cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Cabrera, Literatura, Literatura cubana

El arte de narrar en estado puro

Ayapá: cuentos de Jicotea, de Lydia Cabrera, es un libro delicioso y sabio, aleccionador y ameno, y los textos que lo integran están llenos de gracia, esto es, de humor e inspiración

Enviar Imprimir

Sus investigaciones en el campo de los temas afrocubanos han hecho de Lydia Cabrera (La Habana, 1899-Miami, 1991) una de las figuras centrales de la cultura cubana. A ella se debe esa obra maravillosa y única que es El Monte (1954), que al decir de Gastón Baquero “guarda en su corporchón de libro bien crecido, la explicación de uno de los aspectos primordiales de una naturaleza, la de la isla hecha sociedad, hecha costumbre, hecha tradición”.

Su bibliografía, sin embrago, incluye otros títulos igualmente importantes: Anagó: el yoruba que se habla en Cuba (1957), La sociedad secreta abakuá: narrada por viejos adeptos (1958), Otán Iyebiyé: las piedras preciosas (1971), Yemayá y Ochún (1974), Anaforuana: ritual y símbolos de iniciación de la sociedad secreta Abakuá (1975), Los animales en la magia y el folklore de Cuba (1988) y La lengua sagrada de los ñáñigos (1988). Como ha comentado el antropólogo español Manuel Ballesteros, a la sólida obra de Fernando Ortiz, Cabrera aportó una fina intuición femenina, que sin dejar de poseer el rigor sistemático de la ciencia, se aproximó a la sensibilidad íntima del negro añorante de su lejana patria africana. Llenó ese presunto vacío “con una total e íntegra entrega al conocimiento de esa alma escondida, delicada y nostálgica del negro, que solo ella ha descubierto”.

Menos conocida que su quehacer etnológico es su producción narrativa, que aunque se ha divulgado y ha recibido atención y elogios no ha hallado el sitio cabal y preciso que le corresponde en el panorama de la prosa de ficción escrita en castellano. Mucho antes de que se diera a conocer como estudiosa e investigadora de la cultura y la religión afrocubanas, Cabrera se estrenó como escritora con Cuentos negros de Cuba. Aquel libro se publicó en Francia en 1936, traducido por Francis de Miomandre, a quien se deben las versiones a ese idioma de obras de Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo. Cuatro años después, vio la luz la edición cubana, que llevaba un prólogo de Fernando Ortiz. A la citada colección se sumaron posteriormente Por qué…: cuentos negros de Cuba (1948), Ayapá: cuentos de jicotea (1971) y Cuentos para niños viejos y retrasados mentales (1983).

Voy a aprovechar que se cumplen cuatro décadas de la salida de uno de esos títulos, para referirme a esa faceta de nuestra relevante escritora. Llevaba ella más de veinte años de silencio cuando entregó a la imprenta Ayapá: cuentos de Jicotea. Recogió en ese volumen diecinueve narraciones que tienen como personaje central a esa pequeña tortuga que vive en ríos, lagunas y depósitos de agua dulce, y a la cual los descendientes de lucumís llaman Ayapá. En ella, Cabrera recrea toda una tradición que se conocía en Cuba y que se trasmitió de generación en generación de boca en boca. Es oportuno decir que la idea de dedicarle un volumen a ese quelonio venía de muy atrás. En el número correspondiente a agosto de 1949 de la revista Lyceum, ya había dado a conocer “El juicio de Jicotea”. Allí se anunciaba que pertenecía a Jicotea Lugánbe, libro próximo a publicarse.

Aunque había jicoteas en Cuba antes de que llegasen los primeros esclavos, todas las historias del libro tienen origen africano, si bien en algunas se pueden encontrar caracteres y elementos que son universales. En “La tesorera del Diablo”, por ejemplo, se recrea un motivo que está presente en la tradición oral de muchos países: el del animal mágico que es capturado por un hombre y que promete concederle tres deseos si le devuelve la libertad. Así lo hace, pero al final la ambición desmedida de la esposa hace que ambos pierdan todo y vuelvan a la situación que tenían al inicio. Cabrera ya lo había tratado en “Ella”, que forma parte de Cuentos negros de Cuba, y que no se aparta mucho del original. En “La tesorera del Diablo”, en cambio, el tema del animal milagroso sirve de punto de partida para una narración mucho más elaborada.

