Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Arquitectura

La capilla gótica

Un monumento histórico que es un verdadero caleidoscopio

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México no deja de asombrarme. Entre los muchos prodigios que aguardan al viajero está una joya de la arquitectura medieval casi escondida en su capital. Se trata de una Capilla Gótica y un claustro románico —aquélla del siglo XIV y éste del XII—, por tanto, estas piedras fueron labradas cuando Hernán Cortés aún no había nacido.

Pero… ¿y entonces cómo llegaron estas canterías europeas a la Ciudad de México? Es una historia de película, literalmente.

Al final de El Ciudadano Kane, de Orson Welles, aparece un vasto almacén de antigüedades, algunas todavía en sus cajas, otras ya desembaladas.

Charles Foster Kane no es más que el retrato que Orson Welles hizo de William Randolph Hearst (1863-1951), el magnate de la prensa estadounidense. Tanto en la ficción fílmica como en la vida real, el multimillonario norteamericano compraba y trasladaba a su castillo californiano cuanta estatua y objeto museable se le antojara durante sus viajes por el mundo. Maniático del coleccionismo, a Hearst le sobraba el dinero, así que podía adquirir estatuas, muebles, gobelinos, cuadros, góndolas… incluso edificios enteros.

Entre 1925 y 1926 Hearst vio esta Capilla Gótica y el claustro románico en Ávila, España. Quedó fascinado y lo compró todo. A golpe de chequera, sus agentes desmontaron ambas estructuras, piedra por piedra, las empacaron en cajas numeradas y las trasladaron en barco hasta un almacén portuario de Nueva York. Allí los guacales quedaron sin abrir ya que, por entonces, había en España una epidemia de fiebre aftosa, lo cual asustó a las autoridades sanitarias, temerosas de que la paja que envolvía aquellas piedras pudiera estar contaminada con algún virus. Pusieron el cargamento en cuarentena. Una cuarentena que se prolongó treinta meses hasta que sobrevino el crack bancario del año 29. De resultas, Hearst enfrentó graves dificultades financieras y aquellas cajas con su tesoro de cantería siguieron arrumbadas en la sombra de un almacén.

El magnate de la prensa norteamericana murió sin que se abrieran los embalajes. Los herederos de Hearst pusieron a la venta aquel conjunto de piedras labradas en España seis siglos atrás.

A la sazón, un coleccionista mexicano de visita en Estados Unidos se enteró de la venta, acudió a los almacenes para ver con sus propios ojos aquella maravilla. Cuando el Licenciado Nicolás González Jáuregui contempló el contenido de las cajas y estudió los planos, su rostro se iluminó como el de Howard Carter cuando descubrió el tesoro de Tutankamón. Enseguida lo compró todo y lo trajo —piedra por piedra— hasta México.

En 1954, con la ayuda del arquitecto Luis Ortiz Macedo, el conjunto quedó ensamblado aquí en lo que entonces era el jardín de la residencia de Jáuregui donde hoy radica el Instituto Cultural Helénico, una institución que desde 1973 ofrece una excelente oferta educativa y un amplio abanico de actividades artísticas.

Este monumento histórico es un caleidoscopio. La chimenea, por ejemplo, es del Medioevo francés y poco o nada tiene que ver estilísticamente con la Capilla. El impresionante artesonado español pertenece al siglo XVI. Las lámparas de aceite colgantes son del tipo incensario, o botafumeiro, y en la ornamentación del cobre se advierten reminiscencias mudéjares.

Se ve que el gran Jáuregui fue armando su rompecabezas con piezas ajenas, sacadas de su colección, para rellenar los vacíos. Probablemente en el cargamento faltaban algunos fragmentos de la construcción, sea porque se perdieron, sea porque cuando Hearst adquirió esta edificación ya estaba medio en ruinas.

Ese puzle alcanza su máximo esplendor en la fachada, donde el coleccionista mexicano incrustó una portada plateresca, procedente de Guanajuato, logrando así un hermoso mestizaje arquitectónico, una curiosa hibridación que permite que en ese frontispicio convivan dos indígenas empenachadas con una virgen gótica en su nicho trilobulado.

