Literatura alemana, Enzensberger, Literatura, Cuba
Andanzas de un joven relativamente revolucionario
Cuando era un treintañero, Hans Magnus Enzensberger visitó y pasó estancias en la Unión Soviética y Cuba. A los ochenta y tantos años, el hombre sagaz que hoy es ha publicado un libro en el que recuerda como farsa lo que entonces intentó vivir como tragedia
Lleno de humor e intimismo, Enzensberger cuenta las vivencias de una
juventud insurrecta que pretendía alzarse contra el mundo para
transformarlo (…) Es, en definitiva, más que un libro, un testimonio
esencial de un momento histórico inolvidable y que ha marcado a varias
generaciones y ha dejado una huella imborrable en la sociedad
occidental tal y como hoy la conocemos.
Fernando Aramburu
El alemán Hans Magnus Enzensberger (1929) es uno de los intelectuales europeos más agudos y brillantes de las últimas cinco décadas. Autor polifacético, polígrafo impenitente, cuenta con una extensa bibliografía que incluye la novela, la poesía, el teatro, el ensayo, el periodismo, la literatura infantil. Ha sido profesor de literatura y lingüística en varias universidades germanas. También ha incursionado en la edición y el cine documental. Y en todos esos campos ha dejado su huella. Fue además fundador de Kurbuch y The Transatlantic, dos revistas culturales que tuvieron una gran influencia. Su trabajo ha sido reconocido con los premios de rigor, entre ellos el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Estos breves datos pueden ayudar a comprender por qué se le considera uno de los referentes intelectuales de Europa en el siglo XX y en lo que llevamos del XXI.
A sus ochenta y seis años, Enzensberger demuestra que para él, el arribo a la vejez ha significado alcanzar la edad de la sabiduría y el humor. En 2014 publicó un nuevo libro, que, para fortuna de los lectores de habla hispana, solo demoró un año en ser vertido a nuestro idioma. Me refiero a Tumulto (Malpaso Ediciones, Barcelona-México-Buenos Aires, 2015, 249 páginas), que además de la calidad de la traducción de Richard Gross, cuenta con una cuidada y hermosa edición. En su versión original, la obra tuvo una inmejorable acogida, algo de lo cual dan cuenta los extractos que a seguidas reproduzco: “Ensayismo de alto voltaje” (Deutschlandfunk); “Una pequeña obra maestra” (Deutschlandradio Kultur); “¡Qué gran libro!” (Frankfurter Allgemeine Zeitung); “Enzensberger adopta un tono eminentemente personal, algo insólito en él” (Die Zeit); “Un libro extraordinariamente perspicaz y siempre sugestivo” (Neue Zürcher Zeitung); “Una lectura enormemente esclarecedora” (Westfälischer Anzeiger); “Un gran libro de recuerdos” (ORF Ex Libris); “El Enzensberger viejo sostiene con su joven álter ego una controversia reflexiva, sibilina y cargada de humor” (Westfälischer Anzeiger).
Enzensberger es reacio al memorialismo y no tiene confianza los textos autobiográficos de sus contemporáneos. Sin embargo, en Tumulto adoptó una línea de trabajo más personal. Se decidió a dejar atrás su recelo a escribir sobre sí mismo cuando halló por casualidad en el sótano de su casa un conjunto de cartas, notas y cuadernos pertenecientes a los años 60. Encontró que en esos materiales había páginas y reflexiones de interés sobre aquellos años convulsos. Se dio entonces a la labor de revisarlos y además redactó otros, con el propósito de armar un libro que documentase sus experiencias políticas de juventud.
A esa etapa corresponden sus vivencias de joven relativamente revolucionario. En aquel tiempo merodeó los proyectos insurreccionales de matriz marxista-leninista, aunque no se involucró totalmente con ninguno. Coqueteó, por ejemplo, con la Fracción del Ejército Rojo, de la cual fue expulsado por cobardía. Como pone en evidencia en su testimonio, no era un extremista ni un partidario de la dictadura del proletariado. Mantuvo una prudente distancia ideológica y sentimental y fue un testigo no activo de aquella rebelión. No se implicó en la lucha. Se limitó a animar a los jóvenes para que se levantasen contra el sistema capitalista de la postguerra.
El deseo de ver con sus propios ojos “cómo andaban las cosas en el otro bando”, lo llevó a visitar la Unión Soviética en 1963 y 1966, y Cuba en 1968. Su primer viaje a la patria de Lenin se debió a una invitación para tomar parte en un congreso de escritores “occidentales” y “orientales” en Leningrado (hoy San Petersburgo). Hasta allí se trasladaron, en representación de los primeros, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Nathalie Sarraute, Angus Wilson, Giuseppe Ungaretti; y por el bloque del Este, participaron Mijaíl Shólojov, Ilya Ehrenburg, Konstantin Fedin, Alexander Tvardovski, Evgueni Evtushenko, Jerzy Putrament y Tibor Déry. Aunque señala que Leningrado es visitada prácticamente en cada esquina por el espíritu de la literatura, en los debates del congreso no se habló de Pushkin, de Gogol, de Dostoievski, de Jlébnikov ni de Jarms. Comenta que Fedin despotricaba contra Joyce, Proust, Kafka; los franceses defendían el nouveau roman; y los cuadros ensalzaban el realismo socialista. Solo Ehrenburg animaba un poco el cotarro.
