Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Sociedad

El derecho que se raciona

La historia de la libreta o cartilla de abastecimiento recoge el devenir de la hambruna de los cubanos en la Isla, aún por contar.

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Ya han pasado más de cuarenta años desde que el gobierno cubano pusiera en marcha la iniciativa de controlar qué y cuánto comen los cubanos. Con la implantación del embargo norteamericano y la imposición de la libreta o cartilla de racionamiento, cada cubano ha tenido su bozal de marca.

La historia de este documento oficial de la familia recoge la historia de una hambruna por contar. Desde los iniciales productos de gran demanda, como aceite, arroz y azúcar, la libreta de comida —como también se le conoce— ha servido para la distribución de otros productos: bombillos, juguetes, artículos de ferretería en los años ochenta, hasta la última avalancha de venta de electrodomésticos chinos, que ha tenido como requisito indispensable presentar la libreta de abastecimiento.

En los meses de noviembre y diciembre de cada año comienza el revuelo por la repartición de las libretas del próximo. La gente incluso ha comentado en numerosas ocasiones que el gobierno piensa retirarla de la circulación, para eliminar el documento en sí, que constituye una afrenta para el proyecto de vida de cualquier ser humano.

Si desapareciera un documento contentivo de tanto valor en la historia totalitarista de Cuba, podría escabullirse igualmente el testimonio de aquellos que ni siquiera fueron favorecidos.

Noelia es una señora que por más de veinte años ha permitido en su libreta a otros amigos, aunque no fueran del núcleo familiar. "Los cubanos a fin de cuenta hemos tenido que vivir de algunos engañitos", comenta, y agrega: "Como yo, son miles los que hemos permitido que gente del campo se asiente en nuestras libretas, los pobres, para que al menos coman lo mismo que nosotros".

Tal documento se rige por una circular que dicta que para los pobladores de las zonas rurales se exceptúan productos cárnicos como el pescado y derivados de una carne que sabe Dios de dónde viene. A los núcleos rurales tampoco les permiten obtener productos del agromercado, porque se supone que esos asentamientos poblacionales son capaces de autoabastecerse de tales insumos.

Pero el hecho va más allá de incluir a alguien en la cartilla por la solidaridad de los pobladores urbanos. Por años ha sido casi voz pública la venta de estas libretas al precio de doscientos pesos o más. Por una regulación de hace unos años del Instituto de la Vivienda, sin el certificado de propiedad del inmueble no se puede acceder a la libreta de abastecimiento, pero el cubano se las ingenia para cruzar casi todas las fronteras prohibitivas.

Hubo un momento en la década de los ochenta en que la cartilla de racionamiento casi llegó a constituir un documento de identificación. Tanto es así que quien no la tenía podía ser tildado de marginal o inadaptado social. Cuando los estudiantes se trasladan a centros educacionales internos, es imprescindible que presenten la acreditación de que han sido dados de baja de los productos cárnicos, supuestamente porque es un salvoconducto para alimentarse en esos centros. Asimismo, la libreta de abastecimiento figura entre los documentos que exigen las oficinas de inmigración en la Isla cuando una persona solicita el permiso de salida para viajar al extranjero.

Mil y una historias guardan las cartillas de la miseria, historias clínicas de un hambre que no termina. Dos hambres, como decía El Cuentero, pero con una sola libreta, la de racionar la vida.