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Bucarest, Ceausescu, Rumanía

Comunismo personalista y delirio megalómano

Margo Rejmer ha escrito un libro en el cual traza el retrato caleidoscópico de Bucarest, una ciudad que aún conserva las cicatrices de uno de los totalitarismos más atroces que conoció Europa en el siglo XX

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En Polonia existe una gran escuela de periodismo, cuya figura más sobresaliente es el mundialmente conocido Ryszard Kapuściński. Tras su muerte, han continuado su legado Mariusz Wilk y Jacek Hugo-Bader, de quien meses atrás comenté su excelente Diarios de Kolimá. A esos nombres se ha venido a sumar el de Margo Rejmer (Varsovia, 1985), a quien se considera la nueva gran revelación del reporterismo polaco.

Su firma aparece con regularidad en los principales diarios y revistas de su país, y sus libros han sido traducidos a varios idiomas. Ese es el caso de Bucarest. Polvo y sangre (La Caja Books, Valencia, 2019, 243 páginas, traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek). Cuenta con ediciones en cinco idiomas y ha sido merecedor de numerosos galardones europeos como el Premio Newsweek al Mejor Libro de No Ficción, el TVP Kultura, el Gryfia Literary de escritoras. Asimismo, fue nominado a los Premios Polityka’s Passports y Nike Literary.

Rejmer llegó por primera vez a Bucarest en el verano de 2009. Cuenta que hacía un calor infernal y la impresión que tuvo de la ciudad fue la de “una sucesión de destartalados edificios, como una mandíbula de dientes arrancados y partidos con un hilo dental de cables resplandecientes al sol que iban envolviendo las calles como si fueran una telaraña o una cinta. Los edificios parecían estar mudando la piel, como si toda la ciudad se desconchara y se transformara, y tan solo aquí y allá, desde debajo de las viejas escamas, asomara algo reciente y liso”. Los autobuses que tomó acababan llevándola siempre a las afueras, “donde todo resulta provisional y harapiento”. Y anota que se sentó en un bordillo y se puso a pensar si alguna vez llegaría a comprender ese caos, esa estructura desordenada que la expulsaba a la periferia.

Tras aquel viaje, declaró en una entrevista, al volver a Polonia no podía sacar Bucarest de su cabeza. Había quedado hechizada, conmovida, y se dijo que quería instalarse allí. Un año más tarde, tomó la decisión de redactar una tesis sobre el cine rumano, pues de ese modo tendría un motivo para regresar y aprender el idioma. Pasó en Bucarest dos años con alguna interrupción, y confiesa que en más de una ocasión se sintió aliviada al retornar a su país natal. Pero agrega que “después empezaba a germinar una añoranza que crecía tanto que me resultaba imposible ignorarla”. Pero su amor por Bucarest no es, como lo demuestra su libro, un amor ciego. No se trata de una fascinación incondicional, que la lleva a caer en los lugares comunes de algunos libros de viaje. Eso lo ha permitido conservar intactas la agudeza y el espíritu crítico.

El de Rejmer es un periodismo distinto al de investigación y al de opinión. Es, como comentó Eduardo Haro Tecglen sobre el de Kapuściński, el de ir, venir y contar, esto es, un periodismo narrativo. Su técnica se basa en sumergirse en un tema para obtener testimonios reales, poderosos. Para ella, escribir reportajes es “un proceso de inmersión profunda en la otra cultura, no solo para entender lo que piensan las personas que te rodean, sino también para pensar como ellas”. Posee una indudable capacidad para escuchar, sobre todo a aquellos a quienes vale la pena escuchar. Eso hizo para escribir Bucarest. Polvo y sangre: habló con muchas personas para que le contaran sus historias. A partir de ese material, trazó el retrato caleidoscópico de una ciudad que aún conserva las cicatrices de uno de los totalitarismos más atroces que conoció Europa en el siglo XX.

Rejmer ha dividido su libro en dos grandes bloques: Comunismo. Oro y barro y Contemporaneidad. Oriental y demencial, entre los cuales hay uno mucho más breve titulado Entreguerras. Ojo y filo. En esas páginas, la autora compendia la historia de un país que, en menos de un siglo, pasó por la monarquía de Carlos II, quien “aunó algunos de los métodos del Duce con las acreditadas corrupción e intriga balcánicas”; la etapa nazi, en la que el general Antonescu vio en la lucha del lado de Alemania una gran oportunidad y durante la cual más de 250 mil judíos fueron asesinados; y los cuarenta y dos años de comunismo personalista, dominado por la paranoia del espionaje, el miedo y el delirio megalómano de Nicolae Ceausescu.

