El ojo crítico
Los libros más recientes de Luciano Castillo dan fe de su pasión cinéfila, así como también de su rigor, su lucidez y su capacidad de análisis
Hace algunos años, el poeta español Jaime Gil de Biedma acuñó el término “letraherido”, para denominar a aquellas personas enfermas de la escritura y la palabra, es decir, muy aficionadas a la literatura y los libros. (No se molesten en buscarlo en el Diccionario de la Real Academia: aún no lo han aceptado.) En francés también existe lettreferit, un neologismo que supongo que a estas alturas ya no lo es, pues lo inventó Montaigne en el siglo XVI. El ensayista lo usaba con tono satírico para referirse a aquellas personas que tienen el vicio —“vicio impune”, de acuerdo a Valéry Larbaud— de leer todo lo que le cae en las manos.
Siguiendo esos ejemplos, pienso que se podría muy bien hablar de los “cineheridos”, una categoría que integran millones. Ahí incluiría yo a algunas personas que conozco, y para las cuales el séptimo arte constituye una verdadera pasión. Una de ellas es Luciano Castillo (Camagüey, 1955), un cinéfilo que acumula una impresionante cifra de películas vistas. Un buen día decidió expresar su agradecimiento a películas y directores de una manera más patente y comenzó a escribir críticas. Como ha expresado Senel Paz, se hizo a sí mismo como crítico, “aprovechando todas las posibilidades que se le han presentado o procurándose otras casi imposibles”. Extendió después su labor al campo de la investigación. Su trabajo ha dado lugar a una extensa bibliografía que incluye más de una decena de títulos, entre ellos algunos tan valiosos como Ramón Peón, el hombre de los glóbulos negros (1998) y Entre el vivir y el soñar: Pioneros del cine cubano (2008). Las últimas incorporaciones son tres libros que reseñaré en las líneas que siguen.
El primero del que me voy a ocupar es El cine es cortar (Ediciones Escuela Internacional de Cine y Televisión, San Antonio de los Baños, 2010, 262 páginas). Su autoría Castillo la comparte con Nelson Rodríguez. La razón es que se trata de una extensa entrevista que le grabó al destacado editor cubano, cuya filmografía está próxima al centenar de títulos. En “Por y para Nelson”, Castillo anota sobre su libro: “El cine es cortar pretende ser el sincero testimonio de una admiración desmedida hacia un hombre que uno no imagina cómo, siendo capaz de dotar de vida y de sentido tantas secuencias de clásicos del cine iberoamericano, es, al mismo tiempo, un ser humano accesible, siempre dispuesto a transmitir sus conocimientos, diáfano, temperamental en grado superlativo —Escorpión al fin—, que ama y odia con idéntica pasión”.
Castillo partió de una entrevista que él y Manuel Zayas, entonces estudiante de la EICTV, le hicieron a Nelson Rodríguez. Cuenta que al leer la transcripción se le ocurrió “la idea de extenderla a manera de un largo monólogo, que prescindiera de las consabidas preguntas y respuestas: el Editor en primera persona”. Cuando se lee La vida es cortar, resulta evidente que es fruto, en primer lugar, de muchas horas de grabación. Nelson Rodríguez hace un recorrido pormenorizado por los trabajos y los días de su trayectoria humana y profesional. Habla de su descubrimiento del cine, a los cuatro o cinco años. De cómo su afición al mismo le llevó a vincularse, en 1956, al Cine Club Visión. De su ingreso en 1960 en el recién creado ICAIC, donde comenzó como asistente de producción. Su descubrimiento de una inusual mesa en la que un hombre mayor llamado Mario González “manipulaba de forma libre y habilidosa largas tiras de acetato que cobraban vida y movimiento en una pequeña pantalla”. Un hecho que definió su futura vocación, y que lo llevó a solicitar su traslado al Departamento de Edición, justo en el momento cuando lo iban a ascender a productor.
Nelson Rodríguez dedica un amplio espacio a hablar sobre sus relaciones con los cineastas con quienes ha trabajado. Son las páginas más interesantes y enjundiosas del libro, pues en ellas revela muchos detalles poco o nada conocidos sobre el proceso creativo de los filmes. Nos enteramos así de que los primeros planos de Manuela se tuvieron que repetir, pues el bigote de Adolfo Llauradó “era un espanto, como un lacito, y ningún bigote es así, vaya, ni el de Dalí”. Y que en el primer montaje de Memorias del subdesarrollo, el personaje de Noemí, interpretado por Eslinda Núñez, estaba diseminado a lo largo del filme. Aparecía, desaparecía, reaparecía, y con ello la estructura se desbalanceaba. Hubo que sintetizar sus apariciones y concentrarlas al inicio en un par de bloques. Eso implicó una semana de trabajo, pero con ello la película ganó en coherencia.
