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Economía, República, Política

Cuba a posteriori de 1926: entre el nacionalismo político y la dependencia económica (II)

Este trabajo aparecerá en cuatro partes

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2.

Para 1959 esta situación de agotamiento del modelo productivo reclamaba no ya una revolución social, que redistribuyera mejor lo producido, algo que ya había hecho la Revolución del 30, aunque solo entre quienes tenían el privilegio de tener un empleo sindicalizado. La realidad es que había más o menos lo mismo para redistribuir, pero entre una población que no paraba de crecer, y en un mundo, sobre todo el de posguerra, en el cual los estándares de consumo se dispararon por todo Occidente, no solo en los Estados Unidos.

En las vísperas de 1959 el problema en el fondo no era la existencia de una dictadura que le había pasado por encima a la Constitución de 1940, porque a fin de cuentas si esa dictadura estaba ahí era en gran medida a causa de la inestabilidad social engendrada, a su vez, por el agotamiento del modelo productivo cubano, incapaz ya de asegurar los niveles de consumo a los cuales aspiraba el cubano. El problema de fondo no era que el modelo de producir azúcar crudo para exportar a los Estados Unidos ya no tuviera posibilidades futuras de crecimiento, ni siquiera para asegurar el mantenimiento de los niveles de consumo de 1926, sino que ese modelo productivo era incapaz de asegurar los niveles de consumo ideales del cubano: los de los americanos.

Desde el nacionalismo ello dejaba solo dos posibles soluciones. Encontrar un nuevo modelo productivo capaz de engendrar la suficiente renta nacional como para que los cubanos consumieran como americanos, o en ese entorno, o imponer un modelo político que aislara a los cubanos culturalmente de los Estados Unidos, para evitar que sus niveles de consumo continuaran imponiéndose espontáneamente a los cubanos. Había una tercera posibilidad, pero más allá del nacionalismo: buscar integrarse a los Estados Unidos como un nuevo estado, o al menos en el mismo estatus que Puerto Rico. Mas en 1959 esa no era una solución que resultara políticamente realizable, o moralmente aceptable, para nadie.

Si al menos en teoría y en el discurso político la República prefirió la primera solución, aunque en verdad pudo hacer poco para impulsarla, la Revolución acabaría por decantarse por la segunda solución, al menos hasta 1989.

La Revolución de 1959 fue nacionalista, antes que cualquier otra cosa. Buscaba conseguir para Cuba la autonomía económica que le permitiera “la verdadera y definitiva independencia” política, de la cual no disfrutaba por su dependencia económica, específicamente a los Estados Unidos. Por consiguiente, su meta: marcar distancia de los Estados Unidos, tendía a llevarla a la segunda solución. No obstante, no necesariamente el intento de distanciarse implicaba una ruptura, ya que marcar distancia no era lo mismo que buscar el aislamiento completo, para eliminar una determinada influencia. Pudo, por ejemplo, haberse rebajado poco a poco el volumen de lo importado de ese vecino, o haber aumentado lentamente las exportaciones de azúcar a la Unión Soviética, comenzadas por Batista desde 1955.

El modo para nada diplomático como se intentó disminuir la dependencia de los Estados Unidos estuvo dado por la personalidad del líder supremo del proceso revolucionario, pero también por el carácter nada pragmático de un nacionalismo cubano que había aparecido un siglo antes, en la Era Romántica. Así, el nacionalismo rampante, que se había adueñado de los imaginarios colectivos, más que lograr una verdadera disminución de la dependencia, lo que parecía buscar era regodearse en el gesto de desafiar a un establishment político y cultural americano que por el otro lado percibía todavía a Cuba como un asunto interno. Estaba dado por tanto el escenario para un choque de trenes, sobre todo porque el desafío no solo se limitó a la influencia y el poder americano sobre Cuba, sino también sobre Latinoamérica. En el contexto del mundo polarizado de 1960, en medio de lo más caliente de la Guerra Fría, era inevitable para un país dependiente como Cuba que el intento de separarse de modo retador de uno de los contendientes lo llevara echarse en brazos del otro. En este caso la Unión Soviética.