Este tiene, por supuesto, un protagonismo especial en el libro. Está presente ya desde “Un cuento de hadas rumano”, el capítulo con el que se abre el primer bloque. Allí Rejmer cuenta que ya desde niño, cuando le preguntaban qué quería ser, contestaba: “Seré el Stalin rumano”. En su carrera política, fue escalando peldaños, aunque sin llamar la atención. Siempre en segundo plano, se entregó al general Gheorghiu-Dej, secretario general del Partido Comunista. Al morir este en 1965, los miembros de la cúpula pensaron que por ser mediocre y fiel, Ceausescu sería fácil de manipular y lo nombraron secretario general.

Reeducación a través de la tortura

De esta manera, fue como Ceausescu se convirtió en el Padre de la Nación, el Genio de los Cárpatos, el Hijo más Destacado de la Tierra Rumana; en el déspota delirante para el que, cuando quería atravesar Bucarest, se cerraban todas las calles. El que convirtió el país “en una tarta de color rosa sobre la que se van apagando todas las velas, la cera sucia mancha el glaseado. Solo la aurora del Futuro iluminará el pueblo oscurantista. En las ciudades se interrumpe el suministro eléctrico. En las ventanas de los bloques tiemblan pálidas dulces: una pequeña bombilla para todo el piso, también pequeño. No hay adonde ir, porque no hay gasolina y las fronteras están cerradas. ¿Cómo alimentar a los hijos —a los deseados y a los que han nacido porque el líder prohibió la anticoncepción y el aborto— cuando en las estanterías de las tiendas hay gambas vietnamitas pero no hay pan y leche. ¿Qué contestar a los niños cuando preguntan si hoy habrá algo de comer, qué cuento contarles?”. Un país en donde los cantos infantiles hablaban de “tres colores conoce el mundo, rojo como la carne que no hay, amarillo como la piel de los niños y azul como el cielo de los países a los que no se puede viajar”.

Resulta difícil escoger en ese bloque algunos de los capítulos más impresionantes, pues las historias recopiladas por Rejmer son estremecedoras. Hay uno en el cual se habla de las dantescas cárceles, a las que eran enviadas las personas por unos delitos políticos irracionales e inexistentes. Ese fue el caso de Petre Reduca: un vecino acudió a la comisaria y dijo que le daba la impresión de que él escuchaba Radio Liberty. Fueron a comprobar y, en efecto, contaba con un aparato de radio, así que la escuchaba. A Petre le cayeron diez años en la prisión de Piteste. Allí se llevaba a cabo un experimento para aprender la nueva fe: llevaba por nombre “reeducación a través de la tortura”. Rejmer la describe así:

“En la prisión de Piteşti, el sufrimiento se despega del cuerpo y de la humanidad. Las personas moribundas aúllan como animales moribundos. Las paredes de las salas de tortura están insonorizadas, los gritos dejaban sordos a los guardias. A los prisioneros se les golpea tanto que dejan de ver y oír. De ellos solo quedan manchas de orina y sangre, pedazos de dientes, mechones de pelo, esputos sanguinolentos. En el charco queda algo de persona. Lo que sacan a rastras, esa figura desdibujada, también es ese algo de persona”.

En Piteste se preguntaba al recluso quién era su madre. Los guardias lo golpeaban con una barra de hierro hasta que lo oían decir: “Yo violaba a mi madre. Mi madre me violaba a mí. Era una puta, se la follaban un perro. Yo no tengo madre”. Luego se buscaba entre los demás a alguien próximo al preso: un amigo de la infancia, de la universidad, del trabajo. Se les colocaba frente a frente y se le daba una porra a cada uno. Tenían que golpearse hasta sangrar. De lo contrario, lo hacían los guardias, que tenían más práctica y convicción. Si el preso imploraba piedad, los guardias le partían los dientes. Si se negaba a coger la porra, los dientes se los partía su amigo y los guardias le arrancaban las uñas.

De resultas de los golpes, a Petre le creció en la coronilla un tumor grande como un gorro. “Pasaba días enteros sin moverse en la litera más alta, hasta que un día simplemente cayó. Como una piedra lanzada al río desde un puente. Como un saco lleno de piedras. Cayó y ya no volvió a levantarse. Al final, un guardia lo golpeó en la cara para que se pusiera en pie, pero la mejilla estaba fría. Lo enterraron en una fosa común junto con otra veintena de presos, en un lugar próximo a Balatesti, no muy lejos de Bucarest”.

