Actualizado: 29/04/2024 20:56
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Ayer llama y hoy jamás

En su último poemario, Nelson Simón realiza una indagación intimista y rememora unos territorios dibujados por la evocación de la infancia, un tiempo hermoso y hoy lejano

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Sé muy bien que en la infancia de toda la gente hubo / un jardín, / particular o público, o del vecino. / Sé muy bien que jugar a lo que nosotros jugáramos era el dueño del jardín. / Y que la tristeza es de hoy. Fernando Pessoa

Para muchas personas, los paraísos son los de la memoria. A juzgar por la lectura de su libro más reciente, el escritor pinareño Nelson Simón (1965) parece compartir esa idea. En Finas hebras (Ediciones Almargen, Pinar del Río, 2012, 80 páginas) emprende un viaje al arcón de los recuerdos, concretamente aquellos vinculados a su infancia. Eso cristalizó en un hermoso poemario que fue galardonado en la última edición de los Premios de la Crítica. Al fundamentar su elección, el jurado expresó: “Este libro de poesía, gozoso inventario de la tierra amada, es el rescate de un tiempo feliz; texto donde se equilibran la tradición y la originalidad, fusión entre lo sensorial y anecdótico, combate espiritual entre el autor que ha sido y es. El ubi sunt, el beatus ille y las poéticas de José Martí, Eliseo Diego, Fina García Marruz y El Cucalambé, permean la visión campesina, la del niño que hace de su Pinar del Río eje vital al que impregna lo vivido incluso en otras geografías”.

En un poemario anterior, Maíz desgranado (2003), Simón expresó: “Infancia, siempre que puedo regreso para encontrarme contigo”. El reencuentro con esa etapa de su existencia, pasa a ser el núcleo central de los veintiséis textos que integran Finas hebras. Ya en el primer poema, se lee: “Si pudiera/ un instante/ con este libro coser/ y con puntadas volver/ a la infancia,/ a la quimera.// Solo es sueño/ la madeja/ con que intento retener/ a la vida sin poder:/ Hebra sutil./ Solo empeño./ Nostalgia./ Un mal remiendo para la tarde./ Una queja”.

Escrito desde un compromiso emocional con la infancia, el libro realiza una indagación intimista y rememora unos territorios dibujados por la evocación y la melancolía por un tiempo hermoso y hoy lejano: “Perdidos sitios de la infancia mía:/ el bohío,/ las arecas,/ el ateje;/ el cómplice lugar que abuela teje/ junto a hermosos tapetes/ en la fría/ mañana de un noviembre/ y el abuelo/ con la leche puntual,/ las cañabravas: espejos/ donde nunca me buscabas, padre,/ para no verme a ras del suelo.// Perdidos sitios que no vuelven más:/ el sillón,/ el arroyo/ y la encina”.

La infancia evocada por Simón remite al mundo rural. Así lo hacen deducir las referencias a árboles y plantas (ocujes, jobos, pomarrosas, encinas, atejes, algarrobos), animales (tomeguines, garzas, cocuyos, gallinas, sinsontes, mayitos) y, en fin, a objetos y sitios que tienen una relación directa con el campo (arroyo, camino enlodado, guardarraya, trillo, palmar, arado, quinqué, río). Nada más lejos, sin embargo, del registro cartográfico. Simón recrea ese mundo a través de leves pinceladas, de hebras finas, como si lo viese a través de una gasa transparente. O para decirlo con sus palabras, es un paisaje hecho con “puntadas que nadie ve”. Eso tiene que ver con una preocupación presente a lo largo de todo el libro: no buscar lo extraordinario, sino encontrar la posibilidad de iluminación en los hechos menores. Pero hay que señalar que solo la amorosa y atenta mirada del poeta es capaz de ver esos pequeños prodigios.

