentes de la Revolución] nos hemos equivocado. ¿Qué podemos esperar, que no se equivoquen los periodistas?” (II Pleno del CC del PCC, 1986). Tardamos en comprender que esas palabras no invitaban a la libertad y la responsabilidad, sino a otra forma de obediencia. Él no necesitaba periodistas sino amanuenses, secretarios de actas que llevaran a la página impresa sus nuevos “descubrimientos” políticos —hospitales infectos, escuelas en ruinas, fábricas que no fabricaban, empresas dirigidas por Alí Babá.

 

Y recordé a un escritor amigo que publica sólo mucho después de escribir. Mientras, añeja los papeles en una gaveta. Después, extrae las hojas amarillentas y pasa en limpio el texto, como si fuera ajeno. Fidel Castro estaba pasando el país en limpio quince años más tarde.

 

Y tardamos algo más en comprender que tales “descubrimientos” tenían el don de la oportunidad: coartadas para un desmoche del palmar político: ajuste de cuentas a supuestos tecnócratas que en su día suplantaron con el recetario del Tío Stiopa el inspirado método de la economía espontánea —Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Triángulo Lechero, Brigada Invasora Ernesto Che Guevara, Zafra de los Diez Millones—. El ajuste de cuentas a aquellos sacerdotes del Gosplan, paladines de la economía socialista planificada, devolvería a Fidel Castro el control absoluto de la finquita nacional, que desde entonces administra con una solvencia económica indecisa entre Pyongyang y Las Vegas.

 

Años más tarde, “descubrirían” oportunamente que nuestro fiscal, Carlos Aldana, era propietario de unas tarjetas de crédito, lo suficiente para ganar un ascenso hasta 1.500 metros de altura, donde administró durante muchos años el Sanatorio de Topes de Collantes. Un modo sutil de recordarle que todo el mundo tiene su tope.

 

A Roberto Robaina no lo salvó su miedo, ni hablar por boca de otros. Robaina fue acusado de incurrir en prácticas deshonestas como ministro de Relaciones Exteriores (1993-1999) y de mantener una “estrecha amistad” con Mario Villanueva Madrid, ex gobernador de Quintana Roo, encausado por sus vínculos con el narcotráfico. Se le expulsó “deshonrosamente” del Partido, fue inhabilitado como diputado y vetado para ocupar cargos de dirección. Ahora, como nos cuenta Raúl Rivero, “pinta muchachas desnudas, tersas y sensuales; altos gallos de lidia con sus espuelas de carey; caballos al galope en las llanuras, entre palmas reales y misteriosas figuras del reino negro de Oloffi y Babalú Ayé”.

 

Tras aquellos sucesos, comprendimos que la prensa que intentamos durante algunos meses podría ser deseable para el sistema imaginado por Karl Marx en sus tardes de la British Library, o para el socialismo libertario, democrático, que merecían los cubanos. Pero la hacienda nacional no podía permitir a unos entrometidos enjuiciar a capataces, mayorales, jefes de lote y, menos aún, al hacendado. Una finquita sólo necesita un instrumento de propaganda, un amplificador de ideas pre empacadas que cumpliera una función meramente pedagógica. O, cuando más, echarle unas piltrafas a los hambrientos chicos de la prensa: pizzerías, baches, taxistas y guagüeros. “Hemos hecho muchas cosas que no han dado resultado”—dijo Él por entonces, en una imprecisa acusación sin culpables—. Comprendimos que en el escalafón divino, Dios está sujeto exclusivamente a la autocrítica.

 

A la salida de aquella reunión con el hoy montañero Carlos Aldana, sabíamos que desde el día siguiente “se acabaría la diversión”, y siempre era el mismo el que mandaba a parar.

