La estrategia del lagarto
Medio siglo después de su primera edición, Virgilio Piñera continúa lanzando a través de Pequeñas maniobras sus burlonas muecas sobre la condición humana
Me he quedado con la curiosidad de saber cuál fue la recepción que tuvo Pequeñas maniobras cuando se publicó por primera vez (en Cuba no volvió a editarse hasta casi medio siglo después). La bibliografía pasiva de Virgilio Piñera que figura en el Diccionario de la literatura cubana solo registra la reseña de Rogelio Llópis aparecida en la revista Casa de las Américas (número 24, mayo-junio 1964). Sin embargo, me resisto a creer que fuera ese el único eco crítico que suscitó esa novela, la segunda escrita por su autor. Este era ya un escritor reconocido y por eso resulta dudoso que la salida de aquella obra pasase tan ignorada. Pero más allá de ese hecho, lo cierto es que las novelas de Virgilio Piñera no han recibido una atención similar a la de sus cuentos, su producción dramatúrgica y su poesía.
¿Cuándo llegaría Pequeñas maniobras a las librerías? Quizás en julio o agosto. Lo digo ateniéndome a los datos que proporciona el colofón: “Este libro se terminó de imprimir en Mayo de 1963, Año de la Organización, por Ediciones Revolución, General Suárez y Territorial, La Habana, Cuba. La edición consta de 4,000 ejemplares”. La cubierta fue diseñada por Raúl Martínez y es fácil identificar su estilo de esa etapa. ¿A cómo se vendería entonces el ejemplar? Probablemente a un peso y pico o algo así. No pienso que a más de esa suma.
El ejemplar que yo poseo tiene una curiosa historia. Lo adquirí en España, en la década de los 90, y de acuerdo a lo que aparece escrito a lápiz en la primera página, pagué por él 300 pesetas, unos 3 dólares al cambio de ese momento. Lleva estampado el cuño de la Embajada de Cuba en Madrid. Eran los años más duros del llamado Período Especial, y esa misión diplomática decidió pasar parte de los fondos de su biblioteca a un local en donde se vendían ediciones cubanas. Yo solía frecuentar aquel sitio, y aproveché la ocasión para comprar, a precios casi de saldo, algunos títulos. Hasta hoy los conservo.
Pequeñas maniobras tiene muy poco que ver con las novelas cubanas que vieron la luz ese año: La situación, de Lisandro Otero, En el año de enero, de José Soler Puig, Primeros recuerdos, de Araceli de Aguililla, Gestos, de Severo Sarduy (esta última, aclaro, se publicó en España). Coincide con las de Otero y Sarduy en lo que se refiere al marco en el cual se ubica la historia personal del protagonista, esto es, la dictadura de Fulgencio Batista. Por el texto que aparece en el interior de la portada —posiblemente lo redactó el propio Piñera—, sabemos que Pequeñas maniobras fue escrita entre 1956 y 1957, cuando su autor residía en Buenos Aires. Allí se alude asimismo a los representantes de “tal sociedad liquidada —un director-caco, un librero bonachón, un tenorio asesino, etc.”. A eso se refiere también Rogelio Llópis en su reseña, cuando afirma que “la acción de la novela discurre en plena dictadura batistiana”. Pero si exceptuamos esa coincidencia, Pequeñas maniobras, insisto, tiene muy poco que ver con esas otras novelas.
A Sebastián, el protagonista de la novela, se le han señalado connotaciones kafkianas, dostievskianas y walserianas (no estoy seguro de que Piñera conociera al autor de Jakok von Gunten: su difusión en español comenzó tímidamente en los años 70, pero fue a partir de fines de los 90 cuando toda su obra se ha traducido a nuestro idioma). Como comentó Llópis, Sebastián lleva una vida claudicante y escurridiza, Es un héroe —más bien un antihéroe— pasivo, “en razón de poseer una conciencia ética que lo conduce a adoptar una actitud mezcla de lucidez y cautela ante el extravío y la crueldad circundantes”. A diferencia de muchas de las personas con las que se relaciona, emprende una carrera al revés: constantemente busca la anulación, la nada. Así lo expresa a lo largo de la novela: “No hay que hacerse ilusiones: he sido puesto en el mundo para una sola cosa; para ocultarme, para tener miedo, para escapar a toda costa, para escapar, aunque en el fondo no tenga que escapar de nada”.