Inteligentemente organizado
En el libro, Nelson Rodríguez se refiere a sus relaciones con los directores con quienes ha colaborado. Editó los tres largometrajes de Eduardo Manet y cuenta que este le daba total libertad. En Tránsito, lo dejó solo con Héctor Veitía, su asistente de dirección, para que armasen el primer corte. Les dijo: “Diviértanse, chicos, y cuando terminen, me avisan para revisar el corte”. Todo lo contrario a Orlando Rojas, un director perfeccionista que no se iba del cuarto de edición. Sobre Papeles secundarios, Nelson Rodríguez recuerda que “llegó un momento en que no podía más con aquello y le dije que terminara con mi asistente (…) Le aseguré que estaba bien así y que si quería seguir retocando yo no podía más. Todos los días era lo mismo y lo mismo”.
De sus experiencias en las películas en las que trabajó junto con Jorge Herrera, expresa que este tenía una personalidad muy dominante y fuerte. En La primera carga al machete, había realizado una serie de innovaciones en la manera de filmar y “empezó a cogerle un gran cariño, un gran gusto a la cámara en mano”. Cuenta que cuando visionaron los primeros rushes de Cecilia, a Humberto Solás no le gustó nada de lo que vio. Jorge Herrera “había hecho lo de siempre: había impuesto su criterio personal”. Solás le propuso rodar de nuevo una de las escenas y el fotógrafo se negó, argumentando que todo estaba perfecto. Y comenta Nelson Rodríguez: “Entonces se armó la pelotera. Se detuvo el rodaje. Luego, Humberto dijo que no seguiría trabajando con Jorge, porque no iba a hacerle ninguna concesión en esa película (…) Jorge se retiró y Livio Delgado se incorporó al rodaje. Humberto y Jorge se disgustaron, no se hablaron más”.
Revelaciones y datos como los anteriores hay numerosos en El cine es cortar. Nelson Rodríguez es un buen conversador y sabe narrarlos con llaneza, espontaneidad y pinceladas de humor. Además de las anécdotas y vivencias, a lo largo de su testimonio incluye reflexiones sobre su oficio. Asimismo las últimas treinta y tres páginas están dedicadas a ese aspecto. Allí habla de cuestiones como la incidencia del montaje en el ritmo de las películas, los criterios a partir de los cuales selecciona los planos, el papel de la edición en el género documental, así como los editores y cineastas internacionales que más admira.
El mérito de Castillo no se limita a haber sabido conducir la entrevista de la cual surgió el libro. Una vez transcriptas esas grabaciones, las ha organizado inteligentemente. A su manera, también aplicó las técnicas del montaje, para lograr que ese interesante y ameno flujo de información oral adquiriera una coherencia. Lo ha ordenado y dividido en bloques, a los cuales ha dado títulos muy cinematográficos e imaginativos. Una idea muy atinada es haber adicionado al final el bloque “Nelson visto por…”, que reúne opiniones de veintidós cineastas cubanos y extranjeros. Asimismo incluyó la filmografía de Nelson Rodríguez no solo como editor, sino además como guionista, productor, director y actor. Muy agradecer es también la inclusión de un índice onomástico, algo muy útil y necesario en libros como este.
Cuenta Castillo que cierto día de 1978 el productor y director radial René del Risco lo invitó a grabar para uno de sus programas los comentarios sobre las películas que le escuchaba hacer en público. Fue así como el autor de Carpentier en el reino de la imagen comenzó a poner en blanco y negro sus juicios y opiniones. Poco tiempo después, Senel Paz, quien entonces cumplía su servicio social como periodista en el diario camagüeyano Adelante, lo animó a que publicara sus trabajos sobre cine. Hasta entonces, apunta Castillo, “solo había sido un voraz cinéfilo que desde 1968 coleccionaba cuanta crítica, entrevista o artículo aparecía sobre este arte que —a juicio de Danièle Heyman— «puede cambiarlo todo para los que lo aman»”.
Trenes en la noche (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2011, 364 páginas) recoge parte de la producción crítica de Castillo. Aunque no aparecen en orden cronológico (por ejemplo, la que según él fue su primera reseña, sobre el filme polaco Todo para vender, figura en la página 123), la selección va desde sus trabajos en Adelante (1979-1983) hasta sus colaboraciones en revistas como Cine Cubano, Revolución y Cultura, Unión, El Caimán Barbudo. Castillo incluyó también textos inéditos, así como notas redactadas para los espacios televisivos Toma Uno y Cinema Europa.
El libro está estructurado en cinco bloques. “Trenes” lo conforman treinta y cuatro críticas sobre filmes. “Maquinistas” agrupa ensayos acerca de importantes cineastas como Claude Chabrol, Luchino Visconti, Joseph Losey, Eric Rohmer. “Estaciones” está dedicado a un conjunto de temas sobre los que, de acuerdo a su autor, se ha ocupado con perseverancia (el cine chino contemporáneo, el realismo mágico en la cinematografía latinoamericana). En “Pasajeros”, se agrupan entrevistas realizadas a actores extranjeros como Ángela Molina, Julie Christie, Hanna Schygulla, Ralph Fiennes. “Andén”, por último, recoge un texto titulado “El cine en fuga”, que su autor concibió originalmente como un tributo al centenario del cine.
