La gloria de ser invisible
El de Vicente Gelabert constituye un insólito caso de un talentoso artista que, durante toda su vida, demostró una manifiesta y tozuda voluntad de desaparecer como creador
Hace cosa de diez años, el español Enrique Vila-Matas publicó un libro delicioso, Bartleby y compañía, en el que habla de los autores que dejaron de escribir. Además de realizar un minucioso rastreo de quienes integran ese Laberinto del No, indaga en los motivos que cada uno tuvo para hacerlo. Pienso que un libro similar podría redactarse con los artistas que se empeñaron en borrar cualquier rastro, en desaparecer como creadores, en dejar huérfanos a aquellos que hubiesen podido ser sus posibles herederos.
En ese hipotético libro debe figurar sin falta un hombre ya fallecido, que en vida demostró una manifiesta y tozuda voluntad de desaparecer. En lugar de ocuparse del legado artístico que estaba llamado a dejar, se empecinó en rodearse de una sombra de invisibilidad. Y vaya si consiguió ser invisible. Si un investigador quisiese escribir su biografía, lo tendría muy difícil. Los registros documentales que de él quedan son escasos. Incluso si pensara acudir al testimonio de aquellos que lo conocieron y trataron, tampoco sería una tarea fácil: muchos de ellos ya deben haber muerto, aparte de que ese hombre llevó una vida trashumante, lo cual es un obstáculo adicional para seguirle los pasos.
Fue a través del escritor villaclareño Carlos Alé como yo vine a enterarme de su existencia, hace relativamente poco tiempo. Con la locuacidad que le es proverbial, me descubrió a un hombre que tuvo eso que acostumbramos llamar una vida de novela. Una novela más bien triste, conviene agregar. Carlos Alé publicó en la revista Signos (julio-diciembre 1989) uno de los pocos trabajos que sobre él se pueden leer. En ese número también se incluye otro artículo del pintor Manuel G. Fernández. Esos dos textos han sido las fuentes que básicamente he utilizado para escribir las líneas que siguen.
Esta historia tiene una fecha de inicio: 6 de mayo de 1884. Fue el día en que en Alcoy, una localidad de la provincia española de Alicante, nació Vicente Gelabert Santonja. En realidad, la escritura correcta de su primer apellido es Gilabert. Es, por cierto, el apellido materno del poeta Miguel Hernández, nacido también en la Comunidad Valenciana. Lo cual hace que uno se pregunte si entre ambos existía algún parentesco o vínculo familiar.
De su infancia y adolescencia, nada se sabe. Las primeras referencias de su biografía que nos han llegado corresponden a su juventud. En esa etapa recibió clases de solfeo de León Ferret y Vicente Pastor, de armonía de Felipe Pedrell y de guitarra de Francisco Tárrega. El hecho de haber sido discípulo de este último es muy significativo, no solo por su gran prestigio, sino además porque Tárrega no tuvo la docencia como una actividad regular, organizada y con remuneración fija. Eso, sin embargo, ha dado lugar a que algunos afirmen que Gelabert fue de los pocos alumnos que tuvo Tárrega. No fueron tan pocos. Es algo que se puede afirmar porque varios llegaron a ser instrumentistas de renombre: Emilio Pujol, Josefina Robledo, Daniel Fortea, Pascual Roch, Miguel Llovet. Asimismo algunos de ellos, tras la muerte del maestro, recopilaron sus ejercicios, sus combinaciones de mecanismos para trabajar determinada dificultad, sus métodos para aprender a tocar. Fue gracias a ese valioso esfuerzo que hoy se puede hablar de la escuela de Tárrega.
Hay quienes aseguran haber visto el recorte de un artículo de un periódico de Madrid, donde se dice que en el Conservatorio de Barcelona finalizaron sus estudios varios alumnos. Y además se citaba como virtuosos a tres de ellos: Miguel Llovet, Andrés Segovia y Vicente Gelabert (el recorte lo llevaba este último en el estuche de su guitarra). A Tárrega además se atribuyen estas palabras, en las que se refiere a los dos que, en su opinión, fueron los más sobresalientes: “Para ser un Llovet hay que estudiar doce horas diarias durante muchos años. Para ser un Gelabert hay que nacer, pero nacer embrujado y estudiar”. Quienes tuvieron la suerte de escuchar a este último, cuentan que entre sus interpretaciones más memorables estaban Capricho árabe y Recuerdos de la Alhambra, dos de las piezas compuestas por el músico valenciano. ¿Las tocaría alguna vez en presencia de éste?
