Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Teatro

Gajes y gags del oficio

No aparecen recogidas en las historias del teatro, pero los actores y directores acumulan numerosas anécdotas de percances graciosos o dramáticos que les han ocurrido en su trabajo

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En sus Memorias, Tennessee Williams narra un percance ocurrido durante el estreno en Boston de su obra The Milk Train Doesn’t Stop Here Anymore. Apenas aparecer en escena, a Hermione Baddeley, la actriz que interpretaba a la protagonista, se le cayó la peluca roja, pese a lo cual ella siguió actuando como si no reparase en ese contratiempo. Cuenta Williams que la actriz “se puso a pasear majestuosa en torno al escritorio donde estaba dictando sus memorias y, al llegar junto a la peluca, la recogió de un manotazo y se la volvió a poner. El público prorrumpió en carcajadas: ¡parecía un gesto tan propio de Sissy Goforth!”.

Anécdotas como la narrada por Williams ocurren a menudo en el escenario. Unas veces el público se da cuenta de lo que sucede. En otras no, gracias a la capacidad de improvisación y el ingenio que desarrollan los teatristas para resolver el contratiempo. Usualmente no están recogidas en las historias del teatro. Algunas, no obstante, se pueden hallar en las biografías de los artistas más famosos. Lo usual es que se conserven en la memoria de quienes vivieron el hecho y de los que fueron testigos del mismo. Precisamente a la memoria de algunos teatristas cubanos he acudido, para solicitarles que narren algunas eventualidades a las que se han enfrentado en su su trabajo.

Comienzo, como es de rigor, por las mujeres. Esta anécdota la cuenta la actriz Micheline Calvert: “Fue en el estreno de El travieso Jimmy, de Carlos Felipe, dirigido por Vicente Revuelta en el año 1980. Leonor Borrero había tenido muchos problemas para aprenderse la letra. Llegamos a la semana de los ensayos generales y todavía había una escena (me acuerdo que era con Oscar Álvarez, el Pibe) en que no podía hilvanar ni dos frases seguidas. En el último ensayo general, Vicente le dijo: Leonor, espero que para el estreno de mañana te aprendas la letra de esa escena. Ella prometió que lo haría.

“La noche del estreno, recuerdo que el actor Gaspar González asistía como espectador y llevó invitado a un alemán que, casualmente, le había preguntado si en Cuba aún se usaban los apuntadores. Según me contó después, Gaspar le respondió riendo que por supuesto que no. Bueno, pues tanto Gaspar, como el alemán, como el resto del numeroso público pudieron observar cómo Armando Pedro, el asistente de la obra, llegado el momento se instalaba en primera fila y le apuntaba a Leonor casi toda la escena de marras, que, afortunadamente, transcurría en proscenio. No sé si habrá otro ejemplo de apuntador sin concha en los anales del teatro profesional en Cuba, después de los años 50.

“Con todo, puedo decir que Leonor hacía un trabajo de actuación exquisito en esa obra, una de las últimas en las que participó. Fue una actriz supertalentosa, una comedianta que levantaba al auditorio en peso. Una artista inteligente y sensible, atormentada por sus demonios y traumas, que mal se avenía al período ‘revolucionario’ que le tocó vivir. Su inadaptación le acarreó muchas burlas de sus compañeros. A los inadaptados la vida les pasa la cuenta. Su final fue triste. En fin, yo la apreciaba mucho”.

Esta otra historia tiene a la propia Micheline como protagonista: “En una función de Los inventos de un escaparate, de José Antonio Rodríguez, alguien de tramoya se equivocó y dejó sin poner la aldaba que unía los dos cuerpos del escaparate de cartón. Empezamos la escena y los dos cuerpos del escaparate no se caían porque los actores los estabámos aguantando con las manos, pero era una situación insostenible. En eso, una señora que estaba en primera fila me grita: Niña, tienes que enganchar la aldabita. Y yo le contesté: ¡Gracias! Fue la risa más estruendosa de la noche”.

La actriz y directora Doris Gutiérrez me envió la que ella llama la anécdota de su trabalenguas en La dama boba, de Lope de Vega, montada por Vicente Revuelta en 1977: “Yo estaba haciendo de Finea, con Micheline Calvert de Nise, y debía decirle al marido que me había escogido el padre: ‘Pues Nise me ha dicho a mí/ que estaba casada en secreto con vos’, y cuando dije pues se me enredó la lengua y dije Niche. Aprovechando mi bobería, decidí continuar: ‘me ha dicho a mí/ que echtaba cachada en checreto con vosch’. No sé si ahora resulta simpático, pero en aquel momento mis compañeros y el público se divirtieron muchísimo, aunque divertidamente yo pasé tremendo sofocón”.

