Hacer tangible la banalidad del mal
La película reconstruye con gran rigor y fidelidad histórica la reunión de destacados representantes del régimen nazi, en la cual se planificó un genocidio de una escala hasta entonces desconocida
Fue necesario que transcurriesen varias décadas para que Alemania empezara a ajustar cuentas con el capítulo más oscuro de su historia. Durante la etapa del Tercer Reich, el ejército de ese país cometió crímenes que la humanidad no había conocido hasta entonces. Volver con perspectiva autocrítica a ese pasado ha significado un proceso largo y difícil para los alemanes. No han faltado quienes reprochan el tratamiento dado a ese reconocimiento de la responsabilidad histórica, argumentando que siempre ha sido ambivalente.
Durante los primeros años de la postguerra, ese proceso de aceptación de la cruda verdad estuvo marcado por la amnesia colectiva. Muchos se centraban no en el genocidio cometido por conciudadanos suyos, sino en verse a sí mismos como víctimas del conflicto bélico que su propio país comenzó. Víctimas, ha precisado Ángel Vivas, “en un doble sentido, en tanto que perdedores de la guerra y víctimas de una élite nazi con la que pretendían no haber tenido nada que ver”. Enfrentarse a su propia memoria y experimentar sentimiento de culpa, fue algo que vino más tarde. Incluso inicialmente no se admitió una culpa colectiva, sino que se atribuía la responsabilidad de las atrocidades cometidas a unos cuantos que se dejaron seducir por la ideología racista de los nazis y se convirtieron en sus seguidores.
Por otro lado, a altos funcionarios del partido nacionalsocialista se les permitió ocupar cargos en el gobierno, en el aparato judicial y en los órganos de seguridad. Konrad Adenauer, primer canciller de la nueva Alemania, lo justificó con un cuestionable argumento: “La máquina debe seguir funcionando”. Asimismo, muchos criminales nazis no fueron juzgados ni perseguidos y pudieron continuar normalmente su actividad en la vida social.
En 2014, un historiador descubrió que en 1949 tras terminar la guerra, alrededor de 2 mil veteranos nazis decidieron formar un ejército a espaldas del Gobierno federal y de los Aliados. Su objetivo era defender a la naciente República Federal de Alemania de la agresión del Este en las primeras etapas de la guerra fría. Adenauer se enteró de su existencia en 1951, pero no tomó medidas claras contra esa organización ilegal. Probablemente fue todo eso lo que llevó al escritor Günther Grass a expresar sobre el nazismo: “Esto no termina, no termina nunca”.
A fines de los años 50, el filósofo Theodor W. Adorno expresó su opinión discrepante acerca de cómo sus compatriotas afrontaban el tema del ascenso y consolidación del nacionalsocialismo y del Holocausto. Argumentaba que para resolver ese trauma se apelaba a una fórmula tópica. De acuerdo a él, a la mayor parte de la población no le interesaba realmente hacerlo, sino solo aplicar lo de hacer borrón y cuenta nueva. Se arrogaba la potestad de olvidar y perdonar, cuando ese es un derecho que corresponde a quienes sufrieron y sobrevivieron a una guerra de exterminio.
Cómo una civilización que volvió a la barbarie
Fueron las nuevas generaciones las que se mostraron dispuestas a restañar las heridas más o menos ocultas. Quisieron entender cómo en uno de los países más civilizados de Europa pudo ocurrir algo que desafía la capacidad de comprensión del ser humano. O, como afirmó un comentarista, cómo, “en pleno siglo XX, hubo una civilización que durante doce años volvió a la barbarie”. Así fue como los jóvenes pudieron tomar conciencia de los crímenes tan horrorosos cometidos por sus padres.
En 1985, el entonces presidente Richard von Weiszäcker declaró que la capitulación de Alemania en mayo de 1945 no fue “una derrota dolorosa”, sino la liberación de la tiranía nazi. Décadas después, la canciller Angela Merkel reconoció la “culpa histórica” de su país, que provocó la peor tragedia de la historia de Europa: “Somos responsables como alemanes de las cosas que durante el Holocausto, la Shoah, pasaron durante el nacionalsocialismo”. Y agregó: “Esta responsabilidad se mantiene y todos los gobiernos de Alemania tendrán que asumirla”. Por su parte, cuando era ministro de Defensa Ursula von der Leyen, al intervenir en el Parlamento en 2017 expresó: “El distanciamiento del exterminio es una tarea cotidiana par nosotros. A veces puede parecer dolorosa, pero es indispensable”.
