Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Los factores del país (II)

La destrucción de la República consumó la tradición histórica de la resistencia a la democracia y el liberalismo.

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Y si en Ese sol del mundo moral (1975, 1995), el escritor Cintio Vitier retoma tanto aquella dicotomía de Guillén y como la teleología nacionalista de los "cien años de lucha", traduciéndolas en una axiología donde la revolución encarnaba la poesía y el autonomismo la crítica, no se trata sólo de una súbita conversión suya: las mitologías origenistas de la "Cuba secreta", la "pobreza irradiante" y la "posibilidad infinita", herederas en alguna medida del discurso martiano, contribuyeron, primero, al aggiornamento "revolucionario" de algunos origenistas católicos, y finalmente prestaron argumentos a la hoguera nacionalista que hubo que avivar una vez que el petróleo marxista-leninista se agotó en 1990.

Frente a todo lo representado por Guillén y Vitier, la oposición intelectual al régimen de Castro se ha basado, entonces, en una reivindicación de la tradición autonomista. No es casual que la primera polémica entre el historiador Rafael Rojas y Vitier, en 1994, pasara justo por esa cuestión fundamental. En Nacionalismo y revolución en Cuba. 1825-1998, Julián B. Sorel se remonta, por su parte, a los orígenes mismos de la nacionalidad, cuando los mitos de la revolución y del nacionalismo emergen como principales animadores de las guerras de independencia.

Sorel explica cómo estas producen un nuevo mito, el de la "revolución inconclusa", que enriquecido con las nuevas ideas marxistas y estatistas en boga en Occidente en los años veinte, dominan el escenario político-social cubano posterior a la caída de Machado: ese caldo de cultivo de batistianos, auténticos y ortodoxos del que emergió Castro.

Muy parecida es la tesis de Carlos Alberto Montaner en su conocida conferencia Cómo y por qué la historia de Cuba desembocó en Fidel Castro. Un personaje tan estrafalario e inexperto como Castro pudo contar con el apoyo de todo un pueblo gracias a un sistema de valores y creencias que se habían ido sedimentando en la conciencia colectiva desde mucho tiempo atrás: el mesianismo, ligado a la debilidad institucional; "una cultura revolucionaria, violenta y guerrera"; la idea de que el bienestar social tenía que provenir de la acción niveladora del Estado.

Formado en esos valores tan poco democráticos, el pueblo cubano fue incapaz de oponer resistencia y el andamiaje institucional del país se desmoronó de un soplo. "Castro era, y hacía, en suma, lo que triste e insensiblemente se había inculcado en el país a lo largo de muchísimo tiempo. La sociedad plantó la semilla y abonó la tierra. Un día, esta dio su fruto".

Una cura de caballo

Más recientemente, también Rolando Sánchez Mejías ha visto el castrismo como la consecuencia de la historia de Cuba, insistiendo en la precariedad de un Estado donde la institucionalidad democrática fue crónicamente violada por estallidos de violencia: guerra de los negros, alzamiento de la Chambelona, terror del 33, dictadura de Batista:

"El totalitarismo no es entonces, como se ha querido ver, sólo un engendro venido desde afuera para desviar al país hacia un modelo extemporáneo: tal vez sea mejor observarlo como el animal que llevamos dentro, seres aún coloniales, instituciones nunca maduras, que cualquier cazurro, sea o no oriental, puede mancomunar bajo éste o aquél pretexto redentor, bajo la 'sed de patriotismo'. Y si el totalitarismo ha prendido, no ha sido sólo por 'marco histórico', sino también debido a razones 'emocionales': necesidad de hallar asidero en la vida nacional, de vincularnos a un proyecto político estable con determinado capital de 'redención' (…) Quizás tengamos que ver el totalitarismo cubano como culminación de la Colonia". ( La utopía vacía)

No cuesta trabajo ver aquí el fantasma de aquellos discursos que, como el de Figueras, veían en ciertos defectos del ser cubano una imposibilidad para la democracia. No hay, desde luego, una episteme positivista que la atribuya al clima y la raza, sino más bien una lectura del castrismo a la luz de la historia de Cuba.

Si hace un siglo, la segunda intervención norteamericana pareció confirmar la tesis de que la Isla estaba condenada a la violencia, la inestabilidad y el subdesarrollo, propiciando la publicación de Cuba y su evolución colonial, de Figueras, y La convulsión cubana, de Roque E. Garrigó, otro estudio no menos pesimista sobre "los factores del país", ahora se plantea la pregunta crucial por los orígenes cubanos del castrismo. La Revolución remite a la República, y esta a la Colonia, en lo que, emprestando una frase de Paz, puede llamarse "nuestra terrible fábula histórica". La pregunta por el castrismo conduce, ciertamente, al laberinto de la cubanidad, pero a la vez parece que permite hoy vislumbrar alguna salida al mismo.

Sorel y Montaner coinciden en que el fracaso del castrismo implica el agotamiento de la "mentalidad y el estado revolucionario". "Una vez comprobado el fracaso del Mito del Destino Nacional Glorioso Sólo Realizable Mediante la Revolución, ¿es posible una Cuba modesta, pacífica y tolerante; una nación reconciliada consigo misma y con su pasado, capaz de afrontar el porvenir en libertad y con moderado optimismo?", pregunta Montaner.

Desde esta perspectiva raigalmente contrarrevolucionaria, es sólo ahora, con el fin de la dictadura castrista, que ha de producirse un verdadero cisma en nuestra historia, el final de un ciclo nacional marcado por la tradición revolucionaria y el mito de la excepcionalidad histórica de Cuba. El verdadero parateguas —se diría— no fue en 1959, pues la destrucción de la República no hizo, en cierto sentido, sino consumar una tradición histórica signada por una resistencia a la democracia y el liberalismo que se definió en el triunfo del independentismo martiano sobre el reformismo autonomista a fines del siglo XIX.

Entonces, la guerra se consideró como necesaria no sólo porque liberaría a la Isla del régimen colonial, sino también porque la purificaría de una riqueza mal habida que, sacrificada en el ara de la patria, se convirtió en una reserva de capital simbólico que, ciertamente, la Revolución ha aprovechado y gastado del todo. Ante la miseria actual, no hay ya cómo proponer ninguna "pobreza irradiante".

Terminamos, entonces, en una paradoja: sólo una vez que dejamos atrás la ansiedad revolucionaria por una nueva Cuba, es que se podría pensar en algo realmente nuevo. ¿Qué ha sido la Hecatombe sino una cura de caballo contra toda tentación totalitaria?


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 'Pepito', de Armando Patterson y Gerónimo Pérez.Foto

'Pepito', de Armando Patterson y Gerónimo Pérez.