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Actualizado: 17/05/2024 12:58

EE UU

Comienza la sesión

El juicio contra el asesor del vicepresidente Cheney extiende el debate sobre la manipulación informativa con fines estratégicos del gobierno de Bush.

Aún es pronto para cantar victoria frente a las primeras acusaciones del fiscal especial Patrick Fitzgerald, en el caso de la filtración a la prensa de la identidad de un agente encubierto de la CIA. Los cargos contra el asesor vicepresidencial I. Lewis Scooter Libby son de obstrucción de la justicia, declaraciones falsas y perjurio. Una acusación específica sobre la filtración quedó fuera del encausamiento. Pero en el reparto de culpas de esta investigación en marcha, las razones políticas superan al cuerpo del delito y los personajes involucrados cuentan más que las posibles sanciones.

Se trata de cargos relativamente menores —desde el punto de vista político— para la actual administración, aunque graves para el futuro del funcionario, quien renunció de inmediato. Si es encontrado culpable, Libby podría enfrentar una condena de 30 años de prisión y multas de hasta 1,25 millones de dólares. El fiscal debe probar, más allá de toda duda razonable, que el acusado mintió "deliberadamente y con conocimiento de causa''. De ahí que su estrategia sea un enfoque limitado del encausamiento.

Puede que se castigue al funcionario, pero que quede sin demostrar la intencionalidad del gobierno en filtrar el nombre de la agente Valerie Plame: llevar a cabo un acto de venganza personal con el intento de desprestigiar al esposo de ésta, quien escribió un artículo donde se cuestionaban los datos de inteligencia sobre la presunta adquisición de uranio en Níger por parte de Sadam Husein.

Por el momento, el principal y más notorio sospechoso se libró de ser acusado: el asesor presidencial Karl Rove sigue en su cargo, pero todavía no puede dedicar todo el tiempo a su agenda política. El hombre de confianza del presidente George W. Bush continúa siendo investigado y el fiscal dejó pendiente una decisión al respecto. Rove —que declaró cuatro veces ante el jurado investigador— ha suspendido algunas de sus labores partidistas, como su participación en discursos para la recaudación de fondos.

En estos testimonios reiterados pudiera estar la clave que explique la ausencia de un encausamiento en su contra, ya que podría haber aprovechado estas oportunidades para rectificar anteriores declaraciones y librarse de los posibles cargos de perjurio y obstrucción de la justicia, que han sido en definitiva los que provocaron la caída de Libby.

En cualquier caso, el juicio contra el asesor del vicepresidente Dick Cheney mantiene abierto el debate sobre las verdaderas intenciones del gobierno al declarar la guerra contra Irak. La acusación deja en claro que fue el vicepresidente uno de los informantes a su asesor de la identidad de la agente.

Se trata de una investigación legal. Fitzgerald y sus ayudantes tratan de determinar si Rove, Libby u otros funcionarios del gobierno revelaron la identidad de Plame o mintieron a los investigadores sobre su participación en los hechos. La función del fiscal es dilucidar si se cometió el delito de divulgar intencionalmente la identidad de un agente encubierto —que conlleva una sanción de hasta diez años de cárcel—, pero la implicación política del caso trasciende el aspecto jurídico: víctimas, culpables e inocentes están relacionados con una guerra que ha costado la vida a más de 2.000 militares norteamericanos y cuyos resultados son cada vez más cuestionables.

Los cargos contra el asesor vicepresidencial forman parte de la trama jurídica de esta investigación, que se ha extendido por dos años. Hablar de ellos sin entrar en detalles sobre el acusado es narrar sólo una parte de la historia, la que al final pudiera resultar la menos importante. Las acusaciones contra Libby no son un cuestionamiento directo de la Casa Blanca. En la importancia del funcionario radica en gran parte el valor político del caso. Cargos similares —perjurio y obstruir la justicia— fueron presentados contra Martha Stewart, que fue condenada a cinco meses de prisión y posterior arresto domiciliario, y ahora ha vuelto a la televisión y mantiene en alto su popularidad. Pero Libby no debe su fama y poder a su habilidad culinaria y la venta de productos de decoración.

