Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literarura

Cosecha del 62

Una ojeada a algunos de los títulos significativos de la literatura cubana que salieron de la imprenta hace medio siglo

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El de 1962 fue un año particularmente rico para las letras latinoamericanas. Sin ánimo de ser exhaustivo, vale recordar que entonces salieron de la imprenta títulos tan significativos como Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez, Los funerales de la Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, El turno del ofendido, de Roque Dalton, El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti, Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, Versos de salón, de Nicanor Parra, Gotán, de Juan Gelman, Las otras puertas, de Abelardo Castillo. Y en cuanto a la literatura cubana, ¿qué dejó de bueno aquella cosecha de medio siglo atrás?

Comienzo por la poesía, género en el que se dieron a conocer unos cuantos títulos. En primer lugar, hubo una nutrida presencia de integrantes de la llamada Generación del 50: Pablo Armando Fernández (Himnos), Antón Arrufat (En claro), Roberto Fernández Retamar (Con estas manos), Manuel Díaz Martínez (Los caminos), César López (Silencio en voz de muerte), Fayad Jamís (La pedrada, Por esta libertad, Los puentes), Roberto Branly (Firme de sangre). Es de notar asimismo el número de autoras que editan ese año: Georgina Herrera (G.H.), Nancy Morejón (Mutismos), Rosa Hilda Zell (Cunda y otros poemas), Belkis Cuza Malé (El viento en la pared), algunas de las cuales publicaban su primer libro. Herrera y Morejón lo hicieron bajo el sello editorial El Puente, creado el año anterior por José Mario, quien sumó a su bibliografía los poemarios A través y Clamor agudo.

Pero si personalmente tuviese que escoger el título que mejor representa la poesía cubana de aquel año, me arriesgaría a decir que fue El justo tiempo humano. Era el segundo poemario publicado por Heberto Padilla (1932-2000), y bastó para situarlo entre los escritores más sobresalientes y talentosos de la llamada Generación del 50. Acerca del mismo, Padilla expresó: “Este libro está integrado por algunos poemas salvados de libros sucesivos que nunca vieron la luz porque no me resignaba a pagar la edición por mi cuenta, en tiempos en que no había en Cuba editoriales. Son poemas que nacieron en países diferentes y en fechas distantes entre los años 1953 y 1961”.

El libro salió bajo el sello de Ediciones Unión y en la solapa se presentaba como “una de las aportaciones más importantes que se hayan hecho a la lírica cubana”. A comienzos del año anterior había obtenido una mención en el Premio Casa de las Américas, que fue concedido a un poemario y un autor que hoy nadie recuerda. La recepción por parte de la crítica fue unánimemente entusiasta, y sobre el poemario de Padilla escribieron, entre otros, Virgilio Piñera, Roque Dalton y Ana María Simo. Debido a la excelente acogida que tuvo, se hizo una segunda edición en 1964.

El justo tiempo humano se abre con “Dones”, cuyos primeros versos son tan hermosos y desgarrados: “No te fue dado el tiempo del amor/ ni el tiempo de la calma. No pudiste leer/ el claro libro de que te hablaron tus abuelos./ Un viento de furia te meció desde niño,/ un aire de primavera destrozada”. Otro texto excelente es “Infancia de William Blake”, que hasta hoy conserva su calidad intemporal y que desde entonces ha sido incluido en numerosas antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. Son también notables “Mírala tenderse”, “Retrato del poeta como un duende joven”, “En la tumba de Dylan Thomas”, “Andaba yo por Grecia”, “El árbol” y “Exilios”, en donde Padilla escribe tempranamente sobre la experiencia del destierro: “Madre, todo ha cambiado./ Hasta el otoño es un soplo ruinoso/ que abata el bosquecillo./ Ya nada nos protege contra el agua/ y la noche”.

