Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Esplendor y miseria del deporte revolucionario

Los conflictos de intereses entre los atletas y el Estado han minado la imagen de Cuba como potencia deportiva.

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El deporte, que tipifica tanto como el star system a las secularizadas sociedades de masas del siglo XX, ha sido utilizado con evidentes fines propagandísticos por los estados totalitarios: recordemos las Olimpiadas de 1936 en Berlín y, más cerca ya de nuestra experiencia nacional, la gran cantidad de recursos destinados a su práctica en la URSS y sus satélites, cuyas competiciones con Estados Unidos en escenarios mundiales se convertían en sordas batallas de la Guerra Fría. Lo que estaba en juego era, al fin y al cabo, lo mismo que en la carrera espacial: ¿quién podía, en este caso en la tierra, correr más, el hombre nuevo, desinteresado y comunista, o los atletas profesionales del mundo capitalista?

En Cuba, el gobierno revolucionario no tardó en aprovechar el deporte para alentar, por medio de la manipulación y la catarsis, los sentimientos nacionalistas de la gente. Desde la "hazaña" de los deportistas del Cerro Pelado en los Panamericanos de San Juan hasta la de los boxeadores del Mundial de Houston, convertidos en héroes por el solo hecho de haber sido descaradamente despojados de sus triunfos, nos sabemos de memoria estas historias que explotan hasta la saciedad la confrontación política con Estados Unidos y nutren abundantemente el kitsch comunista cubiche.

¿Cuántas medallas olímpicas no han sido dedicadas a nuestro invencible Comandante en Jefe? ¿Cuántas veces no hemos oído que los atletas cubanos no compiten por dinero o afanes individuales de gloria, sino en nombre de todo un pueblo y de su revolución?

Las críticas al profesionalismo que han sustentado ideológicamente el desarrollo del deporte revolucionario desde que en 1960 se celebrara la primera Liga Nacional de Béisbol, no alcanzan a ocultar un hecho obvio: los cubanos, como los soviéticos en su día, no son en realidad amateurs, sino profesionales que tienen por único representante a un Estado que les paga un sueldo por un empleo nominal mientras, de hecho, se dedican exclusivamente a la práctica y la competición deportiva. Poco tienen de aficionados esos deportistas que, captados desde la base e intensivamente preparados en escuelas especializadas, han alcanzado grandes éxitos en disciplinas como el atletismo, el judo o el boxeo.

No está de más recordar, además, que la descalificación del profesionalismo que se encuentra en los orígenes del movimiento olímpico moderno es genuinamente aristocrática: sólo los patricios pueden asumir el deporte como un cultivo desinteresado, humanista, mientras que los pobres plebeyos tienen que usarlo como medio de vida.

En el caso cubano, los tintes conservadores del olimpismo se perciben en la defensa del sport que acoge una revista racista como Cuba Contemporánea, mientras que, en contraste con ese tipo de ideales, el deporte profesional ha sido, como la música popular, una provechosa vía de ascenso social para individuos procedentes de grupos marginados, como los obreros y, sobre todo, los negros: es ese el caso ejemplar de Kid Chocolate.

Y en ello la revolución ha sido, en buena medida, una continuación: campeones como Ana Fidelia Quirot y Félix Savón son los "chocolates" de los tiempos rojos, aunque en mi opinión son, en general, los de antes, los auténticos mitos del deporte cubano, lo cual resulta paradójico si tenemos en cuenta que es en las últimas décadas cuando se han conseguido, tanto en lo individual como en lo colectivo, mayores logros.

Quizás se deba a que los de a.C. (antes de Castro), no tutelados por el Gran Hermano, representan de forma más pura el drama de la superación personal, la gloria y la caída, y no han tenido que ajustarse al molde del revolucionario integral que la normativa comunista impone. ¿No son los mitos más arraigados del deporte revolucionario los que, como Anglada, han entrado en algún momento, aun a pesar suyo, en conflicto con el Estado?


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