Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Crónicas

Entretelones

Mientras Guillén baja al fondo del olvido y la Loynaz y Carilda brillan en el cielo, Fina García Marruz permanece relegada para la cultura nacional.

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En el año 2002 se cumplió el centenario de Nicolás Guillén. No fue un acontecimiento pero tampoco pasó desapercibido. El Poeta Nacional tuvo sus honores, aunque con cierta economía. De haberlo visto, él, siempre tan estricto en cuestiones de jerarquía, al minuto le habría dirigido al Buró Político del Partido una encendida carta de protesta enviada a mano. E impaciente, bolígrafo y reloj en mano, se habría dedicado a esperar la llegada del centenario de Dulce María Loynaz.

Y cuando al fin esto ocurrió, visto el caso y comprobadas sus sospechas, Nicolás no sólo se habría dirigido de nuevo al Partido sin pérdida de un segundo sino que acompañando su queja por la nueva gran injuria recibida, habría enviado, devuelto con carácter irrevocable, su carné de militante del Partido.

Es más, hasta puede imaginársele en esa carta exigiendo ser relevado inmediatamente en su función de Poeta Nacional, y a renglón seguido, haciendo uso de su demoledora ironía, puesta de manifiesto en sus temibles epigramas, sugerir como sustituto en el cargo que dejaba vacante al romántico del siglo XIX José María Heredia, quien además de méritos literarios no exentos de interés, tiene el don de ser santiaguero. Así, textual.

Y no le faltaría razón a Nicolás para su cólera. De hecho, el centenario de Dulce María no ha terminado aún. Si entonces se habló y escribió de ella durante todo el año, después no ha dejado de hablarse ni escribirse. Todos los días aparece algo nuevo. Se publican y se leen sus libros. Es estudiada con la veneración que hasta ahora sólo habían alcanzado Martí, Lezama y Virgilio Piñera. Incluso ha empezado a surgir una especie de mística de Dulce María. Su en otro tiempo opulenta casa ha sido restaurada y convertida en templo de la cultura donde no hay día de la semana que pase sin una o varias actividades.

En cambio, a Nicolás nadie lo lee. Nadie lo estudia. Ha dejado de interesar. Los jóvenes, que son quienes determinan quién sí y quién no, lo han puesto a un lado. Cuando por casualidad aparece en una revista una nota o un ensayo sobre su obra, la firma alguien del pasado que no ha podido impedir que se note la prisa de lo que ha sido escrito por compromiso.

Tal vez, como ocurrió con Góngora, aparezcan quienes un día lo rescaten. Pero por ahora parece destinado a permanecer castigado de cara para la pared, puro pasto de polillas.

Lo curioso en el caso de la recién canonizada Dulce María Loynaz es que esta nueva deidad ha convertido en adoradores incluso a quienes —hasta poco antes de que le fuera otorgado el Premio Cervantes— la ignoraron al extremo de no haberla leído.


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