Celebración de un cómico genial
El documental que Peter Bogdanovich ha dedicado a Buster Keaton consigue dar una imagen adecuada de un hombre que se adelantó a su época. Un artista que, como expresó Orson Welles, está más allá de cualquier elogio
Peter Bogdanovich (1939) es un icono del cine norteamericano. A él se deben cintas como Luna de papel, La última película, Daisy Miller, Mask y ¿Qué me pasa, doctor? (en Cuba se estrenó como La chica terremoto). Pero en las dos últimas décadas, son contadas las veces que se ha puesto detrás de la cámara, pues ha dejado de creer en la industria. Piensa que el cine que se hace en Hollywood está dirigido por ejecutivos que solo piensan en la taquilla. “Ahora se trata de colocar productos con los que comerciar y no de hacer una buena película. El cine lleva tiempo en decadencia. No se hacen películas originales. Son todas secuelas, precuelas, repeticiones, y hay una obsesión por vender productos como los súper héroes. A mí no me gusta ese cine”.
Antes de cineasta, Bogdanovich fue crítico de cine, y hasta hoy ha seguido explorando ese medio desde la perspectiva histórica e investigativa. Ese quehacer se ha materializado en libros monográficos sobre John Ford, Fritz Lang, Orson Welles, así como en los dos volúmenes de El director es la estrella, donde reunió entrevistas a realizadores como Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Raoul Walsh, George Cukor, Leo McCarey, Robert Aldrich, Sidney Lumet y Otto Preminger.
En esa faceta de su trabajo se inscribe el documental El gran Buster (The Great Buster, Estados Unidos, 2018, 102 minutos). Se trata de un proyecto que Bogdanovich realizó a partir de una propuesta del productor y distribuidor Charles Cohen. Gracias a este, buena parte del material que se puede ver en el filme ha sido restaurado y pertenece a su sello Cohen Film Classics. Además de director, Bogdanovich es autor del guion y hace de narrador.
Aparte de ofrecer la posibilidad de visionar restauradas muchas secuencias de las películas del genial actor y director, el documental incluye entrevistas grabadas a familiares, amigos, colaboradores suyos, así como a cineastas y artistas que han asumido y reconocen su influencia. Entre esa veintena de testimoniantes figuran Mel Brooks, Dick Cavett, Cybill Shepherd, Carl Reiner, Leonard Maltin, Bill Hader, Bill Irwin, Norman Lloyd, así como otros tan imprevistos como Quentin Tarantino y Werner Herzog. Entre todos, van trazando el retrato de Buster Keaton. Y destacan la enorme huella dejada por él en el arte de la comedia y la historia del cine.
El gran Buster está estructurado en tres partes. En la primera se repasa desde la niñez la vida de aquel personaje complejo, simpático y audaz. Sigue después una mirada a los trabajos que hizo en su etapa postrera en la televisión (anuncios, programas con cámara oculta) y a su participación en Film, la película experimental de Samuel Beckett. En el bloque final, Bogdanovich estudia las mejores películas de Buster Keaton, aquellas en las cuales elevó la comedia hasta las cotas más altas.
Al igual que muchos cómicos del cine mudo, Joseph Frank Keaton (1895-1966) empezó en lo que en Estados Unidos se llamaba el vodevil o music hall. “Prácticamente nací en los escenarios. Me crie entre bastidores viendo trabajar a mi padre y a sus otros compañeros. Gracias a esta experiencia, a los 20 años ya era todo un veterano”, contó Keaton. Sus padres integraban una pareja teatral con bastante éxito. En 1899, antes de cumplir los cuatro años, se unió a ellos y pasaron a llamarse The Three Keaton (posteriormente, se ampliaron a cuatro y luego a cinco).
El número en el cual Keaton participaba era bastante violento. Al referirse a esa etapa, recordó: “Nuestro número se ganó la reputación de ser el más violento del vodevil. Esto fue el resultado de una serie de interesantes experimentos a los que me sometió mi padre. Empezó por sacarme al escenario y dejarme caer. Luego se dedicó a limpiar el suelo conmigo. Cuando no di señales de molestarme, empezó a lanzarme de un lado a otro del escenario y a arrojarme al foso de la orquesta”.
