El pasado incómodo
En sus últimas películas, Alexéi Guerman Jr. y Kirill Serebrennikov se remiten a la etapa soviética, para recrear el ambiente en que unos jóvenes músicos y escritores que tuvieron que sobreponerse a las rigideces de un Estado represivo
Quienes, como este cronista, gustan de él, tienen escasas posibilidades de ver cine ruso. En España, por ejemplo, sobran los dedos de una mano para contar las películas de ese país que se estrenan cada año. Solo directores de gran repercusión internacional, como Andréi Zviáguintsev, hallan un hueco en la cartelera. Pero a veces los milagros ocurren, y con apenas una semana de diferencia se han estrenado en Madrid dos filmes rusos. Curiosamente y más allá de que difieren en cuanto a estilo, ambos se remiten a la etapa soviética para recrear el ambiente en que unos jóvenes artistas tuvieron que sobreponerse a las rigideces de un Estado represivo. Sus respectivos directores ubican sus cintas en Leningrado y además han llevado a la pantalla una breve etapa de la vida de los protagonistas, dos personajes reales que llegaron a ser muy famosos, pero que estos cineastas han preferido mostrar en sus orígenes.
Serguei Dovlatov (1941-1990) es considerado uno de los mejores escritores rusos del siglo pasado. Pero el reconocimiento y la fama le llegaron tardíamente. Como ha comentado Ricardo San Vicente, traductor de algunos de sus libros, “perteneció a la espléndida pandilla de jóvenes escritores que surgió en los sesenta al calor del «deshielo», tras la muerte de Stalin, y que prácticamente se esfumó —emigró, enmudeció y se disolvió en alcohol— en los setenta”. Era un hombre corpulento, de aspecto imponente, dos metros de alto y rasgos caucasianos (había nacido en Armenia y era descendiente de judíos).
Cuando vivió en la Unión Soviética escribía, pero nunca pudo publicar. Solo conoció el éxito tras emigrar a Estados Unidos en 1979, donde fue fundador y redactor jefe del diario The New American. Allí editó además la mayor parte de su obra, que después fue traducida al inglés con notable acogida. The New Yorker dio a conocer varios relatos suyos, lo cual marcó su consagración definitiva ante el público lector norteamericano. En la Unión Soviética, sus libros solo se publicaron durante la perestroika. Murió tras sufrir un infarto, en una ambulancia que trataba de abrirse paso en un atasco. En el barrio de Queens donde residió una calle ha sido bautizada con su nombre. En Rusia, erigieron una estatua en su honor.
Dejó una obra tan breve e intensa como lo fue su propia vida. Está compuesta por novelas y cuentos de base autobiográfica, en los que Dovlatov se mezcla como parte esencial. Sus textos están teñidos de un irónico escepticismo y poseen la viveza y la sencillez de la literatura oral. Su estilo es concentrado, diáfano, alejado de toda profunda solemnidad, y se vale de un lacónico humor como la mejor manera de acercarse al horror que significa vivir en un ambiente irrespirable: “En tiempos de Stalin las cosas iban mejor. En época de Stalin editaban libros, luego se fusilaba a los autores. Ahora no se fusila a los escritores. Tampoco publican sus libros. No se cierran los teatros judíos. Porque no los hay” (Los nuestros). Su amigo Joseph Brodsky comentó sobre él: “Seriozha era ante todo un magnífico estilista. Sus relatos se mantienen más que nada sobre el ritmo de la frase, sobre la cadencia de la voz del escritor. Están escritos como versos: el argumento tiene un valor secundario, es solo el pretexto para narrar. Es más un canto que una narración”. Y sostiene que Dovlatov era admirable justamente por su rechazo de la tradición trágica de la literatura rusa.
