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Economía, República, Política

Cuba a posteriori de 1926: entre el nacionalismo político y la dependencia económica (III)

Este trabajo aparecerá en cuatro partes

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4.

La Revolución de 1959, a pesar de ser profundamente nacionalista, se atrevió a renunciar a los ideales económicos del nacionalismo cubano. Fue capaz de adecuarse a la realidad económica cubana y no desaprovechó la oportunidad de integrarse al sistema internacional de división del trabajo creado dentro del Campo Socialista.

A lo que si no renunció fue al elemento central del nacionalismo cubano, a su anti-americanismo. A fin de cuentas, fue precisamente el antiamericanismo radical de la Revolución, su necesidad de exteriorizar el resentimiento que el cubano guardaba hacia quienes habían sido nuestro modelo ideal durante gran parte del diecinueve, lo que la llevó a adentrarse en la órbita soviética.

Cabe afirmar que, a diferencia de la República, la Revolución, por lo menos hasta la desaparición del Mundo Socialista, sí le dio solución al agotamiento del modelo productivo que venía desde más o menos 1926. Lo consiguió no como postulaban los nacionalistas de los años treinta, cuarenta y cincuenta, al sustituir importaciones, diversificar la base económica y nuestros mercados de intercambio, sino al aprovechar la aparición de una potencia económica con el interés geoestratégico y la capacidad de servirle a Cuba de complemento. Lo consiguió al aceptar el carácter necesariamente dependiente de la economía cubana, y su necesidad de complementarse en el sistema económico internacional creado alrededor de esa potencia.

Al integrarse con la Unión Soviética no desaprovechó la posibilidad de hacer algo semejante con los Estados Unidos, porque en sí las posibilidades de esa relación habían llegado ya a su límite natural en la década del veinte. Con los Estados Unidos, para obtener las mismas ventajas económicas que se obtuvieron con la Unión Soviética, solo hubiera cabido avanzar hacia la anexión de la Isla como un estado más de la Unión. Mas esa posibilidad no existió ya no solo en el periodo 1959-1989, sino en otro más alargado, que comience en 1899 e incluya el presente —aunque no ya el futuro mediato.

En la década de los cincuenta, salvo por el níquel, y en alguna medida por ciertas carnes de menor calidad, la participación de Cuba en el mercado de los Estados Unidos retrocedía, o estaba estancada. Para la segunda mitad de esa década incluso el porcentaje de nuestra participación en el mercado americano del azúcar disminuía. En 1956, la nueva Ley del Azúcar de ese año le retiró a Cuba la asignación, vigente desde la Segunda Guerra Mundial, del 98 % de cualquier incremento en el consumo americano. A partir de ese año la participación cubana en cualquier aumento descendió a sólo el 29,5 %, lo que equivalía también a un ligero retroceso anual en la participación de Cuba en el mercado del azúcar de los Estados Unidos.

Nos iba quedando la cercanía a los Estados Unidos, lo cual, aparte de abaratar los fletes de nuestro comercio con ese país, o permitir la exportación hacia allí de productos muy precederos, nos aseguraba la porción del león en el mercado turístico americano, el más importante del mundo. Recordemos que por entonces los viajes en avión resultaban demasiado caros como para que la clase media pudiera hacer uso de ellos para veranear en otros climas o longitudes. Cuba, sin embargo, en un tiempo en que las largas travesías por mar eran todavía incómodas, e impensables para quien solo vacacionaba por par de semanas, quedaba relativamente al alcance de la clase media de buena parte de los Estados Unidos. Precisamente por ello es que, en esa dirección, la del turismo, iba el modelo con el cual Batista planeaba resolver el problema del agotamiento del modelo productivo. Resulta dudoso, sin embargo, que ese nuevo modelo, ahora de servicios y no productivo, hubiera conseguido satisfacer las expectativas de consumo del cubano promedio. Lo más probable, por el contrario, es que hubiera alimentado todavía más la susceptibilidad cubana ante los americanos, al profundizar la cercanía entre ambos pueblos.