Muchos espectadores pensaban que el niño salía maltratado y más de una vez la policía se presentó en casa del matrimonio para acusarlo de maltrato infantil. La Gerry Society, una sociedad neoyorquina que protegía a la infancia, estimó que era un caso de explotación infantil y trató inútilmente de impedir las representaciones. Pero según Keaton comentó después, nunca sufrió daños. En más de diez mil actuaciones, no tuvo rasguños ni morados, pues aprendió qué músculos tensar y cuáles relajar al caer. En Slapstick: las memorias de Buster Keaton, cuenta que solo se hizo daño una vez. Su padre lo golpeó de forma no intencionada y estuvo inconsciente durante dieciocho horas.
Humor basado en acciones y gestos
Observando a sus padres, adquirió desde muy pequeño el arte de caer y tropezar. En los escenarios aprendió todo sobre humor físico y trompazos. Eso fue lo que aplicó después al actuar ante la cámara, ampliándolo y enriqueciéndolo con un admirable dominio del gag. Su máxima era: “Un cómico hace cosas graciosas; un buen cómico convierte las cosas en graciosas”. De aquellos años viene el apodo de Buster, que le puso el mago Harry Houdini, quien tuvo un negocio de venta de bebidas medicinales con el padre de Keaton. Un día, tras verlo caer, lo recogió y comentó: “What a buster!” (¡Vaya caída!). Sea verdad o leyenda, ese fue el nombre con el cual Keaton pasó a ser conocido.
La afición a la bebida del padre y la aparición de nuevas formas de entretenimiento auguraban un futuro incierto para su espectáculo familiar. Eso hizo que en 1917 Keaton decidió irse a probar suerte en Nueva York. Allí conoció a Roscoe Fatty Arbuckle, un actor que había sido formado por Mack Sennett y quien fue su descubridor para el cine. Tras hacerle una prueba, lo contrató y trabajaron juntos en una decena de filmes, entre cortos y largos. Tras rodar las primeras, Keaton fue llamado a filas y enviado a Francia. No llegó a combatir, sino que se dedicó a entretener a los soldados. De todos modos, al volver a Estados Unidos había perdido parcialmente la audición.
La carrera de su amigo terminó abruptamente en 1921, cuando fue arrestado y procesado por homicidio involuntario. Keaton había dirigido algunos cortos. Cambió de productor y entre 1923 y 1928 escribió, dirigió y protagonizó una decena de largometrajes que marcan su etapa de máximo esplendor. A esos años pertenecen obras maestras como El maquinista de la General, El colegial, El fotógrafo, La ley de la hospitalidad, El colegial, El héroe del río, El moderno Sherlock Holmes, El rey de los cowboys, El navegante. A esta última pertenece la escena favorita de Bogdanovich. Es aquella en la cual Keaton echa al agua un barco que se va hundiendo lentamente con él encima, mientras mira impertérrito a la lejanía.
Hay unanimidad en cuanto a que con El maquinista de la General Keaton alcanzó la cúspide de su filmografía. Se trata de una delirante comedia épica ambientada durante la Guerra Civil. Cuenta la historia de Johnny Gray, un pobre hombre que, por pura suerte, se convierte en héroe. Es maquinista y tiene dos grandes amores: su locomotora y la bella Annabell Lee. Unos soldados del norte se infiltran en las filas confederadas, roban “la Generala” y raptan a Annabell Lee, que se hallaba dentro. Johnny no duda en subirse a otra locomotora y sale en persecución de los yanquis, para rescatar a sus dos amadas. Por su valerosa hazaña, fue ascendido a teniente.
La película cuenta con una planificación y un montaje magistrales. Incluye persecuciones espectaculares, incendios, explosiones, todo lo cual fue rodado, por supuesto, sin efectos especiales. En las recreaciones históricas participaron cientos de extra. Hay además secuencias cuya filmación estuvo llena de peligros y riesgos. Una de ellas es la de la caída de un tren desde un puente, que tuvo como punto de partida un hecho real narrado en el libro The Great Locomotive Chase. (Un dato curioso es que el tren permaneció por más de veinte años en un río de Oregón. Fue recuperado durante la Segunda Guerra Mundial, para emplearlo como chatarra.) Todo eso hizo de El maquinista de la General una de las producciones más caras de la etapa del cine mudo. En su estreno, fue un fracaso crítico y comercial, el más grande revés financiero de Keaton. Pero décadas después sus valores han sido reconocidos. Figura en la selección de los diez mejores filmes de todas las épocas, hecha por la revista inglesa Sight & Sound. Y la francesa Cahiers du Cinema la reivindicó como una obra maestra.
