Actualizado: 23/04/2024 20:43
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Acosta, Ballet, Cuba

El chico que soñaba con ser Pelé

En su libro autobiográfico, Carlos Acosta narra el camino que lo llevó de un humilde hogar habanero a una vida de fama y glamor, e ilustra de modo elocuente y vívido el precio que ha debido pagar por el éxito

Enviar Imprimir

El historiador venezolano Fernando Báez, autor de Historia universal de la destrucción de los libros, comentó acerca de la censura: “Quienes censuran, saben lo que hacen, y hacen lo que saben. Su objetivo ha sido intimidar, desmotivar, desmoralizar, propiciar el olvido histórico, disminuir la resistencia, estigmatizar el pensamiento irreverente, proclamar la ortodoxia del sectarismo político, religioso y moral”. Pero ocurre que, en muchos casos —me atrevo a afirmar que en la mayoría—, eso consigue el efecto contrario. Prohibir un libro, una película, una pieza teatral, se convierte en la mejor incitación para que queramos saber las razones de la prohibición. En otras palabras, es una manera de promover y dar a conocer las obras que se censuran.

Este cronista debe confesar —sin orgullo, pero sin rubor— que no le gusta el ballet. No le gusta nada, ni un tantito así. De ahí que nunca hubiese leído el testimonio autobiográfico de un bailarín o de una bailarina, por más famosos que sean. Pero la noticia de la sorpresiva censura de Sin mirar atrás, de Carlos Acosta, cuya presentación en el Sábado del Libro estaba anunciada, despertó en mí la curiosidad. El mecanismo que la estimuló y activó fue el antes mencionado: quería averiguar las causas de la proscripción. Naturalmente, no iba a poder conseguir la edición en castellano preparada por Arte y Literatura (¿por qué no Letras Cubanas o Unión, puesto que se trata de un autor cubano?). Pero sí podía acceder fácilmente a la que apareció en inglés, bajo el título de No Way Home (Harper Press, London, 2006, 336 páginas). Busqué en la red, donde se pueden encontrar ejemplares de segunda mano a muy bajo precio, encargué uno y una vez que lo tuve, lo leí con el saludable deleite de que le estaba haciendo un corte de manga a los censores insulares.

El libro tiene un subtítulo: Dancing from the Streets of Havana to the Stages of the World. Esas palabras resumen muy acertadamente la sorprendente trayectoria de Carlos Acosta. Un niño que nació y creció en un barrio de las afueras de La Habana, hijo de un camionero y un ama de casa, que soñaba con llegar a ser el mejor jugador de fútbol de Cuba, estudió ballet y se convirtió en una estrella internacionalmente reconocida. El periódico londinense Daily Mail lo ha definido como “el Billy Elliot cubano, un chico pobre que triunfó por encima de los prejuicios y de sus orígenes humildes”.

La primera de las tres partes en que está estructurado el libro cubre los años 1973 a 1988. Acosta se refiere en esas páginas a su infancia en Los Pinos, que describe como una combinación de ciudad y campo. Cuenta que creció rodeado de música, partidos de dominó, ron, el olor de frutas y el ulular de las lechuzas. Su familia vivía en un edificio que consistía en seis apartamentos divididos por una escalera. Sin embargo, la mayoría de las casas eran de madera. Entonces a él le parecía que su casa era enorme. En realidad, era una miserable casucha que no tenía agua corriente. Debido a eso, tenían que cargarla subiendo y bajando escaleras. Recuerda que su padre era devoto de la santería, y no perdía ocasión para venerar a los orishas afrocubanos con ofrendas y oraciones. Eso, a pesar de que en esos años las creencias religiosas eran mal vistas por el estado.

