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Cine, Cine cubano

Cosecha del 66

Los dos largometrajes estrenados ese año se desmarcaron de la tendencia hasta entonces dominante en la cinematografía cubana, al apostar por la comedia, un género al que hasta entonces los directores se habían acercado con timidez

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Hasta 1966, la producción fílmica cubana estaba dominada por una recreación más o menos documental de la realidad, que estilísticamente era deudora del neorrealismo (no hay que olvidar que algunos de los realizadores habían estudiado en Italia). Asimismo, la acción de la mayoría de los filmes de ficción ocurría en el medio urbano, luego de que algunos de los primeros que se rodaron después de 1959 mostraran el ámbito rural desde su costado épico (Realengo 18, El joven rebelde, el segundo cuento de Historias de la revolución).

Los dos largometrajes estrenados aquel año (Papeles son papeles, La muerte de un burócrata) se desmarcaron de la primera de esas dos tendencias dominantes, al apostar por la comedia, un género al que hasta entonces los cineastas se habían acercado con timidez (la única excepción era Las 12 sillas). Los dos filmes además se distanciaban del período prerrevolucionario para abordar asuntos contemporáneos. En cuanto al segundo aspecto, le correspondió a un modesto mediometraje (Manuela) el mérito de hacer que el ambiente campestre volviera a aparecer en las pantallas y que al mismo tiempo se retomara la temática de la lucha de los rebeldes en las montañas.

En una entrevista, Fausto Canel (La Habana, 1939) comentó que tras dirigir Desarraigo (1965), necesitaba asegurarse de que podía dominar mínimamente el oficio. Y declaró: “Papeles son papeles es algo completamente distinto a Desarraigo, es una tragicomedia. Trata de un grupo de tipos que se ponen de acuerdo para aprovecharse de la realidad revolucionaria en beneficio propio”. La trama tiene como escenario La Habana y se ambienta en el bajo mundo. Su núcleo central es la actuación de una banda de contrabandistas de dólares. Cronológicamente se sitúa en 1961, año en el cual se realizó un súbito cambio de moneda que pilló de sorpresa a los personajes de la película involucrados en ese negocio ilícito. Como consecuencia de ello, los viejos billetes que habían acumulado de la noche a la mañana se convirtieron en simple papel.

El guion de Papeles son papeles, escrito por Canel y la dramaturga Gloria Parrado a partir de una idea de Tomás Gutiérrez Alea, se basa en hechos reales, aunque tras ver el filme resulta obvio que se incorporaron muchos elementos de ficción. El filme participa de la comedia, pero también del cine de acción policial, lo cual hizo que al reseñarlo Alejo Beltrán lo definiera como un policiaco del choteo. ¿Está lograda esa mezcla de géneros? Lo está solo parcialmente, aunque ese no es el principal problema de la película. Canel y Parrado partieron de una premisa argumental que, en principio, era prometedora, pero que en parte se frustró debido a las debilidades del guion: situaciones poco verosímiles, comportamiento errático de algunos personajes, entradas y salidas no bien justificadas. No era, conviene decirlo, un problema exclusivo de Papeles son papeles, sino un defecto común en las cintas cubanas rodadas en esos años.

El filme tiene sus mejores bazas en la realización. Canel probó que había asimilado las experiencias adquiridas en su primer largometraje y demostró poseer una mayor madurez y un mejor dominio del lenguaje cinematográfico. Eso se advierte, ante todo, en la fluidez y el buen ritmo con que está narrada la trama. El filme tiene además a su favor el contar con un elenco muy competente, en el que figuraban Reynaldo Miravalles, Sergio Corrieri, Manuel Pereiro, René de la Cruz, Elio Martín, Salvador Wood, Carlos Ruiz de la Tejera, Lilian Llerena. Aunque no alcanzó a ser una cinta plenamente lograda, Papeles son papeles quedó como un saludable intento por explorar caminos estéticos a los que la cinematografía cubana hasta entonces no se había acercado. (De hecho, no volvió a hacerlo hasta 1973, con El extraño caso de Rachel K.)

Papeles son papeles centraba su crítica en las personas desafectas que se dedicaban a lucrar al margen de la ley. En cambio, en La muerte de un burócrata Tomás Gutiérrez Alea (La Habana, 1928-1996) dirigió su sátira mordaz contra un mal que aquejaba a las propias instituciones de la revolución: la burocracia. El guion, escrito por el realizador junto con Alfredo Cueto y Ramón F. Suárez, narra en clave de humor negro la historia de un obrero ejemplar que muere en un accidente de trabajo. Y como símbolo de su condición proletaria, deciden enterrarlo con su carnet laboral. Pero cuando la viuda comienza a gestionar la pensión, se da cuenta del error cometido. Esa situación da lugar a que el sobrino del difunto tenga que enfrentar un entramado burocrático que, lejos de facilitar las cosas, las vuelve más complicadas y que lo lleva a protagonizar una serie de delirantes e insólitas peripecias.

Complació por igual a espectadores y críticos

Al presentar el filme en el Festival Internacional de Karlovy Vary, donde obtuvo el Premio Especial del jurado, Gutiérrez Alea se refirió a los errores y torpezas que se cometen en Cuba en la construcción del socialismo, y para los cuales “no siempre es fácil encontrar una solución (…) Pero como al mismo tiempo sabemos que el camino que hemos escogido es el único que nos permitirá ejercer nuestro destino, sabemos también que contra los errores hay que ser implacables. Y el primer paso para eliminarlos es señalarlos”. En esas palabras adelantaba lo que pasó a ser el centro rector de su filmografía: no hacer un cine maniqueo, servil y apologista, sino un cine que proporcione al espectador una perspectiva crítica de la realidad que haga de él un agente activo capaz de transformarla.