 

La primera medida fue nombrar directora a la única redactora que en la reunión de marras se libró de toda culpa por el método de “allí fumé”. La directora Yonofui conservaría el (merecido) puesto durante muchos muchos años. El siguiente número de la revista —200.000 ejemplares recién salidos de la imprenta y empacados para su distribución— hizo su viaje a la semilla: fue convertido en pulpa y se sustituyó por un número armado a parches con trabajos de la reserva. Debidamente esterilizado en el autoclave de la UJC, se imprimió con una agilidad que presagiaba a la poligrafía cubana un futuro luminoso. El propósito de nuestros pícaros funcionarios era que los lectores no notaran el cambiazo. Para su mal, un paquete de revistas se salvó de la hoguera y fue distribuido por algunos trabajadores de la imprenta. Hoy es una pieza de colección. Tiene idéntica fecha y número que el distribuido, pero su interior es más perverso (incluía, entre otros, un artículo mío sobre la nueva clase privilegiada, la aristocracia verde olivo, corroborada por entrevistas a 135 jóvenes estudiantes, trabajadores y militares. Sus lectores entusiastas fueron los tipógrafos).

 

Desde ese momento, la línea editorial y decenas de trabajos en curso fueron postergados, “endulzados” (la industria azucarera era aún la primera del país) o confinados en la misma gaveta donde se añejan los cuentos de mi amigo. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.

 

A mí me condenaron a escribir sobre planetas distantes, curiosidades e historia antigua. Cualquier acontecimiento posterior al Renacimiento era de candente actualidad y no confiaban en que yo podría abordarlo con la prudencia recomendable. La revista recuperó un público adicto a las misceláneas que había cultivado con esmero durante años. Perdió un público distinto que había conquistado en apenas unos meses.

 

Tres años después, en una reunión con todos los periodistas de la Editora Abril, el nuevo secretario de la UJC diría de uno de aquellos artículos proscritos:

 

—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.

 

Claro que en su momento él, en persona, se ocupó de vetarlo. Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.

 

Otro de mis reportajes, sobre la homosexualidad en Cuba y fechado en 1987, apareció en la misma revista en 1994, tras enterarnos por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos. Mis entrevistados estaban ya en fase de prejubilación. Otros artículos, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados, permanecerán en sus gavetas per secula seculorum. En mi caso, 140 páginas, 4.200 líneas de silencio.

 

En catorce años fuera de Cuba, he conversado con muchos que en su día creyeron en la posibilidad de un mundo más justo a nuestro alcance, en la pureza de los fines a pesar de la precariedad de los medios (¿miedos?). Hasta que comprendieron y se desencantaron. Precoz o tardíamente, no importa. Mi credulidad fue un error, piensan algunos. Yo insisto en lo contrario. El día que triunfó la Revolución, yo cumplí cinco años. El día que salí de Cuba había cumplido 40. Cuando me quité la pañoleta de pionero, dejé de creer en los Tres Reyes Magos, en la cigüeña y en la infalibilidad de los hombres. Pero me empeciné en que bastaría una dosis colectiva de cerebro, corazón y cojones para evitar que unos pocos vampirizaran el sueño de muchos. Sobreestimé la anatomía. Tuve que presenciar lobotomías, sacrificios rituales y compatriotas capados a mandarria. Jamás impuse a nadie mi sueño a punta de pistola ideológica (o de la otra). Y quizás por eso no me arrepiento de haber soñado. Más vale caerse de la mata que nunca haber trepado. Y duele menos cuando no te caes de golpe. Durante muchos años, fui un comemierda ornamental sentado entre las ramas. Mientras, recostados al tronco, ellos se comían, uno por uno, todos los mangos maduros. Este artículo es, en parte, la historia de ese descenso.

 

Quienes se asombraron alguna vez ante las aventuras de una prostituta, vieron luego prostituirse a generales y altos oficiales, narcotraficantes por encargo —quien conozca la pirámide del poder cubano sabe que no eran una empresita privada, que traficaban por cuenta ajena—. Los que se escandalizaron con una Sandra de barrio, presenciaron más tarde la degradación de un Héroe de la República; asistieron a la primera huelga de putas, cuando les negaron la entrada a la (Pu)Tasca, a menos que fueran acompañadas por su Pepe; asistieron a la insurrección de Cojímar, al hundimiento del buque Trece de Marzo, a las reyertas tumultuarias en el Maleconazo, convertido después en astillero espontáneo por quienes se echarían a la mar sobre cuatro tablas y una esperanza. Verían incluso a José Martí abochornado, agachando la mirada en los billetes de a peso, ante la socarrona sonrisa de George Washington.