El padre se ganaba la vida como chofer de un camión en el que transportaba frutas, por un salario que apenas le alcanzaba para dar de comer a la familia. Muchos de sus viajes lo llevaban a otras provincias, lo cual hacía que estuviese ausente de la casa por semanas e incluso meses. Acerca de la situación económica de su hogar, Acosta escribe: “Without being conscious of it, we learned through our parent’s example that the only way to achieve something in life was through hard work. We knew that the reason we never celebrated birthday or other special occasions was because of our lack of money. We accepted without question the peso that each of us received as a birthday present to pay the entrance to the local cinema (…) When the clothes that we wore could not take any more repairs, we walked around with our butts hanging around”.

En su niñez, Acosta no fue exactamente un modelo. Su gran pasión era el fútbol y su sueño era ingresar en una escuela donde lo prepararan para ese deporte. Le gustaba también el break-dance, entonces muy popular en la Isla. Incluso llegó a ganar en una competencia en la que participó. Pasaba parte del tiempo en la calle con sus amigos, lo cual llegó a oídos de su padre. Ahí comenzaron sus conflictos con él. Una vecina le sugirió a este que, puesto que a su hijo le gustaba bailar, una buena opción era matricularlo para que estudiase ballet. Cuando sus padres se sentaron a hablar con él, Acosta se sorprendió y les expresó su inconformidad. Él siempre había dicho que quería ser atleta; y en cuanto a estudiar ballet, eso era más bien para mujeres. ¿Qué iban a pensar de él en el barrio? Pues que era gay. La respuesta del padre fue: “If anyone calls you gay, just smash his face in, then pull down your trousers and show what you’ve got between your legs”.

La firme determinación del papá de que su hijo no fuera un “delincuente”, llevó a Acosta a asistir a una audición en la escuela de ballet de L y 19, en el Vedado. Tras pasarla, le comunicaron que lo habían aceptado. Sus padres estaban muy contentos, pero él no compartía su alegría. Comenzó las clases en setiembre de 1982. El primer día, tras un largo discurso de la directora, a la consabida consigna de “¡Pioneros por el comunismo!”, los alumnos respondieron: “¡Seremos como el Che!”. Acosta tenía su propia versión: “¡Seremos como Pelé!”.

Reiteradas ausencias en la escuela

Cuando salió de la escuela, eran más de las seis de la tarde. Lograr montarse en un autobús fue, como siempre, una verdadera odisea y llegó a Los Pinos a las nueve de la noche. Vio a un chico que practicaba break-dance, mientras otros lo aplaudían y animaban con silbidos. Acosta escribe: “I wanted to go up and join him, but instead I got out of there as fast as I could. I was sure that everyone must know by now that my father had made me study ballet, and I did not want to suffer any embarrassment”.

Unas semanas después de haber iniciado las clases, estaba cansado de levantarse a las 5 de la mañana y salir a luchar con los autobuses. Quería escapar de lo que para él era una existencia monótona. Trató de hablar con su papá y convencerlo de que deseaba ser un muchacho normal, no un bailarín. Pero él no admitió sus argumentos. Empezó a faltar a las clases y eso dio lugar a que de la escuela llamaran a su papá para informárselo. Debe tratarse de un error, dijo él. Personalmente se había ocupado de despertarlo cada día. Y prometió que eso no sucedería más. Pero en el segundo año las ausencias continuaron, debido a que Acosta dedicaba parte del tiempo a practicar fútbol. Si entonces no fue expulsado, se debió a que sus notas eran altas, algo que para él mismo era un misterio.

Por otro lado, su familia atravesaba por dificultades. Su madre sufrió un infarto y tuvo que ser hospitalizada. Después su padre tuvo un accidente en el camión y aunque la culpa no fue suya, lo condenaron a un año de cárcel. En la escuela, su situación tampoco había mejorado. Como consecuencia de sus reiteradas ausencias, fue reemplazado en el papel que debía interpretar en un festival en Camagüey. Esta vez fue su madre quien fue llamada por la directora de la escuela. La mujer trató de excusar a su hijo, explicando que para para un chico de su edad era muy duro tener que levantarse tan temprano. Ella además tenía otras dos hijas y no podía estar al tanto de los tres. Acosta comenta que su nombre se convirtió en sinónimo de mala conducta, y algunos de sus compañeros pasaron a apodarlo “Junior el Desastre”. A pesar de todo ello y atendiendo a las circunstancias familiares, le dieron otra oportunidad y pudo seguir estudiando.

