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Habanerías

Diario habanero. Domingo 12 de julio, 2009

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A las siete menos cuarto salimos de la casa con la hora pegada a los talones. Debemos estar a las siete en la calle 112, a la entrada del Círculo Social Obrero Gerardo Abreu Fontán, desde donde saldrá la guagüita de la excursión. Por suerte, atrapamos un Lada que milagrosamente si muove, y que por dos CUC se aviene a dejarnos allí a tiempo. Durante el corto trayecto, el chofer nos cuenta su historia atropelladamente: primero se ponchó sin goma de repuesto y tuvo que gastarse 8 CUC en ir a buscar otra. Cuando ya venía de regreso, se despistó hablando por teléfono, subió el Lada a la acera y partió el radiador contra el bordillo. Lo reparó como pudo y cuando lo abordamos se dirigía a casa del mecánico. Al llegar a nuestro destino, el Lada se apaga y no hay modo de que arranque. Desde el autobús que se aleja lo vemos enfrascado en algún misterio mecánico, con el capó abierto. El hombre nos despide con expresión de qué coño le pasará ahora a este Lada fabricado cuando Leonid Brezhniev brillaba en todo su esplendor, si se me permite la expresión.

Para un viaje de un día, el autobús es confortable; el guía, locuaz, y el chofer, prudente. Una excursión convencional de turistas convencionales empaquetados y transportados de paisaje en paisaje. Justo el turismo que nunca solemos hacer. Lo inolvidable no puede ser premeditado. Pero ¿qué más se puede pedir por 21 CUC con almuerzo incluido? Un precio módico de acuerdo a los estándares internacionales pero impagable para un trabajador cubano. Es el doble del salario medio mensual. Aun así, todos los excursionistas somos cubanos. La mitad residimos fuera de la Isla.

La Autopista Nacional hacia Pinar del Río está en mejor estado de lo que imaginábamos. El chofer mantiene una velocidad moderada. Un bache imprevisto (no excepcional) podría concluir la excursión como la fiesta del Guatao.

El tráfico en esta autopista haría las delicias de cualquier chofer europeo.

Dada la intensidad de su uso, bien podría considerarse una autopista de estreno.

El propio guía nos advierte que la autopista está atravesada por numerosos puentes hacia ninguna parte. En los años 80 se proyectaron diferentes carreteras que cruzarían el trazado de la Autopista Nacional. Al parecer, la brigada de puentes era más eficiente, y los levantaron todos en espera de que los fabricantes de carreteras les otorgaran algún sentido. Pero llegó el Período Especial, que aquí se invoca como el Diluvio Universal, la erupción del Vesubio que asoló Pompeya, el terremoto de México o un evento asociado a la extinción masiva, como el meteorito que exterminó a los dinosaurios. Las carreteras se quedaron en planos y bocetos por los que sólo circulan las polillas, a velocidad moderada, porque el papel tiene baches. Y los puentes han quedado como monumentos a la economía planificada socialista. Metáforas de este medio siglo: puentes hacia ninguna parte.

Al acercarnos, podemos leer en la barandilla del puente: “Nor y gloria eterna al pueblo”. Del “Honor” sólo quedó la segunda sílaba. Debe ser el premio de consolación (Consolación del Sur, en todo caso): al pueblo, gloria y honor en lugar de carretera.

La naturaleza es de un verdor extraordinario y casi virgen, salpicada por aislados campos de cultivo. En Cuba permanecen “ociosas” el 51% de las tierras cultivables, mientras el país importa el 80% de los alimentos. Una solución sería convencer a esas tierras para que abandonasen el ocio y se cultivasen ellas mismas.

Antes de ayer, comentaba Granma (¿o Juventud Rebelde?, estoy Confucio) que en lo que va de año, en Villa Clara, “19.139 fincas pertenecientes a las cooperativas de Producción Agropecuaria, y de Crédito y Servicios” desbrozaron de marabú 12.000 hectáreas, mientras de las 50.162 hectáreas entregadas en usufructo desde enero a particulares fueron desbrozadas más de 24.500. El doble. Aunque el 70% de las 108.000 hectáreas improductivas restantes, propiedad del Estado, están infectadas de marabú, al ritmo que llevan en la aplicación de la Resolución 259, demorarán otro año en entregarlas y, con buen tiempo, dos años para que estén en producción. Eso, si no desestimulan a los agricultores, sancionan la creatividad, e imponen precios y condiciones que parecen dictados por los exportadores norteamericanos de alimentos. Será culpa del embargo, que no nos ha permitido en medio siglo acceder a la más alta tecnología agropecuaria: entregar la tierra al que la trabaja, dejarle sembrar lo que quiera y vender sus productos en un mercado abierto y libre. Una tecnología que data del Neolítico. Y que se puede mejorar con créditos y subvenciones al campo, mucho más rentables, seguramente, que los 4.400 millones de dólares gastados en comprar alimentos a Estados Unidos desde 2001.

Hacemos un breve alto para tomarnos un café en Las barrigonas, por el nombre de esas palmas que crecen aquí por todas partes.

Cuando nos sirven el café, descubrimos una simpática innovación: en lugar de cucharillas para remover la infusión, colocan junto a cada taza un trocito pelado de caña de azúcar: un bastoncito de un centímetro de diámetro y diez de largo, que se empapa de café al removerlo. Por el contrario que la cucharilla, te lo puedes comer. Hacía años que no probaba el guarapo ni la textura del bagazo entre los dientes.

Bordeamos la estribación sur de la Sierra del Rosario. Bajo cada puente hacia la nada, un ramillete de pinareños se resguardan del sol a la espera de que algún vehículo los lleve. La brigada vanguardia de los puenteros nunca sospechó que en realidad estaban construyendo toldos.

Subimos hacia Viñales por la sinuosa carretera de siempre. Desaparecen prácticamente los transportes automotores y pululan los carros tirados por caballitos famélicos donde se agolpan familias completas, lomas de heno, fardos. Pasamos junto a una vieja rastra tirada por un buey. La “rastra” es uno de los medios de transporte más primitivos, ni siquiera tiene ruedas: un triángulo de madera dura compuesto por tres troncos de unos veinte centímetros de diámetro y un metro a metro veinte de largo, arrastrado por un buey, único capaz de vencer la enorme fricción de la madera contra el suelo.

Medio siglo después, los mismos bohíos que la Revolución prometiera erradicar, salpican el paisaje.

Llegamos al mirador que se encuentra junto al hotel Los Jazmines: la mejor vista sobre el Valle de Viñales. No ha habido consigna, ni plan, ni campaña, ni batalla capaz de alterar su paciencia geológica. China, Vietnam y Puerto Rico tienen paisajes cársicos muy parecidos, pero me atrevería a afirmar que ninguno es tan espectacular.