De acuerdo a las fuentes, Gelabert llegó a Cuba en 1905. No hay datos que precisen cuál era entonces su estado civil. Pero según cuentan algunos, en una ocasión interpretó en Holguín un vals que, de acuerdo a él, había compuesto por una hija que dejó en España. Su destino era La Habana, pero el barco “Alfonso XIII” en el que viajaba, tuvo que desviarse a Santiago de Cuba, debido a un temporal. Aquel hecho fortuito decidió su destino, pues no llegó a ir a la capital y en los años siguientes residió en la antigua provincia de Oriente.
En Holguín Gelabert conoció a una joven a quien varias veces mencionó a los amigos con quienes compartía tragos y pláticas. La muchacha se distinguía como pianista y el músico inició con ella una relación sentimental que terminó en matrimonio. Sin embargo, aquella unión duró muy poco. La Isla estaba asolada entonces por una epidemia de gripe. La recién casada la contrajo y falleció. Cuentan que sus familiares y amigos se aterrorizaron con el miedo de contraerla, y a su esposo le tocó llevar él solo el cadáver para que lo incinerasen. Tras aquella triste experiencia, nunca más se le conoció una relación amorosa seria.
Introductor de la guitarra clásica en Cuba
Manuel G. Fernández ha destacado la importancia que tuvo Gelabert como uno de los introductores de la guitarra clásica como instrumento de concierto en Cuba. En la etapa en que empezó a ofrecer sus conciertos en ciudades y pueblos de la región oriental, su ejecución correcta era difícil. Asimismo los integrantes del movimiento trovadoresco aún se acompañaban por la vihuela y el laúd. A la influencia de Gelabert se debió probablemente que una limitada cantidad de guitarras fueran traídas a Cuba por comerciantes españoles; y también que, por otro lado, en Santiago de Cuba surgieran los primeros fabricantes de guitarras y otros instrumentos de cuerda. Fue además el primero que dio a conocer entre nosotros el repertorio de Francisco Tárrega, así como el de otros compositores españoles como Isaac Albéniz, Fernando Sor, Dionisio Aguado y Enrique Granados.
Dado su carácter, Gelabert se mostró reticente a dedicarse a la enseñanza. Aceptó muy pocos alumnos, a los cuales no enseñaba teoría y solfeo, sino que se limitaba a transmitirles aspectos técnicos relacionados con la ejecución guitarrística. La discípula que posiblemente mejor asimiló esos conocimientos fue Violeta Carvajal Rodríguez, nacida en Sagua la Grande. Su padre era español, también tocaba la guitarra y era amigo de Gelabert. Fue a solicitud suya que éste aceptó dar clases a la hija, quien llegó a presentarse en La Habana en el Teatro Auditorium y la Sociedad Pro Arte Musical.
Manolo G. Fernández cuenta que una vez que visitó a Violeta la escuchó interpretar una pieza que le llamó la atención, por las dificultades que conllevaba ejecutarla. Violeta le comentó que se trataba de una malagueña compuesta por Gelabert. Ella se ocupó de transcribirla entonces y gracias a la gestión de Fernández, pudieron inscribirla en el registro legal, bajo el título de Alcoy. Fernández hizo además una grabación que, aunque no fue hecha con las condiciones acústicas y técnicas adecuadas, es una de las dos únicas piezas del músico que existen (la otra es un estudio para guitarra Gelabert-Tárrega, cuyo original se puede ver en el museo municipal de Quemado de Güines). Se saben los nombres de algunas otras: Emma, Habanera, La romántica, Pastoral, Recuerdos de mi tierra. Pero nada más: no se han conservado, pues su creador jamás se ocupó de trasladarlas al papel.