Una perenne necesidad de ser humillado
En una de sus libretas de notas, Dostoievski dejó estos comentarios sobre sus Memorias del subsuelo: “Yo solo he evocado la condición trágica del hombre subterráneo, lo trágico de sus sufrimientos, de su castigo voluntario, de sus aspiraciones al ideal y de su incapacidad para alcanzarlo; yo solo he evocado la mirada lúcida que esos miserables hunden en la fatalidad de su condición, una fatalidad tal que sería inútil reaccionar contra ella”. El Sebastián piñeriano comparte algunas características con el protagonista del relato de Dostoievski. Al igual que este, se expresa a través de un largo monólogo, dividido en nueve capítulos. Como él es lúcido. Posee la inteligencia pero no la potencia, el deseo pero no los medios (cito a Georg Steiner). Pero a diferencia de él, no sufre las humillaciones, sino que más bien se debate en una perenne necesidad de ser humillado. El narrador de Memorias del subsuelo tiene la idea de que la humillación conduce a la purificación. El de Pequeñas maniobras, en cambio, admite que lo humillen con el único propósito de sobrevivir. Asimismo contada por él, esa vida sin vivir que lleva no adquiere una condición trágica, sino que está permeada de cierto humor negro.
Ese constante esfuerzo por anularse y reducirse a los niveles más bajos de la existencia, es el modo como Sebastián trata de sobrevivir en una sociedad desajustada y en una realidad para él incomprensible. Cuando el director de la escuela donde da clases lo llama para que además se encargue de la contabilidad, no le pasa por la cabeza decir que no. Sabe que debido a su cargo, si se negara el hombre podría despedirlo. Por eso expresa: “Acepto, me inclino, ya estoy temblando de solo perder el empleo, y tanto me inclino que casi estoy por decirle que además de la contabilidad podría limpiar el edificio y hacer los mandados”.
De hecho, deja de dar clases y pasa a trabajar como sirviente en la casa de ese mismo señor que antes lo hizo alterar el debe y el haber para defraudar al fisco. En el capítulo III, Sebastián narra el encuentro con Pablo, un excolega de la escuela a quien había perdido de vista. Ahora es empleado de una compañía farmacéutica donde le va muy bien. Le comenta a Sebastián que allí necesitan un contador y quiere saber si le interesa el puesto. Entonces éste le confiesa a qué se dedica: es sirviente del director. Hace las camas, limpia la casa, sirve la comida. Esto último, señala, no entra dentro de sus obligaciones. Lo hace porque la cocinera se lo impuso y él simplemente la obedece.
El amigo no puede dar crédito a lo que escucha, piensa que se trata de una broma. Y al saber que Sebastián habla en serio, dice que no sabe qué pensar y le recomienda ir a un psiquiatra. Argumenta, intenta convencerlo: lo explotan, un hombre como él merece algo mejor, se irá embruteciendo poco a poco. Pero se encuentra con una lógica contra la cual nada puede ripostar: “Soy sirviente, me pagan. ¿Dónde está el drama?”. Y concluye el narrador: “Nos separamos sin entendernos. Ocurre que como él «sube» no ve que yo «bajo». Debe mirar sus escalones como yo miro los míos”.
El protagonista de Pequeñas maniobras ha tomado la decisión de no comprometerse, y también asumió la actitud de aceptar los hechos consumados y obrar en consecuencia. Su divisa es: “Nada de rebeldías: si cada uno tiene el derecho a seleccionar su animal, yo ahora mismo escojo el lagarto.// El tigre y el león acaba por ser matados, el lagarto tiene probabilidades de escapar. Me fascina este animalejo que se confunde con las hojas, que cambia de color, que se arrastra, que duerme mucho… Él se confunde con las hojas y yo me confundo con los bobos. Si pasa el gato solo verá hojas, si pasan los esbirros solo verán bobos… y seguirán de largo. No firmaré ningún manifiesto, no formaré en los desfiles callejeros, yo no quiero comprometerme”.
Signo de la gran frustración social
En varias ocasiones, Sebastián insiste en que actúa así por tácita cobardía. Pero como ha señalado Rogelio Llópis, tamaño acto de castración social no puede realizarse sin que medien otros sentimientos tan potentes como la cobardía. En cualquier caso, esto simboliza “la actitud de un hombre que ha decidido no exponerse al contagio de las lacras y corruptelas que pululan a su alrededor”. De igual modo, esa existencia movida por la necesidad de aniquilación puede interpretarse como un signo de la gran frustración social.
