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Roustayi, Cine, Cine iraní

Cine apasionante, intenso y cuestionador

La ley de Teherán no es la película iraní que uno espera. Su director, Saeed Roustayi, aborda el grave problema de la drogadicción en su país a través del prisma del thriller

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Desde que hace algunas décadas se dieron a conocer internacionalmente las películas de Abbas Kiarostami y Mohsen Makmalbaf, la cinematografía iraní nos tiene acostumbrados a que de tanto en tanto nos lleguen muestras de las excelentes películas que allí se realizan. Se trata, por regla general, de dramas reflexivos, metafísicos, cuyos personajes se debaten en situaciones difíciles, y que se ubican en lo que se suele llamar cine de arte y ensayo. Son obras ampliamente reconocidas y se estrenan en las pantallas de muchos países tras pasar por festivales como los de Berlín, Cannes y Venecia, donde han obtenido numerosos galardones. Por eso, encontrarse con una propuesta como La ley de Teherán(Metri Shesh Va Ninm, 2019, 135 minutos) es algo que, sencillamente, uno no espera.

En Irán, tuvo un éxito sin precedentes, algo que se comprende una vez que se ha visto. En apenas tres meses, se convirtió en la cinta más taquillera de la historia del país. Posteriormente, rompió todos los récords en el mercado doméstico de video y en las plataformas. Esa acogida del público nacional ha estado acompañada por una estupenda recepción en el extranjero. La ley de Teherán fue estrenada en la sección Orizzonti del Festival de Venecia y en el de Tokyo se alzó con los galardones a la mejor dirección y al mejor actor. Asimismo, en la edición correspondiente a 2021 de Reims Polar, festival especializado en el cine policial, recibió el gran premio del jurado y también el de la crítica. Ese mismo año, fue nominada en los Premios Cesar a la mejor película extranjera.

Su director y guionista es Saeed Roustayi (Teherán, 1989), quien pertenece a la última generación de cineastas de su país. Debutó como realizador de largometrajes con Life+1Day (2016), al cual siguió La ley de Teherán. Este año concursó en la sección oficial de Cannes con su tercer título, Lelila’s Brothers, que de acuerdo a los críticos se sitúa en una línea más cercana a la de su compatriota Ashgar Farhadi. Asimismo, firma el guion de Sade Ma’bar (2017), que dirigió su compatriota Moshen Gharaie.

Antes de pasar a ocuparme del film, me parece útil proporcionar una breve información sobre el tema que aborda.Irán se enfrenta hoy a un grave problema interno: la drogadicción. En ese país, las drogas pueden circular y distribuirse con mucha facilidad por dos razones: la cercanía con Afganistán, país con el cual la República Islámica comparte 965 kilómetros y donde se produce el 90 por ciento de la heroína mundial; y el hecho de que el territorio iraní es un lugar de paso para los estupefacientes que viajan hacia Europa.

La consecuencia es que una buena parte de estos cargamentos se queda en Irán, donde el consumo de opio, heroína y drogas derivadas es uno de los más altos del mundo. De acuerdo con la Organización para el Control de las Drogas y el Crimen Organizado de las Naciones Unidas, en Irán, unos 2,8 millones de personas son consumidores frecuentes. Adicionalmente, el país posee una de las tasas de consumo más altas del mundo.

El consumo de drogas ha aumentado en los últimos años hasta convertirse en un problema de salud pública.Roustayi declaró que “en los últimos años ya no permanece oculto: se puede ver a muchos adictos por las calles y el número se incrementa diariamente”. En Teherán, es frecuente observar a diversas personas que habitan en la calle agruparse en los denominados patoughs, lugares en donde se reúnen para consumir estupefacientes.

Datos de la Presidencia revelan que el 70 por ciento de la población en las cárceles está condenada por casos relacionados con las drogas. La pena por posesión venta y distribución de drogas es la misma tanto si la cantidad es 30 gramos como si es 50 kilogramos: la pena de muerte. En esas condiciones, los narcotraficantes no tienen reparos en ser ambiciosos y la venta de crack se ha disparado. Así lo han hecho y como resultado, las tasas de abuso de drogas se ha elevado de 1 millón de toxicómanos a 6,5 millones. A esta cifra alude el título original de la película de Roustayi, que en persa es 6,5.

