Cultura cubana, Roberto Blanco, Teatro
El hombre que robaba lunas
El pasado mes de enero hubiera cumplido ochenta años Roberto Blanco, un hombre que hizo del teatro un mundo lleno de intensidad y belleza, y al cual aportó varios montajes memorables
Todo un revolucionario en la expresión y proyección de su arte, pleno de
delicadeza y vigor, dones que demandan la escena perdurable y desde la que él
nos enseñó, como pocos, a reflexionar con los ojos y el alma.
Gerardo Fulleda León
Hace pocas semanas, durante la entrega de los Premios Villanueva de la Crítica, Norge Espinosa, siempre preocupado por nuestra memoria cultural y literaria, recordó que el pasado mes de enero Roberto Blanco (La Habana, 1936-2002) hubiera cumplido ochenta años. Consiguió además motivar al escritor y dramaturgo Abilio Estévez para que se uniera al homenaje. Desde España, el autor de Tuyo es el reino envió unas palabras que fueron leídas entonces.
En ese texto, Estévez recuerda lo que para él significó, a los catorce años, descubrir el teatro “en grande”. Una noche, entró al Teatro Mella sin saber a ciencia cierta lo que iba ver. Asistió a una representación de María Antonia, por el Teatro de Ensayo Ocuje. Años después, cuando Roberto Blanco salió de la marginación a que fue confinado en los años 70 y creó Teatro Irrumpe, llamó a Estévez para que trabajase con él como asesor dramatúrgico. Acerca de aquella experiencia, este comenta: “Terminé, entonces, de comprender su manera de ver el teatro y de cómo en él se transformaba en virtud lo que en otro podía significar defecto: su extraordinaria grandilocuencia, su concepción casi operática del hecho teatral, su uso del actor como una grande y admirable marioneta. Fue fácil dejarme arrastrar por su énfasis teatral, porque también yo tengo mucho de grandilocuente”.
En una entrevista que le hizo David García Morales, Roberto Blanco confesó que siempre supo, “de una forma u otra, que viviría entre telones, una vida parecida a la vida”. Cuenta asimismo que sus padres, cada uno desde posiciones muy diferentes, le estimularon su vocación artística. Le enseñaron además “a respetar a los demás, el placer de analizar, de sonreír, de ser exigente con todo lo que me rodeaba, y conmigo mismo”. De niño, asistió a una función del célebre marionetista italiano Vittorio Podrecca, que dejó en él una profunda impresión. Cuando era ya un joven de dieciocho años, ingresó en el Teatro Universitario, dirigido por Luis A. Baralt. Inició así su formación, lo cual además hizo que su familia y sus amigos se dieran cuenta de que su vocación por el teatro iba en serio: “Podía estar definitivamente loco, y no era para menos en un país donde el teatro no existía, pero a partir de ese momento lo supieron”. En el Teatro Universitario (1954-1956) tuvo como compañeros de estudio a Sergio Corrieri, Lilian Llerena, Nena Acevedo, e intervino como actor en los montajes de La luna en el pantano y La zorra y las uvas. Al comentar la primera de esas obras, Rine Leal escribió: “En el alemán que sueña con un pasado que no volverá, Roberto Blanco realizó una buena faena cuidando la entonación y forma de sus parlamentos y con una soltura que logra abrirle un crédito de mayores promesas”.
Después pasó al grupo Prometeo, pues intuyó que de Francisco Morín “tenía mucho que aprender”. Bajo la dirección de este, actuó en El mal corre, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, La reina y los insurgentes, la reposición de Electra Garrigó y Rencor al pasado. A propósito de este último montaje, Rine Leal nuevamente elogió su trabajo: “La estrella de este estreno es Roberto Blanco, natural, nada afectado, con gran dominio y en plena posesión de su papel. Roberto (que por otra parte es autor de la excelente traducción) ha conseguido sin gran esfuerzo una extraordinaria versión del amigo consentidor”. Fue en Prometo, confesó él, donde sintió los primeros impulsos hacia la dirección.