Me refiero al paisaje del fondo. El que aparece en primer plano lo vengo observando con idéntico fervor desde hace veinte años.

Ahora sí. Geografía pura:

El pueblo de Viñales impresiona por lo atildado: casas pintadas de diferentes colores, jardines cuidados y en casi todas las puertas carteles de “Rooms for rent”. Un pueblo shooping.

Enrumbamos hacia el norte. Al oeste de la planta de sulfometales de Santa Lucía, alcanzamos el pedraplén a Cayo Jutía: cinco kilómetros sobre el mar hasta el pequeño cayo donde nos espera una hermosa playa flanqueada de manglares. Las únicas construcciones que rompen la armonía intocada de la naturaleza son el restaurante, la caseta de los baños y otra donde se alquilan catamaranes y equipos de buceo. Todo está perfectamente organizado: disponemos de dos horas para darnos un chapuzón. A las dos horas, deberá reunirse todo el grupo para que una joven que está sentada ante la caseta de los baños, la administradora de las aguas, la Ochún de Cayo Jutía, nos abra el grifo y podamos tomar una ducha.

Y así mismo ocurrió. Sólo que (ah turistas indisciplinados) algunos rezagados llegan una vez que la diosa de las aguas ha cerrado el grifo. La auxiliar hidráulica, la personificación de la llave de paso, empieza a rezongar porque tiene que descender de nuevo desde su silla hasta el grifo, situado a tres metros de distancia. Nury monta en cólera y la conmina a mover el esqueleto y poner el agua, que aquí la gente paga en CUC, mijita, y eso es lo único que tú haces en todo el día. La administradora del líquido será Sulis o Bachué en las mitologías antiguas, pero le está cayendo una descarga olímpica. Al fin, baja con un pasito de “voy pero no quiero” y abre el grifo, mascullando que ella no está aquí para poner el agua cada vez que alguien quiera, sin percatarse de que si no hubiera alguien no tendría trabajo.

El almuerzo no es un acontecimiento culinario, pero es correcto y la agilidad y calidad del servicio permiten suponer que aquí los dioses de los sólidos pertenecen a una mitología diferente que la diosa de las aguas.

Al regreso, con la tarde agrisándose por momentos y el olor a tierra mojada flotando en el aire, hacemos un alto frente a un fresco de 120 metros de alto por 180 de ancho.

En el “mural de la prehistoria” aparecen, pudorosamente escondidos tras una palma, los guanahatabeyes o su foto robot, los más primitivos habitantes del archipiélago a la llegada de los españoles, según fray Bartolomé de las Casas. No sirva esto de excusa para ninguna tesis regionalista contra los pinareños. Aparece el megalocnus rodens, una especie de perezoso gigante que vivió durante el Pleistoceno; amonites del Jurásico o del Cretásico, y algo parecido a plesiosaurios del Jurásico Superior. Fue pintado en los 60 por Leovigildo González, director de Cartografía de la Academia de Ciencias de Cuba y discípulo del muralista mexicano Diego de Rivera, a instancias de Fidel Castro, con su especial sensibilidad hacia el arte y la naturaleza. Por encima de los mayores exabruptos del land art, éste es el peor graffiti cometido contra el paisaje.

Para rematar la faena, como dirían los toreros, nos adentrarnos en la Cueva del Indio, trasegada por miles de turistas. Un Disneyland bonsái de la espeleología. Pero es una cueva de verdad, no la réplica de Altamira, con estalactitas, estalagmitas y hasta un río. La visita dura veinte minutos y está en el all included. El guía nos recita los nombres que le han asignado a las estalactitas: el pez, el caimán (lampiño).

Cuando bajamos del bote, Gabriel, el hermano de Giovanni (el cowboy más pequeño, que ha amenizado el viaje con sus pantomimas),

tan políticamente correcto como corresponde a un hermano mayor, se acerca a Nury y le dice que necesita su ayuda. “Quiero escogerle un regalo a Roxana”. Es una amiga que nos ha atendido como una gran anfitriona. Escogen el regalo y

--Bueno, Gabi, puedes regalarle esto. Le va a gustar. ¿Tienes dinero?

--Tía, para eso mismo necesitaba tu ayuda.

Me gustaría comprar una botella de guayabita del pinar en honor a Willy Chirino, pero las tiendas, salvo las de artesanía, están cerradas. ¿A qué turista se le ocurre un domingo visitar una tienda turística en un lugar turístico?

Durante el trayecto de vuelta a La Habana, conversamos largo con el guía, graduado del Pedagógico en Holguín y aficionado al teatro. Sus explicaciones sobre el origen de la Sierra del Rosario, la formación de los mogotes y las cavernas (más cerca de García Márquez que de Alfred Wegener) ya permitían sospechar que lo suyo no eran las geociencias. Su exquisita atención a los excursionistas, y la prudente conducción del chofer, los hace acreedores de nuestro agradecimiento.

(Continuará)



Diario habanero. Sábado 11 de julio, 2009

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Salimos a las ocho y media hacia Santos Suárez. Daniel quiere saquear mi biblioteca que en un 80% no conseguí expatriar. La mayoría de mis libros yacen desde hace quince años en casa de mi tío. No es que no tenga otros tíos, pero Manolo, de quien no pude despedirme cuando murió en 2006, siempre fue Mi Tío, casipadre, por antonomasia.

 

Doblamos a la izquierda en la esquina de 86 y 9ª y a dos cuadras tropezamos con unas treinta o cuarenta personas que esperan la guagua. Diez minutos más tarde, abordamos una 69 y nos acomodamos estratégicamente en un meandro frente a la puerta de salida, con espacio para respirar.

 

Un viaje casi confortable y, mientras, voy haciendo de guía turístico: el Puente Almendares, el cementerio chino, la hermosa Avenida 26 que serpentea y remonta Nuevo Vedado, el cine Acapulco, el zoológico, la antigua (¿sigue funcionando?) terminal de los ferrys que viajaban a Isla de Pinos, el Hospital Clínico Quirúrgico de 26, el bidet de Paulina, la Ciudad Deportiva, hasta que enfilamos por Santa Catalina.

 

A la altura del zoológico, la gente se atasca en la parte delantera aunque hacia atrás hay espacio —el concepto de espacio es siempre relativo—. El chofer detiene el ómnibus, desciende de su sitial y advierte:

 

—Muévanse patrás o paro esto. Suelten el tubo, que aquí nadie es Jesucristo.

 

Frase de una profundidad filosófica que no alcanzo. Deberé rumiarla durante el resto del trayecto.

