Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Muerte en el ascensor

Acerca del asesinato de la periodista Ana Politkóvskaya en el imperio de un ex alto oficial de la KGB.

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Ignoro si el periodismo es la mejor profesión del mundo, como postula García Márquez en una de sus habituales hipérboles, pero no hay duda de que entraña riesgos. Los riesgos del periodismo son directamente proporcionales a la honestidad del periodista. Parodiando las macabras advertencias a los fumadores impresas en los paquetes de cigarrillos, diríamos que informar sobre ciertos temas, y opinar sobre ellos con independencia de criterio, perjudica gravemente la salud. Incluso, en algunos sitios, puede acortar la vida.

El mismo día en que dos periodistas alemanes eran asesinados en Afganistán, en Moscú un pistolero le pegaba un par de tiros a Ana Politkóvskaya, una articulista de la estirpe de Oriana Fallaci y la reportera rusa más leída dentro y fuera del imperio de Vladímir Putin, ese ex alto oficial del KGB que conserva sus hábitos de funcionario soviético, entre los cuales figura el de darle dinero a Fidel Castro.

En abril de 2005, Politkóvskaya vino a España a presentar la edición en castellano de su libro La Rusia de Putin, oportunidad en la que dijo: "Para un periodista que trabaja en Rusia no hay ninguna protección garantizada". Meses antes había escrito unas palabras premonitorias: "Estamos retrocediendo a marchas forzadas hacia el abismo soviético […] si uno quiere seguir trabajando como periodista, ha de mostrar un servilismo total hacia Putin. De lo contrario, puede encontrarse con la muerte, una bala, un veneno o un proceso, lo que nuestros servicios especiales, perros guardianes de Putin, consideren más oportuno". Cuando ella dijo esto, ya había recibido amenazas de esos canes especiales.

A sus 48 años (nació en Nueva York en 1958), Ana Politkóvskaya era considerada la crítica de Putin mejor informada y más severa de la prensa rusa. Desde el semanario Nóvaya Gazeta —una de las escasas publicaciones que aún se resisten a ser fagocitadas por el Kremlin—, a cuya redacción pertenecía, y desde libros como Viaje al infierno, Una guerra sucia y Terror en Chechenia, traducidos a varias lenguas, esta indómita defensora de la libertad de prensa, los derechos humanos y el pueblo checheno desafió igualmente al gobierno y el ejército rusos y al terrorismo separatista. Nadie como ella, con su vigor y rigor, ha denunciado las fechorías de los militares rusos en Chechenia y las mentiras de Moscú para ocultarlas. Está claro que enemigos peligrosos no le faltaban.

Según informaciones publicadas en estos días, son más de trescientos los periodistas asesinados o desaparecidos en Rusia desde 1991, año en que se disolvió la URSS, y, desde que Putin gobierna, doce asesinatos de periodistas permanecen en el misterio. Ojalá que el de esta corajuda comunicadora no sea el número trece.

No es para asombrarse que sea inhóspito al periodismo crítico un país que no ha tenido, en su larguísima historia, ni un segundo de democracia; un país que pasó del despotismo feudal de los zares al totalitarismo estalinista y de éste a una plutocracia corrupta, salida de los redaños del viejo régimen y dominada por voraces mafias empresariales; un país con un gobierno seudo liberal dirigido por un antiguo policía ambicioso y lleno de vicios autoritarios. Sería milagroso que en semejante sitio floreciera el periodismo libre, el único verdadero.

Cuando murió Stalin, Ilyá Ehrenburg dijo que ya no lo asustaba sentir pasos en la escalera. Los despotismos no varían aunque los tiempos cambien: a Ana Politkóvskaya la mataron en el ascensor.