Cuando concluyó los exámenes, le comunicaron que había sido trasladado a la Escuela Vocacional de Artes de Santa Clara, donde iba a cursar el cuarto año. Cuando él y su padre llegaron allí, se encontraron con que no sabían nada del traslado. Además, en esa escuela no había curso de cuarto año para varones. La única que los recibía era la de Pinar del Río. Fue en ella donde Acosta finalmente pudo ingresar. Uno de los méritos de su libro es la honestidad con que está escrito (Julia Kavannagh, autora de una biografía de Rudolf Nureyev, lo calificó de “brutalmente honesto”). Eso se pone de manifiesto, entre otros capítulos, en aquel donde narra sus experiencias en aquella escuela.

Cuenta que una noche trató de robarle el reloj a uno de los estudiantes, mientras este dormía. Fue sorprendido y tuvo que pasar la vergüenza de que, en el matutino antes de ir a las aulas, el director dijese delante de todos: “One of our students, Carlos Junior, tried to steal his classmate’s wristwatch. Carlos Junior, come up here!”. Y delante de 300 alumnos y 15 profesores, lo hizo prometer que nunca más lo haría.

Aplicando esa honestidad a la cual aludí, Acosta no tiene reparos en confesar: “I was a teenager, and I wanted more than anything to be admired, to fit in, but I was increasingly aware that all my schoolmates had more and better clothes than I did. What could I do? Despite my public humiliation after been caught the previous year, I started stealing again, taking money from my classmates to buy myself new clothes. Before I realized it, I had become addicted to stealing. I would get up at four in the morning and move like a sleepwalker down the dorm, emptying lockers”.

En Pinar del Río ocurrió un hecho que fue significativo en su trayectoria. La escuela organizó una visita del Ballet Nacional de Cuba, que se presentó en el Teatro Saidén. Acosta hubiese preferido quedarse viendo el juego de béisbol entre los equipos Industriales y Pinar del Río, pero fue arrastrado por el grupo. Quedó fascinado con la delicadeza con que los bailarines parecían flotar en el escenario. En especial, lo impresionó uno que quedó suspendido en el aire por lo que pareció ser un minuto, para después caer en el piso y descansar sobre sus piernas. En ese momento empezó a despertarse en él la vocación artística y pensó: “All I had to do was concentrate on my mission, which was to dance like Alberto Terrero, the ballet dancer whom I had seen fly through the air that day at the Saidén”.

Comenta que irónicamente era considerado un buen estudiante, pues sus notas eran bastante altas, y como bailarín estaba entre los tres mejores de los 14 alumnos de su grupo. Sus profesores estaban muy satisfechos y lo felicitaban después de cada actuación. Pero no tenía amigos que lo aconsejaran y en los cuales confiar. Sus padres además estaban lejos y no podían ir a visitarlo. Se sentía solo y al ver a sus compañeros se preguntaba por qué su vida no podía ser como la de ellos. Continuó robando y uno de los estudiantes halló en su taquilla una camiseta perteneciente a un chico de artes visuales.

Gran Premio en Lausanne

Una vez más fue llevado a la dirección, y se encomendó a un comité de profesores analizar su caso. Algunos propusieron expulsarlo, pero eventualmente optaron por una suspensión condicional. Eso implicaba que si protagonizaba un incidente más tendría que dejar la escuela. Acosta apunta que al escuchar a los profesores decidir su destino, se preguntó cómo podría explicarles que cada día significaba para él una lucha entre la ambición y la apatía, entre el deseo de triunfar y la terrible soledad. Pero logró sobreponerse, hizo lo mejor que pudo y pudo terminar con unas excelentes notas.