Se han recogido testimonios que dan cuenta del inicio de su actividad como guitarrista en la región oriental a partir de la década de los años 10. Siro Rodríguez, integrante del Trío Matamoros, recuerda haberlo visto tocar en el Teatro Heredia, de Santiago de Cuba, cuando él tenía doce o trece años (Rodríguez nació en 1899, de modo que debió haber sido en 1911 o 1912). También lo escuchó tocar en Guantánamo, en 1923, Juvenal Barocela, quien incluso le dedicó un poema en prosa que Gelabert guardaba en el estuche de su guitarra. A ese texto pertenece este fragmento: “Puesta la vida en los dedos, puesta en los dedos el alma, ríe, gime, arrulla, tiembla y salta del cuerpo de madera que no siente, que no ama, toda una pasión de notas límpidas, puras, santas…”. Es evidente que la fama del guitarrista se fue divulgando, pues hay datos de que ofreció conciertos en Antilla, Mayarí, Cueto, Guaro.
Parejamente a su fama como virtuoso instrumentista, se fueron propagando los hábitos desordenados y la bohemia alcohólica de Gelabert. Dos músicos compatriotas suyos que residían en Cuba, Rafael Pastor y Félix Rafols, quienes lo admiraban, trataron de persuadirlo de que pusiese orden en su vida y reorientara su carrera como instrumentista. Le argumentaron que él era el más idóneo para difundir el legado de Tárrega. La respuesta de Gelabert fue: “Es una buena tarea. Acométanla ustedes. Mi guitarra y yo seguiremos unidos, sin recompensa de glorias”. Por otro lado, fueron varias las oportunidades en que dejó plantado al público porque no sentía necesidad de tocar. En cambio, a menudo lo hacía en bares, parques y casas, sitios en donde se presentaba sin anuncio previo ni invitación. Para él no constituía ningún problema el que su auditorio fuese prácticamente lego en cuestiones musicales.
Hay una anécdota recogida por Ramón Guirao que aporta un retrato cabal de Gelabert. Se había organizado un concierto suyo en la casa de un pintor venezolano. Con ese motivo, se reunió un grupo de artistas e intelectuales deseosos de escucharlo tocar. Se quedaron esperando, pues Gelabert nunca se apareció. Guirao relata que salió luego con un par de aquellos amigos. Llegaron a un restaurante y allí se encontraron al guitarrista, sentado ante una taza de café. Tras recibir las quejas por no haber ido, Gelabert convino en que se encontraran esa noche a las nueve. Esa vez cumplió su palabra y les regaló un recital inolvidable. Guirao escribió un artículo en donde describe aquella velada. De ese texto reproduzco este párrafo, donde describe cómo el guitarrista ejecutó Adelita, una pieza perteneciente a Tárrega:
“Comienza a desgranar notas. Solo se lamenta de la ausencia de las piernas que marquen el ritmo, los muslos trigueños, el talle estrecho y los senos que salten de gozo en el nido de seda de los trajes andaluces. No, no falta nada. Todo está en esos dedos inteligentes, ágiles, seguros, que pellizcan el acordado, que suben como arañas a lo alto del diapasón y que poco después bajan al puente para prodigar las caricias. A veces apenas necesita rozar una cuerda. Otras hiere profundamente y ataca con vigor. Si es necesario emplear una sola mano, Gelabert tiene recursos para que suene su instrumento”.
Desdeñó la celebridad y el dinero
¿Cuándo llegó Gelabert a Quemado de Güines? ¿Qué lo hizo radicarse en ese pueblo ubicado al norte de lo que entonces era la provincia de Las Villas? Son de los muchos enigmas de los que está repleta la biografía del guitarrista, y tal vez nunca lleguen a resolverse. En todo caso, se puede especular que para alguien empeñado en hacerse invisible, era un sitio indicado. Su población actual anda por los 22.500 habitantes, por lo cual uno puede hacerse una idea de cuántos podría tener siete u ocho décadas atrás.
Merece la pena narrar cómo fue que Gelabert halló un sitio donde vivir en aquel pueblo. Se cuenta que una tarde entró en el hospedaje de Amaranto Alfaro y le pidió alojamiento y comida y, a cambio, él le impartiría clases de guitarra. Es probable, deduzco yo, que cuando le propuso ese trato, estaba enterado de que Amaranto era aficionado a ese instrumento. Como Gelabert no tenía tarjeta de presentación, el propietario del hospedaje le pidió que tocase algo. Fue la primera vez que en ese pueblo se interpretaron los acordes de la Adelita de Tárrega. Al terminar la ejecución, el músico colocó la guitarra sobre sus piernas, alargó la mano derecha al emocionado Amaranto y le dijo con cierto orgullo: “Vicente Gelabert, para servirlo”. Desde ese día y hasta su muerte, vivió en aquel sitio.