 

 

Nos bajamos frente a la Iglesia de san Juan Bosco, en Santa Catalina esquina a Goss donde, a instancias de mi tío, bautizamos a Daniel en 1994, meses antes de emigrar a España. Una larga fila de bebés en brazos de sus madres esperaban por su turno en la pila bautismal. Mientras, a sus cuatro años, Daniel corría, incansable, por toda la nave. Meterle la cabeza entre la pila y el cuenco de agua que sostenía el cura fue como reducir a un mono araña untado de mantequilla. El cura no sabía si bautizarlo o exorcizarlo. Durante los pocos segundos que surtió efecto la llave de inmovilización, consiguió verter el agua sobre su cabeza y aplicarle un bautismo express, versión corta, enelnombredelpadredelhijoydelespíritusantoamén.

 

Desde que pasamos frente a la iglesia hasta que llegamos a la casa, Daniel me reprocha que aquel día lo hayamos bautizado. Le explico que aunque entonces él estaba bajo posesión diabólica, no podría decir que lo bautizamos contra su voluntad, porque aún no era un ateo militante como ahora. Y aunque sus padres fuéramos tan ateos entonces como hoy, disipar la preocupación espiritual de mi tío era más importante que cualquier prurito ideológico. Y el precio era mínimo: lavarle la cabeza al niño sin champú.

 

Avanzamos sorteando los huecos, riachuelos y montículos de la que un día fue la acera de Mayía Rodríguez. Ya en la casa, Daniel examina las estanterías y empieza a bajar decenas de volúmenes que conservan, como un registro fósil, quince años de polvo y deyecciones de insectos que durante el Período Especial se han ensañado por igual con Nietzsche que con las Obras Escogidas de Vladimir Ilich. Bichos analfabetos, aunque con un raro paladar: las viejas ediciones Austral y los libros de Seix Barral están casi intactos; la colección Manjuarí, en cambio, se la han comido íntegra.

 

Acuden a visitarme algunos escritores (amigos de muchos años y otros a los que no conocía) con quienes había concertado cita hoy en mi función de chasqui Madrid-Habana. Sergio Cevedo me otorga la alegría del día al verlo tan recuperado de salud. Con unos y otros la conversación es cordial, interesante y fluida, salteada de chismes actualizados sobre la Ciudad Letrada, pero no tantos. Como vainilla chip. Mientras hablamos de lo divino y lo humano (más de esto que de aquello), Daniel continúa saqueando la biblioteca, y de pronto irrumpe con una revista Sputnik de 1989. La lee de un tirón y me pide que le consiga otras revistas “de cuando los rusos tenían esperanzas” (sic).

 

 

Al regreso, atrapamos un ómnibus de la ruta 83 con asientos (vacíos) y hacemos una asombrosa excursión por las ruinas del Cerro. Beirut, 1982. Doblamos cerca de las antiguas Católicas Cubanas, donde me nacieron un primero de enero a las dos de la mañana. La peor digestión de una docena de uvas que tuvo mi madre. Y después pasamos frente a la majestuosa entrada de la Covadonga, más conocida hoy como Covadengue.

 

 

El Parque de la Fraternidad es un hervidero de gente. El olor a fritanga que acentúa el calor sofocante, los edificios devencijados y el gentío me transportan a un céntrico barrio popular de Mérida, en Yucatán, a finales de 1991.

 

 

Pasamos la tarde en casa de mi hermana contando batallitas y refrescándonos mutuamente las neuronas. Es curioso cómo la memoria segrega hacia zonas oscuras ciertos recuerdos de infancia que los demás conservan perfectamente. Remontada la adolescencia, madres y abuelas se encargan de aclararte que nunca fuiste un niño tan bueno como tú supones.

 

Aprovechamos después para caminar de nuevo por La Habana Vieja y hacernos la foto de rigor con la estatua del Caballero de París al costado de la Iglesia de san Francisco. Mi cuñada me asegura que en el momento de oprimir el obturador, El Caballero, haciéndose el bobo, movió diez centímetros su mano izquierda.

 

 

 

 

Merecido homenaje a quien fue durante décadas elemento indispensable del mobiliario urbano. Pero plantar una estatua de Antonio Gades en la Plaza de la Catedral (ya sé, ya sé que era ambia culiñán de Castro II) es ganas de enrarecer el paisaje. Alguien tendría que mudarlo al vestíbulo de las FAR o a su departamento en el Ministerio del Interior, y poner en su lugar a Ñico Saquito, al Chori o al manisero de Rita Montaner.

 

Por cierto, hablando del Castro 2, ahora recuerdo que el 2, primer número primo, es el único número que da el mismo resultado si se suma consigo mismo, si se multiplica por sí mismo o si se eleva a sí mismo. Estoy hablando de Matemáticas, desde luego.

 

 

Los sobrinos de Nury, nacidos y criados en Houston, dos pequeños cowboys de 6 y 8 años que hablan en tejano clásico, un idioma muy parecido al inglés, corren enloquecidos por la plaza y el pequeño acaricia a cada perro callejero que se le pone a tiro. Ignora que aquí los chuchos no están desinfectados. En diez días mataperreando en la calle con los chamas del barrio han sacado a flote la melanina de un semestre. Si los dejan un mes serán los primeros cowboys de Buena Vista y los primeros aseres junior de Texas.

 

En la plaza de san Francisco han plantado una estatua a fray Junípero Serra, fundador de Los Ángeles, San Diego, San Francisco, Sacramento y otras cinco misiones que se convertirían en megalópolis. A eso llamo yo construir sobre la fe. Con el paso del tiempo se convertiría en el apóstol de Sierra Gorda y California.

 

 

 

 

Lo interesante es que el escultor lo ha representado junto a un efebo aborigen cuya mano derecha, como al descuido, descansa en el pliegue anterior de la sotana. Y no es que uno sea mal pensado, ni que haya maledicencia suelta contra fray Junípero (el amor a los niños de los curas norteamericanos es mucho más reciente), pero más le valdría al escultor haber acompañado al franciscano con un indígena manco.

 

 

Descubrimos también que en El Floridita los daiquirís, ni mejores ni peores que en otro sitio, cuestan el triple. Dos CUC por la copa y cuatro por el aire acondicionado. Propina aparte, para retribuir la compañía de Hemingway, muy tieso dentro de su estatua, quien ha terminado siendo, no como sus cuentos, desde luego, pero sí como sus novelas, carne de guía turística.