Y respecto a percances de lengua trabada y errores al decir el texto, Doris Gutiérrez me anotó otras dos anécdotas que no son suyas, pero de las que puede dar cuenta porque estaba presente. “En el montaje de Berta Martínez de Bodas de sangre, Hilda Oates interpretaba a la madre del novio. En la escena del banquete de compromiso y con toda la solemnidad del momento, cuando se oyen los cantos de boda, Hilda le dijo al padre de la novia, ya sabes, con el vozarrón y la fuerza dramática que la caracterizan: ‘Son los primos de tu marido’. Como te imaginarás, todos los cuerpos se estremecían en el escenario. El coro, los invitados, la luna, la muerte (la hacía yo; tenía un abanico abierto en la mano y creo que abanicaba solo), todos tratábamos de disimular la risa. Parecíamos de gelatina. Todavía recordamos ese día y nos da risa”.

Un aporte al texto y un actor que “salvó” la escena

No sé si recuerdas que en Teatro Estudio, Raquel Revuelta era muy cuidadosa de que no se suspendiera ninguna función. Una noche que se presentaba El millonario y la maleta, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, la actriz que interpretaba a la hija intelectual se enfermó. Ahora no recuerdo cómo se llama el personaje, una especie de preciosa ridícula que todo el tiempo hablaba en latín. El caso es que Raquel llamó a Amada Morado para que la sustituyera. Amada, que siempre ha sido muy arrestada, agarró el libreto, se aprendió la letra y se preparó para hacer ‘al toro’ el personaje, de modo que no se suspendiera la obra. Una vez empezada la función, todo le iba bastante bien, pero en el momento que llegó la tirada en latín Amada se quedó en blanco. Como eso no podía pasarle al personaje y mucho menos a Amada, esto fue lo que dijo: ‘Ñenguere que son quiñongo. Molieron’. Todavía no se sabe lo que eso quiere decir, pero de lo que estamos seguros es que más parece ñáñigo que latín. Y así fue como Amada hizo un aporte al texto”.

También agradezco a Doris esta anécdota que le narró una destacada colega suya: “Adria Santana cuenta que en una gira por Camagüey de Los cuentos del Decameron, una de las primeras cosas que hizo al entrar en Teatro Estudio, fue sustituir a Ana Viña. El cuento en cuestión era el del juicio a una mujer que se tiene que defender para que no la quemen, pues a las adúlteras las llevaban a la hoguera. La primera noche, al comenzar el juicio se quedó en blanco total y la única línea que le vino fue la del final. Así fue como en esa función el juicio empezó y acabó en el mismo instante. Por supuesto, el público no debe haber entendido nada. Adria pasó tremendo sofocón. Pero en muchas otras ocasiones fue ella quien enderezó y ayudó a terminar la escena a otros actores de experiencia”.

Al actor Michaelis Cué debo agradecer esta anécdota: “En 1993, Miriam Lezcano dirigió Manteca, de Alberto Pedro, donde yo hacía el Pucho. En una función en el año 1994, en el Festival Internacional de Teatro de Caracas, Aramís Delgado hacía el Celestino. Hay una escena en la que él sale del cuarto, luego de haber matado el puerco, con el cuchillo en la mano. Se supone que salía ensangrentado, aunque nunca se veía. Esa noche Aramís salió con un hilo de sangre que le corría desde el cuero cabelludo hasta al rostro. Celia García y yo nos miramos, pensando que se había echado mercuro cromo para robarnos escena, pues eso no estaba en el montaje. Pero la sangre seguía corriendo y le bajaba hacia el pecho. Te podrás imaginar el estupor del público y de nosotros al sospechar que podría haber ocurrido un accidente, como así fue. Al salir, Aramís se partió la cabeza con un hierro, pero con el calor de la situación él no se había dado cuenta y siguió diciendo su famoso monólogo del sacrificio del puerco, hasta que Miriam intervino, paró la función y se lo llevaron a un hospital. El público y nosotros esperamos alrededor de una hora, tras la cual Aramís llegó con una venda en la cabeza. Así terminó la función, que resultó inolvidable. Todavía hay gente en Caracas que habla de ese hecho”.