En cuanto a la industria azucarera, con cada vez menor participación en un mercado americano que por demás en los sesenta comenzaría a pasarse a edulcorantes como el sirope de maíz, o sintéticos, con una creciente obsolescencia tecnológica que solo hubiera podido superarse rebajando los salarios de los obreros, o la participación en la ganancia de los colonos y cultivadores de caña, poco podía esperarse de ella. Salvo problemas con los obreros, o los medianos y pequeños cultivadores, o lo que es lo mismo, más inestabilidad social.

En verdad, las condiciones que Cuba obtuvo de la Unión Soviética, las cuales incluían además de los precios muy favorables la ausencia de aranceles para la entrada de nuestros productos, o el que estos en su mayoría fuesen transportados en barcos soviéticos, sin pagar fletes, no las hubiéramos podido conseguir de nuestro vecino del Norte, en caso de no haberse llegado a la ruptura de 1960, o incluso en el de que Batista hubiera conseguido mantenerse en el poder. Cuba solo habría podido obtener más de los Estados Unidos, de lo que obtuvo de la Unión Soviética, si hubiera conseguido entrar a formar parte de aquellos como un estado más, o sea, si hubiera podido renunciar a su independencia política, para aprovechar las incuestionables ventajas económicas que le hubiera traído incluirse como parte en el sistema político-económico americano. Mas ello no dependía de los cubanos, sino de los americanos, y si algo es evidente es que en 1960 aquellos no estaban para nada interesados en aceptar la anexión de un nuevo estado.

Es cierto que las tan generosas relaciones con el país de los soviets se consiguieron solo a costa de acercarse al mundo económico menos eficiente. Pero con todo, un mundo que funcionaba y alimentaba y aseguraba las necesidades básicas, y muchas no tan básicas, de sus ciudadanos, por lo cual, mientras existió ese mundo, plantearse esa desventaja resultaba bastante irrelevante. Sobre todo, porque nuestro lugar en el mundo más eficiente, a partir de los años cincuenta, con el aumento de la brecha entre los productos primarios y los de alto valor agregado, casi seguramente hubiera empeorado en las tres décadas siguientes. A menos, claro, que hubiésemos conseguido cambiar nuestro modelo productivo azucarero, orientado hacia los Estados Unidos, por uno más industrializado y con mayor diversidad de destinos, algo que treinta años de República, a partir de 1926, o el fracaso de los experimentos revolucionarios de inicios de los sesenta, demuestran no hubiera sido coser y cantar.

La elección del mundo más ineficiente, por otra parte, no implicó una caída en el nivel de vida del ciudadano cubano promedio. En 1986, el año clímax en la integración de la economía cubana a la soviética, el cubano promedio consumía más proteínas, carbohidratos, grasas, vitaminas… que su antepasado de 30 años antes, al final del periodo republicano[i]. Pero no solo eso: tenía un mayor y más fácil acceso a la salud y la educación, que se transformaron en sistemas de servicios sociales universales. Es cierto que en cuanto a la educación había que lamentar la profunda politización, pero tampoco debe obviarse el que el nivel científico-técnico de la misma, incluso en las escuelas promedio, rivalizaba con las de las élites de los últimos años republicanos.

Para 1986, gracias más que a la política social de la Revolución, a su aceptación de la realidad económica dependiente del país[ii], las grandes diferencias de ingreso de la República habían desaparecido. Sobre todo, entre el sector con un empleo estable, y el que no lo tenía, pero también entre el campo y la ciudad, o entre blancos y negros. Según estimados de Carmelo Mesa-Lago, para 1989 el índice Gini, que mide la desigualdad de ingreso en una sociedad, era de 0,250, exactamente el mismo de la sociedad contemporánea menos desigual, la noruega. Ese mismo índice había sido de 0,550 para 1953[iii], solo comparable al de las más desiguales sociedades presentes. Porque nunca está de más recordar que si bien Cuba en 1958 tenía una de las más equitativas distribuciones de la renta productiva, gracias a lo cual sus trabajadores estables estaban entre los que tenían la mayor participación en la renta nacional, en el Hemisferio Occidental, el problema era que había demasiados sin empleo estable, sobre todo en el campo y entre los negros y mulatos.