Tema social desde el prisma del cine de género

La ley de Teherán cuenta cómo Samad, un persistente jefe de policía en Teherán y su equipo tratan de dar con Nasser Khakzad, un escurridizo capo del narcotráfico para quien trabajan un montón de camellos, y al que nadie parece haber visto nunca. Después de casi un año de seguirle la pista, los agentes consiguen por fin echarle el guante, poco antes de que su intento de suicidio se consumara. Mas aunque creían que el caso estaba cerrado, el enfrentamiento con el cerebro de la red toma un giro completamente inesperado.

A pesar de que la férrea censura que allí existe, la cinematografía iraní suele ingeniárselas para mostrar de modo realista esa sociedad. Mas no esperábamos que un tema social fuese abordado a través del prisma del cine de género. La ley de Teherán es un thriller energético y apasionante, que además tiene personalidad autoral. Es cine de acción con ritmo, tensión y adrenalina a la altura de Hollywood. Parece un film de Sidney Lumet o William Friedkin. Justamente este último comentó que la cinta de Roustayi es “uno de los mejores thrillers que he visto en toda mi vida”. Participa de los elementos distintivos de los realizados en otros países, pero también se nutre de la tradición nacional. Eso le da unas características propias muy bien definidas y que difícilmente se pueden extrapolar. De ahí que rodar un remake sería poco factible, pues situar el argumento en otro lugar mermaría su poder y su originalidad.

El film arranca con una operación policial que resulta fallida, pues el sitio al cual llegan resulta estar vacío. Hamid, mano derecha de Samad, ve la sombra de un hombre que escapa por el tejado. Lo persigue a pie por callejones y obras en construcción, en una vertiginosa secuencia que constituye toda una lección por el empleo de la edición, la banda sonora y el ritmo. Está rodada con buen pulso, sin recurrir a efectos especiales ni trucos de postproducción que distraigan la atención. La persecución tiene además un desenlace inesperado, en el cual los policías no saben qué fue de su presa, aunque los espectadores sí saben qué ocurrió.

No menos impresionante es la operación siguiente. El escenario es una suerte de tierra de nadie, donde hay una verdadera colmena humana de drogadictos. Se hacinan en un descampado cubierto por tuberías de concreto e improvisadas tiendas de campaña. La mayoría de esos hombres y mujeres están demasiado colocados para ofrecer resistencia al arresto. Muchos de ellos, por cierto, están interpretados por auténticos yonquis. Acerca de esto, uno de los actores principales expresó: “Había una dificultad en general para hacer esta película durante algo más de cinco meses, y es que teníamos que lidiar con toxicómanos reales, con verdaderos adictos. No es fácil manejar a este tipo de actores no profesionales, eran actores de la calle”.

Estamos ante un thriller apasionante, descarnado e intenso, cuya trama mantiene al espectador clavado a la butaca. Roustayi pone de manifiesto su talento al conseguirlo, pues buena parte del metraje no está ambientado en espacios exteriores idóneos para la acción. Tiene lugar en los ambientes claustrofóbicos de celdas, oficinas y pasillos de la estación, esto es, donde los policías realizan la parte más rutinaria de su trabajo. La ley de Teherán es además un film que sabe sacar partido de unos diálogos afilados y densos, muchos de los cuales corresponden a discusiones exaltadas.

Pero como las mejores cintas de ese género, La ley de Teherán es un thriller arrancado de la realidad, que ofrece una visión reveladora de un problema muy serio. A la vez que funciona en su cometido de mantener al espectador en vilo, lo hace sentir incómodo con la realidad que se muestra. Todo lo que se ve en pantalla está plasmado con realismo y con un acercamiento crítico y duro, pero que se siente honesto y documentado. No estamos ante el típico film de denuncia maniqueo y superficial, sino ante una película compleja y dotada de profundidad.

Imagen corrosiva y cuestionadora del sistema judicial

La película da una imagen sombría de los esfuerzos de la policía antinarcóticos para tratar de luchar contra el floreciente tráfico de drogas. Sus agentes están sobrecargados de trabajo y se sienten frustrados al no poder detener, con sus redadas y arrestos, la ola de adicción. Eso los lleva a estar constantemente al borde de sobrepasar las fronteras de la ley, así como en un difícil equilibrio para que no los procesen. Por otro lado, las cárceles están desbordadas. Esa masificación queda ilustrada en una escalofriante secuencia en la cual se ve una celda, repleta de hombres con síntomas de abstinencia y que están obligados a dormir de pie por la falta de espacio.