En octubre de 1958, el estreno de Viaje de un largo día hacia la noche marcó el nacimiento de Teatro Estudio. Al poco tiempo, Roberto Blanco se integró a ese grupo e intervino en el montaje de la primera obra de Brecht llevada a escena en Cuba: El alma buena de Se-chuan (1959). Su interpretación consolidó su prestigio como actor, pero no tarda en debutar como director. Lo hizo con La hora de estar ciegos (1960), de Dora Alonso, a la cual siguieron, en menos de un año, sus puestas en escena de textos de Antón Chéjov (Petición de mano, 1961), Tennessee Williams (Mundo de cristal, 1961), Enrique Capablanca (La botija de la felicidad, 1961), Miguel de Cervantes (El retablo de las maravillas, 1961) y Federico García Lorca (Doña Rosita la soltera, 1961).
Estreno polémico, apasionado y definitorio
Volvió a subir al escenario en El círculo de tiza caucasiano (1961) y en el celebrado montaje de Romeo y Julieta, del checo Otomar Krejča. En una entrevista que le hicieron Omar Valiño y Maité Hernández-Lorenzo, declaró sobre su participación en la obra de Shakespeare: “Recuerdo con especial conmoción mi trabajo como actor en el Mercucio de la puesta hecha por Otomar Krejča. Fue una experiencia de gran valor y aprendí mucho. La relación con Krejča fue en extremo armónica y placentera”.
Retomó después su faena como director. Lo hizo primero en las Brigadas de Teatro Francisco Covarrubias, donde montó Polémica de los timadores, de José R. Brene, y La Santa, de Eduardo Manet, ambas de 1963 (el hallazgo de este dato se debe a la investigadora Mónica Alfonso). En 1964 estrenó Pasado a la criolla, de Brene, que llevó a escena con el elenco del Conjunto Dramático Nacional. Pasó después tres años en Ghana, como asesor de grupos folclóricos, y también realizó un viaje de estudios por Europa. Sobre esta última experiencia, comentó que lo más valioso que aprendió en el Berliner Ensemble fue que cada pueblo tiene su teatro. Y que lo más importante era entonces que él se dirigiera al suyo.
Eso fue precisamente lo que llevó a la práctica cuando regresó a la Isla. Con Taller Dramático montó María Antonia (1967), de Eugenio Hernández Espinosa, uno de los grandes momentos de la escena cubana y con una Hilda Oates inconmensurable. Dos décadas después, cuando volvió a dirigir la obra, Roberto Blanco recordó: “El estreno fue polémico, apasionado y definitorio; marcó a un grupo de artistas teatrales. Señaló los caminos por los que debíamos tomar. En cuanto al público: nos dio el necesario espaldarazo”. María Antonia fue todo un éxito: en las primeras 18 representaciones la vieron 20 mil personas. Y además de la crítica local, fue comentada encomiásticamente por el mexicano Juan Miguel de Mora, el español José María de Quinto y la norteamericana Carol Grosber.
Tenía sobradamente demostrado que merecía contar con un grupo estable, para poder desarrollar su estética y encaminar sus búsquedas. Y lo tuvo: en 1969 inició su andadura el Teatro de Ensayo Ocuje. A propósito del nombre con el cual lo bautizaron, en la entrevista de David García Morales aclara que “se llama así no porque intentásemos ponerlo bajo la advocación de Yemayá, ni porque sus iniciales formaban la palabra Teo (Dios) —todo lo cual se dijo y utilizó contra el grupo—, sino porque la noticia de la aprobación estatal de su creación nos sorprendió a todos sembrando esos árboles en el Cordón de La Habana”.