 

 

Antes de acostarme, le echo una ojeada al periódico de hoy, donde en su última reflexión, “Muere el golpe o mueren las constituciones”, Fidel Castro acusa de tibieza a Obama por no invadir Honduras para reponer al presidente depuesto. Y asegura que “Zelaya sabe que estaba en juego no sólo la Constitución de Honduras, sino también el derecho de los pueblos de América Latina a elegir a sus gobernantes”. De modo que si sacan a Zelaya del paro y le devuelven su puesto de trabajo, los cubanos también tendremos derecho a elegir a nuestros gobernantes.

 

Pero la mejor reflexión tuvo lugar durante una función reciente de cierto grupo humorístico en el Teatro América de La Habana. Mientras la obra encadenaba gags y los personajes se movían por el escenario, uno de los actores permanecía dentro de un ataúd con los ojos abiertos. Al cabo de un rato, como el del ataúd no se movía, otro de los actores se le acercó.

 

—Oye: ¿tú qué haces ahí?

 

—¿Yo? —dijo el del ataúd— Reflexionando.

 

Última función.

 

 

(Continuará)



Diario habanero. Viernes 10 de julio, 2009

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Temprano en la mañana, salgo a caminar con Daniel. Bajamos por 86 hasta 5ª Avenida y enfilamos en dirección Este por la cuidada zona ajardinada del separador central. Es la única vía de la ciudad donde he visto a una cuadrilla de jardineros tusando cuidadosamente la caballera de los árboles y podando el césped. El asfalto de la calle está en buen estado y (ya esto es más subjetivo) hasta el parque automovilístico que rueda por la avenida parece más moderno que en el resto de la ciudad. Quizás por la cantidad de sedes diplomáticas, o porque esta es la ruta habitual entre La Habana clásica y los cotos de la nueva aristocracia en Miramar.

 

A medio camino, nos aborda un joven que, salido de la nada, ofrece tabacos (legítimos, brother) y chicas (legítimas también, supongo), aunque es demasiado temprano para tanto vicio.

 

No paramos hasta el morrocollo de concreto clavado en el ombligo de Miramar: la embajada rusa, antigua embajada soviética, la “bolera”, dado que los rusos eran más conocidos como bolos. A juzgar por el abismal descenso de las relaciones entre Cuba y Rusia, el enorme edificio debe disponer de espacio vacante para pistas de baile y patinaje, y algún campo de fútbol sala. Cuando lo estaban construyendo, los habaneros comentaban que, una vez concluido el bunker, los rusos declararían la guerra a Cuba.

 

En la costa, a la altura de 70, empiezan a llegar los bañistas tempraneros. En “la barranca de todos” no hay ni arena fina ni Pilar, pero el mar es de una transparencia inmune al Período Especial.

 

Entramos al supermercado de 70 y 3ª, casi tan desvencijado como una bodega, aunque con precios en CUC similares o superiores a los de un supermercado europeo. No hay rebajas de verano, ni 2 x 1, ni 3 x 2. Salvo las omnipresentes cervezas Bucanero y Cristal, algunos licores y puré de tomate, el resto de los productos son importados. Las que sí son 100% cubanas son las cucarachitas que pululan por la estantería de las galletas. Me acerco a una reponedora que descansa sobre unas cajas de acelgas enlatadas, ese clásico de la gastronomía cubana.

 

—Mi amor, ¿tú sabes que ese estante está cundido de cucarachas?

 

—Sí. Ya lo sé —es la escueta respuesta. Conocimiento y espíritu contemplativo. El primer escalón para alcanzar el nirvana.

 

Una vez comprobado que las cucas no han aprendido a masticar vidrio, compramos algunas cervezas Bucanero forte, que anoche un camarero nos declaró extinguidas para siempre. Ya en el exterior, con las cervezas fósiles bajo el brazo, un botero calibra nuestro nivel de estupidez turística y propone cobrarnos 5 CUC por veinte cuadras. En el semáforo de la esquina conseguimos un Lada que nos lleva por dos.

 

Después de almuerzo, bajamos al hotel Comodoro. Queremos reservar una excursión a Viñales y Cayo Jutía. La muchacha del buró de turismo está almorzando. Mientras esperamos en el lobby escasamente climatizado, entramos a la Casa del Tabaco. Los puros disfrutan de un clima ártico. Durante un rato nos hacemos los interesados en las mejores vitolas, hasta que la encargada del buró de turismo regresa de su almuerzo, pero debe ausentarse de nuevo para lavarse los dientes. En consideración a que pagaremos la excusión en CUC, no echa la siesta.

 

El resto de la tarde la invertimos en largas conversaciones familiares y en concertar citas con todas las personas a las que he traído cartas de España. Ese era el nombre de una revistica que ofrecía noticias de la Madre Patria a los emigrantes españoles. De la revista Carta de España no recuerdo ningún artículo memorable. Sólo que sus hojas, de fino papel cebolla, eran el mejor papel de fumar para liar aquellos tupamaros elaborados con picotillo de las brevas Bauzá que vendían por la libreta. Debí fumarme los últimos años de la dictadura franquista. Durante los últimos años de la otra dictadura, he preferido cambiar de marca o abandonar el cigarro.

 

El taxi que atrapamos a las ocho de la noche es un Lada que en cada bache campanillea como si su mecánica no estuviera fijada, sino sólo apoyada en el bastidor. El taxista detecta mi preocupación y, justo cuando nos adelanta un auto nuevo de marca Chery, fabricado en China, con matrícula del Ministerio del Interior, explota:

 

—Míralo. Míralo. Esos carros venían para modernizar la flota de taxis y ¿qué han hecho? Se los han dado a esos que no producen nada. Nosotros recaudamos un dineral al mes —el taxímetro, como de costumbre, está apagado— y le dan los carros nuevos a esos que no producen nada de nada de nada.

 

El análisis del taxista es puro materialismo vulgar. Una lógica más sutil demuestra que no tiene razón. Es cierto que los combatientes del Ministerio del Interior no producen yuca, ni cepillos de dientes, ni bolígrafos. No producen ni siquiera estadísticas, al menos para el consumo de la población. Pero producen mucha tranquilidad para consumo de nuestros dirigentes, y ya se sabe que la tranquilidad no es importable. Escasea en el mercado mundial.

 

Cuando llegamos a G, ante la pregunta de cuánto es, el taxista, todo finezza, responde “lo que quieran”, sabiendo que ante una invitación así el común de los mortales siempre se estira un poco.

 

Bajo por G para visitar a una amiga a la que traigo algunas medicinas que necesita con urgencia. La calle es una tiniebla compacta y desierta. Posiblemente la fauna urbana se reúna más tarde. La UNEAC parece el castillo abandonado de algún cuento y no nos atrevemos a atravesar el parque de 19 sin perro guía ni linterna. En las calles 21 e I no hay un transeúnte ni un vehículo ni un perro callejero. Sólo algunas luces mortecinas se filtran desde los edificios. Con la caída de la noche, hay zonas enteras de la ciudad que parecen deshabitadas.

