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Clausewitz, Literatura, Narrativa

Confesión, invectiva y ajuste de cuentas

En Clausewitz y yo, Carlos A. Aguilera ha realizado un poderoso esfuerzo de síntesis, que ha cristalizado en una obra en la cual la brevedad no está reñida con la incómoda lucidez y la intensidad

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Desde que se dio a conocer allá por los años 90, primero como poeta y después como narrador, Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970) viene sosteniendo una obra al margen del trasiego de modas y de las servidumbres comerciales. Mantiene un ritmo constante en comparecer ante los lectores y cada cierto tiempo entrega una nueva muestra de su singular escritura. La más reciente es Clausewitz y yo (Esto no es Berlín Ediciones, Madrid, 2020, 105 páginas).

Aguilera ya había publicado bajo idéntico título una versión incompleta del texto narrativo que ahora ha visto la luz. Apareció en 2014 bajo el sello de la editorial mexicana Suburbano. Incluía un solo relato, al que ahora su autor ha incorporado dos más, “Néklas & Néklas” y “Nuevas revelaciones sobre la muerte de mi padre”. Las tres juntos vienen a conformar una novela corta, aunque pienso que admiten a la vez ser leídos como textos independientes. Eso lo confirma Aguilera, a quien interrogué al respecto: “En esta versión los tres textos componen una unidad, pero pueden leerse por separado también. Son como tres piezas que componen un puzle, pero cada pieza es su propio todo. Mi idea era componer una novelita no-lineal. Una novelita donde se narraran —en espacios diferentes— tensiones”.

Nada más iniciarse la lectura de Clausewitz y yo, la oración con que se abre nos golpea: “A mi padre lo maté con un tiro en la frente”. Y luego somos sacudidos por el frío detallismo con que prosigue: “La bala, una de esas redondas que se usan para matar animales, le entró por el borde superior de la ceja derecha y le salió inmediatamente por detrás, llevándose con ella parte de su cabeza, su pelo, su sangre, sus venas…, e incrustándolo todo en la pared.// Si dijera «estoy feliz» o «finalmente di caza al estúpido marrano», mentiría”.

El relato que a continuación hace el narrador no tiene como propósito expresar su arrepentimiento por el parricidio. En lugar de eso, cuenta detalladamente el asesinato que cometió con una escopeta de dos cañones, que tenía marcas de oxido en uno de ellos y el visor gastado. Su monólogo también es justificación de por qué lo hizo. Y como apunta el peruano Félix Terrones en el breve comentario reproducido en la contraportada, esas páginas son al mismo tiempo una confesión, una invectiva y un ajuste de cuentas.

En el tono de cólera exasperada con que el narrador relata y justifica el parricidio, se evidencian las tensiones existentes en el ámbito familiar, así como las ásperas relaciones que él mantenía con el padre. Describe a este como un hombre odioso, miserable, sádico, despótico. Cuando el alcohol lo dominaba, se volvía violento. Empezaba a gritar y a bailotear por toda la casa, cargándose todo lo que hallaba a su paso. Insultaba a su esposa, fallecida hace diez años, la ofendía, la torturaba hablándole de su muerte. Repetía continuamente palabras de Karl von Clausewitz, de cuyo tratado sobre la guerra había hecho una mala lectura. Delante de la hermana de su mujer, casada con un judío, peroraba acerca de la raza superior y sobre la necesidad de excluir de la sociedad a los judíos, que solo habían venido al mundo para traer muerte.

Era dentista y disfrutaba causándole dolor a los pacientes. Trataba de abrirles a estos “un hueco lo más amplio posible, un hueco que dejara el nervio al aire”, y giraba el barreno hasta verlos desmayarse. A un cerrajero llamado Filipo le injertó un grano de pimienta negra en una muela y se la selló por varios días. Acerca de esto, el narrador cuenta: “Ver a Filipo, quien vivía muy cerca de nuestra casa, atravesar casi a rastras la calle, soportar latigazos que ni siquiera un animal hubiera aguantado, soltar pus por la boca, constituyó uno de los grandes entretenimientos de mi padre durante una semana (…) Y todo, según él, para mostrarle que en esta vida no hay nada pequeñito, que hay que estar preparado constantemente para la guerra, como escribía aquel grande de Clausewitz en su citado libro…”.

Había aumentado mucho de peso. Su gordura casi le impedía caminar, lo cual lo hacía más agresivo. Era un maníaco y tenía una obsesión con el número 9 que rayaba en la locura. Se iba a cazar conejos con Néklas, un ingeniero que vivía una casa por delante de la suya. Los conejos eran su gran pasión. Tenía una colección de cabezas reducidas de los que había cazado y que estaban atornilladas a las paredes. Dialogaba con ellas, repitiendo el número 9, “como si cada conejo más que un cosa miedosa y chiquitica fuese la multiplicación de muchos conejos, muchas cabezas que se acoplaban y desacoplaban sin tener que activar algún resorte”.

