Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Cartas, Correspondencia, Literatura

Correspondencia a la antigua usanza

Escribir cartas personales es un hábito que, con el vertiginoso e indetenible avance de las nuevas tecnologías, corre el peligro de desaparecer

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Entre las últimas novedades editoriales que me han llamado la atención, está un volumen titulado Cartas memorables (Ediciones Salamandra, Barcelona, 2014). Se trata de la traducción de un libro cuyo título original en inglés es Letters of Note: Correspondence deserving of a wider audience. Lo compiló el británico Shaun Usher, quien tras una pesquisa casi detectivesca, seleccionó 125 cartas que, a su juicio, merecían una audiencia más amplia. La lista de nombres es muy ecléctica: María Estuardo, Iggy Pop, Leonardo da Vinci, Bill Hicks, John F. Kennedy, Fiodor Dostoievski, Amelia Earhart, Charles Darwin, Isabel II, Ernest Hemingway, Roald Dahl, Henry James, Albert Einstein, Elvis Presley, Dorothy Parker, Mick Jagger, Anaïs Nin, Charles Dickens, Katharine Hepburn, Beethoven, Kurt Vonnegut y hasta ¡el mismísimo Innombrable! (en 1940, este escribió al presidente Roosevelt: “Tengo doce años. Soy un chico, pero pienso mucho, pero no pienso que escribo al presidente de Estados Unidos. Si quieres, dame un billete de diez dólares verde americano, en la carta, porque no he visto nunca un billete de diez dólares verde americano y me gustaría tener uno”; a cambio, se comprometía a enseñarle las minas de hierro más grandes de Cuba).

La selección de cartas es igualmente variada. Va desde el llamado a mantener la paz que Gandhi dirigió a Hitler a la enviada por un médico a The Times, para denunciar el deplorable estado en que se encontraba el hombre elefante, pasando por la de un socarrón Groucho Marx, quien le pide disculpas a Woody Allen por la demora en responder a sus misivas (“Ya sabes, claro, que contestar cartas no da dinero”). La edición está acompañada de fotos e imágenes de los originales, y de acuerdo a Shaun Usher con el libro se propone “inspirar a unos pocos lectores al menos a tomar pluma y papel, o incluso a desempolvar una vieja máquina de escribir y mecanografiar sus propias cartas memorables”.

De esas cartas, reproduzco dos que me parecen interesantes. Una fue escrita por tres fans de Elvis Presley, y la remitieron en 1958 al presidente Eisenhower: “Estimado presidente Eisenhower: Mis amigas y yo le escribimos nada menos que desde Montana. Mandar a Elvis Presley al ejército ya nos parece bastante malo, pero ¡si le afeitan las patillas nos moriremos! Usted no sabe lo que sentimos por él, la verdad es que no entiendo por qué lo tienen que mandar al ejército, pero le pedimos que por favor, por favor, no le corten el pelo al cepillo. ¡Por favor, por favor, no! Si lo hacen, ¡de verdad que nos moriremos! Amantes de Elvis Presley Linda Kelly Sherry Bane Mickie Mattson Presley Presley ES NUESTRO LEMA P-R-E-S-L-E-Y”.

La otra es la desgarradora misiva que Virginia Woolf escribió a su marido antes de suicidarse, el 28 de marzo de 1941: “Querido: Tengo la certeza de que voy a enloquecer de nuevo. Siento que no podemos volver a pasar por una de esas fases terribles. Y esta vez no me voy a recuperar. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece la mejor opción. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido, en todos los sentidos, todo lo que se puede ser. No creo que dos personas pudieran ser más felices que nosotros hasta que llegó esta terrible enfermedad. Ya no puedo luchar más. Sé que te destrozo la vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Fíjate, ni siquiera soy capaz de escribir esto correctamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has tenido una paciencia absoluta conmigo y si alguien hubiera podido salvarme, habrías sido tú. Ya no me queda nada, salvo la certeza de tu bondad. No puedo seguir estropeándote la vida. No creo que dos personas pudieran ser más felices que nosotros. V”.

Escribir cartas a la antigua usanza es un hábito que, con el vertiginoso e indetenible avance de las nuevas tecnologías, corre el peligro de desaparecer. A muchos hoy les parecerá increíble el hecho de que Antón Chéjov redactase 4 mil cartas a lo largo de 25 años. Y no resulta aventurado vaticinar que en un futuro cercano libros como Cartas memorables no se podrán preparar. Ni hablar, por supuesto, de esos volúmenes que recogen el epistolario de escritores, artistas y personajes célebres. Libros que son puertas de acceso que permiten al lector colarse en la intimidad de quienes redactaron esas misivas, y que tanto dicen sobre sus vidas.