En 1989 ingresó en la Escuela Nacional de Arte. Allí una de las profesoras, Ramona de Sáa, a quien los estudiantes llamaban Chery, lo escogió, junto con otro estudiante, para tomar parte en un intercambio cultural de un año con el Teatro Nuovo di Torino. A los 16 años se vio en Italia, lo cual le hizo que se repitiese constantemente que estaba representando a la escuela y que no podía defraudar la confianza puesta en él. No sabía que aquel era el inicio de una carrera internacional que lo llevaría a la cima de la fama. Algunos meses después surgió la posibilidad de que participara en el prestigioso Prix de Lausanne, algo que le confirmaron una semana antes del comienzo de la competencia.

Acompañado de Chery, llegó a esa ciudad suiza a fines de enero de 1990. Al día siguiente se puso en contacto con la embajada cubana en aquel país, para informarles que él era uno de los concursantes. Copio a continuación la respuesta que recibió: “We were hoping for some help navigating the unfamiliar Swiss city, not they treated us as though we were a nuisance and even told us it had been a bad idea to enter me in the event without thinking of the consequences for Cuba should I lose. I could not believe what I was hearing. We rang Chery in dismay, and she contacted the Cuban Embassy in Italy, but apparently they said the same thing to her”.

En el concurso compitieron 127 candidatos de 30 países. Acosta consiguió pasar todas las eliminaciones y en la final se alzó con el Gran Premio Medalla de Oro. Había nacido una estrella, la primera nacida en Cuba después de Alicia Alonso. A su regreso a Italia, empezó a bailar como solista con el Teatro Nuevo di Torino. Interpretó los papeles principales y su nombre parecía destacado en los afiches. En el verano, durante el Festival de Danza de Vignale, fue condecorado con el premio especial al mérito. Al final de su primer año, volvió a Cuba por unos meses. En el aeropuerto lo estaba esperando la escuela completa. En su casa, tuvieron varios días de festejos y celebraciones. Sus padres no podían estar más orgullosos.

Durante su estancia en Italia, no había podido comunicarse con su familia. Al volver, supo que Berta se hermana se había casado. Estaba además muy cambiada. Buscó refugio en la Biblia, urgía a los demás que la estudiasen y estaba convencida de que pronto llegaría el Armagedón para acabar con los pecadores y los ateos. Tuvo fuertes discusiones con el padre y un día le arrojó un vaso a la cabeza. Acosta se creía culpable, pues debido a su dedicación ballet y a los viajes no había podido ayudarla.

En medio de esas preocupaciones, Chery, para él su “segunda madre”, lo animó a competir en el Festival Internacional de París. Trató entonces de conseguir auspicio en las escuelas de arte y el Ministerio de Cultura, pero esas instituciones no tenían dinero. Por fin consiguió que en ARTEX le prestasen una suma para pagar el viaje, que ella devolvería con el dinero correspondiente al premio. Tanta era su confianza en Acosta. Y en efecto, este obtuvo el Gran Prix. A propósito de ese nuevo reconocimiento, escribe: “I had always thought that success equaled happiness, but I realized in Paris that what we call success is just an ephemeral illusion. I began to understand that to be truly happy you need many things: health, love, friends, money, and family —and for me family is without doubt the most important. Sometimes, even all this is not enough”.

En 1991 fue admitido en el Ballet Nacional de Cuba, aunque por ese mismo tiempo recibió una oferta del mundialmente famoso English National Ballet. Cuenta que una de las cosas que le preocupaba era que en la compañía dirigida por Alicia Alonso no tendría a Chery velando por él. Al ser negro e hijo de un camionero y un ama de casa, necesitaba de un padrino o madrina poderoso, que le ayudase a vencer los prejuicios que pudiera encontrar al inicio. En ese sentido, expresa: “It might be decades before I got my chance to shine, perhaps an eternity. I thought of Andrés Williams, one of the greatest of the great, who had to be taken out of theaters under bodyguard during a tour to Argentina, because the women were raving about his blackness, but even so, he never got to dance the role of Prince Albrecht in the ballet Giselle (…) I feared I would end up being added to the long list of failed Albrechts”.