Keaton siempre fue consciente de que en Hollywood se subestimaba la inteligencia de los espectadores, y por eso creó su propio estudio, independiente de las grandes productoras. Era un cineasta total, un gran director, un intérprete genial e ingenioso. Conocía bien su oficio y poseía un gran conocimiento del arte cinematográfico. Fue precursor en varios aspectos técnicos y de puesta en escena. Algo que pone de manifiesto el documental de Bogdanovich es que, lejos de ser una reliquia histórica, Keaton es un pionero. Su visión sorprendentemente moderna e imaginativa ha hecho de él uno de los cineastas más creativos e innovadores.
Creó un humor que era diferente al de sus contemporáneos. Su marca de fábrica fue no reír jamás ante el público. Era algo que aprendió durante sus inicios en el vodevil teatral: “Una de las cosas que descubrí fue que siempre que sonreía o permitía que los espectadores sospecharan lo bien que me lo estaba pasando, parecía que estos no se reían tanto como de costumbre”. De ahí viene el hieratismo de su rostro, que mantenía en medio del caos, y a partir del cual creó un estilo propio e inconfundible. De igual modo, lograba dar a su mirada múltiples matices. Era un intérprete ingenioso y peculiar, cuyo humor se sustenta en acciones, en gestos y en la expresividad del cuerpo. No hay actor de esa época que dependa menos de la palabra. Poseía un gran dominio de los recursos actorales y del arte de la pantomima, y los trasladó al conocimiento de los medios expresivos visuales. Incluso era poco dado a incluir letreros con diálogos y descripciones de la trama. El promedio en esa época era de 240 por película, mientras que en las suyas él no pasaba de 56.
Creó la comedia física y de gesto imperturbable. Esto último le valió el apodo de “The Graet Stone Face” (el Gran Cara de Piedra), y a propósito de ello, declaró: “A lo largo de los años han llamado a mi rostro cara de asco, jeta muerta, rostro helado, el gran cara de piedra y, lo crean o no, 'máscara trágica' (…). La gente dirá lo que le parezca, pero mi cara ha sido para mí una valiosa marca de fábrica”. Y agregó: “A casusa de mi aspecto en el escenario y en la pantalla, la gente suponía que me sentía desgraciado en mi vida personal. Nada hay más lejos de la realidad. Buscando en mis primeros recuerdos, siempre me he considerado un hombre enormemente afortunado”.
¿Otro Keaton? Imposible
Fue un maestro del slapstick, un subgénero de la comedia que se caracteriza por los gags visuales y las acciones exageradas de violencia física, que no derivan en consecuencias reales de dolor. En los filmes de su época de esplendor, abundan las persecuciones y hay ocasiones en que las secuencias son una coreografía refinada y elaborada. Todo eso le permitió realizar unas actuaciones únicas, maravillosas e imperecederas, que hasta hoy siguen haciendo reír. Sus memorables caídas han sido copiadas en numerosos filmes (Bogdanovich lo ilustra en el documental con varios ejemplos). En El guateque (1966), Blake Edwards usó uno de sus gags: es aquel en el cual Peter Sellers apoya el pie para atarse los cordones de los zapatos. Y hasta hay anuncios de televisión que recrean escenas de sus películas.
Acerca de estas, Bogdanovich comentó: “Fue un gran director de comedias, un aspecto que me parece fundamental reivindicar. Welles, que le conoció y admiró, me confesó que le consideraba uno de los grandes directores de todos los tiempos. ¿Hay hoy alguien equiparable a Buster Keaton? No, por varias razones. El color no ayuda a la comedia, sino que distrae al espectador de lo importante: el gag. Tampoco nadie aúna tanta sapiencia en la dirección, en control exhaustivo de su físico —actualmente solo John C. Reilly es equiparable en dominio del cuerpo— e inventiva en los gags, como demostró, por ejemplo, en El moderno Sherlock Holmes, cuando rompe la cuarta pared. ¿Otro Keaton? Imposible”.