 

Del barullo original sólo recuerdo hoy con nitidez el rostro de una muchacha al mismo tiempo procaz e intimidada por la grabadora, mientras los dedos de sus manos improvisaban un repiqueteo, casi guaguancó, en los brazos del butacón. Y también recuerdo aquella fría noche de noviembre cuando salimos del Comité Central a la Plaza de la Revolución desierta (o a la Plaza desierta de la Revolución, como quieran). Ni antes ni después he sentido, como aquel día, el privilegio de pertenecer a un equipo. La palabra “compañeros”, maltratada y manoseada a su pesar, recuperó esa noche su auténtico calibre.

 

2007 (Inédito)



Firmas

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En un país donde no estar de acuerdo es ilegal e incluso punible, y donde un solo partido y un solo líder deciden hasta el último detalle en la vida de cada ciudadano, firmar una solicitud de referendo como el Proyecto Varela es un acto de valentía, una temeridad a la que muchos no están dispuestos, aunque coincidan punto por punto con el documento. Cada firmante sabía que su soberanía podía acarrearle la pérdida del empleo, de sus estudios universitarios e incluso de su libertad, que desde entonces sería hostigado y marginado. Sólo por ello, no es arriesgado afirmar que cada una de esas firmas equivale a miles de firmas. Si consideramos, además, que los promotores del proyecto no dispusieron de ningún medio de difusión, y que antes que el ex presidente norteamericano Carter lo mencionara públicamente la frase "Proyecto Varela" no significaba nada para la inmensa mayoría de los cubanos, cabría preguntarse cuántos millones de firmantes potenciales no existirán en la Isla.

 

El simulacro de referendo para congelar ad infinitum el status quo, ha sido la más ridícula pataleta de Fidel Castro en medio siglo, al momificar su propia Carta Magna en un acto francamente inconstitucional y absolutamente contrario a la dialéctica que dice profesar. Cada firmante debía consignar su número de carné de identidad, con lo que, por el simple expediente de la resta, el Gobierno podía obtener la "lista negra" de los no firmantes. No es raro entonces que firmaran incluso los que esperaban el permiso para emigrar, por no hablar de millones de opositores silenciosos. ¿Cuántos habrían firmado de forma libre y voluntaria? Nunca lo sabremos, precisamente porque al Gobierno no le interesa cuantificar sus partidarios, sino lapidar con su estadística trucada a 11.000 insumisos. Incluso, hecho inédito, abrió sus consulados para que los exiliados firmaran el "sí, quiero", aunque Cuba les niega sus derechos civiles una vez traspasada la frontera. De modo que estos ocho millones de firmas no tienen otro valor probatorio que el de constatar la capacidad intimidatoria del régimen cubano.

 

La represión desatada en Cuba, aprovechando que el mundo miraba hacia Irak, pretendió capitalizar la ola de antiamericanismo, pero resultó un catastrófico error de cálculo, que ha dejado al régimen más solo que nunca. Escritores y artistas que hasta ayer se abstenían, cuando menos, de condenar al Gobierno, han repetido con Saramago la frase cubana "hasta aquí llegó mi amor". Nadie los obligó, disponen de todos los medios de información, muchos han visitado Cuba en múltiples ocasiones y sus posiciones no están dictadas por la conveniencia, sino por la ética.