Da más argumentos que adjetivos
La diversidad temática y el hecho de haber sido escritos como textos independientes hacen que no sea posible referirme ni siquiera a unos cuantos de ellos. Me ceñiré por tanto a algunos de los principales valores que, en mi opinión, distinguen a la labor crítica y ensayística de Castillo. En esas páginas demuestra que es un crítico documentado, riguroso y dotado de una gran lucidez y capacidad de análisis. A propósito de esto último, algo a destacar es que da más argumentos que adjetivos. Escribe además con una claridad meridiana, y sus trabajos consiguen atrapar al lector desde las primeras líneas: “Siempre que aparece un filme como Cuerno de cabra (1972), con ese aire tan propio y original, se comprende la rara frecuencia con que el cine ha osado incursionar en los terrenos de la poesía”.
Por todos esos méritos y aciertos, resultan muy justas las palabras de elogio que Senel Paz expresa en la introducción al libro. Como allí afirma, los textos que Castillo “hace desfilar ante nosotros dan fe de su voluntad personal y de su carácter, de su determinación autodidacta, y recogen igualmente su vivencia fílmica y las estaciones y paradas recorridas por el autor en su formación como especialista en el arte cinematográfico pero también en el arte de escribir y el de comunicar, pues en este oficio del siglo XX sin el dominio del segundo, poco vale el primero”.
El título más reciente publicado por Castillo es, en realidad, el primer volumen de una obra monumental. Se trata de Cronología del cine cubano I (Ediciones ICAIC, La Habana, 489 páginas). En la portada su nombre aparece junto al de Arturo Agramonte (1925-2003), con quien antes había compartido la autoría de Ramón Peón: el hombre de los glóbulos negros y Entre el vivir y el soñar: Pioneros del cine cubano. Agramonte, es justo recordarlo, es el autor de Cronología del cine cubano (Ediciones ICAIC, La Habana, 1966, 172 páginas), libro de obligada referencia para cualquiera que se interese investigar el proceso de nuestra cinematografía.
Aquel libro recogía la producción anterior a 1959, que el ICAIC desde su fundación se encargó de silenciar y condenar al olvido. Fue, como anota Castillo, la aplicación de un nocivo enfoque que ignoró los aportes de los pioneros y vetó cualquier otro antecedente que no fuese el cortometraje El Mégano (1955). Se comprende entonces que, varias décadas después, él haya tomado como punto de partida o matriz aquella obra pionera no solo en Cuba, sino en el ámbito latinoamericano. Esta nueva Cronología vine a ser además un homenaje a Agramonte, a quien Castillo dedica un hermoso texto titulado “Palabras de un autor sobre el otro”, y al que considera como “la encarnación de la pasión desbordante por la historia del cine cubano”.
Conviene aclarar que no estamos ante una reedición aumentada de la edición de 1966. De entrada, solo este primer volumen tiene más de trescientas páginas que aquella. Durante los años transcurridos desde entonces, Agramonte consultó otras fuentes y acumuló nuevos materiales. Tras su muerte, Castillo, quien además de ser su amigo había trabajado con él, continuó con el proyecto. La materialización de esa labor es este primer tomo, que abarca las primeras cuatro décadas de nuestro cine, desde 1897 hasta 1937.
El libro lleva un título que llama a engaños. No es, como se anuncia, una simple cronología, es decir, un registro o cómputo de una serie de hechos o procesos históricos por orden de fecha. Es, como precisa el español Román Gubern en el prólogo, una exhaustiva indagación que desborda la modestia de su título. Y agrega: “Nos hallamos, en efecto, ante una monumental investigación hemerográfica y archivística, insólita en el panorama de la memoria de los cines nacionales”. Por cualquier página que se abra, se advierte la impresionante labor de investigación que hay detrás de la obra de Castillo y Agramonte. Eso se nota, en primer lugar, en su enciclopédica información, acumulada en una acuciosa pesquisa en bibliotecas y archivos, y completada con entrevistas a personas.
Todo ese rico caudal informativo y documental no se queda en un acopio mecánico, sino que ha sido organizado en un discurso reflexivo coherente. A través del mismo seguimos el surgimiento y la posterior evolución seguida por el cine cubano en sus primeras cuatro décadas. Aunque el tema central del libro es obviamente la producción cinematográfica, los autores no descuidaron integrarla al panorama cultural de la época. Incorporan así una visión totalizadora, que se abre a la literatura, el teatro, la música, así como también al contexto político del país. Asimismo la fluidez, vivacidad y limpidez son cualidades de la escritura, y contribuyen a que el libro se lea con tanto interés como disfrute.
Debemos, en fin, estar infinitamente agradecidos a Luciano Castillo y Arturo Agramonte por esta visión panorámica precisa, esclarecedora y sólidamente documentada de los inicios de nuestra producción audiovisual. Su Cronología del cine cubano constituye una amorosa defensa de nuestro legado fílmico desde su modestia, sus limitaciones y, también, sus logros.
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