'Snap' o la reacción de los lectores
Todo, absolutamente todo, debe estar abierto al cuestionamiento y a la duda más radical.
En inglés hay un verbo para señalar la reacción intempestiva de alguien en una conversación: "snap"; en español, saltar. Cuando alguien dice algo, de pronto se produce como un chasquido, y la otra persona simplemente responde visiblemente airada. Me gustaría usar este verbo para describir aquellos que reaccionan cuando oyen hablar "mal" de Martí, del racismo en Cuba, o de otro tema sobre los que tienen ideas muy fijas. Por lo general, ese Martí que defienden es el que llamo de la "escuelita".
Cuando alguien dice algo que va en contra de lo establecido, la otra parte asume la posición del adversario, cuestiona su derecho a decir tales cosas y, después, le explica lo que piensa debe decir la próxima vez. Quien argumenta de esta forma, no hace más que reforzar el discurso hegemónico y sacralizador, ese que tenemos grabado en el cerebro.
¿Cuál es el problema con esto? Lo que nos enseñaron en la escuelita forma parte de una ideología, es una forma de entender los valores que todos apreciamos y, por tanto, no es "ingenuo" ni "desinteresado". La historia nunca lo ha sido, por tanto, es de esperar y de entender que esto ocurra en cualquier país, especialmente en los totalitarios. No cuestionarse ese discurso, e incluso impedir que otros lo hagan, por pensar que está equivocado o que es un "peligro" para la patria, es irresponsable e intelectualmente deshonesto.
Extraño consenso
Si en algo están de acuerdo los partidarios de la República, la Revolución de 1959 y del exilio, es en no cuestionar a Martí. La regla sigue siendo: disputárselo al enemigo, pero apropiarse del lado que más nos convenga. Para estos intelectuales, Cuba es impensable sin Martí. Ni antes ni después de la Revolución. Es impensable porque su figura es políticamente viable y necesaria para seguir alimentando esa entelequia que es Cuba.
En ese coro polifónico de adoradores ha habido lógicamente sus excepciones. Pero aun en aquellos que en algún momento criticaron sus ideas, se hace tan fuerte la atracción, la presión social, el oportunismo político o tal vez el miedo, que muchas veces terminaron resucitándolo después de matarlo. Tomemos el caso, por ejemplo, de Juan Marinello, quien primero arremetió contra Martí y luego encontró que sus ideas eran las más avanzadas de la época.
Hay en Marinello, sin embargo, como en muchos de estos intelectuales que "saltan" cuando les tocan la tecla, un "antiintelectualismo" perverso, pero no extraño en los políticos, que trata de disputarles a los otros el derecho a hablar de Martí. En cambio, les exige que se conformen con el lugar común, la superficialidad más rampante y el absoluto silencio. Según Marinello, tanto la "exaltación parafrásica" de Martí como "la consideración abstracta, de perfil académico", eran igualmente "desdichadas", porque no nos permitían apreciar la "vigencia impulsora de su previsión cubana".
Esto lo dice Marinello en los años cincuenta, casi veinte años después de tachar a Martí de "fracasado", y casi a las puertas de la Revolución del 59, donde ejerció —como todos sabemos— su función de uno de los máximos ideólogos del gobierno. ¿Qué podíamos esperar entonces de otros intelectuales marxistas de esta generación, como García Galló y José Antonio Portuondo, los teóricos del "diversionismo ideológico" en el arte y los estudios martianos?
Albiol, Marinello y Le Riverend
No todos, sin embargo, en la República eran de la misma opinión. Ni siquiera entre los mismos marxistas había unanimidad cuando se trataba del Maestro. Este es el caso (extrañamente ausente de todas las bibliografías martianas) del intelectual negro Ángel Pinto Albiol, quien pensaba que el proyecto revolucionario de Martí respondía a los intereses de la clase pequeño-burguesa y no le interesaban realmente ni los pobres ni los negros.
En su controversia con Julio Le Riverend y Juan Marinello, este último contestaba: "creo que es usted, una vez más, injusto con Martí". "En estos días he releído el magnífico libro de Stalin sobre las nacionalidades. Como buen marxista reconoce cuánto hay de injusta imposición en el nacimiento de la nación, pero, por un desarrollo de siglos, la nación —la patria, diríamos, porque aquí la identificación es legítima— crea vínculos comunes, sagrados, positivos, buenos a la masa mayoritaria que hay que defender".
Para esta época (1942), Marinello al parecer ya había vuelto a sus cabales y encuentra inapropiada la crítica de Pinto Albiol por encontrarla contraproducente con los valores (comunes, sagrados, positivos) de la "masa mayoritaria", a la que pertenecía el Apóstol cubano. No había que estar mirando por quién y ni para quién se había hecho la revolución, sino a lo que éramos hoy y lo que significaba para todos. Mejor no irse a los extremos, no ser "injustos", porque Martí y su revolución están por encima de nosotros. "¿En qué criterio científico se funda ese absurdo privilegio?", le preguntaba Pinto Albiol a ambos intelectuales.
Hoy día, después de haber sufrido cincuenta años del mismo estalinismo que acabó con el derecho del otro a cuestionar esos mismos valores "comunes, sagrados y positivos", me parece muy poco acertado seguir pensando igual y preguntarnos para qué sirve hablar de un Martí "racista", "homofóbico" o "queer". Todo, absolutamente todo, debe estar abierto al cuestionamiento y a la duda más radical —antídoto, como dice Edmundo Desnoes— de toda "certeza ridícula".
Ni el miedo ni el oportunismo político pueden ser un pretexto para la mordaza. Cada cual que escriba a su forma, con las herramientas que tiene o le parece que son las mejores. El que no puede o no quiera escribir, que grite entonces desde el gallinero o haga ruido con las prendas.
Quienes piensan que hay que dejar las cosas como están para que no se jodan, que hay que defender a Martí como se defiende lo sagrado, mejor que se acostumbren a la idea de que van a tener bastante trabajo en el futuro. Les aconsejo que dejen de ver la patria bajo ese concepto romántico del héroe y los "hombres representativos", todos los cuales tienen sus luces y sus sombras (sean José Martí o Fidel Castro), para que no mueran de desencanto. En su lugar, deberíamos apostar por las instituciones, por los códigos democráticos que nos aseguren nuestras libertades, por el individuo, la familia y, por supuesto, por la crítica.
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