Tuvo la oportunidad de volver a Italia, para bailar con el Nuovo Teatro di Torino. Al retornar a la isla, la dirección del Ballet Nacional de Cuba acusó a Chery de actuar irresponsablemente, al exponer a un artista tan joven a las brutalidades del capitalismo. El intento de dañar su imagen no prosperó y finalmente fue olvidado, gracias a su irreprochable trabajo como formadora de varias generaciones de bailarines. Por otro lado, Acosta aceptó la oferta de la compañía británica y en septiembre de 1991 arribó a Londres. Cuatro semanas después, debutó interpretando las “Danzas Polovtsianas” del Príncipe Igor. A ese ballet se sumaron luego Cascanueces, La Bayadera, el pas de deux de Don Quijote, y también bailó junto con estrellas como Liudmila Semenkaya y Eva Evdokimova. Recibió además una invitación del Houston Ballet, pero la carrera que tan brillantemente había despegado se vio interrumpida debido a un espolón óseo en un pie, algo muy común entre los bailarines. Tuvo entonces que volver a Cuba, donde estuvo un año completo sin subirse a un escenario.

Un libro inspirador

Volver a bailar le costó un gran esfuerzo, y tuvo que reinventarse, parir a otro Carlos Acosta: “It was the only way to show everyone in Cuba that I really was a principal dancer —in fact, if not in name”. Tras aquel paréntesis, fue readmitido en el Ballet Nacional de Cuba como solista, es decir, cuatro categorías debajo de la de bailarín principal que él tenía en Inglaterra. Fue incluido en el reparto de Edipo Rey, pero en el papel de un anciano que no requería bailar. Lo maquillaron para envejecerlo y los bailarines le hacían bromas, diciéndole que se parecía a Celia Cruz. Apunta que para él fue muy humillante y quería que el escenario se abriera y se lo tragase. Llegó entonces a la Isla Ben Stevenson, quien venía a ofrecerle un contrato oficial con el Houston Ballet. No fue hasta algunos años después que el coreógrafo descubrió que el salario de Acosta era de 138 pesos, aproximadamente un dólar según el cambio de ese momento.

Llegó a Houston en octubre de 1992. En su libro, dedica varias páginas a hablar de su experiencia con esa compañía. De ellas, quiero reproducir este fragmento: “The little that I knew, I had learned in the Cuba school, which was influenced by the Russian tradition and was quite distinct from the English style. While I was with the Houston Ballet, I came up to understand that the art of dance is something more than jumping very high or raising your leg up over your head. After a few months I stopped getting annoyed when Ben corrected me; I incorporated the new teaching into my dancing without jettisoning what I had learned in Cuba”.

Al terminar el contrato, le ofrecieron extenderlo por un año más. Pero eso significaba pasar más tiempo fuera de Cuba. No, él ansiaba regresar. No le importaban los cortes de electricidad, los problemas del transporte, ni el Período Especial. Su vida como extranjero tenía que concluir. Se reintegró nuevamente al Ballet Nacional, donde siguió siendo solista. Posiblemente ese descontento lo llevó a hablar con Alicia Alonso y pedirle permiso para volver a Houston. Esta la hizo algunas preguntas sobre esa compañía y finalmente lo autorizó. Llegó a Estados Unidos en agosto de 1993 y de inmediato empezó a bailar.

Su ascendente carrera sumó nuevos lauros. En 1995 fue invitado al Teatro Bolshoi, para participar en una gala dedicada a la legendaria bailarina Olga Lepeshinskaya. Comenta que nunca se imaginó que llegaría a bailar en la cuna del ballet clásico. Tras una breve estancia en Moscú, regresó a Estados Unidos. Intervino en Don Quijote y las críticas fueron muy elogiosas. The New York Times lo llamó “el arma secreta oculta en el Houston Ballet”. Otros comentaristas se refirieron a él como “el cubano que vuela” y lo situaron entre las figuras míticas y legendarias del arte dancístico. Fue galardonado además con el Premio Grace Kelly en la categoría de ballet. Viajó a Nueva York para recibirlo de manos de los miembros de la familia real de Mónaco. Asimismo, la revista People en Español lo seleccionó entre los latinos más sexis de los Estados Unidos. Algo que a él le sorprendió, pues nunca se ha considerado un hombre atractivo.

