Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura

La fantasía rescatada del desván

El primer libro de cuentos para adultos de Antonio Orlando Rodríguez significó una estimulante aportación a la narrativa que hace veinticinco años se escribía en Cuba

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La cocinera se dispone a hacer las compras.
-Y bien —dicen los señores—, ¿qué necesitamos?
-Se está terminando la nostalgia.
-¿Ya? —salta la esposa, alarmada—, pero si…
-Querida, querida —la tranquiliza él—, siempre es lo mismo por esta época. —Y volviéndose a la empleada: Compre más, y también un poco de miedo.
-¿Alguna otra cosa?
-Espere, deje ver. —La señora revisa los anaqueles repletos de la despensa, saca cuentas entre dientes—: Traiga impaciencia, lástima, alivio y seguridad.
-¿Y rabia?
-¡Ni se le ocurra! Creo que todavía queda del mes pasado.
A.O.R., “Sentimientos enlatados”.

Desde que se estrenó como escritor en 1977 con Abuelita Milagros, Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, 1956) se dedicó durante varios años a la literatura para niños. Tras aquel libro, publicó Siffig y el Vramontono 45-A (1978), Cuentos de cuando La Habana era chiquita (1984) y Ciclones y cocuyos (1984), por los que fue reconocido con los premios La Edad de Oro (1986) e Ismaelillo (1976, 1979, 1984), los más importantes de esa manifestación.

El hecho de ser ya un autor conocido y galardonado motivó que algunos amigos y colegas lo animaran a probar suerte en la narrativa para adultos, algo a lo cual Rodríguez se mostraba reticente. Primero, ha comentado, “porque me encantaba la libertad imaginativa y humorística que me concedía la literatura infantil; segundo, porque no me atraía la idea de escribir sobre temas en los que no me sintiera auténtico y cómodo”. Recuerda que un día su amigo Alberto Batista Reyes, quien en esa etapa dirigía la editorial Letras Cubanas, le comentó que habían autorizado la publicación de los cuentos inéditos de Virgilio Piñera, quien llevaba varios años proscrito. Le dio además las copias mecanografiadas de los libros Un fogonazo y Muecas para escribientes para que los leyera y se decidiera así a transitar a la narrativa “para grandes”. Y comenta Rodríguez: “Sin duda, fue una jugada magistral de su parte. Semanas después me aparecí en su oficina con “Hipocampos”, mi primer cuento para adultos, se lo entregué y le dije: ¡Léetelo y dime si se puede publicar! Al día siguiente me llamó por teléfono y me dijo que siguiera escribiendo. Esos relatos se reunieron en Strip-tease. Cuentos de mal humor, un volumen que se publicó en 1985 y que tuvo críticas muy favorables.

“De ese libro tengo recuerdos muy variados. Algunos hermosos, como las llamadas que me hicieron Beatriz Maggi y Ezequiel Vieta —a quienes no conocía— para felicitarme y comentarme lo importante que les parecía que un autor de mi generación retomara la vertiente de la fantasía, el humor negro y el absurdo en la narrativa. O la tarde en que Pepe Rodríguez Feo me dijo, en la biblioteca de la UNEAC, que el libro le había gustado y que estaba bien escrito (en boca de él, ese era un elogio superlativo), y que estaba seguro de que, de haber podido leerlo, a Virgilio le habría encantado”.

Aunque 1985 figura como el año de su publicación, Strip-tease no llegó a manos de los lectores hasta casi mediados del año siguiente. Según se dice en las primeras páginas, fue procesado en el Combinado Poligráfico Alfredo López y se terminó de imprimir en el mes de diciembre. Un dato a agregar es que la edición de Strip-tease está ilustrada con dieciséis dibujos de Roberto Fabelo. Debido a la lentitud e ineficacia con que siempre han funcionado las empresas estatales, los ejemplares demoraron varios meses en llegar a las librerías. Pruebas al canto, Strip-tease aparece en junio de 1986 en el segundo puesto de la lista de los diez títulos más vendidos, que entonces incluía la revista Bohemia (era además su primera semana en esa relación). Otro dato que prueba lo que digo es que la primera referencia en la prensa es de mayo de 1986. Me refiero a una entrevista que Agenor Martí hizo a Rodríguez, y que apareció en el diario Granma.