El Teatro de Ensayo Ocuje tuvo una corta existencia. Pero en esos tres años Roberto Blanco realizó una intensa y brillante labor. Presentó un repertorio que cubría un amplio espectro artístico y temático: dramaturgia clásica, autores contemporáneos cubanos y extranjeros, textos no teatrales. Repuso María Antonia y estrenó Lumumba o Una temporada en el Congo (1969), del matiniqueño Aimé Césaire, El alboroto (1970), de Goldoni, Divinas palabras (1970), de Valle-Inclán, y De los días de la guerra (1972), a partir del Diario de campaña de José Martí. En pocos años y con su andar con botas de siete leguas, Roberto Blanco alcanzó la madurez como director y dio entonces mucho de lo mejor que podía dar.
Pero llegaron los aciagos y negros años en que la cultura cubana fue descabezada por la guillotina de la intolerancia y el dogmatismo. El grupo desapareció, y acerca de ello Roberto Blanco expresó años después: “Su disolución no estuvo prevista; en mi opinión, fue uno de los tantos errores que entonces se cometieron. Su corta vida (apenas tres años), ha sido medio olvidada por casi todos, incluyendo los actores que allí se iniciaron o consolidaron”. Él además fue apartado del teatro y durante varios años fue confinado a trabajar como traductor. La rehabilitación le llegó antes que a muchos de sus colegas. En 1977 pudo volver a los escenarios, y lo hizo en Teatro Estudio, el mismo grupo con el cual se había iniciado como director. Remontó el espectáculo sobre textos de Martí, ahora con el título de Hazañas que cantar. En ese tiempo yo era crítico de teatro del diario Juventud Rebelde. Tengo que haber visto aquel montaje y probablemente escribí sobre él. Pero no logro recordarlo, acaso porque como dijo mi admirado Borges, la memoria y el olvido son dioses que saben lo que hacen.
Sin formato estético no puede haber teatro
Como creador, daba la mayor importancia a la música, que según él es como la voz del poeta. De hecho, constituye un elemento fundamental en varias de sus puestas en escena. Eso lo llevó a hacer su primera incursión en el teatro lírico. En 1978 montó la zarzuela de Gonzalo Roig Cecilia Valdés. Una vez más, su trabajo estuvo acompañado de la incomprensión y la polémica. Para interpretar el papel protagónico, invitó a Alina Sánchez, quien no formaba parte del Teatro Lírico Nacional. Incorporó también al Conjunto Folclórico de la Universidad de La Habana, para representar por primera vez la escena de los curros del manglar. A la música original, le añadió nuevas partituras, compuestas por Leo Brouwer. Enfrentó a ese colectivo a una propuesta moderna, difícil y arriesgada. Les planteaba retos a los cuales sus integrantes no estaban habituados, y no todos los asumieron de buena gana. Sin embargo, con el tiempo muchos de ellos han reconocido que con aquel montaje el Teatro Lírico Nacional alcanzó un nivel artístico que hasta hoy no ha igualado.
Sus siguientes trabajos estuvieron alentados por la preocupación de integrar otras manifestaciones artísticas (la música, la danza) al teatro de la palabra. Con Danza Nacional de Cuba, llevó a escena Yerma, su segundo Lorca. Dentro de su concepción de “libreto visual”, creó un espectáculo total, de una belleza apabullante y una inteligente comprensión del universo lorquiano; una espléndida muestra de ese teatro “en grande” al cual se refirió Abilio Estévez. Este cronista tuvo la gran suerte de ver aquel montaje, y hasta hoy atesora en la memoria escenas tan memorables como las de las lavanderas (¡qué despliegue de imaginación logrado con una tela!) y el impresionante final en que Yerma mata a su esposo de una mordida en el cuello.
En cambio, Canción de Rachel (1982), que montó con un elenco mixto de actores y bailarines y con Rosita Fornés como cabeza de cartel, fue un trabajo no fallido pero sí malogrado. El libro testimonial de Miguel Barnet que tomó como base, proporcionaba un material muy atractivo. Se inspira en la vida de una famosa vedete, que durante la belle époque cubana fue la reina del Teatro Alhambra. La propuesta integraba los diferentes lenguajes del espectáculo, lo cual representaba un tremendo esfuerzo para el director. Este se ocupó además de la escritura del libreto, algo que debió haber encomendado a un dramaturgo. Asimismo el montaje se estrenó en el Festival de Teatro de La Habana, sin haber tenido suficientes ensayos. Eso conspiró contra la obra e hizo que la fusión final de todos los elementos no cuajase.