Alexéi Guerman Jr. (San Petersburgo, 1976), hijo del cineasta de culto Alexéi Guerman (20 días sin guerra, Control en los caminos, Mi amigo Iván Lapshin, Qué difícil es ser un dios), ha declarado que leyó muy tarde a Dovlatov, cuando tenía veintiséis o veintisiete años. Ya entonces pensó que sería genial hacer una película sobre él. Hubo que esperar unos quince años para que el proyecto se materializara en Dovlatov (Rusia-Polonia-Serbia, 2018, 126 minutos), que presentó en la Berlinale de 2018. Recibió el Oso de Plata a la mejor contribución artística, un galardón que había obtenido en 2015 con Bajo las nubes eléctricas, una distopia futurista ambientada en un futuro postapocalíptico.
En su más reciente largometraje, Guerman abandona el futuro hipotético para desplazarse hasta el pasado, concretamente al Leningrado de noviembre de 1971. En Dovlatov, retrata seis días de la vida del escritor, para “mostrar a unos artistas con talento que, debido al clima político imperante, no podían hacer lo que querían, pero que al mismo tiempo trataban de mantenerse fieles a sí mismos”. Unos escritores, músicos y pintores excluidos por los discursos del poder, que veían consumirse su vida y sus sueños.
La película se centra en un episodio preciso de la existencia de Dovlatov, relacionado con su actividad laboral y su familia. Mantiene una relación complicada con su esposa, con quien tuvo una hija a la que quiere mucho. Trabaja en el periódico de una fábrica que solo atiende a los fines propagandísticos. Allí le asignan encargos insulsos, artículos sobre temas por los cuales no siente el menor interés. Uno de ellos es escribir sobre el rodaje de un documental en el que las grandes figuras del panteón literario nacional (Dostoievski, Pushkin, Tolstoi) son convertidos en pregoneros de las bondades del régimen soviético. El tono de los artículos que él redacta no agrada a sus jefes, y acaba perdiendo el empleo a causa de su idealismo.
Sus intentos de publicar son todos infructuosos. Rutinariamente sus manuscritos reciben negativas de las revistas a las que los entrega. Es consciente de la importancia de que sus textos salgan en letra impresa: “Estamos prohibidos. Cuando no te publican y no eres de la Unión de Escritores, no existes en la Unión Soviética”. Pero no está dispuesto a renunciar a sus principios solo para ser admitido en la Unión de Escritores. Evita la confrontación directa, pero no se deja sojuzgar. Es joven, pero sus ilusiones empiezan a flaquear y existencialmente se siente abatido.
A sus amigos más cercanos no les va mejor. Joseph Brodsky pone voz a los actores de películas polacas. Otro, cansado de ver cómo sus manuscritos son rechazados, trata de suicidarse. La esposa le comenta a Dovlatov que en la revista donde ella trabaja a los escolares les dan como papel reciclado los originales que se publicarán (se ve un patio con el suelo lleno de ellos). Y le dice: “Pero estas son las vidas de esas personas”. La película es a la vez el estudio de un carácter y la recreación anímica de un período oscuro de la historia de Rusia.
El guion del filme, coescrito por Yulia Tupikina y Guerman, no sigue una estructura tradicional. No posee un centro de gravedad definido, sino que sigue a Dovlatov en su deambular de un sitio a otro. Esa falta de un argumento se hace notar más por tratarse de un filme largo. Eso hace que la película tenga un ritmo moroso y un discurso denso, difíciles de asimilar para espectadores no curtidos. Conviene decir, no obstante, que con ese desarrollo repetitivo, el realizador busca transmitir la pesadumbre de unos personajes que se sienten ahogados por un Estado que no quiere su arte.
Dovlatov cuenta con una sólida concepción formal, a la que mucho aporta el polaco Luckasz Zal, quien ha colaborado en los dos últimos filmes de Pawel Pawlikowski. Su fotografía en sepias, sin colores contrastados, crea un ambiente brumoso que recrea la característica niebla de Leningrado, hoy San Petersburgo. Eso da a las imágenes un aura como de duermevela, que además corresponde al estado emocional del escritor. Guerman ha contado que su mayor desafío fue encontrar al actor idóneo, pues Dovlatov “era tan guapo como una estrella de cine, pero también albergaba un mundo interior complejo”. Lo halló en el serbio Milan Maric, quien da vida al personaje en una interpretación contenida.