A diferencia de Charles Chaplin, Keaton no era nada sentimental. A eso se refirió Luis Buñuel al definirlo como “ese gran especialista de toda infección sentimental”. Al referirse a sus personajes, el historiador y crítico francés Marcel Oms señala: “Abofeteado, golpeado, burlado y humillado, siempre se rehace obstinadamente. Merced a su implacable rectitud, la trayectoria keatoniana hace más profunda su soledad, el tiempo de lucha, la reconquista. Hay algo en él de la obstinación grave del niño. (…) Aplastado por el decorado, ahogado por las circunstancias, arrastrado por el remolino, Buster emerge, lucha, sobrevive y triunfa. Todas estas calamidades realzan el mérito del héroe: amenazado de ser irremediablemente destruido, Keaton no ha sido vencido jamás. El hombre keatoniano no se realiza si no es en el riesgo inmenso de desaparecer”. Por su parte, el propio Keaton comentó: “Toda mi vida me he sentido muy feliz cuando, al verme, un espectador le decía a otro: Mira ese pobre diablo”.
Keaton, lo dije antes, fue un cineasta total y dominaba muy bien su oficio. Era un gran director. Sabía dónde situar la cámara para lograr lo que quería, y sacaba un gran partido de todos los elementos que aparecían en el escenario. A menudo trabajaba sin guion. “La parte central ya saldrá sola”, solía decir. Sin embargo, controlaba todo. Planeaba las secuencias, pero al comenzar a rodar improvisaba e inventaba sobre la marcha. Al respecto, comentó: “Yo elaboraba los guiones y seleccionaba los gags. Cuando trabajaba con un codirector, él podía controlar si todo lo que habíamos preparado antes de filmar se desarrollaba según lo previsto. Esa era su función”.
No permitía que lo doblaran en las escenas de mayor riesgo. Voy a mencionar tres secuencias que ilustran lo que era capaz de hacer. En El héroe del río, un pueblo es azotado por un huracán. La fachada de una casa se viene abajo con milimétrica precisión sin golpear a Keaton, pues su cuerpo coincide a la perfección con el hueco de una puerta. Unos centímetros más y habría terminado sepultado bajo aquel decorado. En Siete oportunidades, hay una maravillosa secuencia en la cual salta sobre un precipicio, luego se agarra a la copa de un árbol que es derribado, rueda sobre la arena y termina descendiendo a la carrera una montaña, perseguido por una avalancha de piedras. Y en otra cinta es capaz de aferrarse a un coche en marcha y dejarse llevar como si fuese una bandera. Incluso, se cuenta que por varias semanas ignoró que se había roto el cuello, al caerse en una filmación. “El mejor efecto especial en sus películas era él mismo. Hacía lo que se veía en pantalla”, señala el historiador Leonard Maltin en el documental.
Fue un artista visionario, que hizo, sin saberlo, cine en estado puro, lo cual quiere decir que lo devolvió a su esencia. “Parece un visitante del futuro en el mundo de los cómicos clásicos”, dijo de él el destacado crítico Roger Ebert. Abrió todas las puertas y ventanas de un imaginario enteramente cinematográfico. Como ha señalado David Robinson, “empleaba el cine con la misma libertad y facilidad, con la misma inconsciencia que el lenguaje corriente”. Ideó la manera de combinar la cámara, los personajes y el decorado del modo más expresivo y animado. Le encantaban los inventos mecánicos y en varias cintas empleó artilugios de complicada ingeniería. Se divertía tanto con ellos, que en su casa servía los perros calientes en trencitos.
Y para no extenderme más sobre este aspecto, reproduzco estas palabras del crítico y escritor francés Robert Beanayoun, extraídas de su libro Le Régard de Buster Keaton (1982): “Keaton cineasta ha enriquecido el cine de la misma forma que algunos maestros del encuadre, del montaje o de la luz. Ha entendido espontáneamente, sin duda mucho antes que otros, hasta qué punto el lenguaje cinematográfico, autónomo, libertador, fecundo, era su arcilla, su fuente viva, su azur. La mirada que Buster Keaton, más allá del relato y de la anécdota, arroja sobre el cine en su conjunto es la suma de las esperanzas nacidas de su frustración activa”.