Un epistolario extraordinario

Debido a su carácter privado, es usual que la correspondencia salga a la luz pública una vez muerto su remitente. En ocasiones, también se espera a que fallezca su destinatario. Y hasta ha habido casos en que la publicación se ha demorado, debido a las alusiones no precisamente halagadoras que se hacen a personas vivas (un ejemplo es el de las Cartas a Toutouche, de Alejo Carpentier, que no se vino a editar hasta 2010). Volviendo a lo del carácter privado, se puede citar al menos un caso en que eso no se cumplió. Hablo de las cartas cruzadas entre los novelistas Paul Auster y J.M. Coetzee, que nacieron con el claro propósito de que fueran puestas al acceso del público lector. Tienen además la peculiaridad de que, pese a haber sido redactadas entre 2008 y 20011, fueron escritas en papel y enviadas a través del correo postal y, algunas veces, por fax.

Estudiaba yo en el preuniversitario de Bayamo cuando tuve la primera preferencia —o, al menos, la primera que yo recuerdo— sobre ese espacio autobiográfico que es la escritura de cartas personales. La debo a uno de los profesores de Literatura, Vladimir Amargoz, con el que no llegué a tomar clases, pero con quien tenía amistad. En una ocasión le escuché hablar elogiosamente de una conferencia a la cual asistió en la Universidad de Oriente. La había dado Orlando Alomá y el tema eran las cartas amorosas del poeta inglés John Keats (1795-1821). Por alguna razón que no me explico, retuve aquel dato. Unos cuantos años después encontré en la Casa del Libro de Madrid una edición del epistolario de Keats: Cartas (Editorial Juventud, Colección Universal, Barcelona, 1994), que hasta hoy conservo.

El prologuista, Dereck Traversi, confirma la opinión expresada por Alomá: “Las cartas de John Keats son extraordinarias, tanto por su grande y verdadera belleza, como por la inigualada fidelidad con que reflejan el desarrollo de la mente y el arte del poeta. El hecho de que Keats fuese un poeta de los que acostumbramos llamar románticos contribuye a realzar aún más su interés, ya que el problema del desarrollo o, mejor dicho, de la madurez es el gran problema del arte romántico (…) Aislado así del mundo cuyos valores e intereses poco significan para él, el individualista romántico tiene que moldear su propia madurez ateniéndose a una escala de valores que él mismo ha ido forjando gradual y penosamente en contacto con la realidad y durante un largo proceso de pruebas y fracasos. Y es precisamente este proceso reflejado con rara fidelidad y con una extraordinaria capacidad de autocrítica lo que da, en parte, su interés peculiar a estas cartas”.

El libro está dividido en cinco bloques temáticos: Vida y amistad, Naturaleza, Poesía, Fanny Brawne, Enfermedad y muerte. A continuación copio una carta perteneciente al cuarto:

“Miércoles 13 de octubre 1819

“College Street

“Londres

“Queridísima mía:

“En este momento me he puesto a copiar algunos versos, pero no puedo continuar con la menor alegría. Tengo que escribirte unas líneas para ver si eso puede alejarte de mi mente, aunque solo sea por muy poco tiempo. Te juro por mi alma, no puedo pensar en ninguna otra cosa. Ya ha pasado el tiempo en el que yo todavía tenía fuerza para aconsejarte y ponerte en guardia ante el poco prometedor mañana de mi vida. Mi amor me ha hecho egoísta. No puedo existir sin ti. Se me olvida todo lo demás, menos volver a verte; mi vida parece acabar aquí, no puedo ver más allá. Me has absorbido. Ahora mismo tengo la sensación de que estoy disolviéndome y sería exquisitamente desgraciado si no tuviera la esperanza de verte pronto. Tendría miedo de separarme mucho de ti. Mi dulce Fanny, ¿no cambiará nunca tu corazón? Amor mío, ¿verdad que no? Ahora no hay límites para mi amor. En este momento acaba de llegar tu carta y a pesar de encontrarme lejos de ti, no podría estar más contento. Es más preciosa que un bajel lleno de perlas. No me amenaces, aunque sea en broma. Siempre me he admirado y estremecido de que los hombres puedan morir mártires por su religión. Ahora ya no me estremezco, podría dejarme martirizar por mi religión; el amor es mi religión y por ella podría morir. Mi credo es el amor y tú mi único dogma. Me has arrebatado con una fuerza irresistible. Antes de verte podía resistir, y aun después de haberte visto he tratado muchas veces de razonar contra las razones de mi amor. Ya no puedo hacerlo más; el dolor sería demasiado profundo. Mi amor es egoísta. No puedo respirar sin ti.