La historia de la Casa del Pueblo podría provocar la risa, de no tratarse de una obra construida a costa de la muerte de varios obreros. Ceausescu llevaba mucho tiempo sintiendo una fuerte necesidad de obsequiar a su amado pueblo con algo que hiciese que la gente no pudiera conciliar el sueño al contemplar el genio de su Líder. En los años 70 dio por fin con el modo de hacerlo: erigir un palacio, grande, el más grande de Europa. Rejmer lo describe como “un edificio con los atributos de un agujero negro erigido para llevarle la contraria a las necesidades y a la escala humana”, y comenta que solo de pensar que debía visitarlo le flaqueaban las piernas.

Para la construcción de la Casa del Pueblo, Ceausescu se inspiró en la forma en que sus aliados asiáticos, como Kim Il Sung, barrían de la faz de la tierra barrios enteros para levantar construcciones verdaderamente bellas. Siguiendo su ejemplo, mandó echar abajo miles de casas, una docena de iglesias ortodoxas, varias escuelas y otros tantos hospitales, y a reubicar a las miles de familias que residían en el área del centro de Bucarest. Eso destruyó el tejido de la ciudad y lo cambió irremediablemente para siempre.

La monumental obra costó alrededor de 1.700 millones de dólares, y en ella participaron cien mil obreros, en tres turnos veinticuatro horas al día. El ritmo de trabajo era tan tremendo, que unos cuantos murieron sin que hubiese tiempo para retirar los cadáveres. ¿Cuántos fueron? Unos hablan de decenas, otros de diez mil. Esas estimaciones nunca se podrán confirmar por el vacío de los archivos, que desaparecieron durante la revolución que derrocó al dictador. En la nueva Rumanía, anota Rejmer, “la verdad es un producto deficitario que se vende clandestinamente. Tampoco hay mucha demanda”.

Cada mujer debía tener como mínimo cuatro hijos

Todo ese esfuerzo se hizo para levantar un palacio inspirado en la arquitectura de la Luna. Es el edificio más grande del mundo, después del Pentágono. Tiene 270 metros cuadrados de un lado, 240 del otro y 86 de altura. Cuenta con 92 metros bajo tierra. Cinco mil hectáreas, doce plantas, cientos de kilómetros de laberinticos pasillos. Y bajo tierra, un búnker de cuatro plantas, una red de túneles y una línea de metro privada de diez kilómetros, “idónea para que un dictador con una pizca de suerte pueda salir de forma segura en caso de revuelta”. Hoy es una atracción turística, producto de la mente megalómana y enferma de un déspota que, al igual que los faraones, pudo creerse Dios.

Otra de las disparatadas atrocidades de Ceausescu fue la de cambiar la que, según él, era la actitud egoísta de las rumanas que no querían dar a luz. Para ello, en 1966 aprobó el decreto 770 cuyo objetivo era que la población creciese a los 25 millones en el año 2000. Para alcanzar esa cifra, faltaban entonces 6 millones. Cada mujer debía tener como mínimo cuatro hijos, y para facilitarlo los preservativos desaparecieron de las tiendas. Los abortos estaban prohibidos y solo se les permitían a las mujeres que habían cumplido ese deber patriótico, y también a las que habían superado los cuarenta años. Estas últimas corrían el riesgo de parir niños discapacitados, en una etapa en que el país necesitaba “vitalidad, juventud y vigor”.

Las mujeres que abortaban clandestinamente eran condenadas a seis meses de cárcel y los médicos que las hicieron, a dos años y una multa. En los hospitales había comisiones especiales para examinar el proceso de raspado de las pacientes con hemorragia, no fuese que alguien las hubiese ayudado a abortar espontáneamente. Estaba prohibido asistir a aquellas que se negaban a delatar a quien les practicó el aborto. En el libro se recoge el testimonio de Dan, a quien un buen amigo le contó en una borrachera que “su madre había muerto desangrada en un hospital porque se negó a delatar a la persona que le había practicado el aborto. Su padre, sentado junto a la cama, le suplicaba que lo dijera porque estaba muy mal, se estaba muriendo y él no se las iba a poder apañar con un crío. Pero ella se obstinó. Dijo que no quería vivir en semejante país”.