Otro asunto bastante extendido lo constituye el muñeco que es cubierto de brea, con el fin de escarmentar a alguien por las fechorías que comete. Ese es el núcleo a partir del cual Cabrera desarrolla “El ladrón del boniatal”. Por lo general, en las distintas versiones que existen el personaje, que casi siempre es un animal, recibe su castigo, aunque en algunas logra escapar con la ayuda de un amigo o un compañero que lo despega. No ocurre así en el cuento al cual aludo. Jicotea, que es taimado, bribón y mentiroso, no vacila en pagar con la traición a Venado, que tomándolo con la boca por las protuberancias de su concha, había logrado desprenderlo del muñeco hecho con paja y andrajos por el guajiro dueño del boniatal.

Algo más que transposiciones

Cabrera introdujo a Jicotea en su primera colección de cuentos. Como explica en la introducción de su libro, personifica al débil de toda sociedad. En tiempos de la colonia, fue un personaje popularísimo, y los negros saboreaban sus ingeniosas revanchas con filosófico humor. Como es fea, patizamba, jibosa y risible por su lentitud, no puede medirse con los fuertes. Por eso recurre a las únicas armas con las cuales puede defenderse: la malicia, la magia, la cazurrería, las triquiñuelas, que le sirven para sojuzgar a aquellos que la ignoran o menosprecian. Tiene además una asociación secreta con Changó, dios del trueno, los tambores y el fuego.

En Ayapá, aparece como un personaje versátil. Unas veces es esclavo, otras brujo. Las más se distingue por su astucia, su inteligencia, su capacidad de disimulo y, en unas cuantas ocasiones, por su maldad. Es capaz de hacer el mal por puro placer o por capricho. Cabrera agrega que, si en la etapa colonial “representaba para la negrada en algunos episodios, lo que era un negro en el sistema esclavista (…), en el presente Jicotea personifica al nuevo esclavo de nuestra Isla comunista, sin esperanza de carta de libertad, ni calor de su amo paternal, que nunca faltaba”.

A propósito de sus “cuentos de Jicotea”, su autora apunta: “En estas transposiciones, nos limitamos a contar acontecimientos de su vida”. En realidad, lo que hace es algo más que transponer, esto es, ponerlos en un lugar diferente al que ocupaban. Su labor no se reduce a la de una simple recolectora, que después transcribe en el papel las narraciones escuchadas en boca de sus informantes. Los motivos folclóricos solo le proporcionan una materia prima que ella recrea sin desvirtuarla. Constituyen el marco para que dé riendas a su fantasía y demuestre su gran talento como escritora.

Esos cuentos de tradición oral son reelaborados por ella para convertirlos en creaciones literarias. Los rehace a su manera, imprimiéndoles su personalidad, su agudo ingenio y una gracia maliciosa y picaresca. El material folclórico solamente le sirve como punto de partida. Por su parte, ella, lo ha comentado Rosa Valdés-Cruz, “quita; pone junto a mitos cosmogónicos, descripciones de marcada técnica surrealista; intercala detalles costumbristas de la Cuba del siglo XIX y primer tercio del XX; modifica las historias al insuflarle color local, diferentes episodios y experiencias”. Y, en resumen, eleva lo popular a categoría estética.

“Aquella Gallina Grifa amarilla de la finca el Aguacatillo era una ricacha avara, pelillosa y mal querida. Sin gallo y sin pollos, solterona a nativitate.

“Un día, de La Habana le traen una carta. ¡Una carta! ¡Qué misterio, Santo Dios! En treinta años nunca le habían escrito, y la Gallina se alborotó tanto que no atinaba a leer. «¡Es que no sé leer!», se dijo de pronto… Y, a punto, nadie que supiese a su alrededor. La curiosidad le hizo perder el sentido. ¡Una carta! Ya no puede estarse quieta; corre de la sala al comedor, del comedor a la cocina, de la cocina al patio, del patio a la alcoba, de la alcoba a la sala, de la sala al portal. Por fin, del portal se lanza a la guardarraya seguida de todos sus siervos.

“—¡Quién me dirá lo que dice esta carta!

“A su saga: «Papelito jabla lengua», repetía la negra Tata.

“—¿Quién? ¿Quién me la leerá?

