Actualizado: 27/03/2024 22:30
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La Habana

La felicidad es el camino

Al ilustrador y cineasta Rapi Diego, fallecido el pasado 8 de enero en Ciudad de México.

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Fue una mañana dorada, otoñal. Balderas, el mercado de la artesanía, era un laberinto espléndido. Se desmoronaban los colores, las texturas, los olores: también las voces de hombres y mujeres que pregonaban sus artículos.

Ya me habían advertido que allí encontraría sólo una pequeña muestra de la finura y diversidad de la artesanía mexicana si se compara con lo que puede hallarse en los pueblos de México donde la exuberancia artesanal rebasaría lo que me pareció un abigarrado e interesantísimo conjunto.

Rapi Diego se encargó de demostrármelo. Me había llevado en compañía de Isabelle, su esposa, y Natalia, su cuñada. Mientras caminábamos a través del mercado, jugábamos, sonreíamos. Rapi, acosado por las secuelas de la quimioterapia, se burlaba de sí mismo y por momentos remedaba el andar de un muñequito de cuerda. Su estado de ánimo era excelente.

Pronto Isabelle y Natalia se nos adelantaron. Rapi me fue mostrando el mercado de la artesanía con el respeto que se profesa a los grandes museos, a los indiscutibles espacios culturales. Avanzábamos despacio y me explicaba que las máscaras más valiosas son las que los hombres han portado en la danza y por eso ya ellas se han hecho dueñas de su espíritu; que ciertas estrafalarias combinaciones de colores son el producto de las visiones provocadas por el peyote. Y aunque no lo decía, en la atención que prestaba a los objetos podía yo sentir ese deleite, ese agradecimiento por estar vivo.

Vimos muchas cosas ese día: jaguares de la buena suerte, vírgenes de Guadalupe, Catrinas, Sanchos, Quijotes, Fridas Kahlos, muchos personajes perpetuándose en un calidoscopio sin fin.

Cuando nos reunimos todos otra vez, se dirigió a su esposa y le dijo: "La voy a comprar, Isa… Me voy a comprar mi Muerte. La pondré en el estudio". Nosotras fingimos una sonrisa indiferente. Se separó del grupo y compró una figura imponente, digna de la mejor tradición medieval, oscura y con guadaña. La traía envuelta cuidadosamente. Continuamos el recorrido como si nada hubiera pasado.

Un rato después hicimos un alto en el paseo. Nos sentamos a tomar un refresco. Iniciamos una de esas conversaciones, a sabiendas de que compartíamos un momento muy especial, y empezamos a nombrar a los amigos. Hablamos de Fefé, Lichi, Ismael, e intentamos filosofar en torno a la alegría y la tristeza, la proximidad y la lejanía. Entonces me lo dijo, entre sorbo y sorbo del refresco, a pico de botella: "Lourdes, yo soy un hombre muy feliz".

Y era cierto. Había tomado la decisión de serlo a toda costa. Ese día se había comprado a la Señora Muerte para ponerla justo en su lugar, para mirarla de frente en el sitio donde creaba esos personajes repletos de ternura, movimiento y sentido del humor.

Dicen que fue Buda el que lo sentenció: "No hay camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino". Y es esa una enseñanza emanada de su iluminación.

Ahora que Rapi Diego ha muerto muchos escribirán elogios sobre él, y los merece. Yo sólo quiero agradecer al hombre más tenaz en su valentía que he conocido, la extraordinaria lección vital que me legó, una mañana otoñal y dorada, en plena Ciudad de México: en cualquier circunstancia tenemos que cumplir con el deber de la felicidad. Ese es el camino.