Recreación de una aventura pionera
En la edición de 2018 del Festival de Cannes se estrenó mundialmente Leto (Rusia-Francia, 2018, 126 minutos). Su realizador es Kirill Serebrennikov (Rostov del Don, 1969), un famoso director de cine, teatro y televisión, no pudo asistir a la proyección porque se encontraba en arresto domiciliario sin teléfono ni internet (fue liberado en abril de este año, aunque no puede salir de Moscú). Fue detenido cuando estaba rodando la película en San Petersburgo, y tuvo que terminar el montaje en su casa. Se le acusa de haber desviado unos 130 millones de rublos (1,7 millones de euros) de subvenciones públicas destinadas a su teatro. Sin embargo, numerosos artistas rusos y extranjeros han denunciado que tras la persecución judicial se esconden motivos políticos. Serebrennikov es víctima de su libertad de creación, pues en sus obras de teatro, a veces polémicas, mezcla política, sexualidad y religión, en un país donde las autoridades promueven, por el contrario, valores tradicionales y conservadores.
No ha de resultar difícil, por tanto, comprender por qué Serebrennikov aceptó realizar Leto, que cuenta la historia de unos jóvenes rockeros en un ambiente tan hostil a la cultura occidental como lo era Leningrado a inicios de los 80. Por si quedasen dudas, él además lo expresó con claridad, antes de iniciar el rodaje: “Me puedo identificar fácilmente con ellos, entender sus motivaciones, los obstáculos en su camino. Aquí, en el Centro Gógol, del cual soy director, estamos familiarizados con ellos (…) Estamos insuflando vida a una cultura que es inaceptable para los poderes, para las directrices culturales de nuestro gobierno, exactamente de la misma manera cuando Leningrado en 1983 no era ni el tiempo ni el lugar para la cultura rock en la Unión Soviética”.
En Leto (en ruso, verano) se cuenta la historia de Viktor Tsoi (1962-1990), un joven músico y poeta que creció escuchando casi a escondidas a artistas y grupos como Lou Reed, Lez Zeppelin, David Bowie, T. Rex, Talking Heads, Iggy Pop. Durante la etapa de la perestroika devino la estrella de rock más famosa. Una de sus canciones, “Peremeni” (Cambios), fue todo un himno de esa época. Su aspecto exótico, herencia de los ancestros coreanos de su padre, hizo de él un ídolo erótico entre las adolescentes. Fue fundador de Kinó, una de las bandas más populares e influyentes, y con la cual grabó nueve álbumes. Llenaban estadios y hoy siguen siendo un grupo legendario.
Tsoi participó en dos filmes emblemáticos de la perestroika, Assa (1987) y La aguja (1988), que aumentaron su popularidad. Su muerte en un accidente automovilístico fue un verdadero shock para sus seguidores. Uno de los principales diarios soviéticos, Konsomolskaya Pravda, escribió entonces: “Tsoi significó mucho más para los jóvenes de nuestra nación que cualquier político, celebridad o escritor. Esto se debe a que Tsoi nunca mintió ni se vendió. Fue y seguirá siendo el mismo. Es imposible no creer en él”.
No es esa, sin embargo, la etapa de la vida de Tsoi la que se recrea en Leto. Su trama argumental se desarrolla en Leningrado, en un verano a principio de la década de los 80. La escena del rock de la ciudad empieza a florecer y el joven músico está tratando de hacerse un nombre. Uno de sus representantes es Mike Naumenko (1955-1991), cantante, compositor y líder de la banda Zoopark. El encuentro de Tsoi con él y con su esposa Natacha cambiará su destino, y los dos músicos construirán una amistad y también una leyenda como pioneros del rock ruso.
La acción del filme se centra en un verano, aquel en que los tres personajes se conocieron. Tsoi era entonces un fan de Mike Naumenko, quien era ya un músico más o menos consagrado. Este a menudo se limitaba a traducir y versionar temas de sus ídolos anglosajones, pues en esos años los derechos de autor no eran tomados en cuenta. Aquel fue el inicio de una amistad entre dos músicos unidos por la misma pasión. Naumenko hizo de mentor de Tsoi y le introdujo en la escena contracultural leningradense. Y pronto el talentoso discípulo empezó a superar al maestro.