“Don Florencio, claro que sí; pero hacía dos meses que estaba en La Habana a vueltas con su famoso pleito, lo mismo que su amigo don Juan, que se había quedado en la capital desde hacía diez años, perdiendo cuanto tenía, en ganar el suyo.

“Por eso a ella los papeles…

“Un grillo verde saltó en mitad de la calzada.

“¡Enhorabuena, Grillo Maloja! ¡Espera, hombre!... ¿Sabes leer? —le preguntó la Seña Gallina.

“—Nunca fui a la escuela.

“Vio a la rana que vivía en un fresco platanillo, asomando entre las hojas su carota plácida.

“—Buenos días, Comadrita la Rana! ¡Señor, Señor! Me han escrito de La Habana. Su marido el Sapo tiene gafas de oro y me la podría leer.

“—¡Ah! Seña Gallina, mi marido con mucho gusto se la leería. Solo que sus gafas no le sirven para leer. Las lleva para pensar.

“Vibraron las alas fulgentes de un Caballito del Diablo.

“—Caballito del Diablo, ¿tienes letras?

“—Llevo la carga y no la siento. De escrituras no entiendo.

“En un piñón botija se atizaba los bigotes un Ratón.

“—Deme la carta —respondió cortés a su pregunta—; me la comeré, la digeriré y después le informaré cabalmente.

“—Yo —le dijo un pájaro disculpándose—, solo deletreo en las nubes lo indispensable para evitar la borrasca. Sé firmar mi nombre en el aire… y nada más.

“Pero Dios iluminó a Dominguilla, la negrita quinceañera y bonitilla que ella crio. Le prendió a su ama la mantilla y el viejo Aguinaldo Angola trajo el viejo quitrín, más que él quebrantado, más achaquiento y quejijoso que el pobre Aguinaldo Angola”.

Un lenguaje de una asombrosa expresividad

He copiado el inicio de “La excelente doña Jicotea Concha” porque en ese fragmento se ponen de manifiesto algunas de las notables cualidades como narradora de Cabrera. No necesitamos conocer el cuento original para darnos cuenta de cuánto ha ganado desde el punto de vista literario. En primer lugar, la extensión que ahora tiene haría imposible su trasmisión por vía oral. Eso, a su vez, permite a la escritora darle un mayor desarrollo a la historia y a los personajes, así como incorporar descripciones y elementos que remiten a las costumbres del siglo XIX.

Cabrera emplea, asimismo, un lenguaje de una asombrosa expresividad. Su prosa es rica, vigorosa, exuberante, y rezuma frescura e ingenio. Esto último lo ilustran los nombres de algunos personajes —Grillo Maloja, Aguinaldo Angola, Gallina Grifa—, en los cuales los cubanos identificarán resonancias que les son familiares. La escritora también incorpora en los diálogos expresiones que proceden de las canciones y narraciones para niños: “Comadrita la Rana. ¡Señor, Señor!”, “Llevo la carga y no la siento”.

Todo el libro está permeado por una celebración de la hibridez. Esto tiene su muestra más visible en la inclusión de términos y expresiones de origen africano. Así, en “La rama en el muro” Jicotea canturrea: “Mi Ngangá só pañuelo de luto/ los troncos malos, mi Ngangá son,/ Mi Ngangá, Kiyumba fiurí/ ¡Mi Ngangá só pañuelo de luto!”. Y aunque el humor es el condimento principal de la escritora, también se muestra abierta a sorprendernos con hallazgos de pura poesía:

“La tierra, desnuda y acribillada de heridas por todas partes, se había desangrado totalmente y quedado en los huesos. Por doquier asomaba su osamenta polvoreada pidiendo al cielo, inútilmente, con gesto desolación estéril, en un grito de muda impotencia, la clemencia que este se obstinaba en negarle y bastaría con que el cielo derramase sobre ella el agua de sus tinajas transparentes para que sus entrañas calcinadas renaciesen en verdores, reventaran los frutos sus senos y su vientre. Pero el cielo, sordo, enloquecido de fuego, se gozaba en sus tormentos y bajo la blancura incandescente de su mirada intensa y dura, morían innumerables hijos de la tierra”.