Textos transidos por un suave pesimismo

Ejemplos representativos de lo que digo son poemas como “Farolito carretero”, “Tinajero”, “Nido”, “Quinqué”. Por otro lado, el poeta no solo escribe sobre elementos del mundo físico, sino también sobre aspectos sensoriales. Si de acuerdo a Marcel Proust, los sabores hacen que los recuerdos afloren a la superficie, Simón atribuye similar valor a los olores. Eso tiene su mejor ilustración en “Aromas”, poema al cual pertenecen estos versos: “Cuando la tarde lenta/ va y se cuela/ en la íntima paz/ de los balcones,/ renacen,/ como antiguas ilusiones,/ el olor a vainilla y a canela,/ y el de aguinaldo,/ que en diciembre vuela/ como los villancicos/ y canciones.// Olor de la albahaca y el tomillo./ Del clavo perfumado en la cocina./ Del cedro y la caoba en la vitrina./ Lavanda y vetiver,/ después del baño:/ aromas que me llevan por un trillo/ donde nada que encuentro,/ me es extraño”.

En la infancia que se evoca en Finas hebras, no todo fue felicidad. En dos o tres poemas aparece la figura del padre “que no se nombra,/ que como el humo/ se fue”, y al cual el poeta aprendió a amar desde lejos. A él se dirige en un texto en donde le expresa: “Pregunto, padre,/ ¿dónde te encontrabas/ mientras el campo/ se me hacía infinito?// ¿En el silencio de la noche/ o el grito/ feroz del viento/ entre las cañabravas?// (…) Me faltabas/ en las horas más tristes/ y puntuales;/ en la imagen borrosa que veía/ asomar silenciosa/ a los espejos”. Pero es evidente que, como balance general, aquellos años fueron para Simón el tiempo feliz que tanto quiere, y que nadie le va a devolver.

Entonces, “la tristeza no existía./ Lo triste/ vino después/ cuando buscas y no ves/ todo lo que ayer había”. Sin embargo, en todo el libro, Simón se mantiene en aquel pasado. Se muestra extremadamente austero en cuanto a revelar las claves de lo que después pasó a ser su presente. Es algo que el lector intuye en unos textos transidos por una suave nostalgia y un sedimento de pesimismo: “Tarde nublada./ No ves/ que en mi interior/ también llueve./ Quizás un pájaro/ eleve/ mi corazón/ en sus pies./ Los recuerdos/ otra vez/ regresan,/ hablan conmigo/ —en cada gota—/ y yo sigo/ aquí,/ detrás del cristal,/ viendo mi vida pasar:/ agua y sombras/ que persigo”.

Finas hebras está escrito con un lenguaje cuidado con esmero, pero que a la vez es cercano y cálido. Muestra a un poeta maduro, poseedor de un decir fluido y una precisa expresión, y a un depurado artífice de las imágenes y la rima. Con este libro intimista y autorreferencial, Simón ha logrado una obra en la cual humanidad deja de ser un simple sustantivo, para convertirse en una conmovedora presencia. Solo es de lamentar que la edición no se haya imprimido en un papel mejor. Eso no permite que se puedan aprecien en su justa medida las hermosas ilustraciones de Yunier Serrano, quien recrea imaginativamente el universo poético de Simón.

Todas esas cualidades son suficientes para que desde aquí recomiende el poemario de Nelson Simón, del cual reproduzco estos versos: “Allá, en las mágicas noches/ de mi infancia,/ hay un quinqué/ que alumbra/ y da fragancia,/ cuelga rosas de luz/ en las cortinas,/ mientras abuela,/ desde la cocina,/ se prepara a llenar/ la fresca estancia/ con historias de reyes y princesas,/ con jinetes que viajan sin cabeza,/ y lámparas que tornan/ a la mesa tosca/ en opulenta fiesta/ de manjares./ Allá, en las viejas noches familiares,/ en el calor de las conversaciones,/ todavía alumbrando/ hay un quinqué.// Si vuelvo la cabeza,/ esbelto como un faro,/ se le ve”.