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Opinión

La cuadratura del círculo

Los jerarcas del nuevo-viejo régimen lo saben: Es imposible liberalizar la economía y al mismo tiempo mantener el monopolio del PCC.

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Los cubanólogos y expertos en transitología caribeña andan de capa caída. Tras el anuncio del Comandante de que renunciaba a la reelección perpetua a las jefaturas del Estado, el Gobierno y las Fuerzas Armadas, se afanaron en explicarnos de nuevo lo mismo que vienen repitiendo desde mediados de 2006: que la transición estaba en marcha, que era el principio del fin, que ahora sí los cambios eran imparables y tendrían origen en la misma cúpula del poder, etcétera.

Pero los conjuros y los ejercicios de pensamiento no han servido de mucho en este caso: Fidel Castro se sucede a sí mismo, por hermanísimo interpósito, y la fórmula dinástica queda blindada con una cáfila de ancianos ex guerrilleros y burócratas del partido único que haría palidecer de envidia a la momia de Lenin.

Es evidente que la intención de Castro II consiste en "perfeccionar el socialismo", o sea, llevar a cabo algunos cambios cosméticos que alivien un poco las míseras condiciones de vida de sus súbditos, sin tocar la médula del problema. Y aun esas reformitas se realizarán en cámara lenta y con muchísima cautela, no sea que el personal se desmadre y al circo le crezcan los enanos. Las razones que le asisten son tan sólidas como evidentes, aunque los transitólogos se empeñen en hacer caso omiso del grafiti histórico.

La primera y más poderosa es que el sistema de gobierno implantado en Cuba a partir de 1959 ha fracasado en muchísimos aspectos, pero ha tenido éxito en uno esencial: ha logrado conservar intacto el poder monolítico del caudillo, el ejército y el partido único. ¿Por qué, a los 77 años de su edad, Castro II se aventuraría a reformar un modelo socioeconómico que ha demostrado una extraordinaria capacidad de supervivencia?

Comunismo irreformable

Además, Castro II y su equipo saben que el comunismo es irreformable. Se empieza —digamos— por permitir que los guajiros siembren frijoles y vendan la cosecha sin la injerencia del Estado. Luego hay que dejarles comprar fertilizantes y aperos de labranza; más tarde, hay que autorizar a los camioneros a que transporten el producto, a que empleen ayudantes en determinados periodos, etcétera. Eso, del lado del productor.

En el otro extremo de la cadena, el del consumo, ocurre tres cuartos de lo mismo: los vendedores necesitan mano de obra, anaqueles, pintura, frigoríficos, bombillos y un millón de artefactos más que el Estado es incapaz de proporcionar.

Por ende, si los campesinos tienen libertad para plantar, cosechar y vender, ¿cómo negarles a los comerciantes derechos equivalentes? Sobre todo, cuando la lógica más elemental indica que cualquier elemento deficiente de la secuencia afectaría el funcionamiento del conjunto.

Para más inri, cuando en un sistema socialista se permite que una parte de la economía opere según las reglas del mercado, la ineficacia del sector que queda en manos del Estado se hace cada vez más patente. En poco tiempo, la gente comprende que el despilfarro y la ineficiencia de las empresas estatales se financia con los impuestos leoninos que les cobra el gobierno.

Así ocurrió con la NEP (Nueva Política Económica) que el régimen soviético se vio obligado a aplicar en la década de los años veinte del pasado siglo, y con las reformas que se toleraron en Hungría tras la insurrección de 1956. Así ocurre ahora en Cuba con las remesas y los cuentapropistas, sólo que el paternalismo estatal es aún tan variado y abarcador que a muchos les resulta difícil comprender cómo funciona el tinglado.

Quizá entre los augures más decepcionados figuren quienes profetizaban que el heredero emprendería reformas similares a las que se llevaron a cabo en China. Puede sonar a paradoja, pero otra razón de peso para no arriesgarse a modificar el sistema es precisamente el éxito del tan cacareado "modelo chino".


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