Ese mismo año se produjo un hecho significativo: la formación del Teatro Irrumpe. Al igual que su anterior grupo, se regía por una máxima: “sin formato estético no puede haber teatro”. En los programas de mano de las puestas en escena, se reproducían estas palabras: “Hacer teatro, celebrarlo, es dar cuerpo y voz a esa colectividad que forman público y actores. Cuando se logra, irrumpe allí una poesía muy peculiar que, siendo, deja de ser: esa es una de las claves para comprender la consistente inconsistencia del teatro”. El logotipo del grupo fue diseñado por el pintor Manuel Mendive, un viejo colaborador de Roberto Blanco. Acerca del significado de ese emblema, este comentó: “Es una meditación en torno al actor, hombre de ala que se roba la luna. Algo debe haber muy mío en ese ladrón de lunas”.
Del elenco de Teatro Irrumpe pasaron a formar parte algunos actores de Ocuje (Hilda Oates, Elsa Gay, Magali Boix, Omar Valdés, Susana Alonso). Fueron muy fieles a Roberto Blanco, quien a su vez lograba en ellos registros y matices que otros directores no descubrieron. Recuerdo la caracterización de la Vieja Pagana de Magali Boix en Yerma: nunca ningún otro teatrista consiguió de ella una interpretación como esa. El equipo artístico de Teatro Irrumpe se enriqueció además con el ingreso de varios artistas jóvenes como Lily Rentería, Roberto Bertrand, Blanca Rosa Blanco. Esta última ha dejado un testimonio del director, del cual copio este fragmento:
“Roberto no tenía que pedir silencio para ser escuchado, siempre tenía cosas que decir y el silencio era rotundo. Al final de cada ensayo entregaba notas pequeñas en pedazos de papel: una simple oración, una metáfora, una idea; era como la tarea vencida y el resumen de un día de trabajo, o su manera de decirte lo que no tiene explicación, y a partir de ahí te quedabas pensando cómo resolver la inquietud del maestro. (…) Todos los actores que pasaron por su compañía tenían un modo muy particular de decir el texto, una manera de ser distinguidos por otros y, a la vez, todos éramos diferentes. Había una grandilocuencia orgánica y serena, con una teatralidad que hacia trascender los tonos en medio de la sala del Teatro Nacional. Con él había que ser grande. Roberto lo veía todo inmenso y lograba manejar lo más pequeño, hasta hacer creer que su momento era igual de grande e importante en la obra”.
Contribuyó a la formación de creadores jóvenes
Con Teatro Irrumpe, Roberto Blanco creó un repertorio coherente con su estética. Recuperó sus trabajos anteriores más emblemáticos: María Antonia (1984), De los días de la guerra (1984), Yerma (1985). Y estrenó nuevos títulos: Bebé y el señor don Pomposo (1983), adaptación del cuento de José Martí, Sin amores (1983), también sobre textos de Martí, Fuenteovejuna (1983), de Lope de Vega, donde además asumió el papel del Comendador, La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés (1985), de Abelardo Estorino, Los enamorados (1986), de Goldoni, Mariana (1987), versión de Mariana Pineda, de García Lorca, El alboroto (1988), de Goldoni, Dos viejos pánicos (1990), de Virgilio Piñera, Un sueño feliz (1991), de Abilio Estévez.
De todos esos trabajos, el mejor recibido por críticos y teatristas fue Mariana. Para aquella puesta en escena, su director enriqueció el texto de García Lorca, le dio una estructura más orgánica, fusionó y redefinió personajes. A propósito de esa obra, Wilfredo Cancio Isla comentó que “para quienes albergaban inseguridad y preocupación por el «rumbo esteticista» de sus espectáculos más recientes, el montaje de Mariana con Teatro Irrumpe constituye, en cierto modo, una corrección tras sostenido ejercicio: la entrega de una representación definida por el preciso equilibrio de sus componentes escénicos”.