En 1990, Raúl Martín, actual director del Teatro de la Luna, fue asistente de Roberto Blanco en el montaje de Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera. He aquí su relato de una de las anécdotas de aquella puesta: “Hilda y Omar habían creado ya durante el montaje una relación similar a la de Tabo y Tota. Diariamente, entre ellos se daban incidentes que recordaban esa relación de amor-odio, atracción-rechazo de los dos personajes que encarnaban. Estaban poseídos por el texto y por su cruel historia llena de humor sarcástico. Durante los ensayos y funciones nos divertíamos con esto, que enriquecía el trabajo actoral de los dos.

“En una de las funciones, Omar estaba con su acelerado ritmo en total apogeo. Una energía tremenda e incontrolable lo guiaba y así emitía sus textos, como disparos, sin respiro, cosa que podía funcionarle muy bien a su Tabo. Esa noche, Hilda, en cambio, interpretaba su Tota con una actitud reflexiva, con pausas llenas de cinismo, recibiendo el torrente de insultos de Tabo.

“En una escena en que los personajes llenan una supuesta planilla, como parte de ese juego macabro con la muerte, Omar interrumpía las pausas de Hilda, dejándola muchas veces sin texto. Avanzaba en la escena ante el silencio de su contraparte, que, en otra dinámica, esperaba su momento. Aquella noche, esa unidad fue casi un monólogo de Tabo. Desde la luneta yo veía la incomodidad de Hilda. Eso solo podíamos entenderlo los que formábamos parte del equipo y conocíamos bien a los actores. La maestría de ambos hacía que la entrega al espectador fuera una realidad totalmente verosímil.

“Al finalizar la representación, fui a cada uno de los camerinos, como siempre hacía, para ver a los actores. Llegué primero al de Hilda:

“—¿Viste eso? —Me dijo la hermosa negra. Omar no me dejaba hablar. Atacaba a cada pausa, no me dio respiro. No pude decir los textos de la planilla. Era una metralleta…

“Yo le respondí como siempre:

“—Hilda, quedó muy bien. Eso el público no lo notó. Todo eso forma parte de la relación de los personajes.

“Ella me miró con esa cara indescriptible que todos le conocemos, con ganas de decirme una palabrota.

“Fui entonces al camerino de Omar. Antes de que yo dijera nada, él atacó:

“—¿Viste? ¡Salvé la obra! Hilda no recordaba nada, la salvé.

“—Quedó muy bien, repetí.

“Y aquí sí no pude decir más nada”.

Esta otra me la hizo llegar el actor Francisco García. “En el año 79, Berta Martínez concibió su hermosa y aleccionadora puesta en escena de Bodas de sangre, de Federico García Lorca. Al final de la obra, después que Leonardo y el novio se matan en su lucha por la novia, eran traídos en andas y colocados en el proscenio. Detrás estaba todo el coro con coronas, los leñadores, la novia con los brazos extendidos en cruz y la madre al lado del novio. Berta quería que esa imagen final fuera lo que quedara en la retina de los espectadores. Por lo tanto, prohibió terminantemente el saludo. No podíamos irnos de la escena, ni siquiera movernos, mientras hubiese algún espectador en la platea.

“Durante una gira que hicimos por varios países de Europa, la primera noche que actuamos en Belgrado, después que la madre da un grito terrorífico y cae de bruces a mi lado, y queda la estampa que antes cité, el teatro estaba repleto, el público comenzó a aplaudir delirantemente. Además de la demora por la cantidad de espectadores, la gente esperaba la convención del saludo, por lo cual todo se demoraba aún más. Incluso algunas personas volvían atrás para ver si nos sorprendía moviéndonos. La platea se fue quedando vacía, a excepción de una mujer que seguía de pie y aplaudiendo.

“Isabel Moreno, que estaba con los brazos extendidos, e Hilda Oates que estaba a mi lado, más todo el reparto que mantenía posiciones muy incómodas, proferían en voz baja insultos, a cual de ellos más soeces contra aquella, para nosotros, empecinada señora. Adolfo Llauradó y yo, que estábamos cómodamente acostados en el suelo, supuestamente muertos, a duras penas podíamos contener la risa. Veinticinco minutos duró aquella tortura. No puedo repetir todo lo que se dijo cuando al fin los actores pudieron moverse libremente. Pero cuando después supimos que la tal señora era la primera dama de Yugoslavia, y que además le había gustado tanto la obra que nos invitaba a hacer una tourné por todo el interior del país, los calificativos hacia ella cambiaron radicalmente: la estúpida se convirtió en inteligente, la ‘malvada’ en bondadosa. ¡Qué buen gusto el de aquella admirable señora!”.

