Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Literatura, Literatura cubana, Literatura infantil

Historias para disfrutar y aprender

Los libros recientes de Leidy González Amador, Alberto Rodríguez Copa y Alfonso Silva Lee forman parte de la abundante producción de literatura infantil y juvenil que actualmente hay en la Isla

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Hace algunas semanas, dediqué un trabajo a reseñar varios poemarios para niños escritos y publicados en Cuba. Hoy voy a hacer lo mismo con tres títulos dirigidos a ese público lector, pero pertenecientes al género narrativo. Tanto estos como los anteriores, vienen a dar cuenta de la abundante producción de literatura infantil y juvenil que actualmente hay en la Isla.

El primero de esos libros es ¿A quién le importa un perro pinto? (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2018, 39 páginas), y reportó a su autora, Leidy González Amador (Vueltas, 1988), el premio que convoca esa casa editorial. Se licenció en Ciencias Farmacéuticas y laboró durante varios años en la Droguería de Santa Clara, pero en la actualidad se dedica por completo a escribir y además atiende talleres de apreciación de la lectura y de creación en escuelas primarias. Acumula ya una abundante bibliografía, así como una buena cantidad de reconocimientos. Antes del libro suyo del que me voy a ocupar, había dado a conocer Con la cabeza en las nubes, Hoy es martes, El perro que tenía miedo a la noche, Brizna, El acuario de Onfard, Apuntes de un genio y Todas las ovejas van al cielo. Es, pues, una escritora que cuenta con una respetable trayectoria y, lo más importante, con talento.

El protagonista del relato es el Mosca, un chico de once años que está viviendo con Santa, su abuela. Sus padres decidieron que era lo mejor, mientras ellos lograban construir o, al menos, reparar el techo de su casa en La Habana. El niño ha empezado a acostumbrarse y entiende que debe aguardar, pues a su papá le cuesta mucho reunir dinero suficiente para arreglar su vivienda. “No extraña como antes el dulce de arroz con leche que prepara su madre. Ni tampoco las canciones de mujeres infieles que cantan su padre y sus amigos cuando juegan al dominó. Ni mucho menos extraña las calderas esparcidas en el suelo para atajar el agua que cae por las goteras cuando llueve”.

Todo lo acepta y comprende el Mosca, todo menos que su perro Gotzila no esté con él. Le ha rogado a su abuela que le permita ir a buscarlo. Pero ni por las buenas ni apelando a pataletas logró que la señora le diese permiso. Toma por eso una decisión tajante: fugarse. Para llegar a La Habana, solo cuenta con diez pesos, pero eso no lo detiene. Tiene la suerte de que, tras dos horas de estar agitando el billete cada vez que un vehículo se acerca, el chofer de un camión desvencijado y envuelto en humo se detiene para llevarlo.

El conductor se llama Caneca, y nada más subir al camión el Mosca escucha en el reproductor de música al mismo cantante que escucha su papá. Reconoce además algo que le resulta familiar, y es el olor a ron del hombre. Un olor que le desagrada, pues cuando su padre bebe ese ron barato se vuelve insoportable y su mamá le pide al niño que se vaya al cuarto. Lo cual sirve de muy poco, pues la casa es muy chiquita y en lugar de paredes hay cortinas de plástico.

El camionero tosco y con malas pulgas resulta ser, sin embargo, un hombre amable y de buen corazón, que también tuvo un perro llamado Decano, que viajaba con él sentado en el asiento donde ahora va el Mosca. Y le cuenta a este: “El mejor compañero de viaje que yo he tenido en la vida. Cuando me estaba quedando dormido, me despertaba con un lengüetazo. Cuando tenía que pasar la noche dentro del camión, él no pegaba un ojo. ¡Y ay del que se atreviera a acercarse!”.

La autora dedica buena parte de las páginas a narrar las incidencias del viaje, y de tratarse de una película su relato sería clasificado como una road movie. Durante el trayecto que recorren el Mosca y Caneca no ocurre nada extraordinario: conversan, el chofer hace una parada en algún momento para comprar comida para ambos y cuando el sueño está por vencerlo, se detienen para dormir un rato. Eso no es obstáculo para que el libro se lea con interés, pues está contado con amenidad, soltura e inteligencia. La narración no se pierde en detalles superfluos ni en descripciones que nada aportan a la trama. Y González Amador incluso consigue sorprender con un final que no es el predecible, esto es, que el Mosca se reencuentre con su perro.

