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Elogio de la elegancia: Nicolás Quintana

Debo confesar que no fueron sus éxitos académicos o profesionales lo que más me impresionó de Nicolás Quintana, sino su elegancia

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Aquel mediodía de noviembre de 2004 era bastante caluroso, como corresponde a Miami, y llegué al Versailles casi al mismo tiempo que Nicolás Quintana y su esposa Isabel. Habíamos hablado muchas veces e intercambiado un grueso fajo de emails, pero no nos conocíamos personalmente.

Durante aquel almuerzo, hablamos de su ingreso al consejo de redacción de Encuentro de la Cultura Cubana; me contó sobre su simulación por ordenador de La Habana posible, y le pedí su colaboración en el dossier sobre el urbanismo de La Habana que haríamos tiempo después, y para el cual nos propuso a arquitectos residentes en EEUU, España y Cuba. La conversación fluyó naturalmente hacia las distintas visiones de la arquitectura y el urbanismo y, en particular, la contraposición entre un urbanismo tradicionalista y conservador y otro innovador y audaz por el que él apostaba. De esa conversación hay una frase de Nicolás Quintana que conservo como una suerte de principio das conversas: “No acepto un urbanismo que no toma en cuenta a las personas”.

Y nos adentramos en esos ejercicios profesionales —en la política o el urbanismo, en la ciencia o la administración— que consideran a los ciudadanos meros conejillos de indias en los que probar sus tesis.

Sabía que Nicolás Quintana había colaborado con Le Corbusier, Sigfried Giedion, Walter Gropius, José Luis Sert y otros grandes del urbanismo y la arquitectura del siglo XX; que entre 1954 y 1960 fue el director de Planes Maestros Urbanos y Regionales para el centro turístico de Varadero y la ciudad histórica de Trinidad; ganador en 1956 de dos Premios Nacionales a la Excelencia Arquitectónica; autor del Plan Maestro de la ciudad de Caricuao, en Venezuela. Y que en Puerto Rico fue autor de más de cien proyectos. Conocía su actividad docente en la Universidad de Miami y en la Universidad Internacional de la Florida. Sabía que todo ello lo hizo merecedor del “Urban Design Award” de la AIA, del premio del Senado del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, por su “extraordinaria contribución a la arquitectura puertorriqueña” (2000), y del Premio a toda su obra concedido por la Fundación Cintas, entre otras.

Pero debo confesar que no fueron sus éxitos académicos o profesionales lo que más me impresionó de Nicolás Quintana, sino su elegancia. No me refiero, desde luego, a la elegancia del petimetre, sino a la elegancia intelectual de quien sabe exponer sus opiniones sin pretender un monopolio de la verdad, la elegancia personal de quien sabe escuchar y valorar los argumentos del otro, aun desde la diferencia o la total divergencia de criterios. Y, sobre todo, la elegancia de ponderar las virtudes profesionales y/o personales de quienes polemizaban con sus ideas.

Recuerdo que mientras lo escuchaba pensé en esa como una virtud rara en una Cuba donde el adversario es siempre enemigo a batir por todos los medios: el menosprecio profesional, la calumnia y el escarnio. Para desesperación de Borges, una Cuba donde los adjetivos valen más que los sustantivos. Y también pensé que esa elegancia personal e intelectual es la de Miró Argenter y Maceo cuando aceptan el valor, la tenacidad y el heroísmo de sus enemigos, la de los cubanos que, desde las antípodas políticas, consensuaron en 1940 la constitución más innovadora de su tiempo.

Más tarde supe de su trabajo en el Compendio de la Infraestructura de Cuba para el proceso de reconstrucción de la Isla post, y consulté su proyecto “La Habana y sus Paisajes. Una ciudad hacia el futuro: un enfoque sostenible de diseño urbano”. Y allí también encontré la elegancia, esta vez aplicada a la recuperación de una ciudad que nunca dejó de habitar Nicolás Quintana. Un proyecto que intenta impedir la “dramática alteración del entorno urbano (…) el certificado de defunción de La Habana como obra de arte. La Habana cesará de ser la expresión de nuestra cultura y habrá perdido su autenticidad y su atractivo”. En ese proyecto se recoge una frase de Paul Goldberger, quien, en “The Future of Cuban Cities” (1998), afirma que “El gran reto, para La Habana (…) será encontrar una forma de mantener la autenticidad que es tan esencial para el potencial de las ciudades (…) el reto es encontrar una vía intermedia, para balancear la nueva construcción con la antigua, reconocer las escalas, celebrar la importancia de la calle y los lugares públicos”.

Y ahora comprendo que esa elegancia a la que hacía referencia es una forma de equilibrio. Y no es, desde luego, la elegancia del “nuevo rico”. Quintana conjugaba sin sobresaltos a Le Corbusier y Walter Gropius con Benny Moré y Tata Güines. Si en la ciudad, como dijo Lewis Mumford, “el tiempo se hace visible”, el hombre lo consigue en la conversación. Desde entonces sospecho que la semejanza entre las palabras urbanidad y urbanismo no es un accidente del idioma.


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