Sin embargo, lo en verdad determinante en la rápida evolución que condujo a la ruptura de relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, en la segunda mitad de 1960, fue la necesidad de todo nacionalismo cubano consecuente de ir más allá de la disminución de la dependencia, hasta desconectar a los cubanos de la influencia cultural americana, que traía aparejada un constante grado de insatisfacción en el desempeño económico de la República, y por tanto inestabilidad social. Esta era una imposición de la realidad a cualquier proyecto nacionalista. Había que separar culturalmente a Cuba de los Estados Unidos, para eliminar la tensión social que causaba el que los cubanos mantuvieran al de los americanos como su ideal de consumo material. En cualquier plan, realista o no, para desarrollar al país como una economía independiente, se imponía, para conseguir afrontar el periodo de tiempo en que se diera el salto desarrollista, evitar que los cubanos siguieran midiendo su capacidad de consumo por la de los americanos. Ello no solo conllevaba alejamiento, sino ruptura y aislamiento cultural. Un aislamiento que en 1960 Cuba solo podía hallar tras la Cortina de Acero.

Todo parecía, por tanto, llevar a la Cuba revolucionaria a establecer una relación de dependencia a la Unión Soviética semejante a la que había tenido desde los 1880 a los Estados Unidos. Mas la dirección revolucionaria se resistió a ello, porque el ideal del nacionalismo cubano no era en ese momento el de contrapesar a un poder cercano al aliarse con la Némesis de aquel, ubicada más lejos de Cuba. El nacionalismo cubano, y la dirección revolucionaria educada en él, en ese momento aspiraban a, y creían realizable, convertir a la cubana en una economía diversificada, que no la hiciera dependiente de ninguna economía complementaria.

La política económica de la Revolución en sus inicios, consecuentemente, tenía como objetivo garantizar esa diversificación económica, de productos y de mercados, sin la cual la Cuba revolucionaria tendría que necesariamente conectarse a alguna economía suplementaria. Lo cual a la larga limitaría su independencia política. O sea, la política económica de la Revolución, en su primera década, no buscaba solucionar el problema del agotamiento del especifico modelo productivo vigente desde hacía casi un siglo, sino garantizar la creación en Cuba de una economía diversificada tanto en sus producciones, como en el destino geográfico de las mismas, lo cual garantizara que en lo futuro no hubiese más agotamientos semejantes. Esa política, por cierto, no solo era “anti-americana”, sino también anti-azucarera, como la calificó acertadamente Antonio Santamaría, ya que implicaba reducir la cantidad de recursos y capitales que se dedicaban a la agroindustria nacional, para desviarlos hacia otras ramas productivas.

La política anti-azucarera, no obstante, fracasó con rapidez. En primer lugar, la política de sustitución de importaciones, en un país de mercado relativamente pequeño, de solo siete millones de habitantes, no podía más que fracasar. La misma conllevaba importar una gran cantidad de materias primas que no existían en Cuba, o cuya explotación suponía una inversión inicial impensable. Pero la dificultad más importante estaba en que el país dependía a un grado tan elevado de las exportaciones de azúcar para obtener lo necesario para impulsar otras actividades productivas, y a su vez la agroindustria necesitaba ella misma tantos recursos para funcionar –lo cual se agudizo con su paso a un sistema económico más ineficiente, tras las nacionalizaciones—, que se creaba un círculo vicioso: quitar recursos y capital de la agroindustria llevaba a bajar su producción, lo cual disminuía las exportaciones y por lo tanto los recursos para la diversificación productiva.

Esa dificultad, al menos en teoría, podría haberse superado si esas nuevas producciones hubieran tenido una inmediata inserción entre las exportaciones cubanas, como soñó la dirección revolucionaria. La realidad es que insertar un producto nunca es un asunto fácil, ni de dos días. Por demás la mayoría de esas nuevas producciones cubanas, pero nada novedosas para sus potenciales compradores, habrían tenido que competir por los mercados con numerosos productores cercanos, entre ellos nada menos que los de los Estados Unidos. Para colmo de males un mercado este último, el mayor del mundo y nuestro mercado natural, como reconoce incluso Iroel Sánchez[i], cerrado para Cuba desde 1960; a consecuencia precisamente de las necesidades de ese nacionalismo que impulsaba la diversificación productiva.

La Revolución, en este sentido funcionó como un experimento. Demostró, al intentarlo y fracasar desde unas condiciones de control social y económico impensables para la República, que si esta no pudo lograr los mismos objetivos no fue porque no se lo propusiera. Y es que como señala Antonio Santamaría, el azúcar –o más bien la realidad en la forma de azúcar— terminó por imponérsele a la Revolución:

…la Revolución no conseguirá disminuir lo que en principio fue una de las metas esenciales de su política económica: la dependencia económica externa. Cambio al país; pero la dependencia, si acaso, ha aumentado con el tiempo… y el azúcar ha tenido mucho que decir en ello[ii].