En una entrevista, González Amador expresó que le gusta contar historias con las que los lectores se sientan identificados y que posean un trasfondo que los lleve a reflexionar sobre ellos y su entorno. En ¿A quién le importa un perro pinto? eso se pone de manifiesto en la trama argumental que desarrolla su relato, así como en las referencias a la realidad contemporánea de Cuba. Esto último lo realiza mediante apuntes y datos que va insertando oportunamente por aquí y por allá, sin sobrecargar las tintas y también sin esquivar las aristas menos agradables.

Su relato además aborda el tema de las relaciones de las personas con los seres humanos. Si el Mosca atraviesa la Isla de un extremo a otro para reencontrarse con Gotzila, es porque para él el perro es parte de la familia. De ese y de otros aspectos habla, sin enseñanzas ni moralejas, González Amador (“Odio esas dos palabras”, declaró). Y, en suma, aplica algo que el escritor español Miquel Desclot sostiene: “La literatura para niños no tiene que ser didáctica, pero tiene que ser literatura”.

Los tres fenicios (Casa Editorial Abril, La Habana, 2019, 77 páginas) promete desde su cubierta que se trata de una novela de aventuras marinas: tres chicos con los aditamentos característicos de los piratas, un faro, el timón de un barco. Y eso es, en efecto, lo que entrega Alberto Rodríguez Copa (Palma Soriano, 1963): las peripecias que viven tres chicos que van con su escuela de acampada, encuentren el bote de un pescador y deciden montarse en él y convertirse en exploradores. Sus nombres son Yusdel, Alexis y Alejandro, pero se les conoce más por sus respectivos apodos: Takechi, Jutía y el Bemba.

Durante la travesía, vuelcan el bote, caen al mar y están a punto de ahogarse. Tienen después que achicar el agua que penetró. Tras varias horas navegando, consiguen alcanzar la costa y creen que han arribado a “la Yuma”. Pronto se enteran de que, en realidad, se hallan en el centro de la Isla, cerca de Isabela de Sagua. Sin dinero y muertos de hambre, llegan a una ciudad desconocida. Siguen a una mujer, que entra en un edificio de apariencia maciza con una puerta de grueso vidrio.

Estructura singular e imaginativa

Takechi convence a sus amigos de que entren, “con el argumento de que en las iglesias —y aquello lo asemejaba— es donde Dios de verdad protege a la gente, que los curas son chéveres y…”. Allí el cura hace que les den de comer y les permitan bañarse. Pero como no se ha tragado la historia que los chicos le contaron, llama a la policía. Esta, tras tomarles declaración a cada uno, avisa a los familiares. Al volver, en la escuela todos querían saber lo ocurrido. “Takechi, el Bemba y Jutía se dieron a la creativa tarea de complacerlos (…); pero como los otros no podían competir con el primero en eso de las historias, poco a poco se fueron apartando y buscando su propio público”.

Esa síntesis del argumento está lejos de dar una idea del libro de Rodríguez Copa, pues representa solo una parte de lo que se cuenta. En primer lugar, aparte de los tres adolescentes, hay otros personajes: Conchita y Octavio, los abuelos de Takechi, los padres de sus dos compinches, el profesor Emilio. A cada uno de ellos, el autor dedica espacio para narrar sus historias. Por otro lado, además de ser el integrante del trío a quien se le ocurren las ideas más alocadas, a Takechi le gusta escribir. Asiste a un taller en su escuela y hasta participa en el Encuentro Provincial de Niños Creadores, aunque no se toma muy bien las opiniones del jurado. En la novela se incluyen dos de sus poemas, así como unos bloques en cursivas que corresponden a sus pensamientos:

“Si todos los profes fueran como Emilio: ese sí me cae bien. Te trata como si fueras de su familia, y con él se puede hablar de cualquier cosa, porque sabes que no le va a ir con el chisme a nadie… Por cierto, debe estar en candela con nosotros… Bueno, si lo vuelvo a ver le explico lo que pasó: estoy seguro de que lo va a entender…

“Cuando llegue a los EE.UU. voy a buscar a mi papá. ¿Qué estará haciendo el muy cabrón? Según mis abuelos se tuvo que ir echando del país porque si no iba de cabeza para el tanque. Se le habían perdido unas reses, y como él era el jefe de la vaquería, tenía que responder por eso. Ya le habían abierto la investigación. Dice Conchi que yo era un chama todavía, y que solo sabía decir mamá, papá, y papa.

