Actualizado: 15/04/2024 23:17
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El lector de poesía

Escrito sobre el Hielo, de Alberto Rodríguez Tosca y editado por La Pobreza Irradiante.

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Tanto Orígenes como el conversacionalismo utópico y "revolucionario" de la época de la revolución, cada uno a su modo, habían eludido asumir esa crisis. Por eso, tanto Virgilio Piñera como Lorenzo García Vega tuvieron que desertar del origenismo clásico; y por eso, el conversacionalismo, en su etapa de esplendor totalitario, excluyó todos sus alrededores: las distintas variantes de la antipoesía, por ejemplo, y, general, cualquier linaje de vocación vanguardista.

Luego de su existencia bogotana, Alberto Rodríguez Tosca sólo ha cometido otro libro de poesía, El viaje (2003), y en prosa, por cierto. Porque todo parece indicar que este libro — Escrito sobre el Hielo—, que ahora me dispongo a comentar, fue escrito, casi en su totalidad, antes de su exilio y, como mucho, en los primeros años de su estancia en la patria de José Asunción Silva. De manera que muchas de sus preocupaciones cosmovisivas dan cuenta del singular estado del pensamiento poético insular de aquella generación poética de destino diaspórico (físico o simbólico) que irrumpió en los años ochenta en el cansado panorama de la lírica cubana de la revolución.

Todo este libro —y toda su poesía también— podría estar presidido por estos versos suyos: "Las palabras no pueden / ¡ay! / pero si las palabras pudieran…". La paradoja más fecunda de este poeta a pesar suyo (que es decididamente la mejor manera de serlo) es que siendo un poeta que apuesta por la Vida, como una suerte de poesía del verbo encarnado, no puede dejar de constatar un profundo escepticismo ante la palabra, ante la escritura, ante el habla incluso. Aunque constantemente tiene a Dios como interlocutor, como un nuevo Job, descree, se rebela, blasfema, ironiza. Y esa tensión entre la Vida y la escritura expresan su marca más característica, su fisonomía cosmovisiva más singular. En última instancia, lo importante será el saldo creador que rezuma ese su pensamiento siempre en vilo, siempre alerta ante los cantos de sirena de las palabras.

El poeta insiste durante todo el libro en este su síntoma —suerte de Satán revisionista, ángel caído, expulsado del Paraíso. Pertenece pues a la estirpe de los expulsados, de los exiliados del Reino. Como si después del Libro sagrado, sólo pudieran cometerse babélicos libros. Esa estirpe que se debate siempre entre la crítica y la creación, y que el poeta revela una y otra vez, casi con paranoica insistencia, ilustran una suerte de tragicidad existencial que le es característica a su poética.

De ahí el sentido o sobresentido de muchas de sus fuentes explícitas: el Martí (no cualquier Martí, no el Martí mitificado o popularizado) más secreto o singular, quien escribió: "Yo tengo un amigo muerto / que suele venirme a ver: / mi amigo se sienta, y canta; / canta en voz que ha de doler". Aquí, entre otras muchas lecturas, está presente el conflicto entre la identidad y la otredad, pero también puede recordarnos aquella sentencia de Nietzsche: "Sólo podemos escribir sobre lo que ya está muerto en nuestros corazones", que el poeta recrea a su modo cuando cita a Maurice Blanchot: "¿Escribir / para no morir…?".

Su recurrencia es casi desesperada: "Sigo llenando papeles como si fueran hojas secas" (Jorge Eduardo Eielson), "Toda palabra es una palabra de más. Se trata, sin embargo, de escribir: pues escribamos… Engañémonos los unos a los otros" (Ciorán). El primer cuaderno del libro, titulado significativamente "Letra muerta", es presidido por otras dos citas: "¡La lengua es la ruina del hombre!" (Eclesiástico, 5-13) y "la poesía me sirvió para esto: / no pude ser feliz, ello me fue negado, / pero escribí" (Enrique Lihn).

A manera de poética introductoria, el primer poema del libro, "Nada de lo que escribes es real", fatiga este síntoma aludido antes con prolijidad. Las palabras, como signos irreales de sucesivos fantasmas —fantasmas delincuenciales, por lo demás: "No hay que aborrecer a los canallas… / debes planear algo peor", o cuando se pregunta. "A qué hora te volviste coleccionista / de cadáveres, a qué hora violador / de tumbas ya violadas, desvergonzado / a qué horas…".

Uno recuerda el verso de Cavafis: "Variando siempre las antiguas palabras", y esa suerte de cofradía de poetas muertos, de mausoleo agónico, que nos remite siempre a un pasado abisal… Por eso, acaso: "Nada de lo que escribes es real / lo que escribes / te lo impone la página en blanco", "Porque no es tuya la palabra", o "no te defiendas escribiendo", o "Ninguna soledad justifica la escritura", etcétera. Y por eso se alude a la imagen de Gastón Baquero del niño que escribe palabras inocentes en la arena, y al cuento narrado por un idiota de Shakespeare, y a la tierra baldía de T. S. Eliot, y al barco ebrio de Rimbaud, y a ese puente que no se ve lezamiano, y a esa suerte de tokonoma de la página en blanco y su resplandor cegador como únicas realidades, porque, como dice, "En escribir no hay arte, hay vértigo. / Hay alucinación".

De todo ello se deriva como un exceso de pensamiento que siempre ha acompañado al poeta. De ahí sus llamadas "Paralexias", que recuerdan, por su inusual intensidad, a "Raíz diaria", de La luz del imposible, de Vitier, u otros pensamientos de Lezama, o, en general, a los aforismos o sentencias o fragmentos de Nietzsche o Ciorán. Por ejemplo, disfrutemos este:

"Dice Sartre que uno escribe para sus vecinos o para Dios y que él escribe para Dios con la intención de salvar a sus vecinos. Yo no escribo, pero si lo hiciera, también escribiría para Dios, pero no con la intención de salvar a mis vecinos sino de salvar a Dios cuya vida peligra en la lengua de mis vecinos".

O este otro, acaso mi preferido (y que recuerda a San Juan de la Cruz y a Antonio Machado):

"Narciso introduce su mano en la fuente. / No es el reflejo de su rostro el que se rompe. / Es su rostro / que cae hecho pedazos sobre la imagen intacta".

Otras zonas del libro parecen dialogar con el poeta suicida Raúl Hernández Novás, por el vasto tema de la incomunicación o comunicación imposible…, aparte de por la ya mencionada tragicidad existencial. Por último, de su poema "El vencedor", que también pudiera titularse "El perdedor", entresaco este verso para acaso inútilmente provocar al paciente lector: "porque no hay lugares diferentes sino viajeros diferentes".


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