El gran momento de ese primer viaje a la Unión Soviética fue la reunión en la villa de Jruschov, a orillas del Mar Negro. Entre las intervenciones de los invitados, Enzensberger dedica unas líneas a la del autor de La náusea: “Sartre, con treinta palabras, no asume ningún riesgo, se mantiene a la expectativa, por no decir manso como un cordero, una actitud que contrasta por completo con la que adopta en Francia, donde de buen grado ofrece ante el poder pruebas de valentía exentas de riesgo”. En cuanto al discurso pronunciado por el anfitrión, apunta que “no apasiona”, pero “da que pensar por su sentido común y su astucia, su coraje y su olfato para lo posible (…) Sus verdades no son numerosas, y es precisamente por eso por lo que son tan conminatorias para quien las tiene”. Jruschov admite que la invasión de Hungría de 1956 fue un error y se declara el principal culpable. Y luego añade: “Pero hoy, siete años después, cualquiera puede verlo: no fue un error”.
El camembert de Fidel
En 1966, Enzensberger volvió, cuando ya estaba en el poder Leonid Brezhnev, para participar en Bakú en un congreso por la paz organizado por la Unión de Escritores. Fue en esa estancia cuando conoció a María Akeksándrova Makárova, hija de la poeta judía Margarita Aliguer. Con ella vivió una historia de amourfou, que devino una relación dolorosa y tormentosa. Se casaron en un juzgado civil en Moscú, luego de “varios meses de lucha con la burocracia”. Luego viajó con ella a Cuba y allí pasaron su período más estable. Pero la convivencia fue difícil. Ella no hablaba alemán y él no hablaba ruso. Terminaron divorciándose, en buena medida debido a los celos enfermizos de la joven y al trastorno bipolar que padecía.
En esa ocasión, Enzensberger pudo viajar a la Rusia profunda y conoció de cerca la existencia de los ciudadanos soviéticos. Su precariedad tenía como ejemplo extremo la kommunalka, vivienda colectiva en donde cada familia vivía en una habitación. Nota que las estanterías de las tiendas solían estar vacías y las personas tenían que hacer cola tres veces: una en el mostrador, para obtener el ticket; otra para pagar y la última, para recoger la mercancía. Fue testigo también del deterioro ecológico, la ausencia de libertades y la falta de lógica que era frecuente en los regímenes socialistas: un día vio en una vidriera un microscopio que costaba menos que unas zapatillas. Y escribe: “Lo que no existe en este país desde hace décadas son compresas higiénicas. La economía planificada parece ignorar que en esta tierra viven mujeres. Nadie puede explicármelo”. Apreció, en fin, las contradicciones del régimen soviético y comprobó que el llamado socialismo real tenía muy poco de socialismo. Asimismo, apunta que al final estaba hasta las narices de ceremonias oficiales: “Estaba saturado de discursos, de banquetes y debates sobre la paz mundial, sobre el realismo socialista o cualquier otro realismo. ¡No más visitas, no más brindis, no más aeropuertos!”.
Tras aquel segundo viaje a la Unión Soviética, recibió una invitación para impartir clases en Estados Unidos, en una universidad de Nueva Inglaterra. Le ofrecían “la estancia de un año académico completo, un salario considerable y una libertad absoluta con respecto a las obligaciones corrientes de quienes trabajan en la universidad”. Pero solo aguantó cuatro meses: “No estaba habituado a la calma absoluta en el punto culminante de la guerra”. Se preguntó: “¿Qué se me había perdido a mí en aquel lugar idílico? Era demasiado hermoso como para ser verdad”. Fue en ese momento cuando le llegó otra invitación, esta de Cuba para asistir a un congreso cultural. Sabía que como invitado a un festival o como integrante de una delegación, un extranjero prácticamente no se entera de nada. Pero sentía curiosidad y aceptó. Tomó, pues, un avión en México y arribó a “la ultimísima utopía de la izquierda”.
Lo primero que hizo en Cuba fue intervenir en el Congreso Cultural de La Habana, al cual asistieron quinientos escritores, artistas y científicos de varios países. Los debates, apunta Enzensberger, no alumbraron muchas novedades. “Pero no solo se permitía, sino que incluso se deseaba un toque de controversia”. En la ciudad, reinaba un ambiente relajado, eufórico, distinto al de Moscú, Varsovia y Berlín Oriental. La primera impresión que recibió fue que la mayoría de la población que vio por las calles no solo aceptaba la revolución, sino que la celebraba.