Alegoría cabal del autoritarismo

Acerca de la conducta de su padre, el narrador comenta: “Pienso que mucha de su crueldad era el resultado de una educación deficiente, donde devenir severo era casi ley”. Es una clave que permite entender su brutal acción como una insubordinación contra la represiva autoridad del padre, quien a su vez actuaba de acuerdo a los principios de acuerdo a los cuales la sociedad lo había educado. A esto se refiere Félix Terrores, quien en su penetrante comentario sobre la edición mexicana interpreta el discurso del narrador como “un intento por posicionarse, desde luego, pero al mismo tiempo por caracterizar a su escritura como marginal, en la medida en que se deslinda de aquella práctica escrita que busca reglamentar la vida en sociedad. Antes bien, lo que anhela para sí y también para lo que transmite, mediante la escritura, tiene más que ver con la insumisión, la puesta en tela de juicio de la autoridad —representada sintomáticamente en el padre— y con ella de los fundamentos de la sociedad, en ocasiones más proclives a sostener las miserias familiares, sus estrecheces y sordideces que a entregarle al individuo una atmósfera sana. La escritura del narrador es la contraparte, el negativo fotográfico de la letra que rige y normativiza”.

Por su parte, Rafael Rojas, al escribir también sobre esa misma versión de Clausewitz y yo, amplía esa lectura y considera que “el padre es aquí la alegoría cabal de un autoritarismo, cifrado en la Prusia del siglo XIX, que hace del mal gusto la estética oficial del despotismo y que convierte la cría e ingesta de conejos en una versión familiar de la economía de Estado. Europa central funciona, en la narrativa de Carlos A. Aguilera, como una suerte de gran archivo del totalitarismo, del que es posible derivar cualquier representación literaria del terror”.

A propósito de aquella primera versión del texto, el propio autor añadió un aspecto que igualmente hay que considerar. Definió Clausewitz y yo como “un pequeño libro, un relato largo, donde se ponen a circular dos violencias, la de lo estético, de intentar pensar, observar, encontrar algo, y la violencia de la vida misma, la que toda persona puede generar, la violencia que toda persona tiene en sí misma y con la que construye sus diversas guerras”. El narrador, cito de nuevo a Terrones, está más preocupado por el esteticismo de sus actos que por la corrección de estos.

Entre los argumentos que proporciona para fundamentar el parricidio que ha cometido, incluye el de que su padre era “un asesino de lo estético, lo vivo, lo diferente, lo intenso”. Eso lo lleva a preguntarse: “¿Podría justificarse de manera estética la muerte de mi padre?”. Y él mismo se responde: “Sin temor a equivocarme puedo decir sí”. Para apoyar su afirmación, cita algunos ejemplos que lo ponen de manifiesto. Si al lado de los trozos de conejo al ajillo o al vino, él le servía una compacta bolita de arroz y decoraba el plato con hojitas de laurel, el padre lo revolvía todo y se lo comía como un cerdo. Asimismo, en muchas ocasiones tiró al suelo algunas piezas de la vajilla de Sèvres heredada por la familia, para sencillamente “comer en un «coso» redondo de aluminio, un «coso» que no había sido decorado, curado…, y que más que para personas estaba hecho para animales de un establo”.

Néklas es el único amigo que tenía el padre, y precisamente en su ámbito familiar el narrador descubre similitudes con la situación vivida por él. El ingeniero tenía una colección de tanques de guerra en miniatura, algo que para el narrador encerraba una pulsión de violencia. Mantiene con el más pequeño de sus hijos, cojo y de profesión ortopédico, unas relaciones que se fueron deteriorando hasta que, por último, dejaron de hablarse. (“Al final, lo normal es dejar de tener comunicación en algún momento con uno de los progenitores”, anota el narrador.) El hijo llegó incluso a arrojarle un tenedor a la cabeza al padre, un domingo en que todos merendaban un pato. Asimismo, se fue de la casa y estuvo varios años sin contacto con sus familiares, a excepción de la madre.

Con el relato acerca de Néklas, Aguilera corta un posible nexo de linealidad con los otros dos, aunque el discurso mantiene la misma atmósfera opresiva y el mismo registro de mueca grotesca y diatriba. Eso quiere decir que quienes busquen en Clausewitz y yo una trama argumental se verán frustrados, pues su esquema narrativo está en las antípodas de los patrones tradicionales. Su radicalidad formal y temática la hace más idónea para lectores perspicaces, que disfrutan al poner su propia inteligencia en acción. Aguilera ha realizado además un poderoso esfuerzo de síntesis, y eso ha cristalizado en una obra en la cual la brevedad no está reñida con la incómoda lucidez y la intensidad.