También los escritores y artistas han contribuido a que se hable abiertamente y se debata sobre lo que hoy se reconoce no como culpabilidad, sino como responsabilidad colectiva. Hace unos años comenté el estreno en Netflix de la serie Hijos del Tercer Reich (2013). Trata de la Segunda Guerra Mundial desde el bando alemán. A partir de la historia de cinco jóvenes entre 1941 y 1945, se adentra en el espinoso asunto de la complicidad de parte de buena parte de la sociedad alemana con los gobernantes nazis. El título original es Unsere Mütter, Unsere Väter (Nuestras madres, nuestros padres), y refleja bien lo que para los integrantes de las nuevas generaciones supone descubrir que sus padres y abuelos participaron en aquel infame episodio de la historia de Europa y del mundo.
En Alemania, la serie tuvo un gran éxito. Sus tres capítulos fueron vistos por 7 millones y medio de espectadores, lo cual significó una cuota de pantalla de un 24,3 por ciento. También dio lugar a una discusión social acerca de las razones que permitieron que aquellos hechos se produjesen. Asimismo, se publicaran cientos de artículos en la prensa. Norbert Himmler, director del canal ZDF que produjo la serie, comentó: “La trilogía ha movido un debate generacional sobre el capítulo más oscuro de la historia alemana y ha provocado un diálogo muy importante con los espectadores más jóvenes”. Unsere Mütter, Unsere Väter sirvió así para agitar la conciencia de un país que es muy sensible con las huellas de su pasado.
A diferencia de quienes creen que el país ha hecho ya lo suficiente en la revisión crítica de aquel pasado, una película reciente demuestra que no es así. Me refiero a La conferencia (Die Wannseekonferenz, 2022, 109 minutos). Fue dirigida por el veterano y prolífico Matti Geschonneck, y reconstruye un hecho que tuvo lugar el 20 de enero de 1942. Ese día, destacados representantes del régimen nazi alemán se reunieron en un palacete a orillas del lago Wannsee, a las afueras de Berlín, para una reunión que pasó a la historia como la Conferencia de Wannsee. La convocó Reinhard Heydrich, número uno de las SS y su propósito era poner en marcha y ultimar los detalles de la llamada “Solución final a la cuestión judía”.
Es pertinente apuntar que no se trata de una película de ficción que surgió de la imaginación de sus guionistas. Las intervenciones de aquella reunión quedaron registradas en actas. De esa tarea se ocupó Adolf Eichmann, teniente coronel encargado de los asuntos judíos dentro de la Oficina Central de Seguridad del Reich, quien redactó los llamados “Protocolos de Wannsee”. Actualmente solo se conserva una copia de los mismos, y en ese documento se basaron Magnus Vattrodt y Paul Mommertz para redactar el guion de La conferencia. Un dato a señalar es que esas actas se usaron como prueba en el juicio de Núremberg.
Narración cercana al documental de observación
A la conferencia asistieron representantes de todos los poderes del Estado: Otto Hoffmann (SS), Heinrich Müller (Gestapo), Karl Eberhard Schöngarth (Servicio de Inteligencia), Gerhard Klopfer y Friedrich Wilhel Kritzinger (Cancillería del Reich), Rudolf Lange (Einsatzkommando o escuadrones de exterminio), Georg Leibbrandt y Alfred Meyer (Ministerio para los Territorios Ocupados del Este), Josef Bühler (Gobierno General de la Polonia ocupada), Roland Freisler (Ministerio de Justicia), Wilhelm Stuckart (Ministerio del Interior), Neumann (Plan Cuatrienal), Martin Luther (Ministerio de Relaciones Exteriores) y Adolf Eichmann (redactor del protocolo de exterminio decidido en esta reunión y organizador de la logística de la deportación en masa).
Aquella reunión había sido llevada al cine antes en dos ocasiones. La primera fue el telefilm austriaco Die Wannseekonferenz (1984). La segunda fue Conspiracy (2001), película producida por HBO, que en los países de habla hispana se estrenó con el título de La solución final. En opinión de algunos críticos, esta última, a pesar de sus indiscutibles valores, se vio perjudicada por dos aspectos: cierto exceso del guionista al dramatizar el hecho y, sobre todo, la inclusión en el elenco de actores tan famosos como Kenneth Branagh, Colin Forth, Stanley Tucci y Kevin McNally. Estos superponían sus reconocibles rostros a los de los personajes históricos a quienes encarnaban.
Uno de los varios aciertos de La conferencia es precisamente que, aunque hay personajes más que conocidos, cinematográficamente los rostros que aparecen en la pantalla no nos resultan reconocibles (es probable que varios de ellos sí lo sean para los alemanes). Eso juega a favor de la verosimilitud del film, pues facilita que no identifiquemos a los intérpretes sino a los hombres reales a quienes dan vida en la pantalla. En varias entrevistas, Matti Geschonneck declaró que al escoger el elenco tampoco le interesó buscar el parecido físico con los participantes de la reunión (de ellos solo quedan unas cuantas fotos y poco más). En ese sentido, es de rigor añadir que son actores muy profesionales y hacen un trabajo impecable.