El halcón neoliberal

Un abogado graduado de la Universidad de Columbia, Libby, de 55 años, siempre prefirió mantenerse alejado de la publicidad, mientras ascendía en los departamentos de Estado y Defensa, hasta convertirse en el asesor principal de Cheney. Inició su carrera de funcionario gubernamental en 1981, bajo la protección de Paul Wolfowitz —ex subsecretario de Defensa y actual presidente del Banco Mundial—, y formaba parte de la elite neoliberal que tiene a su cargo la formulación de la política internacional y económica de Bush. Fue nombrado jefe de despacho del vicepresidente en 2001 y desempeñaba además las labores de asesor de Seguridad Nacional y asistente del presidente Bush.

Uno de los "halcones'' que favorecen la solución de los conflictos internacionales mediante el uso de la fuerza, Libby integró el Grupo de Irak de la Casa Blanca, que tuvo a su cargo la campaña para promocionar la guerra contra Husein en el público norteamericano, la prensa y el Congreso.

Más allá de los delitos cometidos por Libby, hay una realidad que la investigación coloca de nuevo en el centro de la atención ciudadana. Este gobierno manipula la información de inteligencia con fines políticos. El fracaso de la estrategia del presidente Bush en la lucha contra el extremismo islámico —que no sólo no ha evitado que continúen los atentados sino que ha convertido a Irak en un caldo de cultivo para ataques terroristas— debe ser denunciado por todos los medios.

Basta recordar brevemente lo ocurrido hace algo más de años, para reafirmar que no sólo los motivos declarados que llevaron a la guerra contra Husein fueron infundados. También se recurrió a la tergiversación de la información y el ocultamiento de datos.

Antes del inicio de la guerra, quedó claro que Cheney no creía en la CIA y utilizaba sus propias fuentes de inteligencia. En igual sentido actuaron los entonces subsecretarios de Estado, John Bolton, y de Defensa, Wolfowitz. Cuando se asignó a un experto en desarme para que informara a Bolton, éste demostró su disgusto a las pocas semanas, "porque no estaba escuchando lo que quería oír''.

Uno de los que divulgó el tipo de información que no querían oír Wolfowitz, Bolton y Cheney fue el esposo de la agente Plame, el diplomático Joseph Wilson. En el otoño de 2001, poco después de los ataques del 11 de septiembre, llegó a la CIA un informe de los servicios de seguridad e inteligencia militar de Italia, en que se afirmaba de que un embajador iraquí había gestionado la adquisición de material radioactivo transformable en uranio enriquecido para uso bélico. El informe fue descartado, considerado poco profesional y nada confiable por todos los expertos de inteligencia. Sin embargo, Cheney lo aceptó como cierto. Fue este informe el que sirvió de base para las afirmaciones del premier británico, Tony Blair, y luego de Bush, de que Irak se mantenía en la intención de desarrollar bombas atómicas. Nunca se tomó en consideración la opinión contraria del embajador retirado Wilson, que realizó una investigación en el terreno por encargo de la CIA, para verificar la autenticidad de la información.

A comienzos de octubre de 2002, a la periodista italiana Elisabetta Burba —que escribía para una publicación semanal del primer ministro Silvio Berlusconi— le ofrecieron la venta de unos documentos que supuestamente demostraban la conexión de Husein con la búsqueda de uranio en África. Burba se trasladó a Níger una semana después, y comprobó que no habían pruebas que sustentaran los datos. No se pagó al informante y no se publicó la historia. Pero una copia de los papeles fue enviada a la embajada norteamericana —a sugerencia del director de la publicación— para que fuera verificada.

Por su parte, el gobierno inglés dio por cierta la información y ésta terminó en manos del presidente Bush, que incluyó el dato en su discurso del Estado de la Unión de 2003. Posteriormente, Condoleezza Rice —entonces asesora de Seguridad Nacional y ahora secretaria de Estado— y George Tenet —quien era jefe de la CIA y luego se retiró y fue condecorado por Bush— asumieron la responsabilidad por la información errónea. Resulta inconcebible que el presidente de la nación más poderosa del planeta tomara por verídico un informe que una simple periodista encontró era falso.