En el prólogo a la antología Nueva poesía cubana (1968), el escritor español José Agustín Goytisolo comentó que esos poemas, “muy cuidados y con perfecta dosificación expresiva, incorporaron a la literatura cubana una sabiamente asimilada influencia de la poesía contemporánea, especialmente la de lengua inglesa”. En efecto, Padilla supo leer e incorporar con valores propios a autores como Eliot, Dylan Thomas y Auden. Eso se materializa en una escritura trascendente e intensa, que como destacó Guillermo Rodríguez Rivera, se caracteriza por la mesura, la economía de medios y una expresividad a la que no es ajeno el misterio que Baudelaire pedía para toda poesía. Opacado después un tanto por Fuera del juego, El justo tiempo humano comparte con ese otro libro similar nivel de exigencia poética. Y como expresó José Mario, se impone por su sinceridad, por la fuerza de una argumentación viva, sentida.

El sino trágico de las revoluciones

En el campo de la novela, publicaron, entre otros, Juan Arcocha (Los muertos andan solos), José Lorenzo Fuentes (El sol, ese enemigo), Noel Navarro (Los días de nuestra angustia)... Pero no vale la pena citar más nombres y títulos: 1962 fue sin asomo de discusión el año de El siglo de las luces, considerada por los críticos como una de las obras más relevantes de Alejo Carpentier (1904-1980). Apareció primero en francés, meses después en México y al año siguiente en Cuba, bajo el sello de las Ediciones R. En el libro Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier, de Ramón Chao, el autor cuenta que empezó a escribir su novela en Caracas en 1956 y la concluyó dos años después en la isla de Barbados. Pero tras eso necesitaba algunos retoques, labor que no pudo acometer hasta inicios de la década de los 60.

Asimismo Carpentier revela que en una escala forzada en Guadalupe oyó hablar por primera vez de Víctor Hugues, de quien un señor descendiente de corsos le contó: “Era un protegido de Maximiliano Robespierre, y este lo mandó a la isla de Guadalupe para arrojar de aquí a los ingleses que se habían apoderado de la isla, hasta entonces posesión francesa. Aparte de que lo consiguiera de forma extraordinaria, su vida es una novela inaudita, aunque ciertos episodios de ella se ignoren”.

Carpentier supo entrever las grandes posibilidades de aquel oscuro participante de la Revolución Francesa y emprendió un acucioso acopio de fuentes documentales. Pero su novela no solo sigue su trayectoria, sino que incorpora otros dos personajes importantes: Sofía, amante inicial de Hugues y enamorada de una revolución que luego ve traicionada; y Esteban, su primo, sensible e idealista. A diferencia de El reino de este mundo, que también se ubica en el Caribe, en El siglo de las luces Carpentier evita la estructura fragmentaria y también se distancia de su concepción de lo real maravilloso. En su novela, que posee una amplia y precisa orquestación formal, su autor nos hace vivir esos grandes episodios históricos con frescura e intensidad.

Como comentó el crítico español Rafael Conte, “pese a su trabajosa elaboración, a su construcción milimétrica, esta novela, por su perfección, se libra de la acusación de ser «excesivamente intelectual». Por el contrario, es la verdadera obra intelectual, aquella en la que el razonamiento, la simbología, el juego alegórico están perfectamente subsumidos en la trama de una narración apasionante y vital. Donde las individualidades se conjugan perfectamente en las corrientes colectivas. Donde el triunfo del barroquismo, por su equilibrio expresivo, es al mismo tiempo el del clasicismo y la modernidad, el de la claridad y la profundidad”.

Se ha debatido mucho acerca de la visión ideológica que da la novela de Carpentier. Al mismo tiempo que importó las ideas libertarias y de justicia al Caribe, Hugues llevó la guillotina, que para el escritor nicaragüense Sergio Ramírez apuntó “es el símbolo del poder total, el instrumento de ajuste de cuentas para crear el orden nuevo que necesita librarse de estorbos: traidores, contrarrevolucionarios, espíritus dudosos, tibios, sin suficiente fe en la causa, que por eso mismo se convierten en un peligro”. Carpentier matizó esas opiniones e hizo notar la cita del Zohar que estampó al inicio de su novela: “Las palabras no caen en el vacío”. Con esto, argumentó, quiso expresar que “los hombres pueden flaquear, caer, sucumbir, traicionar lo que amaron un día. Pero las ideas no caen en el vacío”.