El director adoptó una narración cercana al documental de observación. La cámara se limita a filmar en plano y contraplano las discusiones presididas por Heydrich. No hay planteamientos críticos al tema central de la reunión. La puesta en imagen es gélida, reposada, lo cual refuerza la impresión de objetividad y da más peso al horror ante lo que allí se está preparando.
Matti Geschonneck demuestra una admirable contención, así como un inteligente empleo del distanciamiento. Nada hay que empañe la inhumana frialdad de las palabras y los planes de aquel grupo de hombres. Casi toda la acción tiene lugar en un espacio cerrado y se ha prescindido además de un elemento tan poderoso como la música, que potencia las emociones y genera tensión.
Eran la elite prusiana ministerial
De igual modo, Magnus Vattrodt y Paul Mommertz prácticamente no han añadido nada a los protocolos. Escribieron un guion ajustado, que no tiene pretensiones de contar un argumento interesante ni construir personajes de complejidad psicológica. Su preocupación se concentró en recrear lo más fielmente posible aquel hecho histórico. Tanto ellos como el director parecen haber querido que todo lo protagonismo recaiga en los debates y las diferentes posturas defendidas por las participantes. Todo esas decisiones artísticas y cinematográficas logran que, como espectador, uno se sienta literalmente metido en aquella conferencia, en la cual se planeó un crimen de una escala hasta entonces desconocida.
Toda la conferencia se desarrolla en un ambiente de cordialidad y educación. Los asistentes debaten la “Solución final” con la misma normalidad con que comen canapés y beben buenos licores. El film no subraya su aura diabólica, lo cual resulta innecesario. No se les presenta como dementes o asesinos. Son militares y políticos que discuten en tono burocrático el asunto que deben resolver. Como ha recordado el director de la película, “eran gente formada, con estudios universitarios. Varios de ellos tenían doctorados. Eran la elite prusiana ministerial. Funcionarios”. Por eso se comportan como si se tratase de una reunión de empresa, pues para ellos era, en efecto, un mero trámite administrativo. Todo es aterradora y monstruosamente lógico: saben lo que van a hacer y quieres hacerlo del modo más eficaz y rápido. Si uno no siguiese los subtítulos, pensaría que hablan de algo banal, no del exterminio de millones de personas.
Acerca de esto, el director comentó en una entrevista: “De hecho, siempre imaginé esa conferencia como si se tratara de una reunión de producción. En una típica reunión de ese tipo se sabe lo que se quiere lograr, pero no cómo se hará. El detalle terrible de esta reunión particular radica en el hecho de que el objetivo era la producción de un genocidio a nivel industrial y, por lo tanto, había que anunciarles a todas las instancias involucradas cómo se iba a asegurar el éxito de esa matanza. Desde luego, no existió ningún cuestionamiento moral al respecto. Simplemente se trataba de ser eficientes”.
En ningún momento de la reunión se cuestiona el asunto que los ha convocado. Todos los participantes están de acuerdo en que hay que borrar de la faz de la tierra a los judíos. Solo manifiestan posiciones discrepantes respecto a cuestiones prácticas y de competencias. Analizan costos, problemas de transportación, cifras de personas que van a ser asesinadas. Se examina cómo usar los recursos de modo más optimo. Se planifica la logística de la operación.
Surgen, asimismo, algunas inquietudes “morales”: Wilhelm Kritzinger expresa su preocupación por las secuelas psicológicas de los “buenos arios” que se iban a encargar de las ejecuciones. Heydrich pide entonces a Eichmann, uno de los cerebros de la Shoah, que le dé respuesta. Este pasa a explicar que, en lugar de fusilar con un tiro en la cabeza, se aplicará un método de exterminio masivo “rápido, eficaz y barato”: el uso del gas Zykon-B, que es un modo “humano” de hacer el trabajo sin afectar la cualidad moral de los soldados. Todo eso, insisto, se habla con una fría deshumanización que irrita, repugna y produce escalofríos. En ese sentido, Magnus Vattrodt ha definido el film como “un intento de hacer tangible la banalidad del mal”.
Aunque originalmente fue hecha para la televisión, La conferencia se ha estrenado comercialmente en salas de cine de varios países. A propósito de esto, su director comentó: “Suponía que, por la temática, los productores intentarían llegar a las salas de cine de otros países, pero no imaginaba que su circulación iba a ser tan importante”. El film ha tenido además una favorable recepción entre los críticos. Eso se justifica porque, aparte de estar realizado con talento y profesionalismo, aporta una rigurosa y necesaria lección de historia.
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