La muerte de un burócrata logró el nada fácil acierto de que complació por igual a espectadores y críticos. En el momento de su estreno, constituyó un éxito de taquilla y fue vista por 1 millón 400 mil espectadores. La comedia, no hace falta que lo diga, es uno de los géneros de mayor aceptación popular, y Gutiérrez Alea la maneja con desenvoltura y profesionalismo. A manera de divertimento, según confesó él, incluyó homenajes a destacadas figuras de la comedia cinematográfica, a través de escenas filmadas “a la manera de” Charles Chaplin, Harold Lloyd, Buster Keaton, Laurel y Hardy. Asimismo, insertó otros tributos a Ingmar Bergman, Luis Buñuel e incluso al cine de vampiros. Esas citas ajenas no desentonan, pues se integran con coherencia en el discurso audiovisual del filme. Forman parte además de una serie de recursos (consignas, objetos, letreros, informaciones) que permiten varios niveles de lectura.

La película está realizada con un estilo desacralizador y una hilaridad corrosiva y punzante. Abundan las situaciones kafkianas y absurdas, pues ese es el tono más apropiado para expresar el carácter absurdo de las deformaciones burocráticas. Un ejemplo puede ilustrarlo: en una secuencia, un empleado ata un bolígrafo al muñón de un hombre manco, al tiempo que le dice: “El problema es que tiene que firmar de todas maneras”.

Salvador Wood, Silvia Planas, Manuel Estanillo y Gaspar de Santelices estuvieron a cargo de los personajes principales y realizaron un trabajo muy solvente. De la fotografía se responsabilizó Ramón F. Suárez, y Mario González y Leo Brower hicieron lo propio en el montaje y la música, respectivamente. La contribución de todos, unificada diestramente por Gutiérrez Alea, se materializó en una estupenda comedia que se convirtió en un pequeño clásico. Fuera de Cuba, tuvo también una buena recepción, lo cual probó su eficacia para conectar con otros públicos.

A diferencia de Canel y Gutiérrez Alea, quienes ya contaban con experiencias previas como directores de largometraje, Humberto Solás (La Habana, 1941-2008) solo tenía en su haber, como trabajos de ficción, los cortos argumentales El retrato (1965) y El acoso (1966, codirigido con Oscar Valdés). Antes de que debutara en ese campo un par de años después, realizó el cortometraje Manuela (41 minutos), el primer filme suyo que llamó la atención sobre él y lo situó como una joven promesa (solo tenía entonces 23 años).

Manuela está realizada sin grandes pretensiones, y esa humildad deviene una de sus principales virtudes. De entrada, la historia no puede ser más sencilla. Una muchacha campesina es testigo del asesinato de su madre y la destrucción de su casa por soldados de Batista. Por razones personales —el deseo de venganza— se une al Ejército Rebelde y allí se enamora de uno de sus integrantes. El grupo es atacado por un regimiento militar y durante el combate la joven muere. Ese argumento está narrado con gran poder de síntesis y siguiendo una progresión dramática convencional.

En una entrevista a propósito del estreno de su filme, Solás declaró: “Mi contribución mayor fue la de desempolvar de cierto academicismo el cine cubano que se venía haciendo hasta aquel momento”. En efecto, ese propósito de no hacer una película académica lo llevó a apostar por una mayor frescura. Asimismo, al abordar el tema de la épica revolucionaria evitó el culto al héroe esculpido en bronce. Se interesó así por otros aspectos, como el carácter romántico de la lucha. Y aunque se trata de una película esencialmente realista, está rodada con sensibilidad, delicadeza y calidad poética.

Al buen balance estético del filme contribuyó mucho la excelente labor de Jorge Herrera. La gran libertad con que manejó la cámara significó un paso de avance para la aún joven cinematografía cubana, que en el aspecto visual hasta entonces se mantenía fiel a las concepciones tradicionales. Manuela se benefició así con una fotografía cuidada y dinámica, que recreó la belleza de los paisajes naturales de la Sierra Cristal, entre Baracoa y Baitiquirí.

Solás comentó que para el rol protagónico quería usar una verdadera campesina oriental, porque se había impuesto de manera intransigente el verismo como premisa. Encontró a Adela Legra en una reunión de la Federación de Mujeres Cubanas y tras algunas dudas, le encomendó la responsabilidad de interpretar a Manuela. Más que actuar, cosa que no podía pedírsele por no ser actriz, Adela Legrá partió de sí misma y logró dar vida en la pantalla a una mujer elemental, recia y vital que no era muy diferente de ella. El resto del elenco lo integraron artistas profesionales (Adolfo Llauradó, Luis Alberto García) y personas que no tenían experiencia actoral, como Olga González. Conviene agregar que entre todos crearon los diálogos durante el rodaje, un método que dio buenos resultados. Solo es de lamentar el “Tú eres un combatiente” que Manuela le dice al Mexicano antes de morir, aparte del doblaje a posteriori de las voces.

Manuela no es la obra maestra que el crítico francés Marcel Martin saludó con desmedido entusiasmo. Es, sí, una película con valores más que estimables. Este cronista puede dar fe de que, cincuenta años después de que se estrenó, su visionado deja una muy buena impresión.