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América Latina

Postmocaudillos y neocuranderos

De cómo cierta izquierda ha decidido agenciarle un sentido reivindicador al término 'populismo'.

Luego de independizarnos, los emancipadores héroes militares del siglo XIX se hacían presidentes de república vitalicios. Bolívar, fundador del militarismo entre nosotros, propuso formalmente la condición vitalicia del mandatario —¡y un senado hereditario!— en la constitución que escribió para Bolivia, uno de sus experimentos. La "Gran Colombia" fue su experimento republicano "liberal"; Bolivia quiso ser la enmienda reaccionaria de la Gran Colombia.

En estas veintitantas "repúblicas de Costaguana" en que se nos convirtió Hispanoamérica desde 1830, la adulación áulica atribuye al omnímodo caudillo militar rasgos y cualidades que lo distinguen del resto de los mortales, en especial de los civiles.

La impertérrita invulnerabilidad en las batallas; un ojo zahorí para descubrir intrigas y acechanzas son apenas dos de esos rasgos. Un anecdotario en el que resplandezca una inteligencia silvestre que haga prescindibles a los letrados, viene bien al adorno legitimador del mandón.

Nuestro Telmo Romero

El general Joaquín Crespo, caudillo "liberal" en las postrimerías del siglo XIX venezolano, era hijo de un curandero famoso en los llanos. Quizá por ello, y desesperando de los médicos que no daban con la cura para un hijo suyo gravemente enfermo, Crespo puso la salvación del niño desahuciado en manos de otro curandero que andaba de paso por Caracas.

El hombre se llamaba Telmo Romero —nombre digno de Tirano Banderas—, era comerciante de ganado y en sus andanzas había compilado un recetario de medicamentos indígenas.

Agradecido por la milagrosa curación que logró con sus brebajes, Crespo hizo publicar el recetario bajo el título de El Bien General y ordenó a su cuerpo diplomático agenciarle al brujo un diploma en Medicina en alguna universidad de Europa. Sólo un venal instituto bostoniano dio el paso, a cambio de una jugosa donación en metálico.

Crespo encomendó entonces al ya borlado curandero nada menos que la dirección de un hospital de lázaros y la del Manicomio Nacional. Fue su manera de humillar a los médicos de Caracas, linajudos criollos blancos que nada pudieron hacer por su hijo.

Cuando corrió el rumor de que Crespo pensaba nombrarlo rector de la Universidad Central, los airados estudiantes hicieron una pira con El Bien General. Pagaron muy caro el desacato.

Con todo, Romero, Rasputín caribeño, no llegó nunca a ser consejero de palacio. En esto no hay que engañarse: la personalidad autoritaria no admite consejeros, sólo cómplices.

Cada nación hispanoamericana ha tenido un Telmo Romero en algún momento de su historia. Los caudillos populistas del siglo XX también se rodearon de rasputines y curanderos. Perón, a quien Marcos Aguinis reputa de "arquetipo", tuvo en su vida dos brujos de cabecera: Evita y, luego, el ignominioso López Rega.

Dejada atrás la era de las dictaduras claramente militares, hasta hace poco uno podía hacerse entender, sin lugar a equívocos, al llamar "populista" a cualquier régimen electoralmente fraudulento, tiránico, manirroto, palabrero, clientelar, azuzador de resentimientos de casta o de raza, corrupto y corruptor.

' La razón populista'

Pues bien, cierta izquierda bien pensante ha decidido robarnos la palabra y dotarla de un sentido reivindicador: volverla contra sus enemigos; reivindicar lo que de "atajo hacia el desarrollo humano" presuntamente tiene el populismo de los Chávez y los Morales.

La operación, desde luego, comienza en la academia, en los centros de estudios culturales del Tercer Mundo que hay en muchas universidades gringas y algunas europeas.

Por ejemplo, hay un caballero que dicta clases en la Universidad de Essex, Inglaterra. Se llama Ernesto Laclau. Se define a sí mismo como postmarxista (¿qué podrá ser ello?) y el Fondo de Cultura Económica le ha publicado un libro suyo titulado La Razón Populista.

Como es ya característico de cierta industria académica en esta era de descrédito del marxismo, Laclau se esmera en la cocción de una bullabesa hecha de Foucault, Derrida, Lacan, métodos de la lingüística generativa transformacional, una pizca de Antonio Gramsci y préstamos de la terminología propia de las ciencias "duras".

En uno de sus ensayos en pro del neopopulismo, Laclau dice cosas tan inextricables como esta: "la construcción de una subjetividad popular sólo es posible con base en la producción de significantes tendencialmente vacíos".

¿Cómo saber, a punto fijo, si ese galimatías está a favor o en contra?

Para mí que ni siquiera es brujería, sino algo de nombre más castizo: engañifa.

© cubaencuentro

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