En los quince cuentos que integran el libro, Rodríguez se desmarcó radicalmente de las tendencias formales y temáticas que, sin ser las únicas, eran las que entonces dominaban en la narrativa cubana. En lugar del realismo, su preferencia se inclina marcadamente por el humor negro, el absurdo, la fantasía, el grotesco. Tampoco hallamos en esos textos los asuntos sociales y políticos que tanto abundaban entonces. Rodríguez, por el contrario, tiene como preocupaciones esenciales, cito unas palabras suyas, la cosificación de los sentimientos, la destrucción del escritor en la sociedad, la destrucción de la belleza. Según declaró cuando salió Strip-tease, se propuso “hacer un libro comprometido con lo mejor del ser humano, en la medida en que satiriza y fustiga mezquindades y rezagos que aún subsisten en el hombre contemporáneo”. Rodríguez, por último, muestra un proverbial desdén por los elementos que se supone dan la marca cubana a cualquier obra literaria (personajes, escenarios, lenguaje).

Defensa y reivindicación de la fantasía

La tradición en la cual se ha nutrido Rodríguez incluye referencias tanto nacionales como extranjeras. Él mismo mencionó el estímulo que para escribir Strip-tease fue la lectura de los dos libros inéditos de Virgilio Piñera. (Pido disculpas por esta digresión que voy a hacer. Cuando se publicó Un fogonazo, Rodríguez reseñó encomiásticamente su salida desde las páginas de El Caimán Barbudo. Eliades Acosta, para quien las narraciones de Piñera constituyen una evasión del contexto histórico y del deber del intelectual ante los intereses y motivaciones de su pueblo, no estuvo de acuerdo con esos elogios. Calificó la crítica de Rodríguez como “una palpable muestra de un enfoque que carece de la clarificadora dimensión metodológica que aporta la Filosofía Marxista-Leninista al estudio de los fenómenos culturales”.)

Otros dos autores cubanos cuyo trabajo Rodríguez había leído y admira son Ezequiel Vieta y María Elena Llana. En 1984, el primero había publicado Baracutey, un conjunto de narraciones en las que mezclaba realismo, surrealismo, expresionismo. Un año antes, Llana había dado a conocer Casas del Vedado, uno de los mejores títulos de esa década, en donde la realidad cotidiana convive con espacios fantásticos y seres inexistentes o de otra dimensión. Y en el campo de las afinidades, es oportuno mencionar la amistad y los proyectos comunes que en esos años Rodríguez compartió con Chely Lima, Alberto Serret y Daína Chaviano. Todos ellos escritores que en sus obras defendían y reivindicaban la fantasía como ingrediente fundamental.

En cuanto a los autores extranjeros, la presencia que más claramente se advierte en Strip-tease es la de Lewis Carroll. El propio Rodríguez se encarga de hacerlo explícito en “Libertad, I love you”. Allí aparece un conejo diligente, vestido con frac y chistera, que se acerca al narrador y ceremoniosamente le ofrece té, pastelillos y frutas secas. Del creador de Alicia en el país de las maravillas, Rodríguez no ha tomado los recursos más visibles (los juegos de palabras, las parodias cultas, las paradojas lingüísticas). Ha asimilado su suave locura, su humorismo sutil, su capacidad para delinear con amable caricatura a los personajes, los escenarios y las cosas, que pasan a aparecer como si los viésemos en un espejo ligeramente cóncavo o convexo. Por su parte, al reseñar en la revista Revolución y CulturaStrip-tease Madeline Cámara señaló en algunos de los textos ecos de Rabelais (“Acá dentro”) y de “Un artista del hambre” de Franz Kafka, así como coincidencias entre el protagonista de “Las alimañas melancólicas” y el anticuario de “Un almacén como otro cualquiera”, de Eliseo Diego.