Las “traidoras a la nación” por un aborto fallido eran expuestas al escarnio público en sus centros de estudio o de trabajo. En 1985 se llegó al límite extremo, cuando al morir una joven obrera de una fábrica textil de Bucarest las autoridades obligaron a los familiares a que la comitiva fúnebre se detuviese bajo las ventanas de la fábrica. De ese modo, sus compañeras verían cómo podía acabar la interrupción ilegal del embarazo. La economía socialista necesitaba mano de obra, y la propaganda definía la reproducción como “un gran honor y un deber patriótico”.

Sin embargo, nada de eso impidió que muchas mujeres trataran por distintos medios de solucionar los embarazos no deseados. No querían traer al mundo hijos para que luego no hubiese nada con que alimentarlos. Unas se metían en el útero cualquier cosa afilada: husos, agujas de hacer punto, ganchillos, tallos de diferentes plantas. El decreto 770 estuvo vigente veintitrés años, durante los cuales de acuerdo a los datos oficiales fallecieron entre 9 mil 500 y 10 mil mujeres. No obstante, muchos investigadores occidentales consideran que las cifras reales fueron más elevadas. En 1989, la mortalidad de las madres en Rumanía era la mayor de Europa.

Los nacidos en el primer año, tras aprobarse el decreto, experimentaron en carne propia la ineficiencia del Estado: para ellos faltaban plazas en las guarderías, en las escuelas, así como empleo y vivienda para sus padres. Los “decretáneos”, nombre que se dio a los hijos del baby boom, crecieron en condiciones miserables y penosas y entraron en la edad madura para 1989. Se dieron cuenta de que en la desmoronada Rumanía comunista no había futuro para ellos. Defraudados y airados, desearon la muerte de aquel que los obligó a venir al mundo. Fue la generación que lo fusiló a él y a su esposa. Al hacerlo, no estaban cometiendo, por tanto, un magnicidio, sino un parricidio.

En los años 80, Ceasescu decidió que la energía del país se dedicaría al pago de la deuda externa, para que Rumanía pudiese ser totalmente independiente. (Conviene apuntar que el “Conducator” mantuvo una relativa independencia de la Unión Soviética. En la década de los 60 puso fin a la alianza con el Pacto de Varsovia y condenó la invasión de Checoslovaquia. Se le consideraba el tercer rupturista del bloque comunista, después de Tito y Enver Hoxha.) Como consecuencia de esa política, los alimentos y las materias primas se exportaban, dejando muy poco para el mercado interno. Comisiones especiales recorrían las casas para verificar que nadie tuviese en cada habitación más de una bombilla y que esta no superara los 40 vatios de potencia. En invierno, la temperatura no podía exceder los 12 grados. Ni siquiera se caldeaban los hospitales, excepto la sala de los recién nacidos. Si la maternidad infantil superaba el límite fijado por la ley, a los médicos se les reducía el sueldo en un 20 por ciento.

Una oficinista llamada Ramona resume así cómo era la vida en aquellos años: “Siempre la misma monserga: «¡Rumanos, pagáis la deuda para que nuestro país sea libre e independiente!». Los estantes vacíos, la vida transcurre en las colas. Comprar algodón: un milagro. Comprar papel higiénico: una fiesta. Los preservativos: solo de contrabando. La televisión: dos horas al día. La electricidad: cuatro horas al día… ¿pero cuándo? ¡Sorpresa! La taza del váter se cubre de periódicos, una gruesa capa de Scintieia o alguna otra porquería propagandística para que no se te hiele el culo. En el cuarto de baño hay entre cinco y seis grandes y nubarrones de vapor salen de la boca cuando uno se pasa un buen rato en el trono”.

Las cicatrices del pasado comunista siguen siendo visibles

Los capítulos que conforman el segundo bloque, Rejmer los dedica a la Rumanía postcomunista. En esas páginas se refleja la vida prosaica del capitalismo que ha reemplazado a los ideales. Es aquel un país cuya situación no tiene mucho que ver con la de sus vecinos. Un país donde proliferan la corrupción, las drogas, las mafias, la indolencia moral. Eso ha llevado a que muchos recurran a un mecanismo de autodefensa: el pasado no era tan malo. Hay que olvidar lo malo que tuvo y quedarse con lo bueno, aunque sea poco.