A los músicos les permitían tocar en sitios como el Club de Rock de Leningrado (1981-1990), creado por las autoridades municipales para supervisar y controlar el fenómeno del rock, que crecía rápidamente. Se le consideraba “la música del enemigo occidental”, y antes de ser cantadas, las composiciones debían ser aprobadas por un comité. Además de esa censura, los conciertos eran sometidos a una severa vigilancia. El público tenía que estar formalmente sentado, y no se le permitía expresar su entusiasmo y su alegría más que con ligeros movimientos de la cabeza y los pies. Esa rigidez y ese intolerante control oficial son mostrados en la película con pinceladas de humor negro.
Leto no es un biopic al uso. Está más en la línea de cintas como Velvet Goldmine y Almost famous. Es una hermosa recreación historia de aquella aventura pionera, que incorpora elementos del musical y del melodrama. Esto último vine dado a través del triángulo amoroso tierno y nunca consumado que se crea entre Tsoi, Naumenko y Natasha (el guion fue escrito a partir de las memorias de esta, que es la única sobreviviente). Pero Leto es, ante todo, una película sobre artistas, sobre la creatividad que potencialmente puede existir incluso sin que realmente nadie pueda apreciarla o conozca su existencia, a excepción de otro artista.
Serebrennikov prefirió dejar de lado las connotaciones políticas de la historia y realizó un filme que “trata de la fe necesaria para sobreponerse al contexto social y de la actitud despreocupada de los héroes frente a la opresión heredada”. No presenta al movimiento rockero como un fenómeno de resistencia ideológica, sino como un movimiento esencialmente vital y creativo. Sus representantes no son rebeldes, sino chicos que quieren pensar libremente y asumen la música como liberación. Se reúnen en los viejos apartamentos para escuchar en vinilos las canciones de sus ídolos. El director vuelca en los personajes un evidente cariño y los retrata animados por un idealismo juvenil desprovisto de cinismo.
La música tiene un gran peso en Leto, y lo primero a apuntar es que es muy buena. El de Tsoi era un rock nada estridente, con unas letras que sacan a la luz las frustraciones de sus contemporáneos. Sus composiciones están en la onda de las de The Smiths, Bruce Springteen, Lou Reed y Joy Division. Además de los temas suyos, en el filme se incluyen unos interludios a manera de videoclips que desconectan de la realidad. Casi todos están filmados en espacios públicos (un tren de cercanía, una calle bajo la lluvia, un tranvía) y corresponden a temas clásicos de Iggy Pop (The Passenger), Lou Reed (Perfect Day), Talking Heads (Psycho Killer). Recuerdan los primeros videos de MTV y llevan dibujos, onomatopeyas, líneas y animaciones de estilo punk. Están rodados con gran libertad, y como recurso audiovisual inyectan vivacidad y frescura. Una vez que terminan esos videos, un extraño personaje llamado El Escéptico rompe la cuarta pared y se dirige al espectador: “Esto no ocurrió ni ocurrirá. ¡Ya nos gustaría!”.
El filme no busca recrear aquella etapa con exactitud histórica, sino que se compromete en un acercamiento imaginativo al surgimiento del rock soviético, sus héroes, su contexto. De eso resulta un relato sensible, melancólico, luminoso, amargo y visualmente sofisticado. Está fotografiado en blanco y negro, aunque hay unas pocas escenas en colores. Al argumentar la opción, Serebrennikov declaró que es “la única manera de contar la historia de esta generación, ya que la noción del color apareció más tarde en la conciencia colectiva rusa”. Los dos personajes principales están convincentemente interpretados por el coreano-alemán Teo Yoo, quien fue doblado al ruso, y por Roman Bilyk, vocalista del grupo Zveri. En la última edición de los Premios Nika, los Oscar rusos, este último obtuvo el galardón al descubrimiento del año. Leto además acumuló los trofeos en las categorías de mejor sonido, mejor montaje y dirección. El Estado ruso no apoyó el filme, que se rodó con capitales privados de ese país en coproducción con Francia.
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