“De la vieja sí que me acuerdo. Ella era linda y buena, pero siempre estuvo enferma: cuando no era el lupus ese, eran los riñones, el corazón o… Coño, creo que voy a llorar. Mejor pienso en otra cosa…”.

El de Rodríguez Copa es un libro que cuenta con una estructura singular e imaginativa, y está redactado atendiendo por igual a la fluidez de la narración como al cuidado de la escritura. Incorpora una considerable dosis de humor, y no faltan capítulos que rozan el absurdo, como el titulado “Catalepsia”. Su autor además respeta a los lectores a quienes se dirige, pues seguramente es consciente de que los adolescentes de hoy lo son cada vez más temprano. Se dice que un buen modo de saber si una obra infantil y juvenil es literariamente buena, consiste en dársela a un adulto para que la lea y pedirle su opinión. Si mi testimonio se acepta como válido, este cronista afirma ante notario que la de Los tres fenicios ha sido una lectura muy entretenida y gratificante.

El último título que reseñaré también cuenta, como los dos anteriores, historias, pero no es una obra de ficción. Su autor, Alfonso Silva Lee (La Habana, 1945), es biólogo, ha tomado parte en numerosas expediciones terrestres y marítimas, y a partir de esas experiencias ha redactado varios libros. Piensa que, a diferencia de los adultos, los niños y niñas son preguntones por naturaleza. Por tanto, merecen nuestra más seria atención y nuestro aplauso. Y ha escrito para ellos Historias de casi todo (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2018, 141 páginas).

Acerca del título de su libro, Silva Lee admite que, en lo que se refiere a “casi todo”, es algo exagerado. Y apunta: “En realidad aquí verás las [historias] de apenas veinte asuntos, seleccionados, seleccionados por dos razones: 1) importan mucho para ayudarte a comprender dónde estás parado, por qué estás parado y mucho de lo que ves cada día, y 2) me parece que a juzgar por lo que de ellas se sabe, te van a resultar interesantes (…) A fin de cuentas, el propósito de este pequeño tomo no es hacerte sabio, sino alimentar al observador y preguntón que, por ser joven, debes tener en tu interior. La idea, en fin, es infectarte el filosofismo, o, si ya lo tienes, darte ánimos en ese ejercicio”.

Silva Lee ha escogido algunas de las historias que hay “allá fuera”, y que para él constituyen una misma y única epopeya. Historias que se cruzan y entrelazan con otras muchas. La primera tiene como asunto el origen de “la gran esfera viajera” en la cual habitamos. Entre las siguientes, se pueden hallar otras acerca de la luna, la formación de las montañas, las islas y los arrecifes coralinos, los primeros usos que tuvo el hierro, las nubes, el maíz, los caballos, los gallos y las gallinas, la evolución de la especie humana…

En Historias de casi todo, su autor escribe sobre cosas que forman parte del paisaje y de nuestra vida cotidiana, pero que por ser tan habituales nunca nos han llevado a preguntarnos de dónde, cómo y cuándo surgieron. Y como él nos viene a revelar, si se le presta la atención debida, cualquier tema puede resultar interesante. Así, por ejemplo, al referir la historia del tomate cuenta que los primeros que conocieron los europeos, tras la llegada de los españoles a América, no eran rojos, sino amarillos. En Inglaterra, donde demoraron mucho en ser introducidos, tenían muy mala fama y se les llamaba poison apple, manzana venenosa. Y explica por qué:

“El miedo a la fruta estuvo vinculado, sin nadie saberlo, al uso de platos de comer hechos de una aleación de zinc que contenía plomo. Ya servida, la maravilla roja, por ser algo ácida, siempre disolvía pequeñas cantidades de este último metal, que es sumamente tóxico; tanto, como para afectar la sangre, los riñones, el sistema nervioso (incluido el cerebro) … y hasta para matar. Pero la ignorancia hizo que la culpa se la echaran al tomate”.

No abundan los libros como Historias de casi todo, y por eso su publicación es de saludar. Proporciona una abundante cantidad de información de mucho interés y la expone de manera clara y amena. Al final del capítulo acerca de las gallinas, Silva Lee escribe: “Supongo que a partir de ahora, cuando te lleves a la boca un tenedor cargado de huevo frito o carne de pollo, verás de bocado con otros ojos…”. Pienso que eso mismo ha de ocurrir a los lectores al terminar la lectura de muchas otras de las historias recogidas en este útil libro.