El anecdotario que sobre él existe demuestra que Gelabert se desplazó con frecuencia a Santa Clara y, también, a Sagua la Grande. En el Teatro La Caridad, de la primera ciudad, ofreció un recordado concierto, hacia 1932. Fue la única vez que lo hizo allí para un público masivo, pero bastó para despertar e incentivar el aprendizaje de la guitarra. A propósito de las anécdotas que forman parte de su leyenda, hay una que ha contado Manolo G. Fernández que quiero reproducir. Recuerda él que una noche, a fines de 1932 o principios de 1933, su padre llegó a media mañana a su casa de Santa Clara con un tipo sorprendente. Lo había encontrado durmiendo en el Parque Vidal y estaba hambriento.
Gelabert se sintió a gusto entre personas amantes de la música (la madre de Fernández además también era valenciana). Su mamá tocó el piano y luego acompañó a uno de sus hijos, que ejecutó el violín. Tras ellos lo hizo Gelabert. Abrió el gran estuche negro que llevaba y sacó su guitarra. Relata Fernández que “la afinó paciente y esperó el más absoluto silencio. No he vuelto a oír así Recuerdos de la Alhambra, mucho menos con la explicación que nos dio”. Gelabert almorzó después con la familia, pasó varias horas con ellos y al atardecer se marchó.
Demostró siempre un total desdén por la celebridad que estaba destinado a alcanzar. La fama, lo mismo que la posteridad, era para él una palabra hueca y carente de sentido. Tampoco le interesaba el dinero que pudo haber ganado. Un representante de la compañía discográfica RCA Víctor le ofreció varios miles de pesos para que grabase un disco. Rechazó la oferta de manera tajante: “Yo no enlato mi música. Mis interpretaciones no son sardinas”.
Cuento otra anécdota que ilustra muy bien esto. La colonia española de Sagua la Grande le organizó un homenaje. Gelabert llegó al atardecer. Miró el Casino Español, ya repleto y muy iluminado, y se sentó enfrente, en un banco del Parque Albarrán. Los organizadores del acto bajaron a buscarlo y oyeron de él estas palabras: “¿Quién les dijo que me hace falta dinero y que voy a tocar con ese barullo que tienen allá arriba? Miren, díganle a esa gente que quienes quieran oírme, bajen para acá. Si hacen el debido silencio, voy a dar gratis el concierto aquí, para el que le interese”. Así lo hizo, y tras el recital al aire libre los organizadores le entregaron un cheque de mil pesos.
Como si presagiara su muerte, unas semanas antes de fallecer a causa de un colapso cardíaco, pidió a Amaranto Alfaro que quería que lo enterrasen en el pueblo y que sus restos solo los acompañasen los amigos más cercanos. Amaranto ayudó a mover el cuerpo para lavarlo y amortajarlo. Contrario a lo que Gelabert indicó, su sepelio constituyó un acontecimiento público, pues amistades y admiradores querían darle el adiós postrero. El cadáver fue tendido en el bar a donde él acostumbraba ir. La Asociación de Colonos sugirió que se trasladara a su local, mucho más amplio, y finalmente se logró un acuerdo para compartir el velatorio. El cortejo fúnebre partió a las 9 de una mañana gris, acompañado por la banda municipal. Al frente iba el alcalde de Quemado de Güines. Una carroza conducía el ataúd, sobre el cual fue colocada su guitarra. Como comentó uno de los asistentes, era el primer entierro en el cual no iba ningún familiar del difunto.
Algún tiempo después, los vecinos del pueblo construyeron con suscripción popular un monumento a su memoria. Consiste en un humilde panteón en mármol blanco, que al frente tiene una pequeña guitarra. En el museo municipal de Quemado de Güines se conserva la que fue su última guitarra, junto a los periódicos que dieron cuenta de su fallecimiento. En La Habana, a una calle del municipio 10 de Octubre se le dio su nombre, como recuerdo de un concierto que ofreció allí. Poco más ha quedado de un músico que en vida renunció a la celebridad y los grandes escenarios. Prefirió, en cambio, entregar a la gente su arte en un parque, la sala de una casa o el batey de un central. Como único pago, pedía muy poco: un plato de comida, un trago o, de ser posible, dos.
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