Se combinaron en que la dirección de la Revolución admitiera ese fracaso –aunque nunca expresado de manera explícita— una serie de razones, entre las que cabe mencionar ahora: los favorables precios preferenciales pactados con la Unión Soviética; que la Convención Internacional Azucarera de 1968 aceptara que lo vendido a los países socialistas no se consideraría como parte de la cuota asignada Cuba en el mercado internacional, sino un acuerdo especial; y por último la elevación de los precios internacionales del azúcar en los años posteriores a dicho Convenio –en 1974 treparía hasta los 29,66 centavos la libra.

Esto conllevó a que entre 1972 y 1990 Cuba se convirtiera en una estructura económica, social y política de corte soviético, que dependía por entero del campo socialista para su existencia. La concentración del comercio exterior en el socio predominante, por ejemplo, pasó del 62% a los Estados Unidos, en 1958, al 72% a la Unión Soviética, en 1987[iii]. Lo cual todavía no expresa la realidad de la dependencia cubana en el citado periodo, porque hemos dejado fuera a los demás países del CAME, cuyas políticas económicas exteriores eran controladas, en considerable medida, desde el Kremlin.

3.

Desde una perspectiva atenta solo a los puntos extremos y no al proceso entre uno y otro, cabría sostenerse que la Revolución, al enfrentar el problema del agotamiento del modelo productivo, llevó al límite las respuestas de la Segunda República. De la regulación de las zafras se pasó a la planificación centralizada de toda la economía, y la redistribución con un alto grado de equidad de la renta nacional entre las clases productivas, empresariales o trabajadoras, se extendió a toda la población, al aplicar una política de pleno empleo. Desde esta interpretación, por tanto, la Revolución no rompió con la Segunda República, sino que representó una continuidad suya, en la cual sus respuestas fueron llevadas al extremo.

Sin embargo, a diferencia de la República, cuyas respuestas no iban dirigidas a sustituir el modelo productivo —en todo caso solo se trató de crear algunas de las condiciones necesarias para estimular que ello ocurriese de manera espontánea—, la Revolución en sus inicios sí se impuso hacerlo como plan de estado. Aspiraba a crear en Cuba una estructura económica con un alto grado de autonomía, para solucionar, de una vez y por todas, el problema del casi seguro agotamiento de cualquier modelo productivo futuro, creado sobre la dependencia a otra economía complementaria. Pero por sobre todo perseguía garantizar la independencia política de la Isla, y por tanto de la dirección revolucionaria en el poder.

Hay que explicar, por tanto, más allá de lo dicho en el epígrafe anterior, cómo la Revolución nacionalista de 1959 fue capaz de renunciar a esa meta, para terminar convertida en una Segunda República llevada al límite. Cómo, a pesar de que el nacionalismo se mantuvo cual el principal elemento movilizador de la dirección revolucionaria, la Revolución pudo romper con los ideales económicos de ese mismo nacionalismo.

El hecho es que al cabo de una década de fracasos en sus experimentos económicos, la dirección de la Revolución terminó por aceptar la realidad material del país, o sea, la naturaleza dependiente de la economía cubana, y por lo tanto no dudo en llevar a Cuba al mayor grado de dependencia nunca antes visto en este país. Lo cual ocurrió a partir de los acuerdos económico-financieros de 24 de diciembre de 1972, entre La Habana y Moscú, y de la entrada de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica, CAME, como socio pleno. A consecuencia de ello, en las décadas de los 70 y 80 del siglo XX, Cuba se convirtió en un suministrador especializado en productos tropicales para el campo socialista, en específico de azúcar crudo, y un importador de casi todo lo demás —aunque debe reconocerse que la relación permitió cierta industrialización, sobre todo en lo alimentario y en la producción de artículos de consumo, o en general de escaso valor agregado.

Esta aceptación de la naturaleza dependiente de la economía cubana, y de su necesidad de un elevado nivel de complementariedad económica, era contraproducente no solo para las aspiraciones de independencia política de la dirección revolucionaria, sino también desde su profunda ideología nacionalista. El nacionalismo cubano de la República, e incluso de los primeros años de la Revolución, había clamado contra la mono producción, el mono cultivo, y contra la dependencia a un único mercado de exportación e importación. La Revolución nacionalista de 1959, no obstante, hacia la década de los 80 terminó por convertir a Cuba, como nunca antes, en una economía mono-productora, centrada en producir alrededor de ocho millones de toneladas de azúcar al año, con destino principal al campo socialista —se mantuvo un nivel de producción para el mercado libre internacional, cuyas ventas solo tenían como objetivo captar divisas, ya que en general esta producción se vendía por debajo del costo de producción; lo cual en definitiva se compensaba con los excelentes términos del comercio con la Unión Soviética y el resto del Campo Socialista.