Pero como hablo de un libro que apareció hace veinticinco años y nunca más se ha vuelto a editar, conviene que hable un poco y dé una idea de algunos de los cuentos. En el breve texto de la contraportada se presenta Strip-tease con estas palabras: “Quince relatos en los que se entremezclan el humor negro y el absurdo para brindarnos un mundo fantasioso y desconcertante donde una máquina de escribir que devora a un hombre, o un cadáver que se pasea entre los asistentes a su propio velorio son hechos cotidianos aceptados como enteramente naturales”. Los dos ejemplos a los cuales se alude corresponden, respectivamente, a “Un tipo ahí” e “Historia reconfortante”.

La telegráfica sinopsis que se hace del segundo es adecuada. El cuento narra hechos que resultan habituales en una funeraria: una mujer se mesa los cabellos con un ademán desolado, unas personas se dirigen a ella para darle el pésame, un desvaído empleado reparte café en minúsculos vasos de cartón. El protagonista tampoco tiene nada especial que lo distinga. Es un hombre común, lo que se dice uno del montón, capaz de reírse con un buen chiste. Lo insólito se produce al final, cuando un amigo le dice que lo están esperando. Entonces se dirige a la capilla ardiente, le da un beso a su madre, se introduce en el ataúd y él mismo cierra la tapa.

En cambio, “Un tipo ahí” no cuenta exactamente lo que se anuncia en la contraportada. Es cierto que hay una máquina de escribir que devora a un hombre. “Sus teclas, dientecillos ávidos, se hincan en la carne, la desgarran, sorben, trituran las falanges. La máquina mastica y engulle acompasadamente, sin turbarse por los aullidos del hombre que se desangra”. Seguramente habrá ya algunos lectores que piensan que se trata de un cuento de terror, al estilo de los de Stephen King. Pues nada de eso. Lo que allí se narra tiene que ver con los ritos de la creación artística, un acto que en esencia es privado e individual (excluyo de esto último casos como los de Ilf y Petrov o de los hermanos Arkady y Boris Strugatski, pues constituyen una rarísima excepción). No así en el mundo en el cual se sitúa la trama del cuento, donde ha pasado a ser una atracción que arrastra una multitud de espectadores curiosos, ajenos al frío, la lluvia o el calor. Es un público que sorprende por lo heterogéneo. Hay monjas, periodistas, acróbatas de circo, campesinos, impedidos físicos, amantes despechados, maestras con sus alumnos. En común solo tienen el interés morboso de presenciar el duelo entre el autor y la máquina de escribir.

Absurdo kafkiano y humor negro

En “Sentimientos enlatados”, Rodríguez adopta el humor negro para presentar un mundo en donde “la Humanidad vive, al fin, los albores de un tiempo nuevo, felicísimo, que todavía no tiene nombre, es cierto, pero que bien podría denominarse Era de las Emociones Enlatadas. Un tiempo rebosante de sabias transparencias en el que los hombres sentirán a plenitud sin tener que esforzarse por sentir”. El problema es que esos modernos Prometeos no previeron algunas situaciones que se podrían producir. Por ejemplo, que un inocente niño se apoderara de dos latas olvidadas en un rincón del estante, una de cólera y otra de odio mortal acérrimo.

En una vertiente más absurda y kafkiana se inscriben “A solas” y “Test”. El primero forma parte de un grupo de textos que, por su corta extensión, constituyen más bien viñetas (otros son “Strip-tease” y “El que va por fósforos”). En él, el protagonista se halla en su habitación y se dispone a terminar un invento: el cepillo sin cerdas. En “Test”, un hombre se dirige al Instituto de las Necesidades Perentorias para que le prorroguen la felicidad. Pero para que le aprueben su solicitud, tiene que someterse a una entrevista oral o escrita. Entre otras, debe dar respuesta a preguntas como: “Quien sabe de dónde viene, pero ignora adónde va, ¿sabe más o menos que aquel que conoce el sitio exacto al que se dirige, pero no sospecha siquiera de dónde proviene?”. (A la mente de algunos acudirá El proceso, de Kafka.)