 

El ambiente de L y 23 me resulta un tanto ajeno. Tengo la equívoca sensación de estar en alguna ciudad de Centroamérica o en República Dominicana.

 

En el hotel Habana Libre hay un desfile de modas. No puede decirse que sea prêt-à-porter, pero las/los jóvenes modelos visten sus propios cuerpos con una elegancia descarada. El volumen de la música casi nos impide ver.

 

Realizo una llamada local desde el locutorio del hotel, a 25 céntimos de CUC (6 pesos criollos) el minuto. La Habana Vieja queda, telefónicamente, tan lejos como Sidney.

 

Tras deambular por la Rampa, donde la mitad de los paseantes son policías, intentamos comer en el TV Café, situado en los bajos del edificio Focsa, que Nury, mi mujer, nos recomienda, pero nos impiden la entrada porque vamos en pantalones cortos. Seguimos hasta El Emperador, tan elegante como siempre, acogedor, con su digestivo fondo musical para piano, tres y violín. El aire acondicionado sin estridencias disipa en breve los sudores. En El Emperador sí nos permiten entrar. Confían en que nuestras piernas queden ocultas por el hermoso mantel rojo, mientras en el TV café los doylers de papel dejan las pantorrillas a la intemperie. Atención esmerada, como de costumbre, y buena cocina a un precio muy razonable, pero el servicio es extraordinariamente lento para sólo tres mesas ocupadas. Cuarenta y cinco minutos más tarde, el maître nos anuncia compungido que se ha acabado el pan, y que han intentado conseguirlo sin resultado en los restaurantes aledaños. Lo consolamos informándole que el pan contiene dióxido de cloro, que destruye la vitamina E; sulfato de calcio y carbonato de magnesio, y lo peor: bromato de potasio, que puede ser cancerígeno y descompone la vitamina B1, provoca arritmias, hipotensión, dificultades respiratorias, espasmos y cianosis, problemas hepáticos y renales. De modo que usted no se preocupe. Al contrario. Nos ha salvado la vida.

 

El taxi de regreso, como es habitual, no pone el taxímetro. Este Lada también emite los más diversos sonidos de metales a punto de desprenderse, golpes, repiqueteos, molto vivace en cada bache. Me pregunto si no será el mismo Lada con diferente chofer. Cruzamos milagrosamente el puente Almendares sin que el auto se desintegre. Por momentos nos hemos visto, como en una comedia silente del domingo con banda sonora de Calderón, sentados en medio de la calle mientras las ruedas huyen en todas direcciones.

 

El pago de la carrera se calcula según una ecuación donde intervienen la distancia, la simpatía y/o chulería del chofer, y la cara de bobo del cliente multiplicada por su ciudadanía (más caro mientras más al norte). Pero aquí todo es negociable. Regateamos como en un bazar de Marrakech. Desde aquella memorable Conferencia Tricontinental, Cuba se ha acercado a nuestros hermanos del mundo árabe. Sólo nos falta el petróleo.

 

(Continuará)



Diario habanero. Jueves 9 de julio, 2009.

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Como de costumbre, soy el primero en despertarme. Tengo hambre. Desde una especie de merienda ayer en el avión, cuando serían en La Habana las cinco de la tarde, no como nada.

En 13 y 84 descubro un timbiriche donde venden sándwiches de jamón y queso a 18 pesos, unos 60 centavos de euro. Un cubano que gane el salario medio puede comprarse al mes 14 sándwiches si invierte en ello todos sus ingresos. Para el turista no demasiado melindroso en asuntos de higiene y manipulación, es una ganga. Yo he pateado todas las sierras de la Isla, y he bebido de ríos, arroyos, charcas y bebederos públicos. Compro cuatro.

Al regreso, todavía la familia está combatiendo a ronquidos el jet lag.

Despliego un diario Juventud Rebelde de ayer que encontré abandonado sobre un murete. Entonces me percato de que en el portal contiguo hay un artilugio que sería risible si no fuera trágico.

Echo a un lado el periódico y miro de nuevo la silla de ruedas de Frankenstein: la silla plástica de cañón recortado atornillada a la estructura de tubos metálicos. Alguien con un humor más negro que el mío podría proponerla como logotipo de la “potencia médica”.

Daniel amanece registrando parte de mi biblioteca que, al irme, he tenido que abandonar a su suerte, a la humedad y los insectos. Aun aireada cada cierto tiempo, hay ediciones que no han resistido el abandono. Los volúmenes de mi colección Huracán parecen incunables. Escarba algunos libros de filosofía, novelas y ensayos. No encuentra la edición del Rubaiyat que venía buscando.

Vacío mi equipaje de mano donde traía unas sandalias, una camiseta y unos calzoncillos de repuesto, cepillo y pasta de dientes, por si acaso los porteros de la Isla decidían que aún no estaba preparado para ingresar al país y me confinaban en “la escuelita” hasta mi vuelo de regreso. Ya le ha sucedido a algunos cubanos, entre ellos a un conocido pintor, quien viajó a la Isla en compañía de su mujer y de su hija, ambas norteamericanas. Esposa e hija pasaron la aduana sin problemas. Al ser norteamericanas, no eran sospechosas. Él fue recluido en una dependencia del propio aeropuerto, “la escuelita”, donde permanecería hasta la salida de su vuelo de regreso. Durante su estancia en ese limbo que no es ni libertad ni cárcel, todo lo que el “alumno” coma o beba deberá pagarlo en dólares u otra moneda libremente convertible. Deduzco que es una de las pocas escuelas privadas que quedan en la Isla. Yo pasé muchos años becado. Sé que en esos casos el “alumno” debe ir preparado. Por suerte, alguien decidió que ya yo había aprendido lo suficiente.

Durante la mañana, recorremos el barrio. Muestro a Daniel el balcón del apartamento donde vivía su abuela antes de mudarse a Houston, y en ese momento una mulata jovencísima, casi niña, y esbelta como un junco, me saluda, me pregunta de dónde somos. “De aquí mismito”, le respondo. E indaga si Daniel es mi hijo. Efectivamente, ¿quieres adoptarlo? Se pierde calle abajo envuelta en una risa contagiosa.