En el libro, Cabrera hace todo un despliegue argumental e imaginativo, y es capaz de urdir historias muy ingeniosas. Como antes apunté, todas están protagonizadas por Jicotea, aunque conviene decir que bajo ese nombre aparecen personajes diferentes y de ambos sexos. Por ejemplo, el de “Irú Ayé” es un brujo. El de “La herencia de Jicotea” es Mama Ayé, cuyo esposo acaba de morir, dejándola sola en la triste desolación de la vejez y sin un céntimo para su entierro. Y el de “La tesorera del Diablo”, Jicotea de Oro, que guarda el tesoro del Diablo Aúpa y Derrumba. De igual modo, resulta pertinente hacer notar que en la tradición africana todo es humano: los animales, las plantas, los astros. Por eso en estos cuentos hallamos elefantes, gatos, perros, auras tiñosas, sapos y loros que se comportan como personas y conviven de modo natural con ellas.

En unos pocos cuentos, Jicotea actúa juiciosamente y contribuye a castigar a quienes lo merecen. Jicotea Concha ayuda a Gallo Botín Candela a recuperarse de su grave enfermedad. Con eso, da al traste con los planes de su sobrina para heredar sus bienes. La tesorera del Diablo concede tres deseos a un negro. Pero al final lo despoja de todo lo que le ha dado, cuando le pide que él sea Dios, su esposa la Virgen María, su hijo el Niño Jesús y que todos se conviertan en blancos. Y en “Jicotea era un buen hijo”, el mundo es afligido por un hambre atroz. Los seres humanos se ven obligados a comerse unos a otros y deciden que es de rigor comenzar por sacrificar primero a sus madres. Jicotea se niega a hacerlo: “A mi madre, que adoro, jamás la mataré. Comeré a la madre de otros, y de lo que yo coma, ella comerá también”. Y la oculta en un rincón del cielo. Una primera versión de ese cuento, con el título de “Un buen hijo”, aparece en Cuentos negros de Cuba.

Sin embargo, en la mayor parte de las narraciones se destacan los aspectos más negativos del personaje. Jicotea odia a todos aquellos a los que la naturaleza dotó de belleza y estatura. En “La venganza de Jicotea”, engaña al Elefante y logra hacer que se coma sus ojos. Algo mucho más cruel le hace a Ncharriri, en el cuento así titulado. Posee una palabra para encantar los ojos y conseguir que quien la mire se convierta en juguete de sus mentiras. Aparece así ante Ncharriri como una doncella ante cuya hermosura este queda embelesado. Cuando quiso llevársela consigo, Jicotea le puso como condición que se arrancase los cuernos, y después la cola, los pies, los ojos, el corazón.

Hay, no obstante, una ocasión en que Jicotea recibe un escarmiento por su costumbre de hacer mal por puro placer. Se cuenta en “Jicotea y el árbol de güira que nadie sembró”. Cuando Jicotea lo vio por primera vez, era solo una plantita con dos hojitas verdes que estaba en el sendero. A partir de ese momento, no dejó de humillarla, escupirla y rasgarle con sus uñas la piel tersa y lustrosa. La planta fue creciendo y un secreto e inquebrantable propósito la hizo elevarse por encima de la media de sus semejantes.

Jicotea pasó entonces a disfrutar la buena sombra de su ramaje suntuoso, pero sin dejar de caer el veneno de alguna palabra malhadada que el árbol recogía. En lo más alto de su follaje, una güira se hinchó lentamente hasta cobrar proporciones asombrosas. Una mañana, el árbol tuvo plena conciencia de su fortaleza e hizo que el enorme fruto cayese sobre la atónita Jicotea. “Asestó sobre su cabeza golpes tan rudos, certeros y repetidos que Jicotea hubo de esconderla a toda prisa y huir a ciegas, aturdida, sin cabeza. La Güira la perseguía —¡Igbá! ¡Igbanlá!—, redoblando el castigo con un furor inextinguible”.

“Son cuentos que valen por todo: personajes, argumento, estilo, tema y… poesía. Sí, poesía callada, escondida, agachada, que se mete en todo y todo lo empapa”. Son palabras de Lino Novás Calvo acerca de la obra narrativa de Cabrera. Unas virtudes que están presentes en Ayapá, cuya lectura deja, entre otras gratificaciones, la de reencontrarnos con el arte de narrar en estado puro. Es un libro delicioso y sabio, aleccionador y ameno, y los textos que lo integran están llenos de gracia, esto es, de humor e inspiración. Una gracia, como comentó Eugenio Florit, que está aderezada “muchas veces con sinvergüenzura, con picante y desplante de solar”.