Cómo una Revolución tan nacionalista, con un nacionalismo que había tenido por años a la disminución de la dependencia económica como el pilar imprescindible para la independencia política, pudo aceptar esto, se explica en una serie de factores interconectados.

Ya nos hemos referido en el epígrafe anterior a los factores económicos, o sea, los precios favorables ofrecidos por la Unión Soviética, los precios internacionales en aumento entre 1969 y 1974, la aceptación por la Convención Internacional Azucarera de las exportaciones cubanas al Campo Socialista como no incluibles en la cuota de Cuba en el mercado libre. A continuación exponemos los superestructurales, o ideológicos.

El nacionalismo cubano, desde los tiempos de las guerras separatistas del siglo XIX, ha estado relacionado no a las clases productivas nacionales, sino a estamentos intelectuales, estudiantiles, y finalmente militares. No en balde el ideal nacionalista maduro apareció en los campamentos en la manigua de la Guerra de los Diez Años, en medio de unas condiciones de vida semejantes a las de nuestros aborígenes, y con una organización logística del esfuerzo bélico que recordaba más que nada a la de los viejos tercios españoles. La autoproclamada República en Armas no era más que el Ejército Libertador, y durante su existencia no solo careció de una base productiva para alimentar a las tropas, sino que ni tan siquiera tuvo real interés en crearla: las tropas en esencia sobrevivían saqueando al país, como si fuese uno ajeno, ocupado[iv]. Consecuentemente el nacionalismo cubano siempre ha conservado, a la manera de una marca de nacimiento, ese sentido sino anti-económico, por lo menos a-económico, esa capacidad de vivir perfectamente fuera de la realidad económica, en una esfera no cotidianista, heroica, de la existencia.

Por otra parte, el hecho de que la pretensión máxima del nacionalismo cubano, una independencia política de nación central, vaya contra la realidad económica dependiente de la nación, obliga a ese nacionalismo a preferir ignorar la economía para buscar realizarse mediante la voluntad y el gesto heroico. En consecuencia, mientras se mantuviera la heroica resistencia ante alguien, los Estados Unidos desde 1900, no importaba que la nación no alcanzara la independencia económica, y superara el monocultivo, la monoproducción, la exportación e importación desde un único destino. Si se podían encontrar los recursos para reunir a medio país en la Plaza renombrada de la Revolución, y desde allí lanzar desafíos a Washington, no interesaba si esos recursos se habían obtenido gracias a una economía diversificada, o de exportar en esencia solo azúcar crudo a la Unión Soviética.

Lo de la resistencia ante los Estados Unidos no solo importaba por el heroísmo en sí de tal actitud, ante la mayor potencia militar y económica de la historia, y por lo mismo el enemigo más apetecible para aquellos dados a la espectacularidad heroica. Como hemos dicho antes, el nacionalismo cubano, durante el siglo XIX, había optado por crear una cubanidad diferente de lo español. Pero para ello había adoptado mucho de lo americano, para llenar los huecos que la propia evolución de la nacionalidad cubana no había podido completar todavía, al momento de decidir representarse a sí misma diferente de lo español. Por ejemplo, ese identificarse un pueblo moderno, a la americana, en contrate con la medievalidad española, o la concepción absolutista de la soberanía, tomada en lo esencial del aislacionismo decimonónico de los Estados Unidos. No obstante, al marcharse España derrotada tras la intervención americana, los cubanos sufrieron el desaire de comprobar que los americanos no guardaban hacia ellos una consideración muy superior a la que sentían por los españoles. El desaire no tardó en convertirse en resentimiento entre ciertos sectores sociales muy influyentes, y así, desde 1900, el nacionalismo cubano se definió, sobre todo, y, antes que nada, por su anti-americanismo militante.

Pero como en el mundo de 1960 estar con la Unión Soviética era ser lo más anti-americano posible en ese momento histórico, la aproximación de la Revolución nacionalista a Moscú resultaba más que natural, inevitable. El nacionalismo cubano no era en el fondo más que un antiamericanismo, y en los sesenta, o incluso en los setenta y ochenta, ser antiamericano y aliado de la Unión Soviética no eran condiciones reñidas entre sí, muy por el contrario. Ser anti americano, salvo en regiones muy próximas a la frontera soviética, implicaba ser pro-soviético.