Otro aspecto sobre el cual La ley de Teherán arroja una mirada corrosiva y cuestionadora es el sistema judicial. En Irán, las garantías procesales están en manos de una autoridad. En el film está representada por un juez, que cuenta con carta blanca para aplicar la ley. Es además un sistema carcomido por la burocracia. Por ejemplo, solicitar unas cintas necesarias en una investigación puede llevar varios días. La ley iraní tampoco se lo pone fácil a los policías, cuya palabra vale ante el juez lo mismo que la de los traficantes. Permite así a los imputados arrojar sospechas sobre policías honestos, que de inmediato son esposados, a la espera de que se aclare su situación. Y pese a ser excesivamente punitivo, ese sistema es incapaz de servir como freno a unas cifras de drogadictos que van en aumento y están fuera de control.

El film de Roustayi posee la cualidad de narrar una historia ya conocida y que, a la vez, resulta nunca antes vista. Eso se pone de manifiesto sobre todo en los personajes. Estos no están construidos según la fórmula maniquea de buenos y malos. Se advierte, por el contrario, un esfuerzo por comprender el drama humano que hay detrás de ellos, y carecen de una brújula ética por la que puedan guiarse. Todos tienen razones y demandan que se les escuche. Para conseguirlo, no dudan en mentir y apelar a manipulaciones. Los propios policías son presentados en un desacuerdo constante, y algunos lanzan navajazos a sus propios compañeros, como ocurre entre Samad y Hamid. Este último además está centrado en vengarse de un capo de la droga a quien responsabiliza del secuestro y asesinato de su hijo.

Otro hallazgo a sumar al film lo constituye el contar con un personaje como Nasser Khakzad, un narcotraficante sorprendentemente simpático. Eso no significa que se le exima de su culpa por el comercio al cual se dedica. Hay suficientes escenas que ilustran el daño causado a los seres humanos por las drogas con las que él se ha enriquecido. La película no justifica sus acciones, pero le da la oportunidad de exponer las razones que, según él, lo condujeron a ese negocio. Roustayi hace, asimismo, que el camino hacia su inevitable ejecución sea imprevisible e incluya una escena en la cual se despide de su familia que es inesperadamente conmovedora.

Dentro de la prisión, Nasser se comporta de manera autoritaria y despectiva con los demás detenidos. No deja de sentirse poderoso y utiliza todas las estratagemas para escapar de la horca. Llega incluso a intenta sobornar a Samad. Es así un personaje tan complejo como los agentes responsables de su arresto. Todo eso explica por qué Navid Mohammadzadeh se hizo merecedor del galardón al mejor actor en Tokyo. En 2017 ya se había reconocido su talento y su carisma, cuando recibió en Venecia el Premio Orizzonti al mejor intérprete por su trabajo en la cinta iraní No Date, No Signature.

El antagonista de Nasser es Samad, quien está obsesionado con su captura porque cree que es el capo principal de la red local de narcotráfico. Ambos, sin embargo, tienen en común una complicada situación familiar que los ha forzado a tomar decisiones. Tras divorciarse, Samad se volvió a casar con su antigua esposa, para tener así mayores posibilidades de obtener un ascenso. Ahora se halla bajo escrutinio por un caso anterior. Se relaciona con el extravío de 50 gramos de cocaína que fueron incautados a un camello de poca monta.

Samad es interpretado por Peyman Moadi, un rostro internacionalmente conocido tras haber protagonizado dos de las películas de Farhadi, A propósito de Ely y Nader y Simin, una separación (por esta última ganó en Berlín el Oso de Oro al mejor actor). Tanto él como Mohammadzadeh realizan unas interpretaciones magnéticas, viscerales y de una sorprendente profundidad. Los dos están muy convincentes y hay algo resbaladizo en sus personajes, que los coloca no como adversarios que encarnan la ley y el delito, sino como peones atrapados por un sistema defectuoso.

La ley de Teherán cuenta con una estupenda realización. Se apoya en una magnífica puesta en escena, un eficaz manejo de la cámara, un guion con una acertada dramaturgia, un buen empleo de la edición. Asimismo, está rodada con un estilo austero y seco, que no hace concesiones al espectador. Escenas como la de las redadas, la celda masificada y, sobre todo, el ahorcamiento colectivo del final, no dejan nada fuera de campo. Propuesta ambiciosa y arriesgada, a través de su película Roustayi sugiere que no existen soluciones fáciles para el problema al cual hoy se enfrenta su país. Nasser Khakzad es solo uno de los responsables y tras su ejecución, otros ocuparán de inmediato su lugar.