El conjunto funciona como una máquina del tiempo. Entramos por una galería de columnas románicas y ya estamos en el siglo XII, pasamos por debajo de un arco flamígero y desembocamos en las postrimerías del XIV, subimos una escalera de caracol y retrocedemos al siglo XII, transitamos entre los sitiales plegables del coro con sus “misericordias”, y de nuevo somos catapultados en el tiempo, miramos hacia arriba y el artesonado nos traslada a la España del XVI… y, para rematar, salimos al patio por una portada de Guanajuato ricamente ornamentada. ¡Alucinante! Y todo eso en medio de esta ciudad pantagruélica, envuelta en el estrepitoso ruido del tráfico.

Tanto eclecticismo estilístico, saltándose siglos y conjugándolos, lejos de resultar chocante, produce una impresión agradable, y ello se debe al buen gusto y al mejor tino de Jáuregui. Gracias a su arqueológica erudición esa amalgama tan heterogénea, que mezcla formas y orígenes, se prolonga en los cuadros y tapices que engalanan el interior de la Capilla. Por doquier nos sorprenden los gobelinos franceses, españoles y flamencos, unos ilustrados con temas marianos, otros con historias persas o mitologías paganas. Aquí y allá, magníficos vitrales franceses, en particular uno que parece salido de los talleres de Chartres, pues tiene una virgencita azul bastante similar a “la Notre Dame de la belle Verriere”. Por allá vemos una monumental virgen de Murillo, por acá un cuadro atribuido al veneciano Giovanni Bellini y, más allá, otro de Bernardino Luini, perteneciente al círculo de Leonardo en Milán.

En el patio se despliega la galería románica con su arquería y los capiteles desde donde nos contempla el típico bestiario infernal del siglo XII: serpientes, vampiros o demonios… Por la parte trasera de la construcción se ven los contrafuertes y algunas gárgolas, pero lo más impresionante es el torreón.

Como en un cuento de hadas, siempre imagino en lo alto de esa atalaya a una doncella secuestrada dando gritos, de su tocado puntiagudo cuelga el velo que flota libremente. Enroscado al pie de la torre cilíndrica, el dragón que mantiene prisionera a la princesa lanza fuego por la boca. A lo lejos, se oye el galope del caballo en el que se acerca el príncipe azul que blandiendo su espada matará a la bestia y rescatará a la bella.

Esa parte de la Capilla, con sus muros almenados y sus aspilleras, corresponde a la arquitectura románica que combinaba las estructuras religiosas con las militares. Los sacerdotes tenían que defender la casa de Dios de las hordas que la amenazaban con sus habituales asaltos y pillajes. Lanzaban aceite hirviente a los atacantes, repelían sus agresiones arrojando flechas por las saeteras.

Soplaban por la Península vientos de Reconquista, a lo que hay que añadir frecuentes guerras civiles o enfrentamientos señoriales, las invasiones de los vikingos y la amenaza permanente de vulgares ladrones y bandidos. De resultas, la iglesia se encastilló y así surgió este estilo denominado “monasterio-fortaleza”.

Llevo cinco años dando clases en un aula situada a pocos metros de ese monumento y he podido comprobar que muchos capitalinos —incluso nacidos en este barrio— ignoran la existencia de esta reliquia de sillería. Como está medio oculta entre árboles y altos edificios, la mayoría no se percata de esta joya, otros quizá piensen que es una copia o una vieja iglesia en funciones.

Estas piedras no solo nos conectan con la mejor película de la historia del cine, sino también con una leyenda del periodismo norteamericano, pero, además, al venir de Ávila, estas canterías transpiran poesía a lo divino, misticismo y sabiduría abulenses.

No hay que olvidar que de Ávila son Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. En aquella tierra nacieron también San Pedro Bautista, protomártir de Japón, y San Pedro de Alcántara, amigo y consejero de Teresa de Jesús, así como Alonso de Madrigal, “el Tostado”. Allí vio la luz la reina Isabel la Católica. Allí fue a morir el poeta Fray Luis de León.

Toda esa tradición espiritual impregna estas canterías. La presencia de esta estructura románico-gótica en un país repleto de pirámides prehispánicas hace pensar en un Aleph borgiano, en una metempsicosis de piedras que reaparecen o transmigran superponiéndose en un palimpsesto arquitectural.

La insólita presencia de esta edificación en el corazón de este país confirma —por si hiciera falta— la persistencia y vigencia del surrealismo mexicano del que tantas veces he hablado aquí y en otras partes.