Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Opinión

El doble valor de la brevedad

En su tercer libro de cuentos, Nancy Alonso se mantiene fiel a sus convicciones literarias y continúa su acercamiento a la realidad desde ángulos que no son los más habituales

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Aunque reconocía la existencia de algunas obras estupendas, Jorge Luis Borges impugnaba la novela como género literario, ya que en su opinión se trata de un desvarío laborioso y empobrecedor. Por el contrario, destacó las excelencias del cuento, que cuando es breve, puede ser más o menos esencial, pues casi todo cabe en su estructura.

Similar opinión parece tener Nancy Alonso (La Habana, 1949), quien en su tercer título, Desencuentros (Ediciones Unión, Ciudad de La Habana, 2008), reincide en la narrativa breve. Y la referencia a Borges con la que he iniciado esta nota no es arbitraria, ya que al principio de este su último libro Alonso reproduce unas líneas tomadas de “El jardín de senderos que se bifurcan”, uno de los cuentos más conocidos del escritor argentino. La autora cubana además confirma su preferencia por los libros de pocas páginas. Si los anteriores, Tirar la primera piedra (1997) y Cerrado por reparación (2002) tenían 79 y 94, respectivamente, Desencuentros no pasa de 106. Probablemente, al igual que el creador de El Aleph Alonso piensa que, en general, las muchas páginas son promesa de tedio o de mera rutina.

En su libro más reciente, Alonso ha reunido una docena de narraciones en las que continúa su acercamiento a la realidad desde ángulos que no son los más habituales. Si bien sus textos recrean situaciones que el lector no dudará en identificar como cotidianas, su tratamiento se aleja del registro testimonial y la reproducción fotográfica. En Cerrado por reparación, el tono que empleaba era un singular sentido del humor, que hacía que cuestiones tan simples como hablar por un teléfono público o reparar el techo de la casa se transformaran en pesadillas delirantes y kafkianas. En algunos de los cuentos de Desencuentros el humor vuelve a estar presente, pero ha dejado de constituir la nota dominante.

“Domicilio desconocido”, con el cual se abre el libro, está narrado en primera persona por una mujer que cumplió una misión en Etiopía, y a quien la nostalgia por la Isla la empezó a morder desde antes de partir. Una madrugada en que estaba desvelada encendió el radio con onda corta que se había comprado en aquel país y el corazón se le desbocó al oír una voz femenina: “Están escuchando Radio Habana Cuba”. Se emocionó tanto que lloró de felicidad y siempre quiso darle las gracias a esa locutora por su existencia, pues era un modo de demostrarle la de Cuba. Como ahora ya no puede hacerlo porque esa mujer se fue del país, decidió solicitar una entrevista al director de la emisora para sugerirle que incluya su relato en alguno de los espacios, por supuesto, sin mencionar el nombre de la ex locutora. Seguramente, piensa la narradora, donde quiera que ella esté, añora Cuba, sueña con Cuba, necesita saber de Cuba. Y tal vez escuche Radio Habana Cuba y de este modo podrá conocer esta historia que le pertenece.

En “Mala suerte”, la protagonista se dispone a disfrutar el primer día de su mes de vacaciones. Un gato negro cruza delante de ella y resulta ser la confirmación de lo que le decía su abuela: “las señales son reveladoras de lo que está por venir”. Un problema, que según su jefe, sólo ella puede resolver, la obliga a reintegrarse al trabajo y viajar a Camagüey al otro día, que además resulta ser un martes 13. En el vuelo conoce a una chica, se caen bien y acuerdan verse al día siguiente en un parque. Pero varios hechos fortuitos hacen que aunque estaban allí a la misma hora, las dos mujeres no se encuentren. “Con un gato negro y un martes 13 no hay quien pueda”, piensa resignada la protagonista.

También es una historia de desencuentro la que se cuenta en “La paciente”. Aquí la narración en primera persona está distribuida en dos voces que se van alternando. Corresponden a una doctora y una paciente presumiblemente con cáncer que se hallan en la consulta de un hospital, y que meses atrás se habían conocido en otras circunstancias. Entonces simpatizaron, quedaron en llamarse para volverse a ver, pero la que debió hacerlo perdió el papel con el número del teléfono. Ahora cada una piensa que la otra no la ha reconocido y opta por imitarla. El cuento concluye con esta reflexión de la doctora: “No deja de obsesionarme la pregunta de qué habría ocurrido si ella me hubiese llamado después de la fiesta. Tal vez habríamos dispuesto de un tiempo que no pudimos, y ya no podremos, compartir”.