La fantasía se explaya a plenitud en “Las alimañas melancólicas”, “Libertad, I love you” y “Concierto para escalera y orquesta”. En el primero, uno de los mejores del conjunto, un forastero está de paso por una ciudad. Una tarde llega a una tienda de antigüedades y allí descubre algo que lo deja maravillado: una botella en cuyo interior vive una mujercita. Lo que le ocurre al final al curioso señor tiene que ver con la cita de Shakespeare que encabeza el cuento: “Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser”.

“Libertad, I love you” es un homenaje a Lewis Carroll. En cuanto a “Concierto para escalera y orquesta”, es un texto que podría haber pasado, tal cual, a cualquiera de los libros para niños publicados por Rodríguez. El narrador invita a la muchacha de los altos al concierto de la orquesta sinfónica. Cuando se disponen a salir, se dan cuenta de que la escalera del edificio ha desaparecido. Una jicoteíta les aclaró el enigma. Esa tarde, la escalera había ido al hospital a visitar a una prima suya que tenía fracturado el pasamanos. Tras numerosas peripecias, los dos jóvenes pueden llegar a la sala, justo cuando el concierto estaba por concluir. Y apunta el narrador: “La muchacha me dio un codazo y señaló al fondo del teatro. Entre los espectadores, allá, absorta y como hechizada por la música, distinguí a la escalera de nuestro edificio. «Parece que la visita del hospital terminó temprano», me dije”.

El libro incluye varios cuentos más, como “Hipocampos”, “Pierrot, Pierrot”, “Fabulilla de la muerte”, “Elogio del cartero”. Si no me refiero a ellos es sencillamente para no abusar de los lectores, no porque su calidad sea inferior a los otros. Sí me parece conveniente resaltar que pese a ser el primer libro para adultos de Rodríguez, Strip-tease en ningún momento delata esa condición inaugural. Madeline Cámara celebró “la limpieza del lenguaje utilizado, su objetividad, su sencillez y su ductilidad, esa virtud de adecuarse al tema tratado”. Desde las páginas de La Gaceta de Cuba, Alberto Serret escribió que “la fantasía de los quince cuentos que integran el conjunto, no es un mero pretexto para decir o hacer sin rumbo fijo, como se suele, en un puro regodeo estético y literario. La fantasía aquí se convierte, lúcidamente, en un instrumento fehaciente de la realidad, en un modo de interpretar, asumir, realizar y destacar el mundo que nos envuelve”. Y afirmó que “este desprejuicio, esta apertura extrema a todas las posibilidades narrativas y del idioma” hacen que estos Cuentos de mal humor sean “una de las publicaciones más interesantes de los últimos tiempos en Cuba”.

Muchos por eso daban como un hecho seguro que Strip-tease figuraría en los Premios de la Crítica de ese año. Inexplicablemente no fue así, y el motivo vine yo a saberlo a través de un sinsonte de Camajuaní, que hace un tiempo vino a visitar a unos parientes que residen en Misisipi. El día en que el jurado se reunió, me contó este pajarillo que canta incesantemente La Marsellesa, nada más iniciarse la discusión sobre los posibles candidatos uno de los miembros, mujer para más señas, expresó de manera muy ambigua sus reservas sobre el libro de Rodríguez. Lo curioso es que no dio argumentos. Se limitó a decir frases vagas como “Yo no sé, pero a mí me parece…”. Aunque ya había quedado atrás la sombría y nefasta década de los 70, cualquier insinuación de que una obra podía contener elementos ideológicamente confusos o inconvenientes aún era capaz de infundir temor. La ponzoña dejada caer tuvo su efecto, y el resultado fue que ninguno de los integrantes del jurado se atrevió a defender Strip-tease. ¿El nombre de la susodicha? Ni jugando se los voy a revelar. ¿O acaso se piensan que yo como de lo que pica el pollo?