Sucedía algo semejante con la identificación del nacionalismo cubano con el socialismo. El nacionalismo cubano, desde la década del treinta, había concluido que para independizarse económicamente necesitaba poner la economía bajo absoluto control político, o como declaró Guiteras, establecer el Socialismo. Pero como a su vez en el dicotómico mundo de 1960, sobre todo antes del cisma chino, ser socialista implicaba estar en el bloque del Socialismo Real, a los nacionalistas cubanos solo podía parecerles lo más natural del mundo que la Cuba nacionalista de Fidel se aproximara a la Unión Soviética. Mientras ese país no intentara imponerle a Cuba una relación desigual, en detrimento de ella, y, sobre todo, mientras no coartara la autonomía de la dirección revolucionaria, ningún revolucionario, ni de arriba, ni de abajo, le daría mucha importancia al mantenimiento, e incluso la profundización de la dependencia económica a Moscú.

Resumiendo, que mientras la relación no coartara la posibilidad para dar salida al espíritu romántico, heroico, del nacionalismo cubano, que en el fondo se mantenía como el componente movilizador del apoyo de la sociedad a la Revolución y su dirigencia, las críticas individuales a la relación de dependencia no se transformarían en una corriente de opinión.

En este sentido no hubo motivo de queja, dado que por el contrario la Unión Soviética estableció con Cuba una relación muy favorable para esta última. Tanto en lo económico, como en lo político, donde Cuba pudo dárselas de potencia, y, por ejemplo, convertirse en el continente africano en uno de los dos más importantes contendientes de la Guerra Fría, del lado socialista –la Unión Soviética ponía el armamento y la logística; los cubanos los hombres. El propio Fidel Castro, en su explicación pública de los acuerdos establecidos con Moscú en diciembre de 1972, calificó a esa relación de “una forma verdaderamente ideal, una forma ejemplar de relaciones económicas entre un país industrializado y un país pobre y subdesarrollado como es nuestro país… no existe a nuestro juicio, ningún precedente en la historia de la humanidad de tan generosas relaciones”[v]. Así que no, de ninguna manera al hipersensible nacionalismo cubano le cabía sentirse explotado, subordinado, o desairado; muy por el contrario.

Lo indiscutible para los revolucionarios nacionalistas cubanos era que la Unión Soviética podía haberles impuesto una relación mucho más conveniente para ella, y no lo hizo. Porque si bien la relación era mutuamente ventajosa, no tenía el mismo nivel de importancia para las dos partes. La Unión Soviética no tenía necesidad económica de la Cuba revolucionaria, mientras que en cambio esta última, sin la relación que estableció con el país de los soviets desde 1960, muy difícilmente hubiera sobrevivido en su primera, o segunda década. El régimen revolucionario, por ejemplo, no habría sobrevivido a una segunda desconexión económica como la sufrida de los Estados Unidos en los inicios de la década, si en 1968 la dirección revolucionaria, y especialmente Fidel Castro, hubieran insistido por el camino de multiplicar sus desaires a Moscú.

Esta relación atípica le servía de hecho al poder revolucionario para reafirmar sus fundamentos nacionalistas, antiamericanos, mediante el contraste con el tipo muy diferente de relación que se había mantenido con los Estados Unidos durante el periodo republicano. La especial relación con la Unión Soviética demostraba que, contrario a lo que muchos críticos habían sostenido, era posible mantener una relación equitativa y favorable para ambas partes, entre una superpotencia y una pequeña nación dependiente. O sea, que la Revolución no se había dejado arrastrar por el utopismo, cuando se atrevió a dar los pasos trascendentales que provocaron la ruptura con los Estados Unidos.


[i] Iroel Sánchez. ¿Por qué votamos? Granma, 12 de marzo de 2023.

[ii] Antonio Santamaría García. Azúcar y Revolución.

[iii] Carmelo Mesa-Lago. Balance económico-social de 50 años de Revolución en Cuba. Revista América Latina Hoy, 52, Universidad de Salamanca.

[iv] Las tropas separatistas no tenían una cocina centralizada en cada unidad, sino que cada soldado se agenciaba su comida, y también la cocinaba él mismo.

[v] Comparecencia de Fidel Castro ante las cámaras y la televisión nacional, La Habana, 3 de enero de 1973. Tomado del número 2 del año 62 de la revista Bohemia, correspondiente al 12 de enero de 1973.


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Central azucarero cubano en ruinasFoto

Central azucarero cubano en ruinas.