Un comandante le propuso quedarse en la Isla por un tiempo indefinido, pues el país necesitaba urgentemente “técnicos extranjeros”. Pero no supo decirle de qué técnica se trataba en su caso. En La Habana se encontraba el príncipe Norodom Sihanouk, a quien fue presentado. Ahí surgió la invitación para que visitase Camboya. Tras aquella exótica e improbable excursión, retornó a Cuba, pero su aporte como “técnico extranjero” nunca se concretó. “Cada vez que llamaba al Ministro de Educación, un tal Llanusa, formalmente responsable del proyecto, el hombre se mostraba lacónico. Se limitaba a decir mañana y, por lo visto, ni en sueños pensaba cumplir su promesa”. Para calmarlo, le propuso un recorrido por la Isla. Enzensberger rehusó hacerlo en visita organizada en un autocar para delegaciones extranjeras, y logró que le asignaran un chofer propio. Se llamaba Toni, tenía un Chevrolet ruinoso, y “reunía en su persona la función de vigilante y la actividad de estraperlista, una mezcla subtropical nada infrecuente en Cuba”.
El único trabajo que Enzensberger realizó en la Isla se redujo a cortar caña en la zafra de 1969. Durante su estancia, vivió a cuerpo de rey, hospedado en los mejores hoteles y disfrutando de atenciones con las cuales la población no podía ni siquiera soñar. Para escapar de esa inactividad, consiguió colaborar como asesor en una editorial y como traductor e intérprete. (No menciona que durante su estancia publicó bajo el sello editorial de la Casa de las Américas el ensayo Las Casas y Trujillo, que presumiblemente redactó allá.) Habla con respeto de Haydée Santamaría, acerca de la cual expresa: “Era, y no se puede decir de otra forma, una testigo de sangre de la Revolución (…) La energía de aquella mujer de cuarenta y cinco años había superado, más que su belleza, todos los avatares políticos del país. No era una intelectual; en suma, se comportaba con más modestia que la mayoría de los comandantes”.
A diferencia de su esposa Masha, Enzensberger comenzó a entender que en Cuba no había un partido omnipotente como en la Unión Soviética: “El Politburó solo existía sobre el papel; el comité central nunca se reunía; y la férrea disciplina del partido que Lenin había inculcado a los rusos brillaba por su ausencia. El lugar del poder soviético lo había ocupado una sola persona, que se llamaba Fidel Alejandro Castro Ruz”. Recuerda una concentración maratoniana en la Plaza de la Revolución, en la que “el omnipresente” aleccionó al pueblo con “sus amplios conocimientos de desinfectación o psiquiatría o sobre los beneficios de la energía nuclear. En la isla no puede haber más que un experto: él”.
En aquel discurso Fidel presentó sus credenciales como especialista en genética y producción láctea y dio a conocer la vaca F1, que pronto abastecería de lecho a todos los niños del país. Días después, el escritor alemán recibió una sorpresa: el máximo líder lo invitaba a su particular finca modelo. Allí pudo apreciar, en establos climatizados y asépticamente limpios, ejemplares de aquellas vacas. Copio lo que a continuación escribe: “Los había hecho aerotransportar desde Europa, al tiempo que compraba las mejores ordeñadoras y centrifugadoras y contrataba a un competente equipo de expertos suizos: técnicos lácteos, genéticos y veterinarios. Un proyecto de altos vuelos.
“Al cabo de unos días dos uniformados llamaron a la puerta de nuestra habitación para entregarme un paquete que suministraba la prueba de calidad de las vacas: un camembert en forma de tarta, esmeradamente embalado, que, sin embargo, 24 horas después había dejado de ser comestible debido a la temperatura ambiente de 35 grados centígrados. La fabricación de esa exquisitez debió de costar lo que cuesta un tractor nuevo. Castro la exhibió también ante un simpatizante francés, el agrónomo René Dumont, quien lo había asesorado, y le preguntó si su queso no estaba a la altura del de Normandía. Dumont no fue capaz de hacer de tripas corazón y decir que sí. Lo que provocó el destierro inmediato del experto agrícola”.