Acerca de ese tema, Rejmer comenta que: “Los rumanos siguen recordando: el país se mide con la figura de Nicolae Ceausescu. Cuanto más difícil se vuelve la vida ahora, tanto mayor es la nostalgia de los tiempos pasados, cuando la gente era joven, fundaba familias y el Estado les proporcionaba vivienda y un lugar en la lista de espera de un coche, un televisor o un teléfono”. Según una encuesta de 2010, el sesenta y uno por ciento de los rumanos considera el comunismo una ideología justa. Hasta el cuarenta y seis por ciento de los ciudadanos tiene un recuerdo positivo del período del gobierno de Ceausescu. Solo el dos por ciento asocia los tiempos pasados con la miseria.

En la Rumanía de hoy, las cicatrices de las décadas de dictadura comunista siguen siendo visibles. La población aún sufre el peso de una etapa demasiado sombría. En ese sentido, Rejmer escribe: “Tengo la impresión de que Bucarest es una ciudad de personas que no quieren recordar el pasado y a las que, sin embargo, el pasado asalta a cada paso. El pasado se manifiesta en las costumbres humanas y en la desesperanza aprendida, en la basura que se acumula en las calles, en los céspedes que recuerdan a ceniceros, en los torrentes secos de escupitajo y en los amasijos de excrementos de perro en la calle. En Bucarest toca una plaza de aparcamiento por cada diecisiete coches, lo que en la práctica significa que las aceras se convierten en parkings. No pasarán los viejos. No pasarán los jóvenes. Tampoco pasarán las mujeres con carrito de bebé, tampoco los hombres sin carrito. Una barricada para los idiotas que usan sus miserables pies”.

Las esperanzas promovidas por la revolución se han desvanecido y hoy solo quedan el desencanto y la frustración. Eso si se admite que lo que tuvo lugar en diciembre de 1989 fue una revolución, algo que varios testimoniantes ponen en duda. En un capítulo del libro titulado “¿Revolución? Drama en cinco actos”, el historiador Lucian Boia expresa: “El mito fundacional de la nueva sociedad rumana se cimenta en una mentira, germen de la patología que ahora consume a la sociedad. La revolución fue la primera revolución transmitida en directo, pero el mensaje estaba totalmente manipulado, se habló de un gran número de víctimas. En la parodia de su juicio, Ceausescu fue condenado a muerte por el asesinato de sesenta mil personas, lo que fue otra mentira. ¡Y de pronto desaparecen todos los comunistas! Después del año 1989 resulta que nadie ha sido comunista. Todo esto es una suma de grandes mentiras”. A lo cual otro de los entrevistados agrega: “Creíamos en un cambio. Creíamos en que por fin alguien ventilaría esta estancia estancada y rancia llamada Rumanía, pero han pasado ya muchos años y seguimos con el aire viciado”.

Los rumanos de hoy recuerdan, pero de igual modo olvidan, perdonan. Olivia Nitis, una feminista y crítica de arte, define a sus compatriotas como una sociedad del silencio, en la que no existe la tradición de rebelarse contra el poder. Durante la etapa comunista, todo el mundo vivía bajo el miedo, pues la Securitate lo veía todo, lo oía todo. los micrófonos se instalaban a gran escala y allí donde no llegaban, se enviaban agentes. A esto, Nitis agrega: “Tampoco ahora los rumanos quieren hablar de su pasado, ni las mujeres de su experiencia. No existe nada parecido a un intento de superar el trauma o de hacer una terapia colectiva. Nadie quiere oír a las mujeres que pasaron por el infierno del decreto, ni siquiera ellas mismas quieren hablar de ello”. Por su parte, acerca de la situación actual Rejmer apunta: “A cada paso oigo en Rumania ‘Asta e, ce sā fasi’ (es lo que hay, ¿qué le vas a hacer?). Los rumanos están resignados, pero se las apañarán con cualquier desgracia. Lo soportarán todo. Lo soportarán todo hasta que finalmente estallen”.

Rejmer ha escrito un libro que está al nivel de las mejores crónicas que se escriben hoy. En Bucarest. Polvo y sangre demuestra poseer tanta lucidez en la mirada como talento en la escritura. Combina el rigor periodístico con una narración de notable solvencia literaria. Es una periodista sin miedo ni disimulos, que investiga y se sumerge por completo en la cultura, las tradiciones y la vida cotidiana de los rumanos y que mantiene fidelidad a los hechos históricos. Emplea una prosa estupenda y derrocha una sorprendente madurez de estilo. Tras terminar ese libro, Rejmer viajó con propósito similar a Albania. De su estancia allí surgió otra obra estupenda, de la cual me ocuparé en una próxima columna.