La palabrota que todos oyeron

La anécdota con la cual voy a cerrar esta breve antología corresponde al director Alberto Sarraín: “En 1996, hicimos La noche, de Abilio Estévez, para el Festival de Teatro Hispano de Miami. Había mucha tensión. Ensayamos por varios meses en un local que alquilamos por nuestra propia cuenta, porque no encontramos a nadie que nos facilitara un espacio para los ensayos. Un grupo de gente ayudaba, ponía su trabajo y algún dinero. Yo había invertido ya 18 mil dólares en tarjetas de crédito, pero lo que más nos golpeaba era que haríamos la obra solo dos noches en el Teatro Manuel Artime. No habría temporada, sino esas dos patéticas funciones y un mundo de ilusiones y dinero que se iba en cuarenta y ocho horas. Todo tenía que estar listo para la noche del estreno. Había conocido a través de Abilio a una muchacha músico, que pertenecía a su círculo íntimo de amistades. Una mujer talentosa, muy empeñada en que la obra quedara bien. Trabajó ayudando en todo durante los meses de ensayo y producción. Hizo la banda sonora y no recuerdo bien si fue mi asistente, pero para las funciones le pedí que fuese la operadora de sonido. Le pedí que dejara el piano por la consola.

“El teatro Manuel Artime había pasado por una renovación importante, pero como siempre ocurre, la gente que hace las renovaciones de los teatros y no son teatristas, piensan en pintura, muros, asientos. En cambio, la consola de sonido era una gigantesca pizarra de la prehistoria tecnológica, colocada en la primera fila del balcón en medio del público. Gisela, que así se llamaba la amiga de Abilio y después mía, estaba verdaderamente aterrada de tenerse que enfrentar a ese monstruo del pleistoceno. Yo le prometí que no la abandonaría y que estaría backstage siempre con ella a través de los audífonos. Momentos antes de abrir la sala me despedí de ella en el segundo piso del teatro, en donde se encontraba la famosa pizarra. Las manos le temblaban tanto, que apenas podía anotar un nuevo volumen para la música del saludo que le di. La dejé sentada con los audífonos puestos y me fui al escenario.

“Se abrió la sala y sentía yo desde adentro las voces, las pisadas, las risas y las toses de la gente entrando. Estábamos llenos. Había tenido un problema con el maquillaje porque la diseñadora le hizo a Mabel Roch un complicadísimo diseño para el personaje de La Serpiente y le tomó mucho tiempo. Cuando entré al camerino de maquillaje y dije que empezábamos en 15 minutos no había casi nadie maquillado. Fue una carrera contra el reloj. La maquillista molesta porque necesitaba más tiempo. El teatro repleto y la gente del festival allí para dar la bienvenida. O sea, que cuando llegó el momento de comenzar yo era una olla de presión. Me puse en la pata en que estaban el teléfono y los audífonos y dije:

“—Gise...

“—¿Gise...?

“Nadie contestaba.

“—Gisela, vamos a comenzar...

“-¿Gisela...?

“Los operadores de luces ya habían contestado y fueron bajando en el dimmer las luces de la sala.

“—Gisela...

“—¡Esta mierda no funciona!, le digo al jefe de escena.

“—Están funcionando perfectamente, yo mismo lo comprobé.

“El público parecia impacientarse. Una ola de murmullos subía de tono por segundos. Un actor desde una pata me preguntaba que qué pasaba. Yo sentía que mi cabeza estallaba y sin darme cuenta subí el tono hasta el grito y se oyó:

“—¡Gisela, cojones, tira la música!

“Una carcajada gigantesca estremeció el auditorio. Todo el mundo oyó mi ¡Gisela, cojones! Hasta la propia Gisela, que se había quitado los audífonos para saludar a alguien del público que se acercó y después se sentó en la pizarra tratando de relajarse y se olvidó de volvérselos a poner. Con el grito disparó el primer pie de música y toda la maquinaria echó a andar. Todavía mucha gente la recuerda como Gisela Cojones.”