Una izquierda sierva de sus dogmas
El testimonio sobre las dos visitas a la Unión Soviética está narrado en primera persona y ocupa las secciones “Apuntes sobre un primer encuentro con Rusia” y “Garabatos de diario sobre un viaje por la Unión Soviética y sus consecuencias”. El referido a su estancia en Cuba forma parte del bloque “Recuerdos de un tumulto”, que es el más extenso de todos. Esas páginas están redactadas a manera de un dialogo de Enzensberger consigo mismo. O, por mejor decir, es una entrevista en la que el Enzensberger de hoy interroga (y a veces reprocha) al Enzensberger de aquellos años turbulentos, “un hermano menor del que no me hubiera acordado en mucho tiempo”. Ese método agiliza y le da vigor al relato, en el que su autor trata de ponerse en acuerdo con las vivencias que narra. A eso contribuyen también el estilo incisivo y agudo y la despiadada sinceridad. Enzensberger se retrata sin autocompasión ni masoquismo, y en su revisitación del pasado no hay arrepentimiento ni ajuste de cuentas. La entrevista transita por una multiplicidad de asuntos que tienen en común su naturaleza autobiográfica. Su autor a menudo los abandona, para retomarlos más adelante.
Tampoco hay nostalgia en la evocación de aquel período de su juventud. Como ya apunté, fue un insurrecto ma non troppo. No llegó a afiliarse a ninguna de las expresiones de la izquierda extraparlamentaria europea, pues le parecían lo más semejante a un culto religioso. Por otro lado, muchos de sus integrantes procedían de la intelectualidad burguesa. Abogaban por la lucha de clases y hacían guiños a los regímenes de los países del bloque del Este, pero siempre desde el confort de sus hogares. Entre las numerosas opiniones que desgrana a lo largo de su libro, copio esta: “La gente de izquierda, en su condición actual, es tan sierva de sus dogmas que prefiere negar la evidencia más simple antes que echar sus ideas fijas a la papelera. A veces la liberación viene encorsetada”.
Tumulto es por un lado un testimonio autobiográfico y por otro, una radiografía de la movida intelectual y política de los años 60. Una época marcada por la guerra fría, los grupos armados, las luchas obreras y las protestas contra la guerra de Vietnam, y de la cual Enzensberger traza un abigarrado y pormenorizado retrato. Combina la observación con la crítica y escribe desde una escéptica ironía, no exenta de ciertas dosis de sarcasmo. El libro participa a la vez de la crónica de viajes, el diario y el ensayo. Todo eso está además aderezado con recuerdos, retratos (Marcuse, Evgueni Evtushenko, Carlos Franqui, Rudi Dutschke, Salvador Allende, Jack Kerouac, Ulrike Meinhof, Heberto Padilla, Nelly Sachs, Hans Werner Richter) y un copioso repertorio de anécdotas. Entre estas últimas, voy a reproducir una que tiene como protagonista al poeta chileno Pablo Neruda, quien no sale bien parado debido a su “actitud fachendosa y el apego al lujo”.
En el otoño de 1967 se celebró en Londres un festival de poesía. La estrella fue el autor de Residencia en la tierra, que se sabía de memoria sus poemas y los recitaba con pasión, de forma vibrante, sonora, pausada y sacerdotal, “con voz casi ahogada por las lágrimas, es decir, al estilo de los tradicionales rapsodas rusos”. Después de la lectura, todos los participantes fueron invitados a una fiesta en un barco en el río Támesis. Al cabo de un rato, alguien preguntó dónde estaba el invitado de honor, que no era otro que Neruda. Tras buscarlo largamente, lo encontraron con la oreja pegada a la radio, pues aguardaba un mensaje de Estocolmo.
“El mensaje llegó, pero no iba dirigido a él, sino a Miguel Ángel Asturias, novelista no solo latinoamericano, sino además guatemalteco. Eso tenía que ofender a cualquier chileno. Pero lo peor fue que con su decisión los miembros de la Academia Sueca habían agotado la cuota latinoamericana por largo tiempo. Todos hicieron lo posible por consolar al poeta, pero al final hubo que llamar a un médico de urgencias para que lo atendiera, se había desmayado. El animado ambiente de fiesta se había ido al traste. Todos cogieron sus abrigos y se marcharon a casa”.
Al disponerse a recopilar esos textos, Enzensberger tuvo en cuenta que “los recuerdos solo pueden adoptar una única forma: la del collage. El problema es cómo distinguir el tumulto objetivo del subjetivo”. El suyo es, por tanto, un libro misceláneo, que no tiene un orden, no aporta fechas precisas de los hechos, y en el cual hay continuos saltos en el tiempo. Pero a pesar de esa dispersión y a no atenerse a una línea definida, el interés de la lectura no solo no decae, sino que además se disfruta. Eso se debe, en no poca medida, a la eficacia narrativa que su autor derrocha.
Libro, pues, de lectura disfrutable, que en su inteligente recorrido por parte de la historia del siglo XX arroja mucha luz sobre el presente. Enzensberger lo publicó con el convencimiento de que esas vivencias hoy pueden ser útiles. De hecho, en sus páginas hay avisos de los cuales muy bien podrían tomar nota y aprovechar representantes de la nueva izquierda europea, como Podemos y Syriza. A ver si lo hacen.
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