El ex embajador Wilson —esposo de la agente descubierta posteriormente— publicó un artículo de opinión en The New York Times tras el discurso del Estado de la Unión del presidente, en que dejó claro que existían datos que refutaban la información sobre la compra de uranio en Níger, y que estos simplemente habían sido desestimados por motivos políticos. A partir de ese momento, Wilson fue víctima de una campaña de prensa dirigida a cuestionar su conocimiento sobre la materia, y en la cual se argumentó que la razón de su envío a África no obedecía a su calidad de experto, sino a su vínculo matrimonial. Fue en ese momento que se hizo público el nombre y la actividad a la que se dedicaba su esposa.

Ahora existe la posibilidad de que Cheney sea llamado a declarar en el juicio contra Libby, a fin de que explique la supuesta campaña del gobierno contra Wilson. No sólo porque el encausamiento señala de que fue el vicepresidente quien le comentó a Libby que la esposa del ex embajador trabajaba para la CIA. En el documento se especifica que en la oficina del vicepresidente se llevó a cabo una labor combinada de recogida de información sobre figuras claves opuestas a la política de Bush sobre Irak.

Manipulación informativa

La tendencia a recibir información de inteligencia que sólo es analizada por sus subordinados de mayor confianza —los que indudablemente comparten o se inclinan ante los criterios de sus jefes—, ha llevado a importantes miembros del gabinete de Bush a lanzar afirmaciones cuestionables, confiando siempre en que los ciudadanos tienen poca memoria.

La intimidación y las campañas de desprestigio han sido utilizadas para restarle valor a los argumentos del contrario y dañar su reputación. La falta de una solución visible a la situación en Irak, junto al hecho de que la prensa norteamericana ha vuelto a asumir un papel más crítico —luego de un período de ausencia de críticas a la gestión presidencial tras los ataques terroristas—, han hecho que las tergiversaciones no se olviden y algunas campañas sucias comiencen a salir a la luz.

No es casual que el mismo día en que se formularon los cargos contra Libby, el dueño de The New York Times, Arthur Sulzberger, admitió que su periódico actuó con demasiada lentitud en corregir sus informes indicando que Husein poseía armas de destrucción masiva. Tras la liberación de la periodista Judy Miller —encarcelada por negarse a divulgar que Libby era una de sus fuentes de información—, The New York Times comenzó a distanciarse de la reportera, por considerarla poco confiable y difícil de controlar. Ahora el periódico neoyorquino considera que los trabajos de Miller sobre Irak y las armas de exterminio masivo estuvieron influidos por los vínculos de ésta con la Casa Blanca.

Han transcurrido sólo nueve meses desde la toma de posesión del presidente Bush para su segundo mandato. La euforia republicana se ha evaporado. El ardor inicial de lo que fue visto como el comienzo de una era de dominio conservador —capaz de transformar para siempre a la sociedad norteamericana— yace en un montón de cenizas. La confianza en un mandatario invencible y un partido unido junto a su líder anda por el suelo. En tan corto tiempo, la victoria cacareada ha cedido el paso a los reproches. El avance con pasos de gigante a la marcha atrás. La firmeza a la vacilación. El entusiasmo a la duda. La gloria de Bush se ha hecho humo.

Falta por ver si el enjuiciamiento de Libby es el comienzo de un proceso de grandes proporciones o el principio del fin de una investigación judicial con matices políticos. La suerte del asesor presidencial Rove es el barómetro que todos miran. En el caso Watergate, tres de los miembros más cercanos a Richard Nixon —el jefe de personal, H. R. Haldeman, el secretario de Justicia, Richard Kleindienst, y el asesor de Seguridad Nacional, John Ehrlichman— lo precedieron en la caída.

Es exagerado aún hablar de "un nuevo Watergate'', como carece de fundamento decir que Irak es "otro Vietnam''. Hay, sin embargo, una lección ejemplar, que se tiende a olvidar al llegar a la Casa Blanca: gobernar con la mentira no es una buena política en un país democrático. La verdad termina por salir a la superficie, pese a los intentos por ocultarla. El engaño no paga. Un ciudadano orgulloso de vivir en esta nación debe alegrarse cuando se investigan las sospechas de una conducta errónea, queda al descubierto un farsante o se desenmascara a un demagogo. La confianza en la nación está por encima de la depositada en mandatarios, legisladores y políticos de cualquier partido.

© cubaencuentro

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