Sin embargo, para el régimen revolucionario lo más importante fue que, al verse obligado a integrar al país a un mundo que por su menor eficiencia tendía a aislarse tras un telón de acero, para evitar una competencia económica que solo podía descalificar a ese mundo ante su propia ciudadanía, consiguió aislar a la sociedad cubana de los Estados Unidos. De esa manera alcanzó a disminuir la presión que sobre el desempeño económico de cualquier gobierno cubano anterior había resultado de la asunción, por el cubano, de los niveles de consumo del americano promedio como su ideal consumista. Esa disminución de la influencia de la cultura material americana, explica en parte por qué, aunque durante el periodo 1960-1989 el nivel de vida del cubano promedio se mantuvo retrocediendo relativamente con respecto al americano promedio, esto no creo inestabilidad social en la Isla.

No obstante, si bien no exactamente sus estándares de consumo, los americanos continuaron siendo influyentes en el cubano, incluso en la generación de mujeres y hombres nuevos, nacidos con la Revolución. La influencia americana estaba demasiado encajada al interior de la cubanidad, había sido tan determinante en su formación, que unos pocos años de alejamiento no iban a lograr que los cubanos consiguieran mirar al mundo, y mirarse a sí mismos, sin referir sus juicios a aquel sistema de referencia que los había acompañado desde hacía más de un siglo.

Consecuentemente, sólo el aislamiento en sí no explica la inusual estabilidad social conseguida por el régimen revolucionario en los setenta y ochenta. Determinante en ello lo fue en mucha mayor medida el que la Revolución nacionalista, antiamericana, hubiera alcanzado a crearse, en ese aislamiento, un modo de vida alternativo al americano, basado en un comunalismo enfrentado al individualismo consumista americano. El que consiguiera redirigir esa atención del cubano, que continuó estando demasiado centrada en los americanos, del intento de parecérseles, de ser como ellos, al de adoptar y comprometerse con un nuevo modelo de modernidad, de progresismo, en competencia con el de los Estados Unidos por ganarse los imaginarios de los pueblos latinoamericanos y africanos.

Mas ese modo de vida, ese modelo en competencia con el American Way of Life, resultó creíble para el cubano porque fue capaz de asegurarle a la ciudadanía un cierto nivel de bienestar, por demás equitativo, y porque le permitió al estado contar con los recursos para dárselas de pequeña potencia vengadora, en disputa por ganarse los imaginarios de otros pueblos pobres y explotados por el imperialismo yanqui, por los caminos del mundo. Todo lo cual hubiera sido impensable sin la relación de dependencia económica que Cuba estableció con Moscú.


[i] Los niveles de alimentación del cubano, previos al inicio de nuestras guerras separatistas, sobre todo en cuanto a ingesta de proteínas y grasas animales, no han sido nunca recuperados.

[ii] En mi trabajo Aquellos maravillosos años soviéticos, https://www.cubaencuentro.com/cuba/aquellos-maravillosos-años-soviéticos-339737, presento cuatro gráficas que muestran como el despegue de cuatro indicadores sociales, cuyo mejoramiento se ha asociado a la Revolución en sí misma, no tienen sin embargo su momento de inflexión en 1959, o en la década siguiente, sino en el primer lustro de la década de los setentas. Coincidentemente en los mismos años en que la dirección revolucionaria aceptó integrarse como una economía complementaria, monoproductora, al sistema económico centrado en Moscú.

[iii] Carmelo Mesa-Lago, obra citada.


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Planta de níquel en Moa, en la zona oriental de Cuba.