 

En cuanto al Mensaje desde La Habana…, hay que subrayar, ante todo, que se trata de intelectuales y artistas cuya obra, en la inmensa mayoría de los casos, prestigia a la cultura cubana. Apunto esto porque para mí está muy clara la distinción entre el autor y su obra. Entre ellas, hay firmas que no sorprenden, dado que se trata de intelectuales que son, al mismo tiempo, funcionarios del régimen. En esos casos funciona, sin dudas, la disciplina de partido. Otras firmas no dudo que hayan sido actos de honrada adhesión al texto. Si algo soñamos los cubanos es una patria donde todos tengan el derecho a expresar libremente sus ideas, y que nadie sea encarcelado por hacer públicas las suyas, algo que, contradictoriamente, aceptan de forma tácita los firmantes del "mensaje" cubano. En el resto de las firmas puede que haya una gradación que va desde la histeria bélica inducida hasta el cinismo. Si alguien lee hoy la prensa cubana, y sólo la prensa cubana, única a la que tienen acceso los ciudadanos de la Isla, la impresión es que los portaaviones norteamericanos están fondeados a la vista del Morro, y que la invasión es inminente. Puede que eso compulse a algunos a adherirse a una (i)lógica de plaza sitiada, ignorantes de que Bush y Rumsfeld han descartado categóricamente una acción militar contra Cuba, y que las denostadas organizaciones del exilio se han manifestado, mayoritariamente, contra cualquier iniciativa bélica. En otros casos funciona, simplemente, la conveniencia. Negarse a firmar en Cuba un "mensaje" de esta naturaleza, si eres compulsado a ello, entraña riesgos para las carreras profesionales que muchos escritores y artistas no están dispuestos a correr. El más obvio es que de repente todos tus permisos de salida (un cubano necesita la autorización del Gobierno para viajar) se traspapelen, se demoren o nunca lleguen, haciendo que el artista pierda conciertos, conferencias, exposiciones, que constituyen sus medios de vida; quedando degradado, de hecho, a cubano de a pie, a merced del racionamiento. No es nada nueva esa actitud. Ya es casi "normal", en la lógica de la doble moral, que ese intelectual presuntamente "orgánico" reconozca en petit comité que firmó tal manifiesto o hizo tal declaración porque "no le quedaba más remedio", aunque aquí, entre nosotros, reconozca todo lo contrario. Ni es raro que en privado te abrace en Madrid quien horas más tarde te negará el saludo en público.

 

Aún así, se constatan en el "mensaje" ausencias notables, de donde se deduce que creadores de primera línea que hasta hace no mucho se adherían irrestrictamente a los pronunciamientos del régimen, han asumido el "hasta aquí hemos llegado" de Saramago, aunque no dispongan de la libertad necesaria para hacerlo explícito. Hace quince años se habrían contabilizado doscientas firmas al pie de esta carta. Hoy no llegan a la treintena.

 

He leído recientemente textos indignados ante estas rúbricas que apoyan con su prestigio la barbarie represiva del Gobierno, y que exigen un "compromiso" a los firmantes. Hago constar mi desacuerdo con esta actitud conminatoria por una sencilla razón: la heroicidad no se exige, y menos desde el exilio, a buen recaudo de la represión. Aplaudo la estatura moral de quienes en la Isla ejercen su libertad de disentir, asumiendo todas sus consecuencias. Comprendo con tristeza el silencio de quienes ejercen el miedo cotidiano como un expediente de supervivencia. Lamento la crédula inocencia, o el fanatismo ciego, de quienes continúan creyendo a pie juntillas el cuento del lobo feroz y la angelical caperucita roja. Y siento una infinita lástima por aquellos intelectuales que han adquirido cierta dosis de tranquilidad y algunas prebendas al precio de alquilar sus nombres para causas en las que no creen. A ellos también se refiere el diccionario de la Real Academia, cuando habla de "firmar un cheque en blanco", algo muy peligroso cuando es otro quien consignará el precio de tu dignidad. Decía Roberto Fernández Retamar en los albores de la Revolución: "Nosotros, los sobrevivientes, / ¿A quiénes debemos la sobrevida?", y esa será la pregunta que algún día deberán responder a sus propias conciencias.

 

“Firmas”; en: Cubaencuentro, Madrid, 28 de abril, 2003. http://arch1.cubaencuentro.com/opinion/20030428/89ef8853f25043b7724dd75b515bad41/1.html.