El olvidado Casey

Algo más o menos parecido a la novela, ocurre en lo que se refiere al cuento. Se publicaron varios títulos, entre los cuales se hallan De aquí para allá, de Luis Agüero, La vuelta en redondo, de Humberto Arenal, Gente de Playa Girón, de Raúl González de Cascorro, Las fábulas, de Ana María Simo, Maguaraya Arriba, de José Lorenzo Fuentes, Cuentos completos, de Félix Pita Rodríguez, El fabulista y La guerra y los basiliscos, de Rogelio Llópiz. Pero ninguna de esas colecciones tuvo tan buena acogida crítica ni ha resistido tan bien el paso del tiempo como El regreso, de Calvert Casey (1924-1969).

Se trata de un autor a quien la posteridad le ha sido esquiva, aunque en los últimos años recopilaciones de sus textos se han publicado en España (1997), Estados Unidos (1998) y México (2009). Algo de eso debió intuir Casey en vida, pues en una carta a su amigo Fernando Palenzuela expresó unas palabras que después han adquirido el valor de un epitafio: “Todo puede perderse también, como tantas cosas, en la inadvertencia y el olvido. Como la vida, todo puro azar, pura torpeza”.

El regreso apareció en las Ediciones R y al inicio lleva esta dedicatoria: “Para Antón Arrufat, por su estímulo”. Su salida, como apunté antes, recibió comentarios elogiosos. Tuvo además dos ediciones extranjeras. Una en Italia (Einaudi, 1966) y otra en España (Seix Barral, 1967). Tras aquel libro, Casey recogió algunos artículos y ensayos en Memorias de una isla (1964). Y cuando estaba ya fuera de Cuba, dio a conocer Notas de un simulador (1969), que reúne una noveleta y cuatro narraciones. Fueron esos los tres únicos libros que publicó en vida.

Al igual que buena parte de las obras narrativas que aparecen en Cuba en esos años, en muchos de esos cuentos Casey vuelve al pasado, aunque lo hace para abordar problemas de mentalidad que explican alienaciones del presente. Así, en “El paseo” recrea el ritual de la iniciación sexual de un adolescente, a quien su tío lleva a un prostíbulo cuando estrena sus pantalones largos. En “Los visitantes” trata el mundo del espiritismo que domina la vida de muchas familias. Los cuentos, sin embargo, no se limitan a las experiencias cubanas, sino que en algunas ocasiones se abren a otros paisajes y escenarios. “In partenza”, por ejemplo, se ambienta en Polonia. Asimismo algunos temas —la muerte, el recuerdo, el tiempo, la irrealidad de la existencia— se repiten de modo obsesivo.

El escritor español Vicente Molina Foix, quien se ha ocupado de Casey en varias ocasiones, comentó sobre él que “se manifiesta como un maestro del paroxismo que, atenuando los colores y aromas del trópico, sabe reflejar la soledad de la carne con una mezcla de lirismo y socarronería que solo los más lúcidos pesimistas dominan”. Casey asimismo adoptó un lenguaje aparentemente primitivo y neutro, pero que posee un misterioso poder. Un lenguaje que además alcanza cubanía sin pretender en ningún momento ser “popular”. Algo que puede aplicarse también a sus personajes, cuya inconfundible autenticidad no les hace perder una inteligible universalidad.

Italo Calvino, quien hizo traducir aquellos cuentos al italiano y los editó, escribió en la introducción: “La Habana, para él, no es sólo una matriz de imágenes y lenguaje, es el objeto de un culto exclusivo y minucioso: La Habana de los burdeles españoles y de la brujería negra, ininterrumpido fermento de sensualidad e ininterrumpido coloquio con los muertos. (…) Lo que cada página nos devela es un viaje entre difuntos y entre los que van a morir: muertos que no se distinguen muy bien de los vivos que los invocan en las sesiones espiritistas, o bien larvas humanas de las cuales no se espera sino la revelación del instante irrepetible que las separa de la muerte. Sobre cementerios y lupanares del Caribe aletea inesperada la sombra de Baudelaire, como reverberada en el calor de los trópicos”.