“Tuyo para siempre,

“John Keats”.

Febril intercambio de cartas

En el verano de 1926, tres grandes escritores europeos mantuvieron un intenso intercambio de cartas, a medio camino entre el diario íntimo y la novela epistolar. Eran un poeta alemán que agonizaba en un sanatorio suizo (Rainer Maria Rilke), una poeta rusa que malvivía en la miseria y el exilio (Marina Tsvietáieva) y un novelista y poeta también ruso condenado al ostracismo en su país (Borís Pasternak). Esa febril correspondencia fue recogida en el libro Cartas del verano de 1926 (Grupo Grijalvo-Mondadori, El Espejo de Tinta, Barcelona, 1993). De ese epistolario, he escogido una carta muy breve que Rilke dirigió a Pasternak:

“Mi querido Borís Pasternak:

“Su deseo fue cumplido apenas la espontaneidad de su carta me rozó como el soplo de un batir de alas: las Elegías y los Sonetos a Orfeo están ya en manos de la poetisa. Estos mismos libros le serán enviados a usted, en otros ejemplares. Cómo agradecerle: usted me ha brindado la posibilidad de ser y sentir aquello que tan milagrosamente ha acrecentado en sí mismo. Haberme concedido un lugar tan grande en su alma es acorde a la gloria de su generoso corazón. ¡Sea usted colmado de bendiciones!

“Lo abrazo.

“Suyo,

“Rainer Maria Rilke”.

En Cartas del verano de 1926 se dice que Pasternak conservó a lo largo de toda su vida ese par de hojitas. En el verano de 1960 fueron encontradas dentro de un sobre, que estaba en una billetera de piel en el bolsillo de su chaqueta. En el exterior se leía: “Lo más querido”. En la segunda hoja, gastada ya por tanto doblez, habían sido copiadas por Tsvietáieva estas líneas de la carta dirigida a ella por Rilke: “Estoy tan emocionado por la fuerza y la profundidad de sus palabras, que por ahora no puedo añadir nada más: pero envíe la hoja que adjunto, de mi parte, a su amigo en Moscú, como un saludo”.

Quiero compartir, por último, una misiva que figura en Cartas a La Habana (Universidad Nacional Autónoma de México, México DF, 1989). Poseo ese ejemplar gracias a la generosidad de Orlando González Esteva, quien entonces me comentó: “Ya no se escriben cartas como esas”. Es una compilación hecha por el investigador Alejandro González Acosta, a quien también pertenecen el prólogo, la transcripción y las notas. Como él aclara, no se trata de la correspondencia de Alfonso Reyes con José Antonio Ramos, Max Henríquez Ureña y Jorge Mañach, un empeño de mayor envergadura, “sino de un espigueo entre la papelería de don Alfonso y algunos cubanos que coincidían con él en el campo de los intereses de la cultura y en el sentimiento de una amistad que, lejos de ser casual, une, acerca y confunde en un mismo lazo a las patrias mexicana y cubana en vínculos de historia, por encima de fronteras, credos y posiciones”. De las 17 misivas reproducidas en el libro, escogí esta que Mañach dirigió al autor de Ifigenia cruel.

“14 de septiembre de 1954.

“Mi querido Alfonso Reyes:

“¿Lo lastimé a Ud., sin quererlo, al referirme, en ese artículo que [Félix] Lizaso le mandó, a los viejos rezongos de marras?... Torpe mano la mía, entonces, porque el ánimo de mi artículo fue bien distinto. Usted debe ya saber, y mi comentario, por lo demás, bien lo decía, lo mucho que yo lo admiro y quiero. Por eso acogí enseguida su carta y la publiqué en el Diario [de la Marina], y espero que mi apostilla, aunque no desiste de la «defensa», le haya parecido bien. No le mando este segundo artículo, porque sé que Lizaso —tan diligente siempre— ya lo hizo, y porque yo no lo tengo a mano: ya sabe Ud., lo que es tener una mujer que le recoge a uno enseguida los frutos y hace de ellos su conserva. Ahora, al ir a buscar esos Relieves para mandárselos, los encuentro ya «pegados» en el panteón de mis recortes.

Árbol de pólvora es una delicia. Creo que ni llegué a darle las gracias por él. Otra vez el oficio: de tanto escribir para el público día a día, ya los periodistas perdemos el hábito de la letra privada. ¡Qué bien hizo Ud., en sustraerse a esa tentación del diarismo! En esas salvas cotidianas se me ha ido a mí mi pólvora.

“Le abraza con fiel amistad su

“Jorge Mañach

“Mi nueva casa y dirección: Avenida Real Oeste esq. a Quijano, Reparto Country Club, Marianao”.