En las páginas finales de su libro, Acosta cuenta su vuelta a Londres, en junio de 1998. Esta vez, para trabajar con el Royal Ballet. Con esa compañía interpretó los principales papeles en El lago de los cisnes, La siesta de un fauno, Don Quijote, Apolo, La bella durmiente, La fille mal gardée, Romeo y Julieta (fue el primer Romeo negro en la historia de esa compañía). Y aunque no lo dice en No Way Home, conviene agregar que en calidad de invitado ha bailado en el American Ballet Theatre, el Ballet de la Ópera de París y el Teatro Bolshoi. En este último, se convirtió en el primer extranjero al que escogieron para un rol protagónico. El capítulo que cierra el libro, Acosta lo dedica al estreno de su coreografía Tocororo: A Cuban Tale. Lo mejor para él, expresa, fue que esa noche, en algún rincón del auditorio, estaban su padre, su madre y sus hermanas. Por todo lo que le debe, Acosta tiene a Inglaterra como su segunda patria. De allí además es su esposa Charlotte, con la que tiene una hija llamada Aila.

He considerado pertinente extenderme en este sucinto repaso del contenido del libro e ilustrarlo con algunos fragmentos, porque sus compatriotas de la Isla han sido privados del acceso al mismo. Es lamentable que se haya impedido que llegara a quienes son sus lectores naturales. Pienso que estos lo habrían disfrutado y agradecido. Lo primero a señalar en No Way Home es que está correctamente escrito y narrado, un logro que le corresponde por completo a él. A diferencia de muchos artistas, políticos y deportistas, quienes para escribir sus memorias recurren a un escritor profesional, Acosta redactó las suyas él mismo. La única contribución ajena es la de Kate Eaton, quien lo tradujo al inglés. De hecho, el aclamado bailarín ha vuelto a incursionar en la escritura y publicó después una novela, Pig’s Foot (Bloomsbury, 2015, 352 páginas).

En varios de las reseñas aparecidas cuando salió la edición en inglés, se dice que el libro autobiográfico de Acosta es inspirador. Él también lo ve así y en una entrevista declaró: “My story is very inspirational. It’s a typical tale of rags to riches that gives people a lot of hope that you can do something positive with your life even if you didn’t have the best chances when you were growing up”.

En efecto, No Way Home es algo más que la versión masculina de la Cenicienta: su testimonio del camino que llevó a Acosta de un humilde hogar habanero a una vida de fama y glamor, ilustra de modo elocuente y vívido el precio que ha debido pagar por el éxito. En su trayectoria ha tenido que romper barreras y luchado contra los estereotipos y los prejuicios. En todos esos años, siempre tuvo como fuerza cardinal a su padre, con el que tuvo una compleja relación. Conviene anotar también que, más que sobre ballet, su libro es un relato sobre cómo hallar un lugar en el mundo y sobre lo que puede alcanzar el ser humano cuando tiene tenacidad, perseverancia y coraje. Ya señalé la honestidad con que está escrito el libro. Es otro de los méritos que hace su lectura atrape y se siga con interés.

Este cronista confiesa que cerró la última página de No Way Home sin haber entendido las razones por las cuales se prohibió en Cuba, una vez impreso. Pero supongo que no hay nada que entender: aquí vale decir aquello de que los censores tienen razones que la razón no comprende. Por cierto, hay que ver lo ocupados que están últimamente esos señores: prohíben libros, películas, obras teatrales. No hay duda de que, si continúan laborando con esa productividad, sobrecumplirán las metas.