En el texto que da título al libro, un profesor de Literatura escribe una carta a un alumno de quien se ha enamorado y al que le lleva veinticinco años. Al final del curso, tiempo durante el cual logró hacerse una presencia necesaria para el joven, el profesor decide que no se vean más. En sus reflexiones acerca de aquel amor que pudo ser, se interroga tanto por las razones que lo llevaron primero a acercarse al estudiante como por las después lo hicieron apartarse de él. Se da así cuenta de que existen razones por las que no puede concebir la vida a su lado: “El nombre de Dakota, aun cuando lo conozcas y sepas de qué se trata, jamás podrá lastimarte como a mí. En el baúl donde atesoro mis recuerdos más entrañables no hay una sola carta de amor escrita por ti, ni fotografías bañadas en sepia donde encontrar tus ojos. No hemos compartido el dolor por nuestros muertos, ni las alegrías de los aniversarios y de los años nuevos; tampoco las utopías de cuyo derrumbe quieren ahora convencernos”. En definitiva, aquel desencuentro era lo mejor que podía ocurrir entre ellos, pues como le expresa “tu pasado pertenece aún al futuro, mientras el mío apenas deja espacio para un estrecho porvenir”. 

Algo más que una confabulación del azar

En textos como los mencionados, Alonso nos lleva a meditar sobre las causas que llevan a que esos encuentros nunca lleguen a tener lugar, con el resultado de que la existencia de esos personajes adopte otro rumbo. Juan Goytisolo se ha referido a la casualidad aleatoria de los sucesos y acontecimientos. Pero siempre nos queda un sedimento de duda y nos preguntamos si se trata únicamente de una confabulación del azar. ¿Se debe sólo a una combinación de causas o circunstancias imprevisibles y sin plan previo, el que dos personas cuyos destinos debieron confluir al final sigan caminos paralelos? En todo caso, en las narraciones de Desencuentros el lector, por supuesto, no hallará aclaraciones a esas inquietudes, pues su autora sabe bien que el dar respuesta es algo que no corresponde hacer a la buena literatura.

En otros cuentos Alonso narra historias que tienen como núcleo la contraposición entre realidad y apariencia. En “Una muerte tranquila”, un hombre fallece mientras duerme. Sus familiares se consuelan con la socorrida idea de que por lo menos ocurrió de modo repentino y sin que el señor se enterara. En realidad, el finado murió en medio de una angustiante pesadilla, en la cual huía perseguido por una fiera, y con “la certidumbre del fin acompañada por aquella opresión atenazándole el cuello”.

Ese contraste entre lo que creemos ver y lo que realmente sucede lleva a la protagonista de “Fin de una historia” a cometer un doloroso error. Está segura de haber sido testigo de la infidelidad de su pareja, a quien ve en la calle acompañada de una chica. En cierto momento, ésta busca algo en su bolso y se lo entrega a la otra, que le echa el brazo sobre los hombros y la abraza. Por la noche, al regresar a la casa habla con su amiga y le expresa que es mejor terminar la relación. Perpleja y afligida, la amante le reprocha haber escogido esa fecha para decírselo: al día siguiente cumplirían cuatro años juntas. Y le entrega una cajita con el regalo que planeaba darle. Es un collar que encargó a una amiga artesana y que recogió ese día. En ese momento la protagonista sintió vergüenza y arrepentimiento y deseó poder echar el tiempo atrás. Quiso no haberse levantado esa mañana, ni haberse inventado aquella historia de infidelidad con la amiga artesana de la que tantas veces le había hablado su pareja, comentándole que “parece que sí, pero parece que no”.

Como antes apunté, en Desencuentros también hay espacio para el humor. En ese registro está escrito “Huellas”, sobre una mujer que tiene una singular relación con los números. Los memoriza con extrema facilidad y además padece de una conducta obsesivo-compulsiva que le llena la mente de cifras inútiles. Sin embargo, el problema que la ha llevado a asistir a un Grupo de Ayuda Mutua se relaciona con sus dos hijas. La mayor trabajaba en una empresa española y le propusieron un cargo en la casa matriz, en Barcelona. Al final se quedó allí, se casó y tuvo un hijo. Después ocurrió igual con la segunda hija, que juró y perjuró que se iba por un mes a cargar al sobrino, a pasearse por las Ramblas, a desmayarse ante la Sagrada Familia, a tomar agua en la fuentecilla donde jugaba Joan Manuel Serrat y, en fin, a conocer Catalunya. Pero tampoco regresó, pues se casó con un uzbeko nacionalizado español. Esa condición de madre soltera está matando a la protagonista del cuento, pues ve cómo su hija mayor “se parece cada vez menos a la que se marchó de Cuba hace tres años, ocho meses y diecisiete días”. Y teme, por no decir que tiene una certeza del noventa y nueve coma noventa y nuevo por ciento, que eso mismo le sucederá a la menor.

Como ocurre con casi todas las selecciones de cuentos, en Desencuentros hay cuentos mejores que otros. Pero el conjunto alcanza un nivel estético satisfactorio. Su autora, ante todo, domina bien las características de ese difícil y exigente género literario. Así lo demuestran la predilección por las peripecias escuetas, la vocación de sugerencia, el corto número de personajes. A eso se suman la fluidez con que están desarrolladas las historias, el acertado tono narrativo y el sentido del equilibrio entre el discurso y la forma. Es además un libro ameno y disfrutable. Unas razones más que suficientes para que Desencuentros merezca la atención de los lectores.