El hombre que fue crítico
El 12 de septiembre se cumplió otro aniversario del fallecimiento del crítico e historiador de teatro cubano Rine Leal en Caracas, Venezuela. Cubaencuentro publica este testimonio de alguien que lo conoció muy bien
Rine Leal tendría ochenta años y me pregunto si sería el profesor chistoso y ameno que la mayoría recuerda. Ya en su última gran entrevista[1] descubro un tono elegíaco que nunca hubiese imaginado cuando la leí en 1989. Para todos sigue siendo el jovial y galante que conocí en la Escuela para Instructores de Arte, en abril de 1961, cuando regresó de París lleno de sueños, después de haber visto el mejor teatro europeo. Vivía en un apartamento en La Rampa con la actriz Ingrid González y dirigía el Teatro Experimental de Las Máscaras, en la sala que crearon Andrés Castro y Antonia Rey. En el intermedio hay mucho que contar. Sus amigos se han encargado de “regar” sus chistes y sus juegos de palabras, su especial non sense y estoy segura le daría mucha gracia saber cuánto se cita su versión de Samuel Goldwyn “para enviar mensajes, está el Ministerio de Comunicaciones”. Se refería con ironía al teatro de consignas, moralejas y doctrinas. Se moría por una buena frase, como el periodista que siempre conseguía muy buenos leads. Su prosa, incluso la historiográfica, siempre es amena, vital y no aburre. ¿Cuánto me ha dejado? Muchísimo.
Sara Calvo me ha pedido que escriba sobre Rine. Ella lo conoció mucho antes, lo amó primero, jovencísimos los dos. Rine estudiaba en el Instituto de La Habana, junto con Cabrera Infante, Silvano Suárez y Matías Montes Huidobro. Rine me contó que hacían un periódico estudiantil y ya Guillermo escribía su sección: el último con las primeras. Trabajaron juntos en muchos sitios, en Carteles, en un programa de crítica por televisión, y después en Lunes, donde Rine, con Montes Huidobro y Calvert Casey, llevó la voz cantante en materia teatral. Lunes va al teatro… Lunes esto y Lunes lo otro. Recuerdo maravillada esas lecturas. Sus entrevistas también. “No vamos a atacar a nadie” se titula una con Vicente Revuelta; “La mayor virtud de mi teatro son sus defectos”, con Antón Arrufat para La Gaceta. Los sesenta están llenos de su periodismo y su obra crítica.
Nos reencontramos en la etapa más difícil. Yo terminaba periodismo, sancionada y expulsada de la Universidad, trabajaba en la revista Juventud Técnica, porque en el mejor estilo chino, debía rectificar mi falta. A él se le acababa su etapa dorada de triunfador y bohemio, el Carmelo dejaba de ser el cuartel de sus andadas, vendió su convertible, pero en la Calle C no. 69, en el Vedado, en la azotea, se abrió para mí el mundo de las buenas lecturas y los buenos amigos que recompensaron con creces la hostilidad de mi iniciación profesional. Rine acompañó esa angustia con paciencia y amor y se dedicó a escribir sus libros más importantes. Cuando pasó el quinquenio gris (¿pasó?) sus libros hablaron por él hasta hoy. Cuando publica el segundo tomo de La selva oscura, ya no soy parte de su escena íntima, pero me lo dedicó como el primero. Para él eran miembros de su familia. Después de todo, su padre, Faustino, periodista también, escribió libros. Y su madre, Asunción, no los escribía, pero los respetaba.
Cuánta falta le hizo haber tenido tiempo y paz para terminar La selva… Cuando publica Dos dramaturgos de la neocolonia (un folleto desangelado para Pueblo y Educación, 1987), rescata dos autores, Jaime Mayol y Francisco Domenech, el último, para mi sorpresa, su profesor de Sociología, “viejecito, cabellera totalmente blanca, gafas montadas en la nariz, y andar lento pero majestuoso, con un cierto aire de timidez, subía y bajaba las escaleras del Instituto, saludado con admiración por bedeles y profesores.”
En sus últimos años, los peores del período especial, escribe poco y en Venezuela —donde batalla para ganarse la vida— no tiene un gran desempeño profesional. Así todo en 1993 hace un llamado por rescatar la totalidad del teatro cubano de las dos orillas y en 1995 la editorial Ollantay publica su antología 5 dramaturgos cubanos. A pesar que su edición de los inconclusos, de Virgilio Piñera, es un hallazgo, la edición del Teatro completo de Virgilio, que preparó y anotó, espera más de una década para ser publicada.
En la entrevista, Cancio le pregunta cómo querría ser recordado. “…me conformaría —contesta— con ser presentado (y recordado) como una parte más de nuestro teatro, al mismo nivel de esperanza y trabajo, de amor y desengaño, que los autores, los intérpretes y los técnicos”. Tenía entonces cincuenta y nueve años. Nadie lo tomó muy en serio cuando se queja, que “carece de tiempo y de condiciones objetivas”, y en sus clases descubre “un eco lejano y fatigado de otras clases”.
Nadie alcanzó a entender al Rine jovial pero fatigado, al hombre chistoso pero triste que nos quedamos esperando todos, en septiembre de 1996. Francisco López Sacha hizo los preparativos en La Habana para la atención médica que requería y ya no pudo recibir porque su corazón le falló antes. Nadie pudo saludarlo, viejecito, camino de sus clases.
Y yo volví a sus libros y a su recuerdo, siempre.
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