Actualizado: 30/05/2024 23:00
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Recordar, Memoria implantada, Dictaduras

La mala memoria

Las dictaduras hacen desaparecer todo lo que recuerde lo bueno de otra época y que, peligrosamente, se pueda comparar con el presente

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El ser humano suele ser el mamífero que mayor y mejor memoria posee. Se habla de la “memoria de elefante” como sinónimo de grandes recuerdos. Quizás está sobrevalorado por las novelas, los espectáculos circenses, y los documentales de la naturaleza. En esa misma línea habría que colocar al cuervo, ave de la cual se dice es la más inteligente del reino animal. La diferencia de la memoria humana con la de las bestias radica, en primer lugar, en la capacidad de evocar emociones y conductas y unirlas al pensamiento expresado a través del lenguaje. Ningún animal, por mucha memoria que tenga, puede pensar, emocionarse y hablar con otros de su especie.

Para que la memoria funcione de manera eficiente, es decir, pueda recordar lo lejano y lo reciente en el tiempo, debe recibir información. El input es el primer paso para grabar el recuerdo; la pista donde quedará guardada la información y podrá ser reproducida según el deseo o la necesidad del individuo. Las computadoras funcionan así: información, almacenamiento y reproducción. La inteligencia artificial trata de lograr algo parecido a la memoria humana; enlaza diferentes contenidos y “crea” una respuesta. Por supuesto, todo depende de la información correcta, en calidad y cantidad.

Al estar la memoria humana asociada al factor emocional, el psicoanálisis clásico nos regaló la idea de que los recuerdos dolorosos y tristes tendían a encerrarse en una caja negra llamada inconsciente. Si bien el cajón protege al individuo de no tener que lidiar con pasados intensos, hace que paguemos el precio de su válvula de escape: los sueños, los actos fallidos y las enfermedades mentales. Esta visión freudiana del papel de la memoria como línea de defensa es discutible. Pero no dejó de ser un aporte cimero a la psicología y la neuropsiquiatría. De modo sencillo sería así: los seres humanos olvidan con facilidad el pasado frustrante para poder vivir el presente felices.

Adentrándonos en el resbaladizo campo de la sociología, la pregunta de orden es por qué algunos pueblos repiten los mismos errores una y otra vez. ¿Acaso tienen mala memoria? ¿Existe antídoto a esa costumbre de olvidar lo malo? ¿De qué dependen, en el individuo y la sociedad, esas represiones y lagunas de memoria?

Parece evidente que la memoria depende mucho del refuerzo. Hacer cien líneas “no olvidaré la tarea nunca más” no es solo un castigo. Es una manera de recordar la importancia de la tarea, un refuerzo a la clase del día. Se supone que la tarea escolar es un complemento al aprendizaje. Del mismo modo los lemas son actualizadores de la memoria. El saludo matinal a la bandera con el himno y la jura de lealtad refuerzan los valores patrióticos y la eticidad ciudadana.

Pero ¿qué pasa cuando la memoria individual y colectiva no se actualizan, no se refuerzan, o simplemente no existen? Sencillo: el olvido. La mente y la sociedad humanas no pueden almacenar lo que no existe, o no se recuerda con agrado. Del mismo modo, habrá memoria siempre que la información sea reforzada una y otra vez, no importa cuán veraz sea. Las dictaduras acostumbran a obliterar la memoria de los pueblos rescribiendo la historia. Los símbolos, que funcionan como despertares de los recuerdos —una canción, un artista, una estatua, un cuadro— suelen ser los objetivos primeros de los órganos de agitación y propaganda del totalitarismo.

No solo es que la gente tenga mala memoria para aliviar la pesada carga de las tristezas. Las dictaduras hacen desaparecer todo lo que recuerde lo bueno de otra época y, peligrosamente, se pueda comparar con el presente. Las dictaduras hacen presente la mala memoria del pasado: todo tiempo lejano fue peor. Mas allá de la inmadurez ciudadana, una causa eficiente del empoderamiento de los dictadores es la memoria implantada; un microchip invisible que hace a los ciudadanos prisioneros del presente por temor a regresar al pasado que le han contado, y que muchas veces no han vivido.

Parques y avenidas son depurados de estatuas y letreros

Una elección cualquiera, bien supervisada, pudiera hacer que los ciudadanos votaran por los malos una y otra vez. Mas allá de estocolmos e indefensiones, las memorias trastocadas son letales para el deber cívico y la verdad. La masa acrítica vota por el malo conocido porque el malo por conocer puede ser peor. Contrarios a “Funes el memorioso”, los pueblos “dormidos” olvidan rápidamente todo lo que sucede en el pasado; recordarlo haría caer en el dilema clásico de “ser o no ser”. Gracias al insomnio, escribe Borges, es imposible borrar los recuerdos.

No creo que haya algo más antidictatorial que recuperar los símbolos de un buen pasado. Cada pedazo de memoria perdida, las dictaduras las rellenan con las llamadas confabulaciones: falsos recuerdos, “parches de ficciones”. La dictadura concede especial interés a las instituciones de historia, bibliotecas, los medios de desinformación, parques y galerías. Los centros de exploración histórica reciben especial atención de los organismos de la Seguridad del Estado. Las bibliotecas, como en la época medieval, poseen un catálogo de obras no prestables ni consultables. Los parques y las avenidas son depurados de estatuas y letreros, aunque para ello haya que dejar toda una avenida sin recuerdos de los presidentes constitucionales —los zapatos, ¡oh, gazapo del talador! En las galerías se descuelgan y tiran en los almacenes húmedos las obras de los ausentes para que el olvido y el clima hagan su trabajo funesto.

La mala memoria todavía puede tener algo bueno. Una vez acabada la dictadura, renombrar las cosas como si fueran nuevas y nunca se hubieran ido, pudiera ser una fiesta nombrable. En esa gran novela que es Cien años de soledad, García Márquez usa el olvido y el insomnio a la inversa de Borges: la Peste del Insomnio es la causante de la pérdida de memoria. Lo macondianos deben poner etiquetas a cosas viejas para recordar sus nombres. Es probable que para exorcizar la mala memoria a la que inducen las dictaduras sea preciso un tiempo de sueño reparador —reconciliación. Solo después sería pertinente etiquetar las cosas que los dictadores han renombrado: esta es la calle tal, este el cine más cual, aquí la estatua a fulano. Eusebio Leal, con sus luces y sombras, caminó muchas veces por el filo de la navaja involucionaria al recordarnos que La Habana es una vieja dama centenaria, famosa y maravillosa muchos antes de que el dinosaurio estuviera allí. Parecería una aberración, pero amar La Habana y sus memorias – y con ella toda Cuba— es un acto de memoriosa rebeldía. Recordar el pasado en el comunismo es volver a morir.

La Europa Occidental de la posguerra fue reconstruida con sus simbólicos palacios, puentes y museos. Aunque no siempre la “buena memoria” es buena; en la Rusia postsoviética se ha rescatado la bandera que, según la leyenda, inventó Pedro el Grande, pero al mismo tiempo se ha reavivado la voracidad imperial zarista. No tiene por qué suceder en el Caribe poscomunista. Como un almacén de memorias tangibles y no tanto, el sur de la Florida es la tierra prestada donde se han resembrado los símbolos a la espera de regresar al lugar de donde nunca debieron partir. Será necesario volver a “la tierra del olvido” algún día y trasplantar las reminiscencias que a buen recaudo están por acá. Pero esta vez, como diría nuestro gran poeta Elíseo Diego, habrá que soñar, pero soñar despierto.


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