Bordeamos el antiguo Cander College, la panadería del barrio donde comprábamos cada día los 80 gramos de pan que nos correspondían (cifra mágica que algún genio de la Oficoda debió rescatar de un manual de supervivencia del Ejército Coreano). Vemos el Eklo convertido en un flamante (y flameante, no hay aire acondicionado) supermercado en CUC, frente a la Primera Iglesia de Cristo, Científico. 41 y 42 sigue siendo una encrucijada, el último repecho antes de que la ciudad se precipite al mar. Durante el trayecto, los manantiales y riachuelos de aguas albañales se alternan en las aceras, calles y contenes cariados de baches, huecos inundados y montículos. La geografía de la desidia ha empezado a parecerse a la otra: ríos, lagos, cavernas y colinas. Si en 1961 cantaban que “por valles y montañas el brigadista va”, según el himno de los alfabetizadores, hoy podrían hacer senderismo sin salir de la ciudad y cantando el mismo himno.

En 50 y 43 descubrimos que su parque predilecto de la infancia es un hierbazal de donde emergen los hierros desnudos de antiguos columpios, canales y cachumbambés. Han desaparecido las cadenas, las maderas y las láminas de aluminio. Es el plató de una película apocalíptica de Hollywood tras la epidemia mundial o el ataque de los extraterrestres.

Poco después de la una, tengo mi primer encuentro con la CADECA: un antiguo contenedor metálico reconvertido en casa de cambio y tiendecita de apaño tras dividirlo en dos compartimentos mediante un mamparo. Como sólo pueden poner el aire acondicionado entre una y cinco de la tarde, ese es su horario de apertura. Al urbanista que plantó estos contenedores metálicos en el trópico deberían encerrarlo en uno de ellos a 45º centígrados con 98% de humedad. Cada CADECA está custodiada por un policía quien impide que se aproxime a la ventanilla más de una persona a la vez. Sólo para esto, La Habana dispone de un cuerpo de policía equivalente al de una pequeña ciudad europea. El euro está a 1,267 CUC. En el resto del planeta, se cotiza a más de 1,4 dólares.

Nos encaminamos hacia La Habana Vieja, que expone en todo su esplendor la biodiversidad del transporte cubano.

Hay guaguas, taxibuses, bicitaxis, cocotaxis, CUCtaxis, pesotaxis, más conocidos como almendrones, y los taxiables, porque cualquiera, billetes mediante, convierte en taxi su Chevrolet particular, su Honda del Estado, la guagüita de los niños con síndrome de down, el carro fúnebre o el jeep blindado de la comandancia. Con los días, iremos descubriendo que el tradicional gesto de pedir botella, hacer autostop, con el brazo extendido y la palma abierta, o con el pulgar señalando la dirección deseada, va siendo sustituido por la mano sacudiendo un abanico de pesos convertibles. Es el moneystop.

A media tarde me encuentro, por primera vez en nueve años, con mi hermana. Trabajo nos cuesta desabrazarnos.

Nos esperan mi cuñado y mis sobrinos: dos jóvenes bien plantados que han resistido la tentación de internarse por cualquiera de los hatajos que se aproximan al dólar. Estudian en la Universidad. Su futuro es incierto.

Hacemos el paseo de rigor por La Habana Vieja: la Iglesia del Ángel donde intentó casarse Cecilia Valdés y nos bautizaron a Martí y a mí (salvando las distancias, que yo soy más joven). La calle Cuarteles, por donde me tiraba en bicicleta, hasta un día. El vigía que apostábamos al pie de la loma, en el cruce con Peña Pobre, se entretuvo mirando el duelo entre una rata y un perro callejero, y mis ocho años se empotraron contra un camión de hielo de tracción por cadena, puro hierro. Salí ileso, pero la bicicleta murió en combate. Bajamos por Cuarteles, una sucursal de Port-Au-Prince, hasta Tacón, y doblamos a la derecha en dirección al Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Frente al claustro, una feria de artesanía ocupa la calle. ¡El horror! ¡El horror!, diría Conrad en versión libre de Yoyi Arcos. Bordeamos la Catedral, El Patio, donde me dediqué durante varios meses, cuando salía de mi trabajo en el Centro de Investigaciones Geológicas, a escribir mi primer libro. Por entonces, uno podía pasarse toda la tarde escribiendo, sin que nadie lo molestara, en una de las diminutas mesas de mármol, al costo de dos tazas de té en moneda nacional.

Descubro los sitios de la vieja ciudad esmerilados por Eusebio Leal: nuevas fachadas, restaurantes, bares, hoteles y hostales, como el de Cuba y Peña Pobre, que un día fue mi policlínico. Hay herboristerías, perfumerías, coquetos restaurantes y tiendas. Ya no alquilan bicicletas en Cuba 8. Venden cervezas, ron y cigarros, lo único que hay en casi todas partes. Seis o siete hombres beben rodeados por una atmósfera densa de reggaetón a todo volumen, que el caminante puede ir empatando por toda la ciudad: emerge por las ventanas y las puertas de casas, bares y establecimientos de todo tipo. A cierta distancia, frente al Museo de la Música, antigua estación de policía, un enorme cartel anuncia que “Vivimos en un país libre”.

La dirección nacional de la UJC, la Unión de Jóvenes Comunistas, sigue en su sitio de costumbre, aunque ha sido derogada la renovación de imagen que impuso en su día el defenestrado ministro de Exteriores cuando aún era secretario general de la ujotacé, como fue rebautizada por Robertico Robaina para hacernos creen que la raza del perro dependía del estilo y la línea de diseño del collar. Relumbra ahora el tradicional medallón con los perfiles de Mella, Camilo y Ché (“los amados de los dioses mueren jóvenes”, decían los griegos. Mucho deben odiar a la gerontocracia cubana).

A lo largo de toda la ciudad vieja el ruido es ensordecedor. En las lagunas de relativo silencio que deja el reggaetón cuando escampa, cada bar o restaurante deja filtrarse hacia la calle los sonidos de un trío o de un cuarteto interpretando el mismo repertorio de clásicos cubanos. Cada establecimiento intenta vender por decibelios las delicias de su gastronomía.

Recalamos en La Bodeguita del Medio para abrevar unos mojitos ni mejores ni peores que en otro sitio pero, eso sí, baratos y consagrados por la mística de sus orígenes.

En la calle Mercaderes, entre Empedrado y O`Reilly, la tapia de la casa del marqués de Arcos, sede del Liceo Artístico Literario de La Habana hacia 1844, está ocupada por un enorme mural (25,5 x 14,4 m, 300 metros cuadrados) de Andrés Carrillo. Los colores sepia y rosa viejo le otorgan un hermoso empaque de daguerrotipo.