De tenerlo todo a caer en el olvido
Keaton se convirtió en uno de los comediantes más famosos. Su popularidad fue oscurecida solamente por la de Charlie Chaplin y Harold Lloyd, aunque mantuvo una relación cordial con ambos. Sus películas se proyectaron con mucho éxito por todo el mundo. Federico García Lorca le dedicó un guion cinematográfico, El paseo de Buster Keaton, donde describe sus ojos “Infinitos y tristes, como los de una bestia recién nacida, sueñan lirios, ángeles y cinturones de seda… son de culo de vaso… de niño tonto… de avestruz… en el equilibrio seguro de la melancolía”. Y Rafael Alberti escribió un poema titulado “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca”.
Pero a partir de la década de los treinta, comenzó el segundo acto de su vida. La carrera de quien fue toda una estrella del cine mudo quedó anulada. No fue a causa de la llegada del cine sonoro, pues Keaton demostró que poseía una buena voz. Fue por cometer el que él mismo consideraba el peor error de su vida: en 1928 vendió su unidad de producción a la Metro Goldwyn Mayer. Eso significó venderle el ama al diablo, pues perdió el control creativo de su trabajo. Se vio obligado a entrar en el sistema de estudio, al cual nunca se adaptó. No lo dejaron dirigir, y eso lo llevó al alcoholismo. Su esposa Natalie Talmadge se divorció de él y se llevó hijos, propiedades y fortuna. A mediados de los años 30, fue despedido de la Metro Goldwyn Mayer. Sobrevivió actuando en mediocres cintas, que incluyeron dos realizadas en México, El moderno Barba Azul y El colmillo de Buda. Llegó incluso a hacer giras con algunos circos. Antes cobraba 3 mil dólares semanales; ahora no llegaba ni a los cien. De tenerlo todo, pasó a caer en un injusto olvido.
Su matrimonio con Eleanor Norris lo ayudó a superar sus adicciones y el derrumbe de su carrera. A salir de ese declive irrefrenable también contribuyeron la televisión y el reconocimiento que tuvo en Europa. A inicios de los 50, fue rescatado para la pequeña pantalla, que pasó a ser el medio para expresarse y ganar dinero. Además de hacer publicidad, llegó a tener su propio programa, The Buster Keaton Show (1950-1951), en el cual recreó y actualizó sus gags clásicos. Participó asimismo en varios filmes. En Sunset Boulevard (1950) se le puede ver en la escena del juego de cartas. En Candilejas (1952) trabajó por primera vez con Charles Chaplin. Keaton estaba en bancarrota y este decidió contratarlo para que hiciera de coprotagonista. Los dos aparecen juntos en una de las secuencias finales, donde interpretan un antológico dúo cómico. Y conviene recordar que Samuel Beckett lo escogió para que protagonizara Film (1964), una de sus incursiones en el cine.
En 1960, la industria que durante varios años había desperdiciado su gran talento le concedió un Oscar honorífico por toda su carrera. Antes, la Paramount había rodado el biopic The Buster’s Keaton Story (1957), protagonizado por Donal O’Connor. En 1962 la prestigiosa Cinématèque Française le dedicó una retrospectiva. Keaton no atravesaba entonces por un buen momento, y aquel ciclo contribuyó a reactivar la atención por su obra. Otro testimonio de admiración lo recibió pocos meses antes de morir. Fue el León de Oro honorífico que le dieron en el Festival Internacional de Venecia. La entrega estuvo acompañada de un aplauso de diez minutos, el más prolongado que se había escuchado allí, y que le arrancó lágrimas. No podía creer que medio siglo después de haberlas rodado, sus mejores películas mantuvieran los valores necesarios para ser recordadas y elogiadas. Y se hubiera asombrado de saber que sus cintas han envejecido mejor que las de Chaplin.
El documental que Bogdanovich ha dedicado a Keaton es didáctico, claro, sobrio. El material que incluye está bien seleccionado y es coherente con la narración. No pretende ser un retrato en profundidad, pero consigue dar una imagen adecuada de un hombre que se adelantó a su época. Posee además la virtud de dejar que sea el propio Keaton el que hable, a través de sus películas. Es una celebración de un gigante del cinematógrafo, un artista que, como expresó Orson Welles, está más allá de cualquier elogio.
En estos días en los que la pandemia obliga al confinamiento en el hogar, las películas de Keaton constituyen una opción muy recomendable. En YouTube se pueden hallar muchas de ellas. Quienes las vean disfrutarán de una experiencia impagable, pues conservan intacta su lozanía. Y además comprobarán a través de esos filmes que el calificativo de grande adquiere en Keaton su justo valor.
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