A resultas de la participación de Teatro Irrumpe en el Festival Internacional de Teatro de Caracas, Roberto Blanco fue invitado por Carlos Giménez a trabajar con el recién creado Teatro Nacional Juvenil, que contaba con sedes en varios estados. Lo hizo con los núcleos de Caracas, Valera y Zulia. Con el primero dirigió Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1992), de García Lorca, e Ivonne, princesa de Borgoña (1993), de Gombrowicz. Y con los de Valera y Zulia, Los enamorados (1992) y Dionisio en la tierra del sol amado (1993), de César Chirinos.
A su regreso a Cuba, se encontró con que dos jóvenes, Mario Muñoz y Ariel Felipe Wood, habían montado por escenas La noche, de Abilio Estévez, como parte de su servicio social en Teatro Irrumpe. El estreno era inminente, pero aun así pudo aportar su experiencia y su talento, y dio unidad y acabado final al montaje. El crítico y dramaturgo Amado del Pino no dudó en destacar La noche como un acontecimiento de nuestro panorama escénico. Y calificó la puesta en escena como “un espectáculo espléndido, explorador de las posibilidades escénicas, interpretación coherente de un texto particularmente revelador”.
Pese a estar ya enfermo, alcanzó a sumar otros tres títulos a su hoja de vida artística. Repuso de nuevo el espectáculo sobre el Diario de campaña de Martí, ahora rebautizado como Hazañas que cantar (1996). Asimismo llevó a escena Electra Garrigó (1997), de Piñera, donde se le vio actuar por vez postrera. Su despedida de los escenarios fue El perro del hortelano (2001), de Lope de Vega. Como proyecto inmediato había anunciado otra obra del dramaturgo español, El Caballero de Olmedo.
Quiero destacar la aportación que Roberto Blanco hizo en su última etapa a la formación de creadores jóvenes. Lo hizo a través de sus clases en el Instituto Superior de Arte. Y también en Teatro Irrumpe. Ya antes señalé que llevó a Abilio Estévez como asesor dramatúrgico del grupo. Este ha reconocido que con aquella experiencia “aprendí algo que no sólo podía aprovecharse en las puestas en escena, sino que creo que me ha ayudado incluso para escribir”. Acogió también como asistente al entonces bisoño Carlos Díaz, a quien además dio la oportunidad de diseñar el vestuario de Mariana. Y lo mismo hizo con Raúl Martín, a quien Roberto Blanco reconocía como “mi primer y único querido alumno oficial de dirección”. Acerca de quien fue su maestro, el director del Teatro de la Luna ha escrito: “Todos los que vimos sus puestas, recordamos la poderosa instauración de un estilo único e irrepetible de hacer teatro en toda la extensión de la palabra. Pero quien trabajó a su lado está irremediablemente permeado por una energía difícil de explicar; algo que vivimos sin percatarnos de que nos marcaba de forma inevitable”.
Concluyo estas líneas con un texto escrito por “mi primo” Norge Espinosa. Comparto plenamente lo que allí dice, pero como sé que no voy a ser capaz de expresarlo con palabras tan hermosas, prefiero citar las suyas: “No quiero imaginarlo muerto. Prefiero saber que su mano guió los tules y candelabros de Milanés, el paño enorme y negro de Mariana, el manto de Fuenteovejuna que subía al techo del teatro y bajaba como un pulmón vivo. Que insistió en dar vida a un teatro grandilocuente, caja de espejos, poblado de metáforas, de lecturas que casi nunca se quedaban en las primeras soluciones, y exigía a sus actores ser extraordinarios en algún sentido. No todo lo que vi suyo me sedujo por igual, pero en todo encontré un arte que tenía grabadas sus iniciales. Pagó y gozó el precio de crear una escena a su antojo, según sus preceptos personalísimos, mientras otros copiaban una realidad sin trasfondo”.
© cubaencuentro.com