Representa a 67 figuras de la cultura cubana, entre ellas Carlos Manuel de Céspedes, Gertrudis Gómez de Avellaneda, el Obispo Espada y la Condesa de Merlín. En el Liceo Artístico Literario de La Habana sólo entraban “blancos que tuvieran buenos modales”. Los dos únicos negros representados, el poeta Plácido y Brindis de Salas --quien una sola vez, a los diez años, tocó en sus salones-- se encuentran en el extremo inferior derecho, como quien pide el último, a punto de salirse del mural. Plácido parece cuchichear algo al oído de Brindis. A cierta distancia hacia la izquierda, el personaje más cercano les da la espalda.

Por la ciudad vieja deambulan los locos fotogénicos (pelucas, plumeros, escobas, collares fabricados con latas de cerveza, barbas estrafalarias, atuendos disparatados). Su “locura” consiste en dejarse fotografiar con los turistas a cambio de una propina. Es una locura libremente convertible. Ignoro si trabajan por cuenta propia o son empleados de la Oficina del Historiador de la Ciudad.

Cenamos, y no mal, en La Torre de Marfil, aunque quizás nos inflaron la cuenta, práctica habitual que descubriríamos en días sucesivos. Pero esta noche somos tan inocentes como turistas noruegos. A la salida, se desploma sobre nosotros un aguacero macondiano y tenemos que refugiarnos en un mojito del Bar París de la calle Obispo. Intentamos conversar, pero el cuarteto de sones y guarachitas lleva la voz cantante, nunca mejor dicho. ¿Habrá algún bar de La Habana donde no sea necesario hablar en lengua de signos?

Daniel descubre que su prima Patricia es una interlocutora excelente. Aunque no domina la lengua de signos (es la primera vez que intenta comunicarse con un sordo), cuaderno mediante entablarán en los próximos días conversaciones de veinte páginas.

Rayando la medianoche, atravesamos El Prado y la calle Zulueta en tinieblas —las guías turísticas deberían recomendar visores nocturnos para estas incursiones— hasta que conseguimos, frente al Parque Central, un taxi que, ¡oh, milagro!, enciende el taxímetro. El chofer, alto y macizo como una caja fuerte esmaltada de negro, nos advierte de Prado y Neptuno en adelante los sitios menos recomendables, las calles donde el bombardeo sin bombardeo ha sido más feroz. Podríamos hundirnos en un bache tan hondo como la boca del Snæfellsjökull y terminar pastoreando brontosaurios. Tras pasar el túnel de Línea comienza a detallarnos los sitios donde se ofrece carne para turistas: los travestis que se prostituyen en dos calles transversales y discretas a la salida del túnel de Quinta Avenida, a espaldas del Kasalta. Cuenta su experiencia de turistas acaramelados en el asiento trasero con niños y niñas de 14 o 15 años; la muchacha que le ha pagado los quince a su hermanita con el sudor de su cintura. Y lo que más lo enfurece: los jóvenes efebos que rejuvenecen a viejos pedófilos europeos, canadienses, sudamericanos, como aquellos dos italianos que montaron un trío en el asiento posterior del taxi con un pinguero jovencísimo. “La culpa, toda la culpa la tiene esa Mariela”, exclama. “Si no les hubiera dado tanta ala”.

Siete CUC más tarde llegamos a nuestro destino. Le dejo ocho por la clase magistral.

Asciendo por mi cuadra sorteando un arroyo de aguas albañales, algo que no ha cambiado en los últimos 20 años. La fosa séptica de los edificios construidos en 56 y 43 se desborda desde su inauguración. Basta mirar fijamente los residuos que fluyen calle abajo para enterarse de qué han vendido últimamente por la libreta o qué productos de estación ofrece la bolsa negra.

Por suerte, hoy es día de agua y podemos darnos una ducha larguísima que nos borre una por una las muchas capas de sudor superpuestas.

(Como en las telenovelas… Continuará)



Diario habanero. Miércoles 8 de julio, 2009

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“La patria os contempla orgullosa"

Cuando el Airbus 340 del vuelo 6621 de Iberia se detiene al final de la pista en el Aeropuerto José Martí, a las 8 y 20 de la tarde, estallan los aplausos. Nunca he entendido si aplauden la pericia del piloto, capaz de traernos sanos y salvos a través del aire; si aplauden con alivio el fin de nueve horas enclaustrados en asientos ortopédicos de la clase turista, comprimidos como salchichas dentro de esta lata de aluminio con alas, o si aplauden a su propio miedo, indicándole que ya puede acuartelarse hasta la próxima.

Para mí han sido nueve horas mal que bien administradas entre retazos de sueño, la Historia de la Filosofía Occidental, de Bertrand Russell, y mi penúltimo intento por aprenderme el manual de la cámara fotográfica. En uno de esos ejercicios tomé una foto reveladora de mi hijo Daniel.

En ella asoma el hocico con bastante claridad el fantasma de su infancia. El fantasma que, entre otros sinrecuerdos, él viene a rescatar como si hubiera dejado aquí su niñez bajo custodia, y como si fuera posible recuperarla sin pagar un importante rescate. ¿O viene a recuperar su patria? (del griego patris-otes, o tierra de su padre). Sacado a los cuatro años de la padre patria, terminó en la madre patria. Aunque algo misterioso hay en esto de la geografía portátil, porque Daniel, habiéndose criado entre un mar de españolitos, ha escogido como su mejor amigo a otra isla como él: otro pichón de cubano, hijo de cubanos y llegado a la península a los cuatro años. Sintonía misteriosa.

Pero si la patria es, de acuerdo a La Enciclopedia, el “Estado libre del cual somos miembros y cuyas leyes protegen nuestra libertad”, entonces no será aquí donde la encuentre. Ya decía Rousseau en su Economie politique que “la patria no puede existir sin libertad”. Sin ella sólo hay país. Un tránsito de la Psicología a la Geografía. Y para Cicerón todo ese folklore de lenguaje, costumbres, religión y paisajes era apenas la natio, la nación, mientra la patria era otra cosa más seria: la república, sus instituciones y un modo de vida acorde con ellas. Tampoco esa patria podrá recuperarla aquí. Quizás deba conformarse con aquello de rescatar la infancia o, a lo sumo, la matria, esa que, según Julia Kristeva es “otro espacio” que no tiene que ver con la tierra de nacimiento ni con la legitimación de cualquier Estado, sino con un lugar interior en el que crear una “habitación propia”. Ya eso se acerca más a lo que puede encontrar, precisamente por no encontrarlo. Descubrir que trae consigo su propia matria.

Todo lo anterior no es otra cosa que hacer tiempo, porque deberemos esperar media hora en la pista. Según anuncia el piloto, otro avión ha ocupado el espigón al que debíamos atracar. No sabemos si nuestro vuelo llegó antes de lo previsto o si el otro se coló. Posiblemente lo segundo. Se confirma que hemos aterrizado en Cuba.