Sebastián es un hombre lúcido y a lo largo de su monólogo —en el último capítulo se refiere al mismo como sus Memorias— expresa su desprecio por aquellos que lo humillan. Sabe, por ejemplo, que el director del colegio es un redomado pillo que disfruta de una falsa honorabilidad. Cuando el gobierno le va a dar una medalla por veinticinco años de trabajo, Sebastián apunta: “Elevaré un escrito al Ministro de Educación indicándole que esta medalla sea hecha con los excrementos de mis alumnos. No merece otra”. Pero todos esos comentarios son para sí mismos. Nunca los exterioriza ni mucho menos se atreve a adoptar alguna acción. Para ser capaz de esto último, necesitaría liberarse de una cobardía de la que es consciente, y además salir de su soledad y su egoísmo.
Rogelio Llópis dedica buena parte de su reseña a destacar la que, para él, es la principal imperfección de Pequeñas maniobras. Es el cambio de narrador que se produce en el cuarto capítulo, en el cual Sebastián es reemplazado por Teresa, una mujer cuarentona con quien él mantiene una relación sentimental. De acuerdo a Llópis, en esas páginas hay una sobrecarga de elementos sicológicos ajenos al espíritu absurdo de la novela. El traspaso transitorio del relato a otro personaje, afirma, “va en detrimento de la proporcionalidad anteriormente alcanzada, proporcionalidad que reaparece en el quinto capítulo y que se mantiene firme hasta el final”.
Confieso que a mí como lector no me importunó lo que él considera una caída, en una novela cuyo desarrollo temático ofrece un trazado nítido. El hecho de que Teresa pase a encargarse de la narración aporta otra visión de los hechos y sobre todo contribuye a que descubramos rasgos de la personalidad de Sebastián que hasta entonces desconocíamos. Asimismo la presencia de los elementos sicológicos no constituye una incongruencia, pues al respecto es pertinente recordar, como señaló Alberto Garrandés, que la intimidad del protagonista de Pequeñas maniobras se nos revela con una fuerza que no encontramos en otras obras de Piñera.
El otro señalamiento crítico a Pequeñas maniobras que yo conozco pertenece a Julio Cortázar. Lo hizo en septiembre de 1963, en una carta dirigida a Piñera que está reproducida en el libro Virgilio Piñera, de vuelta a vuelta. Correspondencia 1932-1978 (Ediciones Unión, La Habana, 2011). En esa misiva, el escritor argentino le confiesa a Piñera que no ha conseguido entrar en su novela. Los primeros capítulos le parecieron “de estudio, de preparación a algo que finalmente estallaría”. Y continúa: “Pero llegué al final sin dar con esa explosión, y aunque es evidente que tú te has propuesto mantener a todo trance esa atmósfera de «pequeñas maniobras» (en ese sentido el título es todo un acierto), lo que no he podido entender es la finalidad profunda de ese método, de ese itinerario del narrador (…) Los tres primeros capítulos me hicieron pensar esperanzadoramente que ese miedo del personaje, esa sensación de sentirse perseguido desembocaría en una visión nueva del mundo, como pasa con algunos personajes de Dostoievski; pero, a menos que me equivoque, ocurre al revés: la segunda parte del libro se va empobreciendo, como si ya no supieras qué hacer con Sebastián, y siento como si los dos últimos capítulos fueran forzados, casi inútiles para ti mismo. Lo siento en los diálogos, en las situaciones, en las reflexiones”.
A diferencia del autor de Rayuela, no pienso que la novela se empobrezca en los últimos capítulos, ni tampoco que estos se noten forzados o sean inútiles. Pero al leerla, sí tuve la impresión de que no hay un desarrollo progresivo de la historia. Las distintas situaciones que vive Sebastián no deparan sorpresas respecto a las anteriores. Pese a ello, no puedo decir que Pequeñas maniobras me aburriera. Piñera era un magnífico narrador y logra mantener el interés. No importa si las cosas que cuenta sean corrientes y banales. Él sabe crear el reino de lo insólito a partir, paradójicamente, de la realidad más cotidiana. Lo hace empleando como instrumento una escritura límpida, despojada de hojarasca y aditamentos superfluos. Está además su acertada mezcla de elementos cómicos y trágicos, que utiliza para revelar los infiernos del mundo contemporáneo.
Esos y otros aciertos justifican la lectura de Pequeñas maniobras. Medio siglo después, a través de ella Virgilio Piñera continúa lanzando sus burlonas muecas sobre la condición humana.
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