Actualizado: 28/03/2024 20:07
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CON OJOS DE LECTOR

Desalmidonar las sombras de Villaverde

A partir de la célebre novela 'Cecilia Valdés', Norge Espinosa Mendoza ha escrito una pieza para títeres que rebosa desparpajo, sensualidad y transgresión.

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Hace saltar por los aires la solemnidad

La Virgencita de Bronce discurre por registros similares a los que Estorino y Arenas emplearon en sus obras. Su autor elude la solemnidad y el tono dramático que prima en la novela de Villaverde. En su lugar, opta por un tratamiento de la historia que posee como premisas esenciales la subversión, la parodia y el ludismo. La adopción de esa estética tiene además mucho que ver con las amplias posibilidades y el amplio margen de libertad creativa que ofrece el teatro de muñecos. Espinosa Mendoza demuestra que conoce bien esas características del género y, sobre todo, sabe aprovecharlas y ponerlas al servicio de su imaginativa, traviesa y desacralizadora revisitación de Cecilia Valdés.

Pude ver y reseñar en su momento la adaptación que escribió y dirigió Modesto Centeno. Con aquel proyecto, el Teatro Nacional de Guiñol intentaba resucitar la línea de espectáculos de títeres para adultos, que en la época dorada en que Pepe y Carucha Camejo dirigían ese colectivo alcanzó un notabilísimo nivel de calidad. Pero aquella bien intencionada versión de Centeno tenía dos graves defectos: ser demasiado respetuosa con el original y, lo peor, no haber sido pensada para títeres. Eso la hacía plúmbea y poco teatral, razones que justificaron que el público le diera la espalda.

Todo lo contrario sucede con La Virgencita de Bronce, que no podría representarse en otro ámbito que no fuese el del retablo y los muñecos. El texto de Espinosa Mendoza está repleto, de principio a fin, de situaciones y propuestas que una compañía de actores sencillamente no podría materializar. A propósito de esto último, en una crítica sobre una puesta en escena del Teatro Nacional de Guiñol de la pieza breve de Federico García Lorca Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, Rine Leal comentó algo que por ser muy atinado y venir muy a cuento, quiero reproducir: "Un muñeco en las manos de un titiritero es capaz de vencer las limitaciones humanas del actor y la moliente sensibilidad de un espectador, quien al ver figuras de madera en un escenario hace puerta de entrada a un mundo que rechazaría si le fuese ofrecido por gente de carne y hueso como él".

Para apoyar lo que antes expresé, ilustro con algunos ejemplos pertenecientes a La Virgencita de Bronce. Al inicio de la misma, una de las vendedoras del Cuadro Primero muestra sus senos para demostrar que tiene tantos encantos (o más) que Cecilia. En esa misma escena, Nemesia toma la rosa que Leonardo le ofrece a Cecilia y de inmediato, la flor se marchita. Durante buena parte del Cuadro Segundo, Doña Rosa está sentada a la mesa, y mientras habla con su esposo, traga y engorda, traga y engorda. Al final de ese cuadro, aparecen un espejo, un peine y una polvera, que maquillan y arreglan a Leonardo y le ponen un lunar. En otro momento de la obra, la Fuente de la India se cubre escandalizada los ojos, para no ser testigo del desenfreno erótico de las parejas. Eso, sin embargo, no logra evitar que sus chorros de agua se eleven al compás del ritmo orgásmico de los escarceos sexuales. Y en el Cuadro Séptimo, una acotación indica que Leonardo aparece envuelto en una sábana, bajo la cual se le adivina una erección. ¿Imagina alguien actores que puedan asumir tales retos sobre un escenario? Por supuesto que no.

Espinosa Mendoza establece a lo largo de La Virgencita de Bronce un juego tanto con la novela de Villaverde como con la zarzuela de Roig. Al principio de la obra, cuando Cecilia le expresa a Leonardo que algo le dice que "su romance es cosa prohibida", Tirso, el esclavo de los Gamboa, comenta: "¡Ah, cará, ya alguien le contó el final del libro!". En el Cuadro Séptimo, Doña Rosa trata de convencer a Isabel Ilincheta para que se case de inmediato con su hijo. Uno de los argumentos que emplea es: "Así lo dice la novela". Al final, Isabel se rinde y expresa: "Bien. Me caso. Y sea lo que Villaverde quiera".

Por otro lado, en el Cuadro Primero para recibir a Cecilia Leonardo hace de maestro de ceremonias y lee unos versos de un libro en cuya portada se lee Cecilia Valdés, comedia lírica, 1932. Ese homenaje a la obra de Roig lleva al autor de La Virgencita de Bronce a incorporar fragmentos de su música, que en determinadas escenas pasan a integrarse al discurso escénico. En el cuadro final, por ejemplo, aparece esta acotación: "A partir de ese momento las voces de los muñecos, como en el prólogo, se escucharán según la grabación de la comedia lírica. Las voces de los cantantes originales dicen los textos del libreto mientras Dolores Santa Cruz y Tirso, mudos, acompañan a Cecilia y a Pimienta. Los muñecos, extáticos, no siguen con acciones las palabras. Las voces y la inmovilidad de las figuras, mientras todo se deshace, serán la clave del dramatismo en la escena".

Todo ese despliegue imaginativo se extiende además a recursos como son otros homenajes (el Cuadro Séptimo está concebido en un deliberado estilo areniano), juegos paródicos, citas y guiños a descubrir por el lector/ espectador. Asimismo Espinosa Mendoza introduce, como personajes a los cuales se alude, a María la O y Amalia Batista ("Bien que me decía mi amiga Amalia Batista, que por muy consciente que se esté de la lucha de clases y los conflictos raciales, una no puede resistirse a su destino de mulata fatal".) Incluso la propia teatralidad no escapa a ese espíritu de travesura y subversión, y en algunas ocasiones es desmantelada y puesta en evidencia. No obstante, La Virgencita de Bronce incorpora también otros registros, y sabe abrirse a un tratamiento más dramático cuando las situaciones así lo requieren. Algo que, para tranquilidad de los puristas, hace posible que la historia original no se desvirtúe. Que nadie espere, eso sí, hallar la misma lectura de Cecilia Valdés que realizó Cirilo Villaverde: desde hace ya unos cuantos años sabemos por mi admirado Borges que, como descubrió Pierre Menard, nadie puede leer un libro de la misma manera en que otros lo hicieron.


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