En la zona de chequeo de pasaportes, la luz mortecina y el calor crean la sensación de haber entrado a un horno repleto de carne humana e iluminado por la lucecita indispensable para que desde afuera el chef verifique cuándo los pasajeros están en su punto. Más tarde comprobaremos que en todo el aeropuerto sólo encienden la tercera parte de las luces y que no hay aire acondicionado. Son las nuevas medidas para el ahorro energético.

El uniforme carmelita y beige de los funcionarios de aduana, desarmados y comportándose como funcionarios de aduana en cualquier aeropuerto del mundo, dista de las armas y los omnipresentes uniformes verde olivo de otros tiempos. Si antes el viajero tenía la impresión de llegar a un aeropuerto tomado militarmente, ahora la agilidad de los funcionarios y su trato correcto, que incluye una mecánica bienvenida, crea la sensación de estar accediendo a un país “normal”, casi íntimo, a media luz, y cálido, muy cálido.

Tras pasar la barrera aduanal, la zona de equipajes también goza de una iluminación cabaretera y el ambiente es sofocante, anticipo de lo que nos espera durante los próximos días. Entonces llega para el viajero cubano, viva en el patio o en la diáspora, la parte más interesante del viaje: el control de equipajes. Cuba es, posiblemente, el único país del mundo donde se pesa el quipaje a la llegada, cuando ya hemos pagado en origen, si fuera necesario, los excesos pertinentes. Sólo se admite un máximo de 30 kilos por pasajero, descontando alimentos y medicinas. Y quizás libros, aunque no podría asegurarlo. El resto, irá gravado con 10 CUC por kilogramo. Advertidos de antemano, llevábamos las medicinas en un pequeño maletín que no superaba los 10 kilos, y la comida (leche en polvo, conservas, productos deshidratadios y alimentos para diabéticos), que sí estaba en torno a los 19 kilos, en una maleta aparte. Medicinas y alimentos son minuciosamente revisados por aduaneros dizque especializados. El antropobromatólogo aduanal, especialista en alimentos para el consumo humano, y el Farmacéutico de la Aduana (si ya existe el Médico de la Salsa).

Delante de nosotros, en la cola de revisión alimenticia, un cubano residente en España que viene con su hija pequeña, quien pasará dos meses con sus abuelos, es registrado meticulosamente, hasta que descubren chorizos y salchichones, prohibidos por razones fitiosanitarias. Le anuncian que sus embutidos serán destruidos inmediatamente, aunque sin aclarar el método: en rodajas, a la plancha, a la sidra. El hombre monta en cólera, aplica el axioma “mío o de nadie” y comienza a partir chorizos en medio de la aduana, encaja una llave en un grueso salchichón que no puede romper, y echa los trozos al suelo. Salta luego sobre ellos como poseído por los dioses del colesterol. Chorizo macerado en su jugo. Los funcionarios intentan aplacar al hombre con muy buenas maneras cuando aparece un militar de uniforme verde olivo y pregunta al aduanero si no va a “castigar” esta “indisciplina”. El aduanero mueve la cabeza desconsolado ante los embutidos que ya no arderán correctamente en la incineradora y, sin más castigos ni indisciplinas, da luz verde al equipaje deschorizado.

La revisión de mi maleta-mercado es rápida e indolora. Los chorizos vienen perfectamente camuflados. No revelaré el procedimiento, porque quién sabe si los aduaneros tengan acceso a Internet. En 1992, cuando regresaba a La Habana procedente de Madrid, embutí un queso manchego envasado al vacío en una maleta que contenía libros. Al pasar por el escáner me preguntaron qué era aquello tan grueso que aparecía de perfil entre la pila de libros. “Un diccionario”, respondí. “Y lo que pesa el muy cabrón”. Sin más contratiempos, el diccionario ingresó al territorio nacional. Esa noche nos comimos la A y la B con un Rioja de cosecha.

En la zona de las pesas, por el contrario, no nos sonríe la fortuna. Resulta que somos tres viajeros y traemos cuatro maletas. El “pesista”, para decirlo de algún modo, nos obliga a colocar el equipage sobre un carro que pesa 22 kilos, a descontar de la cifra final. Registra mi equipaje de mano y extrae un calzoncillo, una camiseta y unas sandalias de recambio para añadirlos a la pesa. Consulta a otro pesista, quien le aclara que los libros, el grueso de lo que contiene mi mochila, no se pesan. Le insisto en que ponga juntas las cuatro maletas y, si se pasa de los 90 kilos que nos corresponden, pagaremos el resto. Pero, según él, hay una directiva celestial que obliga a pesar individualmante los equipajes de cada pasajero. Me siento tentado a romper el plástico que forra una maleta y repartir su contenido a brazadas entre las demás. Pero sería como hacer un lento strip tease frente al gentío que espera en cola tras nosotros. La directiva gana. Mi mujer y mi hijo, con una maleta cada uno, quedan en 24 y 25 kilos respectivamente. Once kilos de déficit que no se pueden pasar a mi cuenta. Yo, con dos maletas, tengo que pagar 190 CUC de exceso, 150 euros. Más dos CUC por la gestión de caja (debe ser de muy alta tecnología). Mientras pago, creo ver en la pared, tras la muchacha que hace el recibo, un cartel: “Que la patria os contempla orgullosa”. Pero debe ser una ilusión óptica provocada por el calor, porque allí sólo hay un almanaque.

Una vez pagado el impuesto revolucionario, somos autorizados a pisar el suelo sagrado de la patria. Tampoco el lobby del aeropuerto tiene aire acondicionado, pero el sofoco es extrañamente aliviado por el calor de los abrazos.

Con los anocheceres veraniegos de España en la memoria, Daniel piensa que no habrá oscurecido lo suficiente cuando salgamos del aeropuerto y así podremos ver “las ruinas de la ciudad”. “Verás el Partenón custodiado por la estatua de José Martí y el Coliseo frente a la Fontana di Paulina Trevi”, le digo, sabiendo que no verá nada en una ciudad anochecida que parece protegerse de un inminente bombardeo apagando el alumbrado público.

Al fin, llegamos al barrio, abrazamos a vecinos y familiares, bebemos litros y litros de agua fría y café. Bracear en la noche habanera es como nadar en una sopa espesa y humeante. Ya no recordaba esta sensación de que todos tus poros se abran al unísono expulsando chorros de sudor.

Primera noche en La Habana. Daniel insiste en quedarse a dormir en casa de su abuelo. Quiere vivir como los cubanos. Y los cubanos, ¿quieren vivir como los cubanos? Le dejo la pregunta, que intentará responder durante los próximos días.

(Continuará…17 días más)